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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (48 page)

BOOK: El cebo
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A medio camino, el brusco silencio me confundió. La llamé de nuevo sin obtener respuesta. Había cruzado ya frente a las cámaras que carecían de cerrojo, pero las restantes se extendían ante mí, todas cerradas. Intenté abrir la primera. Mis nervios y el viejo pestillo me entorpecieron. Cuando conseguí abrirla, alcé la linterna. La cámara se hallaba vacía. Repetí la operación en la siguiente. Idéntico resultado. Al acercarme a la tercera, escuché un suave sollozo detrás.

—¡Vera! —El aire fétido me llegaba a bocanadas, haciéndome toser—. ¡Vera, soy yo! —Aquel pestillo parecía, de algún modo, más resistente. Tiré con toda mi alma hasta que se descorrió y reprimí el deseo de patear la puerta pensando que Vera podía estar directamente detrás. Mientras la abría, reviví cien veces el instante en que la apertura de aquella u otra puerta similar (ya no recordaba exactamente cuál), había dado paso a la horrible visión del cadáver de Álvarez.

Sin embargo, en esta ocasión la hoja de madera se abrió del todo, sin obstáculos.

Lo que más me impresionó, de nuevo, fue el silencio. Incluso los sollozos habían cesado. Era como si hubiese abierto una tumba.

Apunté con la linterna. Al pronto creí que aquella cámara también estaba vacía. Pero un momento después la vi, agazapada en un rincón, de espaldas.

—¿Vera?

Al repetir su nombre giró su trémulo rostro hacia mí.
«Dios mío, no es Vera»,
pensé durante una horrenda fracción de segundo.

Hasta que se volvió del todo.

Paradójicamente, fue entonces cuando quedé inmóvil.

Más delgada, me dije, las mejillas pálidas, los ojos algo hundidos y rojizos, deslumbrados por la luz. El cabello sudoroso pegado a las sienes, una especie de rebeca sobre los hombros, y bajo ella, un fulgurante aunque sucio top naranja y un pantalón azul turquesa. Algo cambiada, me dije, con indicios de haber sufrido, pero al parecer no herida de gravedad. Asustada, pero al parecer ilesa. Allí estaba. Era ella.

Gimió y me tendió las manos.

El abrazo.

—Estoy aquí —dije sobre su hombro, apretándola contra mí—. Ya ha pasado todo...

Por un instante solo existió aquel abrazo para mí. Yo, albergándola, protegiéndola para siempre.
Te vas a reír, devochka.
«No, no me voy a reír. Ya no me asustas. Ya no vas a hacernos ningún daño. Nunca más. Ya la tengo. Ya está conmigo. Y si ella está conmigo, papá y mamá
están conmigo también.
Ya estamos a salvo de ti. Todos.»

Le pregunté por Elisa, pero solo gimoteaba. Decidí que podía estar drogada, pero que no era el momento de averiguar qué le ocurría sino de escapar de aquel antro.

—Voy a sacarte de aquí —murmuré.

Ni siquiera quise explorar las cámaras que me faltaban. Sostuve la linterna con la mano vendada, pasé el brazo derecho por sus hombros y, sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras, regresé al túnel y me dirigí hacia la salida. Tuve que adaptarme al lento ritmo de Vera, porque, aunque podía caminar, lo hacía a pasos cortos, abrazada a mi cintura y temblando, como si en vez de moverse ella misma deseara que yo la transportase. Me pregunté, con una mueca de rabia, qué podía haberle hecho Gens.

Pero casi olvidé el estado de Vera al salir al segundo escenario y ver a Miguel.

Nos aguardaba extrañamente inmóvil, los brazos en alto, las manos aún sosteniendo linterna y pistola.

Y nos apuntaba con ambas.

—Diana, apártate de ella.

—¿Qué?

—Aléjate de ella... —Por un momento pensé que se había vuelto loco, pero entonces me fijé mejor en su rostro: parecía horrorizado—. ¿Es que no lo comprendes?
¡No es Gens
quien ha hecho esto! ¡No puede ser
él!

—¿A qué te refieres?

No recordaba haber visto a Miguel nunca tan asustado. Sentí que su pavor me contagiaba, allí, en aquel lóbrego subterráneo, y la piel se me erizó de repente.

—Le he quitado la máscara y el otro guante... Dios, deberías verlo... Tiene toda la cara... Debe de habérselo hecho con sus propias manos antes de que llegáramos, ¿comprendes? Piel, músculos... Se ha escarbado hasta el hueso... —Hizo gestos con la mano izquierda sobre su cara mientras susurraba, asqueado, frenético—: ¡Y ha continuado
haciéndolo
ahora! Debe de estar
poseído,
Diana...
El también.

