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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (46 page)

BOOK: El cebo
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Imaginar la atroz escena me erizó la piel.

—¿Se... se volvió loco...? —murmuré.

—Lo
volvieron.

—¿Qué?

—Estoy seguro de que sabes lo que quiero decir —repuso.

Todo el calor de la ducha reciente se había evaporado de mi cuerpo. Sentía como si alguien hubiese abierto la puerta de un congelador a mi espalda.

—Por supuesto, el análisis informático tardará días —agregó Miguel—, pero los estudios in situ no dejan lugar a dudas: fue poseído. Y ya habíamos recibido el resultado del análisis cuántico del supuesto «suicidio» de Álvarez, el propio Padilla nos lo envió hoy. Adivínalo: los microespacios de la expresión facial, de la forma de dejar los objetos y la ropa en el suelo, del nudo de la cuerda...

Sabía lo que implicaba todo aquello. Intenté hablar con calma.

—Miguel, yo no les hice nada.

—Tú encontraste el cadáver de Álvarez en la granja, Diana. —Me cortó—. Y no tengo que recordarte las amenazas que dirigiste a Padilla esta mañana en el tanatorio. Si hay entre nosotros un cebo capaz de poseer con esa fuerza, eres tú...

—Pero ¿por qué yo? ¡Es absurdo!

—Desde luego, no fue una máscara común —prosiguió—, y ni siquiera poco común... Aún no sabemos cómo lo has hecho, pero también empleaste una técnica revolucionaria con el Espectador, ¿no?

—¡Nada de lo que estás diciendo prueba
nada!

—Quítate la toalla de la cabeza —dijo de repente—. Solo de la cabeza, despacio.

Me asusté ante la orden inesperada. ¿Qué pretendía? Levanté los bordes de la toalla con temblorosa lentitud y la dejé colgando del cuello. La luz de la mesilla me daba en la cara, haciéndome parpadear, pero ello no impidió que me fijara en lo que había sobre la cama, y que Miguel me señalaba. Sentí náuseas de terror puro.

—Estaba en tu armario —dijo.

Era una vieja muñeca, sucia, sin ropa, pelo ni ojos. Le faltaban también los brazos. Alrededor de su cuello estaba atada una pequeña cuerda. Desperdigados por el suelo, parte de mi ropa, bisutería y zapatos. Miguel se hallaba de pie junto a la silla de enea de mis padres, apuntándome. Su rostro era una confusa mezcla de temor y tensión.

—No me mires —ordenó entre dientes.

—¿Qué es todo esto? —dije desviando la vista.

—Junto al cadáver de Álvarez había tres muñecas colgadas, ¿recuerdas? Y después de masacrar a su familia, Padilla colgó otra muñeca semejante del techo de su casa. —Pronunciaba cada palabra con una dureza inaudita mientras dirigía hacia mí el cañón de la pistola—.
Esta
la acabo de encontrar en el fondo de tu armario, Diana... ¿Para
quién
la tenías reservada? ¿Quién iba a ser tu tercera víctima?

De repente percibí que algunos fragmentos de aquella pesadilla encajaban entre sí. Aún me faltaban las piezas importantes, pero podía vislumbrar el principio.

Comprendí que no habíamos cenado juntos, ni dicho frases de amor, ni gozado en la cama: solo habíamos representado
su teatro.
Como el personaje de Iachimo en esa escena de
Cimbelino
en que, tras salir de un baúl en el cuarto donde Imogen yace dormida, intenta obtener falsas pruebas de que se ha acostado con ella, así Miguel había estado engatusándome durante el restaurante y el sexo con gestos de mi propia filia, la de Labor, cuidadosamente elaborados, con el fin de poder acceder a mi casa y registrarla. Decía Gens que aquella escena de uno de los últimos romances de Shakespeare era un símbolo de la Negociación, como lo son la decapitación de un personaje vestido con las ropas de otro o el travestismo de Imogen. Pero, para mí, la escena del baúl podía servir como metáfora de la confianza traicionada.

