El cazador de barcos (15 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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Tenia la cabeza hecha un torbellino. Debía empezar a trabajar en el generador.

—Tengo que trabajar hasta muy tarde…

La voz de la doctora adquirió un tono profesional.

—Entonces te espero mañana a las nueve en mi consulta, doctor Hardin.

Dio medio vuelta y se dirigió con paso firme al Rover blanco. La ligera falda que llevaba enrollada a la cintura se abrió como una flor cuando se instaló airada en el asiento del conductor. El coche se estremeció con su portazo. Hardin intentó saltar de la guindola, inesperadamente atraído por la imagen apenas vislumbrada de sus largos muslos esbeltos, relucientes como fuego negro.

—¡Culling! ¡Deténgala!

Culling echó a correr hacia el Rover que hizo marcha atrás y entró patinando en el sendero, entre dos líneas de gravilla proyectada al aire. Hardin apoyó las manos sobre el tope del palo, se aupó y desasió las piernas de la guindola de lona. Después cogió la camiseta que colgaba del bolsillo trasero de su pantalón corto y la enroscó muy apretada en torno al backstay, cogió la tela entre ambas manos y se deslizó en vertiginoso ángulo desde lo alto del palo hasta la popa.

Aterrizó suavemente, procurando no golpearse la rodilla fracturada. Saltó al muelle y pasó corriendo junto a Culling en pos del Rover. Ajaratu le miraba acercarse. Sus grandes ojos castaños lucían tan límpidos, frescos y profundos como dos manantiales del bosque.

—Eres un mono.

—Debes perdonarme —dijo Hardin jadeante—. A veces me dejo absorber demasiado por mis propios pensamientos. Me gustaría mucho cenar hoy contigo.

—Si no estás demasiado atareado…

—¿Te va bien a las ocho?

—Vendré a buscarte —dijo ell—. Comeremos en un lugar poco elegante. Puedes llevar tus herramientas.

El coche partió a toda velocidad entre los viejos cobertizos y desapareció tras una nube de polvo.

Culling soltó una risita.

—Es toda una dama, la duquesa.

—¿La duquesa?

—Sí. Le pusimos ese nombre cuando llegó. Se nota en la espalda, sabe.

—¿Qué se nota en la espalda? —preguntó Hardin.

Culling, según había ido descubriendo en los últimos días, mientras trabajaban juntos, poseía complejos puntos de vista sobre todo lo que le llamaba la atención.

—La aristocracia. Su espalda no se encorva como la de las personas vulgares. Ella tiene ese tipo de espalda.

Hardin rememoró la erecta postura de Ajaratu.

—Es verdad.

—Tíñala de blanco y podría ser la duquesa de Cornualles.

Hardin le lanzó una penetrante mirada, pero no había asomo de malicia en sus pequeños ojitos azules.

Aquella tarde, al taladrar el palo para fijar la guía de ondas, Hardin perforó el tubo que la recubría. Tuvo que sacarlo todo otra vez, recorrer cuarenta kilómetros hasta la tienda para comprar otro y después subirse de nuevo al palo para instalarlo. Estaba de un humor de perros cuando Ajaratu pasó a recogerle para ir a cenar.

Iba sentada en el asiento trasero del Rover. Un sonriente ordenanza del hospital hizo subir a Hardin a su lado y les condujo en dirección a los acantilados, dejando atrás el pueblecito de Fowey. Ajaratu le explicó que, puesto que era muy posible que aquélla fuese la última vez que cenaba fuera de casa en Inglaterra, tenia intención de disfrutar de la comida sin tener que preocuparse por la posibilidad de que le husmearan el aliento para ver si había bebido. Obedeciendo a su sugerencia, Hardin descorchó la botella de champaña que yacía en el cubo lleno de hielo situado entre los dos.

Cuando llegaron a lo alto del acantilado, cogieron la botella y se alejaron del coche para contemplar en silencio cómo se iba poniendo el sol en el mar. Hardin advirtió que la tensión de los preparativos empezaba a abandonar lentamente su cuerpo. Una suave melancolía se instaló en su lugar. El champaña y la idea de llevarse secretamente a un chófer —ofreciéndole una generosa recompensa— eran el tipo de cosas que solía hacer Carolyn. Llenó otra vez las copas.

Cenaron en un restaurante de Fowey. Era un local turístico, con las paredes forradas de madera de pino y una vista panorámica sobre el puerto y las débiles luces de los caseríos de Polruan en la otra orilla. Estaban a principios de junio y era día laborable, así que el comedor estaba prácticamente vado. Después de comer, la propietaria les ofreció un brandy y le dijo a Ajaratu que en el pueblo lamentaban mucho su partida.

—¿Ya has preparado todo tu equipaje? —le preguntó Hardin, cuando se quedaron nuevamente a solas.

—Esta mañana he enviado los últimos cajones a Lagos. Sólo me quedan algunas maletas.

—¿Excitada?

—No, me siento un poco confusa.

—¿Por qué?

