El cementerio de la alegría (11 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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—Yo soy Pierre Fabrizio, y este es el hijo del… del «asalariado» de don Antonio, el italiano, el
poeta
. Buscamos a Saturnino, ¿es usted?

En el umbral del asilo, Saturnino meneaba la cabeza en señal de afirmación, lentamente. Nos miraba con cierto gesto severo.

—Pasemos dentro —dijo por fin—, estaremos más cómodos al abrigo de la leña, hoy aún hace frío.

Entramos en una sala enorme, repleta de altas sillas de madera y sillones de dudoso gusto. Nos sentamos debajo de una oxidada lámpara en forma de araña a la cual le faltaban tantos cristales como muelas al tal Saturnino. El anciano era tan alto como el Francés, vestía un raro poncho de lana verde que le llegaba muy por debajo de las rodillas. Su tez curtida y rugosa ocultaba un cráneo redondo, achatado y pequeño, que otorgaba al resto de su cuerpo una inusual armonía.

—Siéntense, por favor. —Saturnino nos arrimó a cada uno de nosotros una silla a la chimenea. Con un solo movimiento de sus cejas indicó al otro anciano que se acercara—. Mi buen amigo Rodrigo nos servirá, antes de irse a atender sus obligaciones, una copita de moscatel de Chipiona con lo que endulzar esta tarde tan desapacible. Es néctar de los dioses.

Mientras el viejo portero refunfuñón nos servía la copa, el Francés inspiraba con ansiedad todo el aire cálido que vagaba por la habitación. Se levantó del asiento y esperó, para empezar a hablar, a que se marchara el anciano una vez servido el licor y cerrada la puerta del salón.

—Saturnino…, nuestra visita no es de cortesía, como creo que ya ha intuido. Estamos aquí para matarle si no nos convence de lo contrario.

Mi corazón dio un vuelco, hasta ese momento no tenía ni la más remota idea de qué hacíamos en aquel lugar. El Francés solo me había dicho, minutos después de una larga siesta, que iríamos a ver a un individuo que nos aclararía muchas cosas acerca de los últimos años de la vida de mi padre antes de enfermar y antes de irse huido a Francia. No esperaba esas palabras en boca de Pierre. Las paredes ahumadas y el techo corvado, la ventana carcomida y un abrumador silencio, todo aquello parecía, desde mis ojos, el decorado burlesco de una mala obra de teatro.

Saturnino nos miraba desde lejos, con la vista arrinconada contra mi conciencia, de un modo hostil, como si esperara en mí una salida que le condujera a ninguna parte. Se quitó el poncho, dejando ver un manojo de huesos bajo su enclenque y desteñida silueta.

—Ustedes dirán —dijo tragando saliva no más de cinco o seis veces—. Si algo hay en este mundo que yo pueda hacer para salvar tan despreciable vida, lo haré.

El Francés me sonrió. Aquella sonrisa he de reconocer que me supo a poder. Me sentí transportado a la más sucia de las verdades del ser humano. Ver cómo el miedo transpiraba a través de un cuerpo era una sensación que ahora me acongoja pero que en aquel momento me hizo sentir poderoso.

—Verá, lo que queremos es muy sencillo. Nos debe responder, y hacerlo bien, a una sola pregunta. —El Francés, con las manos a la altura de las rodillas, se separó un instante de la chimenea para mirar al anciano directamente a los ojos—. ¿Qué es lo que sabe sobre el tesoro del
poeta
?

Saturnino me suplicaba con la vista. Estaba tremendamente pálido.

—¿El tesoro del
poeta
?

—No empieza bien, Saturnino… —dijo Pierre mirándole por encima de mi cabeza—. Piense, seguro que recuerda alguna cosa. Fueron muchos años trabajando juntos, ¿verdad?

—¿Qué tesoro, por el amor de Dios? —El anciano estuvo a punto de echarse a reír en la cara del Francés—. ¡No sé nada de ningún tesoro!, ¡es absurdo!