En este caso, sin embargo, la traición era doble. Intenté explicárselo.

—Me han tendido una trampa —dije con toda la calma que pude, sin mirarlo y sin moverme, para demostrarle que no pretendía atacar.

—Una trampa... —repitió.

—Esa muñeca no es mía, alguien la ha puesto ahí para culparme.

Oí cómo chasqueaba la lengua. Al hablar, parecía apesadumbrado.

—Diana, cuando encontré la muñeca revisé los códigos de acceso de tu apartamento: solo

has entrado aquí desde hace meses... Por favor, escúchame. No hagas esto más difícil de lo que ya es. Me he pasado toda la tarde, desde que la policía halló el cadáver de Padilla, intentando convencer a Olga de que no te arrestara, de que me dejara buscar una prueba concreta... Ni siquiera podemos fiarnos de lo que tú misma
crees,
¿no comprendes? —Su voz expresaba ahora un dolor tan intenso que me estremecí—. Si has caído al foso, no eres responsable de lo que haces...

Eso pensaban, por tanto: que la desaparición de Vera, mi esfuerzo con el Espectador o el hecho de conocer lo ocurrido en el caso Renard me habían enloquecido, lo que llamábamos en la jerga «caer al foso». Desde luego, las muertes de Álvarez y Padilla, con el horrendo y sarcástico detalle de las muñecas ahorcadas al estilo del inexistente Renard, parecían la obra de una mente enferma. Pero ¿quién podía estar detrás de todo eso? Por un instante, al ver la muñeca sobre mi cama y oír las palabras de Miguel, me acometió el vértigo: ¿acaso sería cierto que había sido yo misma, sin saberlo?

—Ahora voy a hacer una llamada. Vuelve a cubrirte la cabeza con la toalla, por favor. —De reojo observé que se disponía a utilizar un móvil de pulsera inserto en un adorno púrpura en su muñeca izquierda. Yo ya lo había visto durante la cena.

Supe algo con absoluta claridad: si Miguel hacía esa llamada, si avisaba a Olga o a la policía, ya no habría ninguna posibilidad para mí. Los cebos acusados de crímenes desaparecían del mapa. Éramos demasiado peligrosos para ser enviados a una cárcel común. Se celebraría un juicio, sin duda, pero no antes de que se tomasen todas las medidas precisas para dejarme inútil e indefensa. El hábeas corpus no es aplicable si la acusada es una bomba con el temporizador estropeado.

—Miguel, por favor, espera...

—Haz lo que te digo.

Intenté pensar deprisa, y de repente di con una posibilidad.

—Víctor Gens —dije.

—Diana, cúbrete la cabeza —insistió, aunque vi que mis palabras lo detenían.

—Miguel, escucha, puede ser Gens... —De repente la idea me parecía muy obvia—. ¡Sigue usando cebos, hoy lo he comprobado! ¡Es posible que todo esto sea un montaje suyo, otra especie de experimento...! ¡Tiene que ser Gens! ¡Por favor, envía a alguien a su casa! ¡Sé dónde vive!

Lo que oí entonces sonó en mi interior como un plato roto.

—Ya
han estado en su casa, Diana. Esta tarde, cuando Padilla murió, el departamento buscó a Gens. Pero no lo encontraron. Había hecho un equipaje apresurado y llamó a su chófer y su criada para decirles que se marchaba una temporada. No dijo adónde. Siguen buscándolo.

—¡Eso demuestra que tiene algo que ocultar!

—O miedo de acabar como Padilla y Álvarez —replicó Miguel con sensatez—. En todo caso, lo encontrarán, Diana, descuida. Y ahora, te lo digo por última vez: cúbrete la cabeza. No me obligues a usar esto, por favor. No contigo —añadió.

