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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (53 page)

BOOK: El cebo
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—Pues entonces agua.

—Puedo decirle a mi secretaria que vaya a por champán...

—No me emborraches antes del almuerzo, por favor. Brindemos con agua.

Nos reíamos como niños pequeños. Se dirigió a una habitación adyacente, donde al parecer disponía de una pequeña cocina. Le oí trastear con vasos. Me acerqué a la puerta y lo vi sirviendo agua fría de una pequeña jarra procedente de una nevera abierta. Se hallaba de espaldas a mí, por lo que no me resultó difícil colocarle en la nuca el cañón de la pequeña pistola que había sacado del pantalón.

—Deja todo lo que tienes en las manos, Mario, y date la vuelta despacio.

Se quedó paralizado. Repetí la orden amartillando el arma casi plana que había logrado disimular incluso en mis pantalones ceñidos. Lo vi dejar sobre la mesa los dos objetos que sostenía: la jarra de agua y el pequeño vial que había sacado de un compartimiento no mayor que la mano de un niño al fondo de una repisa sobre la nevera. Vislumbré allí varios viales más, así como un frasco sin etiquetar.

—Ahora vuélvete con las manos en la cabeza. Y no intentes nada.

El Mario Valle que giró hacia mí no guardaba mucho parecido con el de momentos antes, ni con el que yo conocía: un tic le inquietaba el párpado, mostraba los dientes. La emoción predominante no era tanto la sorpresa como la rabia.

—¿Qué es esto, Diana...? ¿Qué me has hecho?

—Te he provocado una disrupción. Es una manera de sobrepasar el enganche para que el psinoma tome por unos cuantos segundos el mando de la conciencia. Es como una mezcla de cocaína y alcohol: a algunos les da por pelear, a otros por coger cuchillos y a ti te ha llevado directo a abrir ese compartimiento oculto que tienes en la repisa...

De repente Valle parecía muy serio.

—¿Desde cuándo me engañas?

—Desde el principio —dije—. En todo caso, desde mucho después de que tú te convirtieras en el Envenenador.

—Yo... no soy...

—Oh, vamos —lo interrumpí—. ¿Qué guardas ahí? Tiene toda la pinta de ser una caja de seguridad con teclado invisible. Estará equipada con bloqueadores de escáner. Una vez cerrada, nadie podría descubrirla. Es un objeto caro. ¿Qué contienen esos viales que es tan valioso, doctor? Apuesto a que un veneno orgánico, de los que no dejan trazas, preparado con las viejas recetas indígenas de las tribus con que conviviste, ¿no?

La disrupción es como un relámpago: violenta, impredecible, a veces mortal, pero igual de fugaz. Atisbé el despuntar de la razón en los ojos de Valle, en el gesto de su ceño, en los parpadeos. Supe que el enganche había pasado. Pero no creí que necesitara engancharlo otra vez.

—No hay ninguna ley que prohíba guardar tóxicos en una consulta —dijo un Valle más racional, mucho más frío, pero no menos indignado—. Quiero llamar a mi abogado. Lo que haces es ilegal. Lo que hacéis los cebos es ilegal...

—No lo es, en cambio, envenenar a pacientes que acuden buscando ayuda.

—Yo no he hecho daño a nadie. —Tras una pausa, agregó—: No pensaba darte eso.

—Ya lo sé. La disrupción te
hizo
delatar tu pequeño secretito, tan solo.

—No tienes pruebas... No tenéis nada.

Aquel Valle a la defensiva empezó a repelerme. Sin dejar de apuntarle, sonreí.

—Diga más bien que con el hallazgo del veneno, lo tenemos todo, doctor. Los ordenadores habían establecido conexiones con dos o tres médicos y psicólogos a quienes las víctimas podían haber visitado, incluyéndole a usted. Por supuesto, el acceso a Winf-Pat le permitía borrar los datos de los pacientes que acudían por primera vez, ¿verdad? De ese modo era casi imposible saber que
todos
habían visitado su consulta. Y el efecto del veneno no era inmediato: usted les ofrecía un vaso de agua y los dejaba marchar. ¿Son nanocápsulas? Se liberan al cabo de varias semanas, a veces meses, y no dejan huella... Nadie podía dar con su rastro, y desde luego ningún juez iba a firmar una orden de registro en los domicilios que un ordenador había elegido. Se necesitaban cebos. A mí me destinaron a usted. Cuando pensé en dimitir me ocupaba de dos cacerías: la del asesino de prostitutas y la suya. Aún no estábamos seguros de que usted fuese el Envenenador, pero como yo iba a dejar el trabajo lo visité por última vez. Tenía que despedirme de manera «natural» para cederle el paso al nuevo cebo que me sustituyera. Luego, cuando decidí proseguir, continué de nuevo con ambas cacerías y seguí visitándolo. Lo de hallar mi nombre verdadero en Winf-Pat y usar mis recuerdos y mi identidad real estaba preparado de antemano. Eran el escenario del teatro.