—No ha sido Vera —dije, abrazando a mi hermana—. ¡Vera no sabría poseerlo!

—Entonces,
¿quién?
¡Inexperta o no, Vera es un cebo! ¡Y ya estaba aquí!

—Quizá haya alguien más —murmuré.

Era una posibilidad inquietante. Miramos a nuestro alrededor. Bajo la luz de las linternas, los rostros de los maniquíes sonreían burlones.

De repente Vera se deshizo de mi abrazo con violencia, retrocedió de espaldas hasta la pared del espejo y alzó una mano. A juzgar por su rostro desencajado y sus balbuceos de puro terror, bien podía estar contemplando un espectro.

—¿Qué pasa? —dije.

Su gesto me sorprendió tanto que tardé en percatarme de lo que hacía: estaba señalando algo. Algo que había
detrás
de nosotros. Era como si quisiera avisarnos, alertarnos de un peligro.

Miguel y yo giramos las linternas al mismo tiempo. Reprimí un grito.

Al fondo, tras la primera hilera de figuras, un maniquí se movía.

Bajaba los brazos con lentitud, avanzaba.

Una figura menuda, grácil, femenina, con un largo vestido apolillado: reconocí el traje estampado de flores que llevaba el maniquí apoyado en el telón, el que me hizo descubrir el túnel. Mantenía la cabeza gacha y yo no lograba verle el rostro, pero distinguí el letrero pegado a su pecho: «Hermione». La esposa de Leontes en
Cuento de Invierno,
recordé, la mujer que semejaba haber muerto y luego salía de la inmovilidad de una falsa estatua para regresar a la vida.

Hermione, la resucitada.
El maniquí encarnado. El muñeco vivo.

Me quedé pensando en eso de forma obsesiva y ni siquiera pestañeé cuando, gesticulando delicadamente, la figura arrebató la pistola a Miguel sin esfuerzo y disparó sobre él a bocajarro; ni cuando, con idéntica facilidad, se apoderó de mi linterna, alzó el rostro y se iluminó a sí misma: torso, cuello, rasgos... Su semblante completo, nacido de las sombras, materializado desde la oscuridad de otra vida, anguloso, risueño.

Hermione, la resucitada.

—Bienvenida a mi muerte, Jirafa —dijo.

III
Final

Mis grandes conjuros funcionan,

y estos, mis enemigos, están todos atados.

La tempestad, III, 3

32

Claudia Cabildo sonrió. Ni siquiera necesitaba usar de nuevo la pistola: los había enganchado fácilmente con un Enigma. Duraría solo unos minutos, pero Miguel ya estaba fuera de combate tras el disparo, agonizando en el suelo. En cuanto a Diana... Bien, no representaba problema alguno.

De hecho, su presencia otorgaba al plan un excitante cambio de rumbo.

La contempló a la luz de la linterna.

—Siempre te has pasado de lista, Jirafa. Es tu gran defecto.

Diana Blanco, la puta afortunada. No sabía, nunca había sabido lo que era sufrir
de verdad
a manos de alguien. Quizá había llegado el momento de que lo aprendiera.

Oyó gimoteos desde un rincón. La imbécil de Vera seguía temblando, acurrucada sobre la tarima del escenario. Tampoco tenía nada que temer de ella: estaba poseída, y antes había gritado y golpeado la puerta de la celda siguiendo sus instrucciones. Ella controlaba la situación. Los demás solo eran figurantes a su servicio, maniquíes, extras en una obra que ella misma había escrito y ahora protagonizaba.

Retornó a Diana y notó que movía los labios.

—Dime, cariño. —La incitó—. Seguro que tienes muchas preguntas...

—Te suicidaste... Te vi morir, quemarte viva...

Claudia soltó una carcajada.

—Resucitar de verdad es lo único que las máscaras no pueden lograr
aún.
Todo fue un teatro. Has estado viendo mi
guiñol
todo el tiempo. Incluso tú misma has sido una excelente marioneta. Llevo dos años creando esta obra. No está mal, ¿eh?

Mientras hablaba, había empezado a quitarse el viejo vestido proveniente, como los demás, de la guardarropía de la granja. Lo hizo descender por las estrechas caderas hasta los tobillos, sacó un pie, luego el otro. Debajo llevaba un mínimo top de tirantes, una pequeña falda fruncida, leotardos hasta las rodillas y tacones, todo en negro. Un vestuario muy apropiado para la Labor, la filia de Diana.