Sentí como si aquella toalla fuese un telón final, definitivo. Cuando volviera a caer sobre mí, todo acabaría. Pero también advertí que, de no obedecer, Miguel iba a dispararme. O puede que me disparase aunque yo jugara limpio. Me hallaba desnuda, arrodillada, con la cabeza descubierta: cualquier mínimo gesto por mi parte, una mirada, un temblor en los labios, un simple cambio de postura, podían ser interpretados equívocamente. ¿Qué importaba que yo dijese la verdad? Una hora antes Miguel me había dicho que me amaba, lo cual quizá era cierto, y al mismo tiempo estaba interpretando un papel. La verdad, entre cebos, solo es un texto más en el gran teatro del mundo.

Me fijé en la pistola. Era de esas desmontables, como hechas con piezas de Lego, de las que puedes ocultar desarmada en el bolsillo del pantalón. Miguel habría sacado las piezas mientras yo estaba en el baño y la habría preparado en cinco segundos. Disponía de silenciador. Un disparo en el brazo o la pierna me dejaría inútil en mucho menos tiempo del que yo tardaría en enloquecerlo de placer. Tenía el dedo en el gatillo y estaba comprensiblemente nervioso.
Sabía
que la usaría.

Consideré la posibilidad de engañarlo, de hacer una máscara pese a todo, pero me encontré incapaz de atacar a Miguel. Prefería cualquier cosa antes que eso.

Empecé a alzar la toalla.

Simétricamente, Miguel alzaba el brazo con la pulsera para efectuar la llamada.

De súbito recordé algo.
La pulsera.

—Espera —susurré—. Tiene una pulsera clínica.

—¿Cómo dices?

—Víctor Gens. Lleva una pulsera de chequeo médico
on-line.
—Yo no lo miraba, pero, a juzgar por su silencio, comprendí que eso
no
lo sabían.

—¿Activa? —preguntó tras una pausa.

—Por lo que sé, sí. Pero aunque la hubiese desactivado, serviría si aún la lleva.

Las nuevas pulseras clínicas contenían todos los parámetros biológicos importantes del paciente: eran como su huella dactilar, con la ventaja de que podía ser detectada a distancia. Estuviera donde estuviese, si Gens la llevaba encima sería tan visible para los ordenadores como un huracán para un satélite.

Miguel bajó la mano del comunicador, pero siguió apuntándome.

—Diana, ¿cómo puedo confiar en ti?

—Solo te pido que encuentres a Gens primero... Puedes llamar a Olga y decirle que yo te acabo de dar ese dato... Miguel, sé que Gens tiene la clave de todo... Haz eso tan solo, te lo suplico... Luego denúnciame si quieres.

Hubo una pausa. Me cubrí la cabeza y me encorvé en el suelo, esperando. Ya no podía intentar otra cosa: a partir de ese momento todo quedaba en manos de Miguel.

—Haremos algo —dijo al fin—: llamaré a Olga y le diré lo de Gens. Si lleva la pulsera, daremos con él de inmediato. Pero también le contaré lo que acabo de encontrar en tu casa, Diana. El hecho de que Gens se haya marchado no significa que seas inocente.

Era el típico sentido de la justicia de Miguel. Acepté aquellas condiciones, no me quedaba otro remedio. Me ordenó que no me moviese mientras llamaba.

En ese instante un sonido familiar nos interrumpió.

—Quizá sea Olga —dijo Miguel tras dejar sonar el timbre del teléfono de mi casa dos veces—. Contesta.

—«Contestar» —pedí desde el suelo al receptor, sin moverme.

Sin embargo, la voz que se oyó en los altavoces del dormitorio no era la de Olga.

—Hola, Diana y Miguel... Me reconocéis, ¿verdad? Soy Víctor Gens... —Era su inconfundible tono, su graznido orgulloso pero también violento y jadeante, como poseído de furia—. Sé que estáis juntos, puedo veros y oír lo que habláis... —Una pausa—. Buen punto el de la pulsera clínica, Diana, la verdad, no lo había pensado, y ahora ya es tarde para destruirla... —Una pausa—. Pero también es tarde para pedir ayuda. —Una pausa—. Quiero veros a los dos, ahora mismo. Estoy en la granja. Ya sabéis el camino... —Se oyó su ronca risita—. Debo advertiros que estoy controlando todas vuestras llamadas, Miguel, así que no aviséis a nadie o me enfadaré. Y no creo que te guste mi enfado, Diana... ¿Quieres saber por qué?