Valle movía la cabeza de un lado a otro, intentando mostrarse sarcástico.

—Es absurdo —estalló entonces—. Tú misma dices que yo era sospechoso, y sin embargo me confesaste toda la verdad sobre ti: que eras un cebo de la policía...

—Era parte de la máscara. Su filia no es la de Presa, como le dije, sino otra similar, aunque bastante más rara: la llaman «de Cebo». El nombre no importa. Lo que importa es que para realizar mi teatro con usted, tenía que contarle la verdad
sobre mí.
La máscara de Cebo exige que el cebo declare abiertamente que lo es. Yo no podía callar nada sobre mí misma, salvo mis intenciones. Es laboriosa, requiere días para ajustarla. Yo la perfeccionaba con cada visita que le hacía. Hoy decidí que era el momento adecuado para la disrupción.

—Todo lo que has hecho es ilegal —repitió Valle, la frente húmeda de sudor.

—¿Es más legal envenenar pacientes?

—¡No los envenenaba! Nunca he dañado a nadie, Diana. Aliviaba su terrible sufrimiento... ¡Estaban prisioneros! ¡Drogados con sus propias obsesiones! Un chico de apenas veinte años, destruido por la heroína... Una mujer de sesenta diagnosticada de cáncer, que contaba los días que le quedaban hasta que los remedios que usaba contra el dolor dejaran de surtir efecto... Un hombre que maltrataba a su esposa una y otra vez, sin importarle la cárcel o las órdenes de alejamiento... Te dije que aprendí cosas viviendo con las tribus del Amazonas. No solo fueron recetas de venenos. ¡Ellos no son como nosotros! ¡No se aferran desesperados a una vida mezquina! ¡Con ellos aprendí a valorar la dignidad! ¡Aprendí que, cuando nuestra vida carece de dignidad, lo deseable es que nos quiten de en medio!

—Es justo lo que pienso yo —le dije, mirándolo a los ojos—. Por eso quiero quitarle de en medio, doctor.

Quedó un instante en silencio, devolviéndome la mirada. Todo lo que había confesado había sido grabado por el pequeño receptor que yo llevaba en la pulsera, y supuse que el juez no tardaría en ordenar el arresto y la policía llegaría en pocos minutos.

Aun así, Valle no capitulaba. Bajó las manos lentamente mientras sonreía, como desafiándome.

—Diana... ¿a qué juegas conmigo? Dices que para engancharme necesitabas contar la
verdad
sobre ti... pero no solo me has contado tu vida...

—Las manos en la cabeza, doctor.

—No. No voy a obedecer. Prueba a dispararme. —Seguí apuntándolo. Valle sonrió, abriendo los brazos—. No soy un asesino, Diana. Podrás pensar lo que quieras, pero yo sé que he
ayudado
a la gente. Hace dos años mi mujer me abandonó porque no soportaba mi trabajo. Consideraba que yo estaba demasiado entregado a mis pacientes, que apenas tenía tiempo que dedicarle... Yo la quería, pero lo acepté. Comprendí que mi misión era seguir solo. Y ayudar aún más a los que sufren...

Sabía qué era lo que intentaba: como el Espectador, como Vera, buscaba razonar el psinoma. No eran la soledad ni el deseo de ayudar lo que le llevaban a matar, sino el placer que experimentaba. Pero no quise explicárselo; mi propio placer consistía en haberlo atrapado.

—No vas a hacerme daño, Diana... —prosiguió, ahora con una amplia sonrisa, al comprobar que yo no disparaba—. Me contaste la verdad sobre tus sentimientos... Esas cosas no pueden fingirse. Me has amado, te has abierto a mí... Eso
no era
teatro...

—Las manos, doctor —advertí de nuevo.

—Esto tampoco es
teatro
—dijo sin hacerme caso, y presionó un pequeño cajón a su derecha. La pistola que extrajo era mayor que la mía, aunque probablemente igual de mortal a aquella distancia—.

no vas a dispararme. Me quieres. Pero yo conozco el valor de mi propia dignidad...

Cuando se llevó el cañón a la boca hice un Telón.

La máscara de Telón es muy útil para detener conductas violentas en filícos de Presa o Cebo. Consiste en expresar intensos contrastes con los gestos y la voz en directa oposición, y de inmediato bloquearlos como si cayese un telón. Me esperaba reacciones así, y mi disfraz —blusa negra, pantalones blancos, botas negras— iba de acuerdo con aquella técnica. Según Gens, sus claves se exponían en
Los dos nobles parientes:
en la lucha que ambos protagonistas mantienen por la misma mujer. Que Shakespeare hubiese acabado su vida creadora con las claves de la máscara de Telón se le antojaba a Gens una acertada metáfora.

