Un botones con cara de aburrido vigilaba la entrada principal de la biblioteca. Una joven vestida de uniforme, fea, con bigote y gafas de cristal muy grueso, estaba sentada en la recepción escribiendo algo a máquina, con los dedos moviéndose a una velocidad pasmosa. Pierre se hizo notar con un carraspeo. La empleada nos miró.
—Por favor, ¿dónde podríamos ver al señor Palacios? —preguntó el Francés.
—Solo faltan diez minutos para el cierre. Pueden esperar aquí mismo, no creo que tarde demasiado en bajar —nos avisó la muchacha.
Aquella tarde, de vuelta a la realidad, y después del discurso del Francés acerca de la muerte, de la vida, los piojos, la amistad, los miedos y la guerra, me guarecí en mis pensamientos y decidí repasar lo que estaba viviendo aquellos días, aprovechando el silencio de la habitación y de que no había nada que pudiera distraerme. En mis dudas empecé por intentar comprender al
poeta
, a mi padre, a la motivación que le había llevado a legarme un pasado y un futuro, precisamente ahora. Tal vez la razón principal que tenía no era otra que la de encontrar la paz espiritual, o la de repartir vergüenzas y desvergüenzas a quien mejor le cupiera. No tenía nada que pudiera servirme de guía en mis elucubraciones, hasta ese momento solo habían pasado desgracias y muy pocas cosas servían de justificación a mi suerte. Recordé el librito blanco que me dio el cura, y también el rosario, con sus cuentas separadas de diez en diez. Esa santa recua de bolas era parte de todo, estaba seguro, y no sabía muy bien por qué. Terminé por taparme la cabeza con la almohada y, antes de percatarme de ello, irremediablemente, me encontraba dentro de una espiral de emociones que imaginaba extraña a mí. En mi cabeza relaté una novela donde un pobre huérfano buscaba al padre que no había conocido, y al que sabía más muerto que nunca. Era una pelea perdida de antemano entre los recuerdos inventados y el fantasma de un horroroso pasado. El pobre huérfano que había concebido para mí batallaría por recuperar esa evocación de los tiempos pasados y no dejaría que la verdad se hiciese fuerte en su memoria. En la historia no faltaría el amor, una princesa a la que salvar, también un villano, o varios, que intentarían trabar su lucha para que no tuviera resolución. El protagonista combatiría con todo su poderío por no perecer en el intento. ¡Sería una aventura! Pasé unas horas encerrado en esa fantasía… hasta que el Francés llamó a mi puerta. Realmente estaba soñando, todo esto era una ilusión, no me podía estar sucediendo a mí. Pierre me avisó de que haríamos una visita a un administrativo de la biblioteca municipal. Al señor Palacios. Una eminencia en todo lo que tenía relación con los hechizos propios de mi padre, del
poeta
.
A los diez minutos justos desde que la empleada del mostrador nos avisara, un hombre espigado, de expresión siniestra, extremadamente viril, con la frente despejada, la mandíbula prominente y la nariz en punta, bajaba la escalinata distraídamente. El Francés se puso delante de él, clavándole los ojos en el rostro.
—¿Dónde podemos hablar con tranquilidad? —preguntó Pierre.
En un principio el hombre nos ignoró a los dos. Mantenía un semblante que expresaba a partes iguales asombro y arrogancia. Sin apartarse de su camino nos hizo una señal con la mano para que le siguiéramos.
—Iremos al bar de la esquina. Es hora de picar algo —dijo al fin.
Entramos en un local con aire andaluz, farolillos de feria colgaban encendidos de unas viejas vigas apolilladas. Un olor a aliños y aceitunas achispó mi paladar a traición. A decir verdad, aquel sitio parecía vivir en una eterna primavera.
—Se nos ha llenado el cerebro de multitud de ideas estúpidas acerca de la amistad… —dijo agriamente Palacios—, así que, Francés, no me pidas nada por ella.