De súbito escuché la otra voz, el angustioso, horrible grito:

—¿Diana...? ¡Diana,
ayúdame!

Antes de que pudiese reaccionar, Gens volvió a llenar los altavoces.

—Tengo a tu hermana —dijo.

31

—Lo siento.

—No fue culpa tuya.

—Cada vez es más frecuente en cebos veteranos... Lo de caer al foso, me refiero... Pero no me lo creí de verdad hasta que no hallé esa muñeca en tu armario... Yo...

Miguel se inclinaba mucho sobre el volante al hablar. Recordé cierta técnica para la máscara de Juego en que debías inclinarte así con el fin de resaltar el decorado. Sin embargo, sabía que en aquel momento Miguel solo intentaba ser sincero.

—Está bien —dije.

Yo no deseaba ningún examen de conciencia. Y realmente lo comprendía. A veces yo misma había creído estar a punto de caer al foso. Los cebos jugábamos con nuestras emociones, nuestro placer, nuestras verdades íntimas, hasta que la frontera entre la máscara y lo que éramos bajo ella se borraba. Si es que éramos
algo
más, y no, como creía Gens, solo nuevas máscaras como estratos geológicos que ocultaban, al fondo, un magma de placer.

«Gens», pensé. Ahora también él parecía haber caído al foso.

—Quería confiar en ti, Diana... —Miguel desovillaba su inútil arrepentimiento—. Quería creerte, te lo juro... Pero tenía un trabajo que cumplir. Y te confieso que ha sido el más difícil de mi vida...

—Lo sé.

De sobra conocía la lealtad casi obsesiva con que Miguel acataba las órdenes. Era lo que menos me gustaba de él, aquello que más se parecía a la mentalidad de soldado lobotomizado que Mario Valle nos adjudicaba. Pero no lo censuraba: todos teníamos nuestra manera de sobrellevar la vergüenza, y la suya era obedecer. Para hacer teatro, el actor Miguel necesitaba seguir ciegamente las instrucciones del director.

Lo miré un instante desde mi asiento: su hermoso rostro, su cabello y barba níveos como un rey de cuento infantil. En verdad, no me importaba que hubiese sospechado de mí. Freud habría dicho que yo intentaba recuperar al padre perdido. Gens diría que la primera vez que lo vi, Miguel hizo algo, o sucedió algo a su alrededor, y mi psinoma quedó enganchado. Daba igual. Fuera lo que fuese, yo lo llamaba amor. Y me pregunté si sería posible salvar nuestra relación cuando aquella pesadilla finalizara.

—Hiciste lo que tenías que hacer —dije—. Y te agradezco que hayas decidido no pedir ayuda ahora...

—No podemos arriesgar la vida de Vera. Ese bastardo va en serio. No sé cómo lo ha hecho, pero parece interceptar los canales de la policía. Si los aviso, lo detectará.

Era cierto. Miguel había intentado llamar a Olga cuando, tras vestirme, salimos apresuradamente de mi apartamento en dirección a su coche, pero la voz que había aparecido en el móvil había sido, de nuevo, la de Gens. Nos dijo que no nos permitiría otra desobediencia similar, y habíamos optado por seguir su juego.

El mundo a nuestro alrededor se había convertido en una oscuridad vertiginosa mientras Miguel pisaba a fondo el acelerador. Era madrugada, y todos aquellos que pretendían salir de la ciudad o entrar en ella para pasar el día de fiesta lo habían hecho ya. Casi íbamos solos por la autopista, nuestros rostros apenas revelados bajo las escasas luces de coches y farolas. Pronto entraríamos en la zona «fantasma», el campo yermo, eternamente invernal del 9-N, y entonces la noche nos envolvería por completo.

BOOK: El cebo
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