El Francés continuó mirando a Saturnino con la misma expresión. Sus labios dibujaban una mueca de sórdida benevolencia. Cruzó las manos sobre su abdomen y dejó escapar un resoplido de impaciencia.

—¡Mire!…, haremos una cosa… Tómese otra copa de este mejunje tan rico…, yo haré lo propio con ese otro que tiene ahí… —Agarró con una mano una botella medio vacía de whisky que había encima de un mueble desquebrajado, y con la otra el vino dulce—. Bebamos a la salud de los muertos y de los que aún están vivos.

Saturnino empezó a sudar. El Francés se puso frente a él, llenándole de miedo con sus ojos, antes de poner más moscatel en su vaso. Yo no sabía qué hacer. Me emborrachaba poco a poco con la indecencia de sentirme poderoso, de sentir cómo el anciano, cada vez más, se doblegaba a la voluntad del Francés.

—Creo que no… no le he entendido bien, ¿ha dicho el tesoro? —preguntó Saturnino con el corazón en un puño.

El Francés sonrió de nuevo.

—Bueno…, nunca creí que realmente el
poeta
hablara en serio, y mucho menos… mucho menos que lo consiguiera…, no sé nada de ese tesoro, ni dónde está, ni qué o cuánto es, nada…, no sé nada. —Saturnino soltó una risita nerviosa—. Siempre hablaba de cambiar de vida, de volverse honrado…, honrado como lo entiende cualquier persona normal. Coger a su hijo y llevárselo a Italia con él, casarse de nuevo, tener más niños y vivir de su trabajo…, como cualquier persona normal. Pero eso, por mucho que lo desease, jamás hubiera ocurrido. En sus entrañas estaba el odio arraigado, y demasiado sosegado. Él mataba porque sentía la necesidad de hacerlo, creía que le pertenecía ese derecho, y que le provenía del mismísimo Dios, como un arma…, como un arma divina. No podría haber dejado de matar… nunca. Era despiadado, cruel, se recreaba en el miedo.

Con toda la confusión que tenía, el moscatel me hacía el efecto de un potente guantazo. Veía encima de mi cabeza un cielo encrespado y violento, repleto de marañas y maldad. Aparté la vista de Saturnino, donde la tenía clavada, apreté los dientes y le solté una sonora bofetada. El anciano me miró un instante, sorprendido, una gota de sangre se deslizaba por su barbilla. El Francés rio.

—¡Es mi padre! —protesté—. ¡No hable de él como si fuera un demonio!

El murmullo de unos pasos nos puso alerta. El anciano hincó los codos en el reposabrazos de su asiento y esperó a que el débil rumor se alejara para continuar hablando.

—Es cierto que en el último año que estuvo en La Capital, antes de irse a Francia, se obsesionó con la idea de un tesoro, pero nunca le hice caso. Por aquel entonces ya no estaba muy bien, deliraba con demasiada frecuencia. Las fiebres le atacaban continuamente y era especialmente peligroso cuando se le llevaba la contraria. El hecho —continuó diciendo— es que nunca tuvo un amigo de verdad al que contarle sus confidencias, a excepción del cura al que dejó al cuidado de su mujer encinta cuando se marchó. Yo no sé nada.

Volvieron los susurros de detrás de la puerta. El sonido de un hielo tambaleándose nervioso en el vaso agitado del Francés y el trinar de un pájaro recostado en su jaula de oropel se perdían entre nuestro incómodo silencio y las calladas miradas. Eran ojos ciegos los que observaban, todo lo que estaba pasando me parecía irreal; encontrarme con la verdad de frente era terrible, terrible y natural al mismo tiempo.

Cuando el murmullo de las voces se apagó, el hielo ya no tambaleaba. El pájaro calló súbitamente, respondiendo al tenso y oscuro sigilo que el miedo del anciano dejaba notar.

—Saturnino…

—¿Sí? —Las manos del anciano temblaban.