Abrí, cerré las manos, me erguí, gemí en un tono grave y junté los dedos delante de mi rostro, ocultándolo. Fue fácil. Valle se echó hacia atrás temblando. Me entregó la pistola cuando alargué la mano. Y aún se hallaba bajo los efectos del Telón cuando escuché la voz asustada de su secretaria y la puerta de la consulta se abrió para dejar paso a una riada de policías. Mario Valle se dejó esposar sin apartar la vista de mí.

—Eran tus verdaderos sentimientos... —murmuraba—. Solo me mentiste hoy, al contarme tu decisión, pero has usado tus verdaderos sentimientos para engañarme... ¿Te das cuenta, Diana? Toda tu pobre vida es un
teatro...
¿Qué queda de ti cuando la función acaba? Me quieres, lo sé... No lo has fingido. ¿Por qué me haces esto?

Supongo que pude responderle muchas cosas. Pude decirle que la decisión que tanto me costaba tomar no era, nunca había sido, desde luego, escoger entre Miguel y él, sino entre continuar con mi trabajo o abandonar, como deseaba en un principio. Pude decirle que había optado por seguir, y que cuando Miguel se recuperase del todo intentaría vivir con él y seguir siendo lo que era, lo que había sido siempre por mucho que lo odiara. No servía para otra cosa, nunca había servido para otra cosa. No soñaba, como Víctor Gens o Mario Valle, con el teatro o la dignidad. No mantenía el ideal de creer que el mundo me necesitaba. Era, simplemente, cuestión de aceptar mi destino, de ser fiel a lo que de verdad me daba placer, de no engañarme a mí misma.

Pude decirle tantas cosas... pero solo dije:

—Porque soy un cebo.

La policía llenaba la consulta, y también habían entrado expertos en toxicología. Valle no representaba ya un peligro, ni siquiera para sí mismo: seguía bajo los efectos de la máscara. Ahora les tocaba el turno a jueces y abogados. Mi tarea había concluido.

Di media vuelta y salí de escena, dejando a Valle allí, bajo el Telón.

Nota del autor

Hay cosas mayores que sí mismas, cosas que contienen muchas más, casi infinitas: Shakespeare es una de ellas. Es imposible escribir o pensar nada nuevo sobre él. Pese a todo, a la hora de documentarme sobre mi autor favorito para esta novela (cada uno de cuyos capítulos, huelga decir, está dedicado a cada una de sus obras relacionada con una filia o máscara), y aparte de revisar una y otra vez las excepcionales ediciones Arden de su teatro completo en inglés (y de quejarme una y otra vez de la ausencia de una edición total en castellano actual), leí docenas de libros que tratan de decir cosas
nuevas,
de los cuales resaltaré tres:
Shakespeare. The invention of the human,
de Harold Bloom (creo que hay versión en castellano de Anagrama) —provocador texto para Bardólatras—,
Shadowplay,
de Clare Asquith —original ¿fantasía? sobre el significado secreto de sus obras— y
Shakespeare and Modern Culture
de Marjorie Garber —como su título indica: un canto a la «moda» Shakespeare.

El psinoma es una ficción, Shakespeare
quizá
también lo sea. Pero hubo quienes me enseñaron el grandioso valor de cualquier ficción. Aunque no consulté directamente con él para esta novela, mi amigo el autor y director teatral Denis Rafter ha estado presente en mi memoria mientras la redactaba. Denis fue el responsable de estrenar mi primera obra dramática,
Miguel Will,
que también trataba de Shakespeare, y se atrevió incluso a invitarme a sus inteligentes ensayos. De ese modo logré ver la máscara por dentro. Gracias, Denis, y gracias al magnífico equipo de actores que la representó, porque sin ellos ni
Miguel Will
ni esta novela habrían sido lo que son. Gracias igualmente a todos los amigos con los que hemos celebrado tantas inolvidables «Fiestas Shakespeare» en casa (Denis entre ellos), cuya entrega y pasión me demuestran que es posible divertirse —y mucho— con un autor muerto hace cuatrocientos años. También estoy en deuda con el doctor y amigo Ignacio Sanz, que me asesoró en ciertos aspectos médicos. Gracias, como siempre, a mis editores habituales, David Trías, Emilia Lope y Nuria Tey, por su entusiasmo y confianza, y a mis grandes agentes, Carina Pons, Gloria Gutiérrez, Gloria Masdeu y colaboradores, así como a Carmen, siempre a Carmen Balcells, por su eficacia y ánimo interminables. Por supuesto, nada de esto sería posible sin vosotros, los lectores. Recibid toda mi gratitud.

El resto no es silencio: son mis hijos José y Lázaro y mi mujer María José. Gracias porque lográis dotar a mi mundo de sentido y propósito cuando termino de escribir.

Lo cual, ni siquiera Shakespeare ha conseguido.

JCS

Noviembre de 2009

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