—Claro, no lo he hecho todo yo sola. Padilla colaboró desinteresadamente. Lo poseí hace un año, unos meses después que a Nely. Me resultó muy útil tener en mis manos a nuestro director, Jirafa, toda una pasada, tía. Fue Padilla quien utilizó los protocolos de las reuniones de urgencia, por ejemplo, y citó a Álvarez en un lugar apartado, dentro de un coche, el mismo día en que tú te entrevistabas con Gens en la Zona Cero. Yo estaba esperándolo en el asiento de atrás, hice un Ambiguo en cuanto Álvarez entró y lo programé para que se ahorcara aquí mismo dos días después. Lo suyo fue fácil. Lo de capturar al viejo, algo menos. El viejo no se fiaba de nadie, claro. Yo ya sabía que no había muerto en el jodido balandro, que vivía oculto, incluso contaba con cebos guardaespaldas.
Me temía.
Intentar que Padilla lo localizase habría sido ponerlo sobre aviso. Pero el propio Padilla me había dicho que tú eras la única a quien Gens había permitido contactar con él. Ignorábamos la clave sobre el «señor Peoples», pero estaba segura de que si se lo pedías tú, el viejo daría un saltito y asomaría la nariz, estuviera donde estuviese. Eso sí, no podía usar máscaras contigo para obligarte a acudir a él, Gens lo habría detectado. El viejo era caza mayor, ya sabes. De modo que usé a tu hermana. La excusa del Espectador era justo la que necesitaba: un
psico
de los grandes, complejo, un enigma propio para Gens... Toda buena trama necesita excusas. Así que, una noche Nely y yo nos dirigimos al área de caza de Elisa Monasterio, la compañera de Vera, y cuando pasó junto a nuestro coche salí y la poseí. La oculté en el sótano de mi casa y la programé. La policía acabará encontrando su cadáver en el fondo de un embalse al noroeste, donde ella misma se arrojó. De ese modo la conducta de Vera te sonó más lógica. Genial, ¿eh? Cebos que usan a cebos como presas para capturar a otros. Parece una obra de William.

Tras quitarse el sucio vestido, Claudia hizo una pausa y empleó cinco segundos en realizar una Labor. Usó la forma clásica de Gonylov: giró en un ángulo y a una velocidad precisos, llevó las manos a los frunces de la falda y contrajo los músculos de la espalda iluminándolos con la linterna al tiempo que mostraba fugazmente los glúteos. Luego se situó de perfil y pareció meditar. Por último, de frente, piernas rígidas y abiertas. La máscara de Labor se basaba en intensos contrastes: músculos al tiempo que fragilidad, delicadeza
versus
violencia. Ariel y Calibán, las dos extrañas criaturas que sirven al mago Próspero en
La tempestad,
eran sus símbolos: espíritu del aire, semidemonio de la tierra. En su última obra escrita en solitario, Shakespeare había querido ofrecer las claves secretas de la Labor. La técnica de Gonylov utilizaba tales contrastes.

El rostro crispado de Diana y la forma en que entreabrió los labios le probaron la fuerza con que la máscara se había abatido sobre su psinoma.

«Enganchada», se dijo. Ahora era cuestión de no soltarla. Continuó:

—Por supuesto, poseí a Vera también gracias a mi ayudante de escenografía, el querido Padilla, que la hizo visitarme una vez. Vera tenía el código de acceso de tu piso de cobertura, y no necesitó forzar tu puerta cuando entró aquella mañana. Fue ella quien escondió la muñeca en el fondo de tu armario y se dedicó a instalar microcámaras en los visores de tu salón y dormitorio antes de que llegaras. Así empecé a controlar tus movimientos y llamadas. Luego peleó contigo, rompió el retrato de tus padres... Todo muy realista, ¿verdad? Admítelo. Tú te lo tragaste. Sabía que intentarías cazar al Espectador para salvarla, de ese modo te obligaba a pedir ayuda a Gens, y eso hiciste. Y en cuanto supe dónde vivía el viejo, pude controlarlo también a él. Al enterarme de que te había enviado aquí para ensayar, hice que Álvarez viniera a primera hora, y colocara los maniquíes y letreros antes de suicidarse... Necesitaba involucrarte poco a poco, hacer que ataras cabos... Gens había creado a Renard con el hábito de abandonar muñecas ahorcadas junto a sus víctimas, ¿no? Decidí hacer lo mismo. Era mi mensaje: «Renard ha vuelto», quería decir. Utilicé el símbolo de
Medida por medida,
la obra de la justicia. Quería que Gens sudara y se angustiara antes de que fuese a por él. Los últimos toques resultaron maestros, debes reconocerlo. Secuestré a tu hermana la noche en que iba a salir a cazar, tras programarla para que me abriese la puerta cuando yo la llamara por teléfono. Me escondí en su cocina y realicé una Petición cuando entró. Le ordené desconectar el chip subcutáneo y me la llevé. Así creerías que era otra víctima del Espectador y eso te obligaría a pringarte más en el asunto. La oculté primero en el sótano de casa, luego aquí. Por supuesto, siguiendo mis instrucciones, Padilla modificó los resultados de los análisis informáticos...