Pierre le miró como estando en trance. Nos pusimos de pie, al lado de un barril pintado de cal.
—¿Qué te hace pensar que voy a pedirte algo?
—No creo que tu visita sea de cortesía, ¿me equivoco? —Palacios no dijo nada más. Fulminó con la mirada cualquier contestación irónica posible; con sus penetrantes ojos negros, salvajes, parecía un refinado bucanero.
Pierre seguía mirándole como si estuviera en otro mundo.
—No, claro que no —contestó—. Me preguntaba si podrías ayudarnos en una pequeña investigación. Es algo relacionado con el padre de Adiel…, el
poeta
.
No dijo nada. Ni un solo gesto. Ni siquiera despegó los labios de la copa de vino.
—Ahora que lo pienso, todavía no os he presentado —añadió el Francés en un tono distendido—. Lo mío no son las formalidades…
—¿Qué es lo que quieres saber? —le cortó Palacios.
El bibliotecario contemplaba largamente el rostro del Francés, mientras él acariciaba con su media sonrisa la dignidad del otro. Las manos huesudas del camarero se entremetieron con su bandeja en el silencio sepulcral de la sala, un silencio que esperaba ansioso a ser interrumpido por alguna palabra entrecortada o por un suspiro involuntario. Un plato de jamón y otro de queso quedaron a la voluntad de nuestro apetito.
—Huiste con el
poeta
a Francia cuando las cosas se pusieron mal por aquí. Le conociste mejor que muchos que presumían de conocerle. Erais amigos. Amigos de verdad. —Una imperceptible corriente de aire hizo crujir la hoja de una ventana al moverse—. Seguro que en alguna ocasión te dijo algo relacionado con cambiar de trabajo, con expiar sus pecados…, con reunir un tesoro e indemnizar a sus víctimas…, un tesoro de justicia…, un tesoro que solo su hijo pudiese administrar…
Palacios me miró por primera vez. Percibí una extraña agitación en el lánguido funcionario. Las sombras y la tenue luz casi no me dejaban ver su cara, ni los gestos, pero sus manos estaban nerviosas e inquietas.
—Le estamos buscando. Al padre Benito le asesinaron antes de que pudiese cumplir la voluntad del
poeta
. Antes de él hubo más muertes…, todos con la marca de la llave…, la cajita… Ayer asesinaron a Saturnino…, ¿no crees que son demasiados muertos?, ¿no lo crees?
Palacios permanecía callado. Tenía las dos manos ocultas detrás de su espalda, como si escondiese algo. Por primera vez aparentaba la edad que realmente tenía. Una desfigurada tristeza asomó en su voz.
—Yo no sé nada de esas muertes…, es más, no creo que haya habido ninguna antes de la del cura —dijo—, pero hace cosa de dos semanas, o dos y media, unos matones me hicieron una visita. —Se levantó la camisa y nos enseñó una cicatriz aún fresca a la altura del ombligo—. Querían saber lo mismo que vosotros.
A Pierre parecía no sorprenderle.
—¿Y qué les dijiste?
—Lo que sé…
—¿Y qué es lo que sabes? —insistió el Francés.
—No mucho. Lo único que me reveló el
poeta
sobre ese asunto fue el nombre de una persona.
—¿Y bien?
Traté de no pensar, poniendo toda mi atención en las palabras del bibliotecario.
—Donabella.
El asombro que me produjeron aquellos vocablos fue tal y como sería el tumultuoso regocijo que el revoloteo de mil abejas producen en la piel mantecosa de un oso pardo al saberse ganador ante un panal de miel. No me lo creía.
—¿Tito Donabella? —exclamé excitado.
—Sí, él es el albacea de tu tesoro.
—¡Pero no puede ser! ¡Él…, él es como un padre para mí…, él nunca me dijo nada!…
Palacios se encogió de hombros.