—Suena todo demasiado confuso…, ¿lejano? —comentó el Francés en un tono abúlico.

—En efecto. Es posible. Es que hace mucho tiempo de aquello…

—Está diciéndonos que no sabe nada de un tesoro, ¿es eso?

—Sí. Justo eso.

—¿Es usted creyente?

Quizá me sorprendiese yo más que Saturnino por la pregunta que le hizo el Francés. El desasosiego era ya inevitablemente una comparsa mucho más agradable que aquellos ojos turbados con los que Pierre miraba. Nos levantamos todos a una vez de donde estábamos, dejamos al unísono las copas encima del mueble destartalado y nos acercamos al mismo paso hasta la puerta del salón.

—Sí…, claro que soy creyente —contestó por fin Saturnino—. ¿Por qué lo pregunta?

—Le vendrá bien saber rezar por si acaso nos ha mentido. Nunca se sabe.

La puerta la cerramos violentamente, pero antes Pierre vislumbró el interior de la enorme sala con chimenea; Saturnino parecía ser un triste adorno más de la habitación, un tieso maniquí envuelto en arrugas de amargadas muecas. Nos fuimos del asilo.

—¿Nada de nada? —le pregunté sorprendido.

—Nada de nada —me contestó el Francés.

—Pero… ¿entonces?

—Intuición.

—¿Intuición?

Me miró divertido.

—Eso he dicho. Intuición. Quién sabe si existe en nuestro ser algún tipo de conocimiento que nos guía sin darnos cuenta.

Anduvimos todavía un buen trecho desde la última parada del tranvía. Los azules del cielo desentonaban con el ocre de las calles ensuciadas por el humo de los automóviles. Estaba muy excitado, la ignorancia siempre ha sido para mí un café cargado y muy espeso.

—Entre los pocos documentos que tengo de tu padre encontré una carta en la que le daba las gracias a un tal Saturnino por todo lo que había hecho por él. Por el tiempo que habían estado juntos. Cinco o seis líneas. Creo que nunca llegó a mandársela. Estaba dentro de un sobre con la dirección de ese asilo. No tenía nada más. Nada de nada.

—¿Y por qué no me lo dijiste antes?

—Muchacho —me dijo señalando al otro lado de la calle—, tus ojos no saben mentir todavía. Todo un problema si ese tal Saturnino hubiese sido un tipo peligroso, ¿no crees?

Cruzamos la calle. Entramos en el café de un lujoso hotel, la fachada estaba revestida de un mármol blanco e impoluto. Una fabulosa alfombra de seda roja daba la bienvenida, y un botones, ataviado con un diminuto gorro verdinegro, abría, condescendiente, la puerta del establecimiento a los clientes.

Nunca había estado en un local tan elegante ni distinguido. Parecía el lugar ideal para recibir a miembros de la realeza o jefes de Estado en el más alto nivel de excelencia posible. Nos dirigimos al fondo de la sala, justo al lado de un pequeño mueble de fina madera con incrustaciones de nácar y pedrería. Nos sentamos, cada uno en una butaca. El Francés encendió un cigarrillo.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté con sarcasmo, después de un ataque de tos producido por el humo del tabaco—. ¿O es que no me quieres decir la verdad porque tienes miedo a que mis ojos nos delaten? ¿O quizá es la intuición la que nos trae aquí?

Sin levantar una ceja, el Francés negó con la cabeza, alzando la mano para hacerse notar entre toda la gente sentada. Un pálido hombrecillo de nariz aguileña y ojos estrechos se acercó cabizbajo en cuanto nos vio, con la gorra entre las manos.

—Conde Salzillo. —El Francés se inclinó respetuosamente ante aquella figura desgarbada y maloliente—. Déjeme que le presente a mi buen amigo, Adiel.

Yo miré sorprendido a aquel haraposo al que Pierre trataba con tanta finura. Del interior de sus orejas salían pelos en forma de púas blanquecinas y puntiagudas, su frente tenía la marca del sudor churreteada al borde de su entrecejo. Lo que más raro me parecía era que no le hubiesen prohibido la entrada al café. El supuesto conde estaba absorto en la admiración que le producía, al parecer, una moneda que el Francés le enseñaba.