Ella saboreó su brandy, paladeándolo sensualmente y examinando su color al contraluz de la vela.

—Por muchas cosas. Lo uno y lo otro…

—Ponme un ejemplo.

Ella le miró a los ojos. Después desvió la mirada y habló en tono artificiosamente despreocupado.

—Cosas curiosas. Me he estado preguntando qué sensación me causará no destacar ya por mi apariencia. Durante la mayor parte de mi estancia en Inglaterra he sido la única flor negra en medio de un campo de lirios. Llamo la atención. Eso ya no ocurrirá en mi país.

Hardin sonrió.

—Seguirás llamando la atención. Eres una mujer hermosa.

—Gracias.

Le subió el color a las mejillas.

Llevaba un vestido azul pálido que le dejaba los brazos y la fina línea del cuello al descubierto. Peter intentó encontrar un término capaz de describir el color de su piel sedosa. No se había detenido a pensarlo hasta entonces; pero no tenia la piel negra, ni marrón, ni de ningún otro tono que pudiera describirse en una sola palabra. Decidió que era una mezcla, una intensa y rica tonalidad entre granos de café y la reluciente crema de cacao.

—¿Quién es ese afortunado político?

—¿Te había hablado de él?

—Le mencionaste.

—En realidad es el hijo de un político importante. No estoy segura de que él pueda llegar a tanto. Tiene buenas intenciones, pero es difícil ser un hombre con un padre tan grande.

—¡Oh, sí!

—¿Hablas como hijo de un padre así? —preguntó Ajaratu.

—En cierto modo.

—Nunca me has hablado de él.

Hardin sonrió. El brandy le estaba embriagando agradablemente.

—He estado intentando darle alcance desde que tenía doce años. Esa edad tenía él cuando huyó para hacerse a la mar. Había nacido en mil ochocientos ochenta y siete y en aquellos tiempos todavía podían hacerse esas cosas.

—Era mucho mayor que tú.

—Oh, sí. Tenía casi cuarenta años cuando yo nací. Luchó duro hasta que llegó a ser el segundo oficial a bordo en un buque de crucero que navegaba por el Pacífico Sur. Sólo tenía dieciséis años. Y me refiero a una lucha de verdad, porque en aquellos tiempos era preciso defender con los puños cualquier puesto por debajo del primer oficial. El primero de a bordo conocía las técnicas de navegación, de modo que pegarle estaba considerado una falta grave. De todos modos, mi padre llegó a ser capitán. Y entonces regresó a Nueva York y se hizo médico. Y todo lo hizo solo, sin ayuda de nadie.

Hardin miró por la ventana. Un buque costero brillantemente iluminado entraba en aquel momento en el puerto, formando un curioso contraste con las colinas en sombras y con las pocas luces que todavía estaban encendidas en Polruan. El buque de carga continuó su camino fuera de su campo de visión, en dirección a los muelles donde cargaban la arcilla, y Hardin se topó con el reflejo de la cara de Ajaratu, que le miraba desde el cristal.

—Y había conseguido un cómodo nivel de vida cuando tú naciste —dijo suavemente ella.

—Así es.

—Una vida tranquila.

—Sí.

Ella estaba intentando sonsacarle. Hardin se sintió amenazado y añadió bruscamente:

—Varios psicoterapeutas de salón me han dicho que ésa es la razón de que me alistara en la marina, y de que ahora navegue, y de que dejara de practicar la medicina. Todos han llegado a la conclusión de que no soy capaz de tomar en serio mi propia vida, después de compararla con la suya. Es una perfecta sandez.

—Yo no he dicho ni media palabra.

—Me alisté en la marina porque me gusta el mar. Lo cual es una de las razones por las que navego a vela. Y dejé de practicar la medicina por varios motivos, entre ellos por el simple hecho de que me fascinaba la electrónica. ¿Cómo se explicaría, si no, que volviera a la universidad cuando tenía treinta y seis años? Carolyn también había reanudado sus estudios para aprender ginecología, de modo que vivimos unos cuantos años la pobre vida de los estudiantes. —Una sonrisa le iluminó la cara—. Y por lo que respecta a que no me tomo la vida en serio, cuando nos conocimos, Carolyn me dijo que era el hombre de treinta años más serio que había existido desde los tiempos de Alejandro Magno… Ella fue quien me hizo adoptar una actitud más despreocupada. —Bebió un sorbo de brandy, pensativo. Al cabo de un rato, volvió a dirigir la mirada a Ajaratu—. ¿Sabes una cosa? Lo malo de tener un padre viejo es que ya ha transcurrido la mayor parte de su vida. Cuando regreses a Lagos verás a tu padre dedicado a lo suyo, haciendo de general…, de persona importante. Me habría gustado poder ver así a mi padre. Todo lo que conocí de él fueron relatos sobre cosas que habían ocurrido antes de que yo naciera. Eso las hacía parecer muy importantes e imposibles de superar.

—¿Y si nada de todo eso hubiera sido cierto?