—No pienses que soy un cobarde, ¡al contrario!; pero no quiero saber nada de nada. ¡Nada de nada! Es triste encontrarse tan de cerca el desamparo, así estoy yo. ¡Quiero vivir!, ¿entiendes?… Y hoy día es mejor ser un ignorante amargado que un listo con la sentencia a muerte colgando de tu pecho… En fin…
Pierre se mordió el labio pensativo, tomó de un trago la copa de vino y le dio unas palmadas afectuosas a Palacios en la espalda.
—Muy bien. Nos has ayudado mucho. Lo tendré en cuenta.
El bibliotecario volvió a espigarse en su arrogancia, se le veía de nuevo extremadamente viril, de expresión siniestra, con la frente despejada, la mandíbula prominente y la nariz en punta. Un refinado bucanero.
—No me debes nada. Ninguno de los dos.
Nos dimos la vuelta para irnos. El bar era estrecho y carecía de espacios abiertos, y Palacios, aprovechando que el Francés estaba muy adelantado, me empujó hacia una esquina oscura para poder hablar conmigo sin ser escuchados por nadie.
—No creas todo lo que dicen por ahí de tu padre —me dijo casi sorbiéndome el aliento—. No todo lo que cuentan es verdad. Yo le conocía muy bien…
Tanta franqueza me asombraba. Le miré directamente a los ojos y vi que hablaba con la pena de un hombre que era sincero en sus palabras.
—Y ten cuidado… —añadió—, no te fíes de nadie. ¡De nadie!
Cuando volví la cabeza, el Francés me observaba desde la puerta. Me aparté de los brazos del bibliotecario y apreté el paso hasta la salida. Desvié la mirada inquisitiva que Pierre me lanzó. Nos fuimos de allí.
Caminamos callados durante un buen rato. El Francés murmuraba entre dientes, silbaba sin abrir la boca.
—¿Dónde estará? —repetía una y otra vez—, ¿dónde estará ese malnacido?
Nuestra casa se alzaba en lo alto de un pequeño montículo y la podíamos ver desde donde nos hallábamos. Por encima, una serena luna la iluminaba desde el cielo, cantando con la brisa unas frías melodías, se había echado encima la noche; por debajo, un cruce de caminos partía en dos el hermoso parque de abedules y chopos que rodeaba a todas las viviendas. Pierre se paró.
—¿Qué fue lo que te dijo Palacios? —preguntó.
Contemplé por unos momentos la luna antes de contestar.
—Me dijo que tuviese cuidado, que no me fiara de nadie.
El Francés comprendió que no le estaba mintiendo. Se sentó en un banco y encendió un cigarrillo.
—Ese pájaro tiene razón. Estamos en una guerra, marchamos hacia el frente y debemos salir juntos a inspeccionar el terreno. No nos queda otra. Nos iluminarán bengalas por la noche, zumbarán las granadas a nuestro alrededor, silbarán balas asesinas por nuestras cabezas. Pero no debemos salir corriendo y huir despavoridos, ni permitir que se apodere el miedo de nosotros. No podemos correr como locos sin saber adonde… —Pierre metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda sucia, vieja y aplastada—. Toma…, coge esta moneda y quédatela, para mí es un símbolo…, me la dio tu padre hace muchos años, antes de que la guerra nos volviera locos a todos. Simboliza el valor, lo eterno.
La noche empezó a volverse fría y triste. Una fina lluvia comenzaba a caer suavemente sobre la tierra, como el llanto de un viejo trovador. Nos levantamos y caminamos. Nuestros pasos fueron vacilantes al principio, pero pronto el vigor del relente nos hizo apretar la marcha.
—Nunca dudes de mí.
Las cuatro palabras que pronunció el Francés parecieron salir del silencio. No se oía caer el agua, pero las ropas se calaban y el frío ahondaba en nuestra piel. Era una lluvia seca.
—Claro que no —le contesté—. Claro que no.