Se detuvo. ¿Por qué le parecía que Diana parpadeaba demasiado? Estaba segura de que no podía desengancharse haciendo uso de su voluntad tan solo, pero de sobra sabía lo peligrosa que era su ex compañera. La miró a los ojos un instante y los parpadeos cesaron.

—¿Qué te pasa, Jirafa? ¿Nerviosilla? Calma y «escucha un poco más». —Le agradó recordar aquella frase de Próspero, el mago de
La tempestad
—. ¿No quieres saber cómo logré «morir»? Lo llevaba planeando casi un año, pero hasta este verano no encontré a la chica ideal: una ucraniana, camarera en un bar de Ibiza. Olena. «Leni» para los amigos, como nos confesó cuando la poseí. Su parecido físico conmigo era extraordinario. La cité con el anuncio de una falsa agencia de
castings
y la poseí durante la prueba. Era fílica de Poder, fue sencillo: técnica de
La comedia de los errores.
Luego usé mis dotes especiales para programarla. Instrucciones fáciles al principio: tendría que venir a Madrid en el primer avión en cuanto la llamara de nuevo. Cuando hallaste a Álvarez la llamé y la escondí en el sótano. El domingo, después de que me visitaras y me hicieras esas preguntas, supe que había llegado el momento de mi «suicidio». Me había ocupado incluso de hacer creíble lo de disponer de gasolina, debido a la excusa de la cortadora de césped. Nely solo tuvo que atraerte fuera de la habitación, y, zas, se produjo el cambio: Olena pasó al interior por la ventana, y yo, que acababa de interpretar el papel de la chica traumatizada que lo ha recordado todo, hice mutis por el mismo sitio y aguardé fuera mientras ella, vestida y peinada como yo, se incendiaba ante tus narices. Con la casa a oscuras debido a mi «crisis de nervios», tu confusión fue más fácil. Ordené a Olena que corriera quemando todo lo que pudiese, ya que había escondido a varias personas en el sótano durante días y el fuego borraría los rastros. Luego me dirigí a mi coche, donde había dejado a Vera, y me alejé antes de que llegaran los bomberos. Oh, no me mires así. La chica quería una oportunidad como actriz, ¿no? Y yo se la di. Fue un papel muy «ardiente» —agregó, divertida—. Pero necesario; con tu declaración y la de Nely, Padilla no tuvo problemas a la hora de reclamar el cuerpo sin necesidad de autopsia. Fin de la obra: Claudia Cabildo muere. Y hoy, tras asistir a mi supuesto funeral, el viejo decidió que ya no tenía nada que temer de mí y ni siquiera se hizo acompañar por sus guardaespaldas de costumbre al regresar a casa. Yo lo esperaba allí. Un Aura me bastó. Le ordené hacer la maleta y avisar como si se marchara de viaje. Luego lo traje a la granja y le dije: «Ya que tanto te ha importado siempre tu brillante cerebro, voy a concederte el placer de tocártelo en vida...». —Rió, regocijada con su propia frase—. Comenzó a destrozarse el rostro con sus propios dedos. Lo de vestirlo como Leontes y colocarle la máscara se me ocurrió después, cuando supe que tendría que traeros a Miguel y a ti a la granja. Hice que Gens te llamara. El repetía mis palabras conforme las oía... Sinceramente, Jirafa, no quería acabar de esta forma. Yo solo pretendía matar a Gens y a tu estúpida hermana y luego desaparecer, puf. —Hizo un gesto en el aire—. Te echarían la culpa, te encerrarían y yo empezaría desde cero en alguna isla desierta, como Próspero. Pero gracias a tu brillante sugerencia de la pulsera, habríais localizado a Gens antes de que yo hubiese logrado huir... Así que me obligaste a improvisar. Lo dicho, te pasaste de lista, cariño. Y mira lo que has logrado, que me cargue también a «tu» Miguel. En fin.

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