—Oh, eran cosas verídicas, no lo dudes. Estaba demasiado satisfecho consigo mismo —y conmigo— para ser un hombre que tuviera que inventarse una vida… Sólo que me habría gustado poder verle en pleno momento de triunfo. Ya había triunfado. Yo nací demasiado tarde para poder verle avanzar airoso por un pasillo al frente de una nueva promoción o emerger de una tormenta con el traje de hule chorreante. Pero creo que estoy empezando a emborracharme y a ponerme romántico.

—Yo vi a mi padre empapado en sangre. Antes de la guerra civil. Una turba atacó a mi madre porque era una ibo. Él mató a dos hombres con una espada de ceremonia, pero ahora se sienta frente a un enorme escritorio como cualquier otro ejecutivo atareado.

Ajaratu se mordió un nudillo.

—Es curioso, pero nunca le había hablado a nadie de esto. Mi madre y yo partimos poco después de Nigeria.

—¿Te casarás cuando regreses a casa? —le preguntó Hardin.

Le chispearon los ojos y habló en un inglés imperiosamente conciso.

—No estoy absolutamente segura de que llegue a casarme, en absoluto.

—¿La adorable solterona de Lagos? No lo creo.

Ella rió.

—Puede que me peine con un moño y dedique el resto de mi vida a cuidar a los leprosos en la selva.

—¿Dónde ejercerás la medicina?

Ella hizo una mueca.

—Mi padre me ha conseguido una plaza en una clínica. Le dije que quería trabajar con los pobres; pero conociéndole a él, tendría a un policía apostado en la puerta de mi despacho, registrando a mis pacientes. No podría tolerar que su hija se relacionara con personas indeseables.

Ajaratu apuró su copa y soltó una carcajada.

Hardin hizo una señal al camarero para que volvieran a llenarlas.

—Los ricos también están enfermos —dijo.

Ajaratu se inclino hacia delante, con una expresión súbitamente intensa.

—Quiero hacer algo que dé valor a toda mi vida.

—¿Cómo qué?

Sus cabellos, peinados hacia atrás sujetos con una elaborada horquilla de marfil, reflejaron el resplandor de unas velas cercanas.

—Algo especial. Algo importante que pueda recordar con orgullo. No sé. Probablemente acabaré volviendo a la universidad. Me gustaría estudiar —te burlarás de mí—, creo que me gustaría estudiar psiquiatría.

Hardin se rió.

—No me digas. Ya sabía yo que me estabas usando como conejillo de indias.

El camarero les sirvió el brandy.

—¿Irías a graduarte en Ibadán?

Ella pareció sorprendida.

—Pero ¿qué sabes tú de Ibadán?

—Es el hospital universitario más importante de África. Siempre me he preguntado por qué no estudiaste allí en vez de venir a Londres.

—La guerra civil. Mi padre nos mandó a Inglaterra en cuanto se iniciaron los combates. Entonces yo era una adolescente y, cuando por fin terminó la guerra, ya estaba en la universidad.

—¿Dónde está tu madre?

—Murió. El clima de este país. Me eduqué en casa de un coronel británico retirado a cuyas órdenes había servido mi padre antes de la independencia. Tenía varios hijos y ninguna hija. Ellos me metieron en un colegio de monjas.

—No me extraña que estés confundida ante la idea de volver a Nigeria.

—He estado allí otras veces durante las vacaciones.

—¿Qué te pareció?

—Es una tierra de frontera. Como vuestro lejano oeste en su tiempo. Un país muy optimista. La gente está muy ocupada ganando dinero y construyendo. Y rebosan de entusiasmo. Estoy realmente encantada de pensar que voy a regresar a casa.

—Se ha disipado la confusión —sentenció Hardi—. Me alegra comprobar que al menos eso ya está resuelto.

—¿Lo está?

—¿Ocurre algo?

Ella negó con la cabeza.

—Háblame de tu viaje. ¿Adónde te diriges?

—Primero a Monrovia. Cerca de donde tú estarás. Unos mil quinientos kilómetros, poco más o menos.

—¿Y después?

—Al Brasil.

No le costó pronunciar la mentira. La había utilizado varías veces aquella semana.

—El señor Culling me ha dicho que estás probando un radar.

—Así es. Una mezcla de negocios y placer, todo en uno.

—Pero ¿no está inventado ya el radar? No comprendo qué te propones hacer.

—Estoy intentando construir un sencillo aparato de alarma que pueda instalarse en lo alto del palo sin que se interpongan los foques y que tenga un alcance superior a las veinte o treinta millas que cubren los radares corrientes para barcos pequeños.

—¿El foque es la vela anterior?

—Sí. Si consigo que funcione, intentaré montarlo de manera que pueda tenerse guardado abajo y subirlo al tope del palo con una driza… Perdona un momento.

Sacó una pluma y trazó un boceto sobre una servilleta de papel. Se había tomado tan en serio la mentira, que acababa de ocurrírsele una buena idea para montar el aparato. Después se guardó la servilleta en el bolsillo y volvió a coger el hilo de la conversación, excusándose otra vez.

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