«NOV»
Camino por una verde colina llena de amapolas rojas. El cielo está cargado de nubes algodonadas, blancas y cálidas. Allí está Nano, mi amada Dulce, el padre Benito, algún amigo al que no recuerdo y mucha gente del pueblo, paseando en ese mismo cerro. Todos permanecen dispersos, distraídos de mí, a ninguno parece importarle lo más mínimo que yo esté triste. Paro de andar y empiezo a llorar, amargamente. Mi primera lágrima cae lenta. Cae sin tiempo, agotada y arrastrando una leve melancolía a su paso. Un estruendo, de rebato, hace que todos se agachen tapándose los oídos. Nano se levanta y corre desesperado hacia mí, portando en su mano un puñal que se hace cada vez más grande. A sus gritos el padre Benito se convierte en un lobo, aferrando bajo sus zarpas un rosario y el librito que me había dado el cura, el de las hojas inmaculadas, el del
poeta
. Un águila con el pico abierto y las alas y las garras batidas en combate, le roba a Nano el puñal en el último momento. Se detiene el tiempo. En torno a mí se alza ahora un trono majestuoso, de oro, perlas y zafiros incrustados. Me siento en él y, sin saber cómo, percibo que a mi derecha está Dulce, desnuda, echada en el suelo, dormida. A mis pies descansa el lobo sin el rosario ni el librito, relamiéndose las patas delanteras. Me levanto y empiezo a lanzar proclamas sobre mi tutor, hablo apenado, confuso, dolido…; pero mis oyentes se muestran indiferentes, no me escuchan, parlotean entre sí haciendo que me sienta más perdido. Miro hacia abajo, y me doy cuenta de que estoy sin ropa. El trono ha desaparecido y me hallo solo, en la oscuridad. Intento gritar, no sale una sola palabra de mis entrañas, ¡pido auxilio!…, tengo un miedo atroz a perderme en la oscuridad…
Acababa de soñar otra vez lo mismo.
—Si no cenaras tanto no tendrías esas pesadillas. —El Francés conducía su Citroën a toda velocidad. Casi era de día, quedaba poco para llegar al pueblo. Íbamos a la joyería a hurgar entre las cosas de Tito Donabella para buscar algo decente con lo que investigar—. ¿El mismo sueño de siempre?, ¿y estás seguro de que no aparezco yo?
—Seguro —sonreí.
Entramos al pueblo por la vieja carretera de los altos árboles. Pierre apagó los faros del coche nada más subir por la calle Mayor, saludó con aire despreocupado a un pastor que azuzaba a un mastín enorme contra unas ovejas en mitad de la plaza de la iglesia. Detuvo el motor a unos cien metros de la joyería.
—Si alguien te pregunta, diles que soy tu tío y que hemos venido a recoger algunas cosas de tu casa.
—¿Y si preguntan por Donabella? —quise saber.
—Les dirás que tiene unos asuntos pendientes en La Capital que lo apartarán un tiempo de la joyería, que volverá en cuanto termine…, invéntate una enfermedad…, o una herencia, eso nunca falla. —Me miró directo a los ojos. Una pausa—. Eso contando con que no esté ya aquí.
No había pensado en ello, pero podría darse el caso de que mi tutor hubiese vuelto a la joyería en el tiempo que estuve fuera. A fin de cuentas, él me dijo que se ausentaría solo por unos días.
—No le hagas daño —dije—. Por favor, no le hagas daño.
Me salió del alma.
Pierre sonrió y no dijo nada. Salió del coche decidido, mascullando frases que no lograba entender. Acaso mis palabras sonaron a patético ruego, pero al menos yo no escogía el silencio como réplica a una súplica. Bajé del Citroën y caminé detrás del Francés hasta la joyería. Aún estaba aquel cartel jocoso que colgué el día que me escondí en el humilladero: «Cerrado por negocios. Estamos visitando el cementerio de la Alegría».