—Conde Salzillo —saludé tímidamente, sintiéndome ignorado por completo, antes de volverme a sentar.

El Francés acomodó al conde justo al lado suyo, en una butaca algo más pequeña que la nuestra.

—Su excelencia tiene un exquisito gusto por el arte —me dijo Pierre con la moneda sobre su mano extendida, en la misma cara del conde—. No todo el mundo es capaz de reconocer una verdadera antigüedad, una reliquia. Para mí todas las monedas son iguales, pero para un entendido como el conde, querido Adiel, este trozo de metal es muy valioso, valiosísimo. ¿Verdad, excelencia?

—Sí —dijo el conde Salzillo con un leve movimiento de cabeza.

—Sería una pena que se perdiera por cualquier sitio —dijo el Francés—. ¿No sería más justo, su excelencia, que este vestigio de la humanidad estuviese en manos de alguien verdaderamente capaz de admirarlo, salvaguardarlo y preservarlo para siempre? ¿Alguien de la capacidad de su excelencia?

Yo no alcanzaba a entender nada. El camarero acababa de traernos unos cafés y unos pasteles de nata con naranja escarchada. El tal conde Salzillo parecía sacado de un manicomio. Su figura se asemejaba más a la de un afilador, frente a la piedra de molar en su taller, arrodillado, con el sudor gateando entre los pocos pelos de su cabeza, encorvado, haciendo la fuerza necesaria para vaciar los filos de las cuchillas, que a la de un noble.

—La moneda es un presente para su excelencia…, para su excelencia. —El Francés cerró el puño y se guardó la moneda en el bolsillo de su chaqueta—. Pero antes debe decirme si hizo su excelencia lo que le pedí. Solo por curiosidad.

El conde se quedó arrodillado, absorto y con la mirada fija en donde ya no había nada. Los sudores que le caían del cachete parecían lágrimas. Se recostó impaciente sobre su butaca y pareció recobrar la dignidad. Bruscamente.

—Fui a la estación, tal como me dijiste. Allí me postré en la esquina, tal como me dijiste. Miré hacia delante, tal como me dijiste. A la casa negra, tal como me dijiste. Y miré. Miré mucho, tal como me dijiste. Todo ayer, todo anteayer, todo el día, tal como me dijiste. Solo ha ido alguien hoy. Lo apunté en mi cabeza, tal como me dijiste. Era un anciano, de pelo muy largo, muy muy largo. El pelo blanco. Delgado. Con jersey de lana muy ancho. Le seguí, tal como me dijiste. Entró en el asilo de San Gabriel. Allí entró. Después vine aquí, tal como me dijiste. A la hora que me dijiste. Ahora, tal como me dijiste.

El Francés y yo nos miramos.

—¿Qué es mejor: un buen corazón, una buena fortuna, o una buena amante? —preguntó por sorpresa el conde Salzillo.

—Una buena amante, supongo, excelencia —contestó el Francés en tono de burla.

—Ninguna de las tres cosas. Lo mejor que hay es saber que no hay nada mejor que nada.

El Francés no puso impedimento a que el hombrecillo le metiera la mano en el bolsillo y se llevara entre sus dedos la moneda que tanto ansiaba. Tras una pausa que pareció afectar al bullicio del café, el conde hizo una exagerada reverencia, que tanto Pierre como yo le devolvimos, saliendo del local al cabo de un segundo.

Cuando le perdimos de vista, el Francés se sentó de nuevo en su butaca, volvió a encender otro cigarrillo y cerró durante un momento los ojos. Una parte de mí mismo quería hablar y hablar, entender y entender; pero otra, seguramente la más cuerda, lo único que pretendía era acomodarse en una cama achaparrada y cálida para dormir, todo lo necesario, hasta despertar de esta pesadilla.

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