Nadie podía ayudarnos.
Angustiados por el tiempo perdido, y la falta de suerte, atravesamos con paso rápido el largo pasillo que daba al zaguán. Cabizbajos.
—¿Ya se van?
Al otro lado del mostrador, la monjita, arremangada hasta los codos, nos dedicó una mirada astuta, nublada con los decoros propios de la duda.
—¿No han encontrado a quien buscaban?
—No, hermana, me temo que hemos perdido el tiempo viniendo hasta aquí.
—No creo que eso sea del todo cierto.
La anciana salió de la enfermería con la cabeza gacha. Se postró delante de nosotros y alargó una de sus temblorosas manos hacia mí, con el puño cerrado.
—Estoy segura de que esto les podrá servir de ayuda. —Depositó sobre la palma de mi mano derecha un papel doblado, minúsculo—. Tiene que ver con tu padre…
—¿Mi padre? —miré perplejo a Pierre y a la anciana sin saber qué decir.
—No pensarán que me he creído esa historia del hermano de la priora, ¿verdad?
—¿Entonces? —arremetió el Francés—. ¿Qué es lo que sabe?
La mirada añeja de la religiosa se volvió aún más dura. A mis ojos, su pequeño cuerpo se hacía por momentos más grande. La anciana parecía que estuviese preparada desde hacía tiempo para afrontar esa pregunta. Eso era lo que más me sorprendía.
—¿Qué es lo que sé de lo que realmente buscan?…, ¡nada, no sé nada! Ni lo sé ni quiero saberlo. Pero han sido muchos años los que he vivido rodeada de enfermos para no saber identificar a la peor de las enfermedades del hombre: la falta de Dios. Y es ese desamor en Dios el que pervive en su mirada —se dirigía a Pierre—, el que me dice que no necesariamente necesite salvar el alma de las garras del odio o de la mentira. —Tras unos segundos la anciana apartó su mirada del Francés y me apuntó trémulamente con el dedo—. ¡Pero eso no le da derecho a mancillar la juventud de un alma decorosa y pura, justa e inocente como la de este joven!
Pierre me miró y no pudo evitar sonreír.
—De acuerdo, hermana…, no entiendo nada…, ¡qué respuesta tan extraña!
—No es extraña —contestó la monja—. Es la verdad. No hay respuestas extrañas cuando hay preguntas sinceras.
—Pero… yo no le he preguntado nada sobre eso.
—¡Me ha preguntado que qué era lo que yo sabía! Eso es lo que sé. ¡Nada más!
Pierre no se atrevió a replicarle, ni siquiera a romper la afonía sepulcral del hospital con un simple o banal comentario. Los suspiros, las palabras entrecortadas, el chasquido de sus dedos, la testarudez de su sonrisa, nada parecía intimidar a la monja. Después de una larga pausa me atreví a mirarla.
—Madre —dije—, ¿cómo sabe quién es mi padre?
—En cuanto vi la fotografía supe que el
poeta
era tu padre. Eres igual a él, su misma frente, sus ojos, su pelo. Sé que confió a Tito Donabella tu cuidado…, y sé que el padre Benito ha muerto.
Mientras hablaba pude observar cómo el Francés tarareaba muy bajito, casi imperceptiblemente, una melodía muy de moda en aquella época, ignorando por completo todo lo que ella decía.
—No tienes que avergonzarte por haberme mentido. Sé que en realidad no querías hacerlo. —Puso su índice sobre mis labios y continuó hablando—. Tu padre era una persona maravillosa. Era un hombre de Dios, respetuoso con la fe y con su iglesia. Lo único que conservo de él son mis recuerdos y ese papel que te he dado.
Desdoblé el papel con sumo cuidado, intentando parar el tiempo al vaivén de mis propios latidos. Había escrito algo en una letra pequeñísima y muy bella. Pierre me miraba atento. Ya no tarareaba.
—¿Una dirección? —pregunté.
—Sí —contestó la temblorosa anciana—. Es el lugar donde está enterrado el
poeta
. Donde descansa su alma.
El Citroën B11 avanzaba lentamente; la ventanilla dejaba pasar un aire frío y denso. Lo necesitaba. Pierre no había dicho una palabra desde que salimos del hospital. Empezó a canturrear la misma canción que momentos antes había tarareado. Parecía que las estrellas habían crecido aquella misma noche para dar luz a tanta oscuridad.
—Nos están siguiendo.
La voz del Francés era la de un hombre al que no le importaba tener miedo. Aceleró un poco la marcha y, en cuanto pudo, dio media vuelta, cambiando por completo el sentido. El vehículo que nos seguía apagó las luces al cruzarse con nosotros; al poco escuchamos el chillido de las ruedas girando violentamente sobre su eje.
—Toma esto.
Pierre me lanzó un revólver.
—¿Una pistola? ¡Yo no sé disparar un arma!
—Intenta aprender pronto, porque creo que esos que nos siguen no son precisamente torpes disparando una.
El revólver estaba sobre mi costado, encallado por el cañón. Pierre me miró con los ojos brillantes de un borracho.
—No seas tonto —dijo riéndose—. Esconde ese revólver debajo del asiento, no creo que lo necesitemos de momento. Se han ido.
Pierre hizo una pausa. Luego estalló en una carcajada absurda.
YO SOLO FUI UN SOLDADO…
Los suaves tonos del crepúsculo acababan de irse de los altos muros del camposanto. El lugar resultó ser una vieja ladera a las afueras de La Capital perteneciente a un antiguo convento de franciscanos, ahora derruido. La gran ciudad, vista desde allí, parecía marchitarse entre las arboladas de la montaña que la envolvía. Miles de bombillas aún se podían ver palpitando a esa hora de la mañana.
Rodeamos todo el lugar buscando algún resquicio donde poder colarnos hacia el interior de aquellos densos muros. Había una gran verja con una campanilla soldada en uno de sus barrotes rodeada de una pesada cadena con un candado. Ningún alma de este mundo ni del otro parecía querer ayudarnos. Aún me encontraba perturbado por el día anterior. Era demasiado temprano para no sentirse cansado y abatido.
Pierre empezó a zarandear la reja con violencia. Temí por un instante que toda la argamasa de hierro, cemento y hormigón se desplomara a nuestros pies. Me aparté de su vera y me senté al lado de una pequeña mesa de piedra a observar cómo el tiempo se desvanecía poco a poco. Una música escabrosa sonaba sin cesar dentro de mi cabeza, sin parar, al ritmo de las fogosas sacudidas de los hierros.
El Francés se detuvo de repente, quieto, con la mirada callada, bizqueando hacia sus espaldas sin volverse, derecho como un palo.
—Se acerca un coche, ¿lo oyes?
—Sí —respondí confuso.
—Quién demonios puede ser.
Una camioneta verde con un faro fundido paró a pocos metros de donde estábamos. Se bajó un hombre con la voz cansada.
—Buenos días, ¿hace mucho que esperan?
Pierre y yo nos miramos desconcertados.
—Es la primera vez que los veo por aquí. —El hombre sacó de su bolsillo una llave oxidada y enorme con la que abrió el candado de la reja—. Hacía mucho tiempo que no aparecía nadie por este lugar. Además, normalmente las visitas no vienen tan temprano.
—¿Es usted el cuidador de este sitio? —preguntó el Francés.
—Desde que tengo uso de razón, lo fue mi padre y el padre de mi padre, y antes el padre del padre de mi padre. Todos los miércoles vengo a quitar las malas yerbas que crecen entre las tumbas —soltó una carcajada seca—. No he faltado ni un solo miércoles de toda mi vida, y ya tengo cincuenta y siete años, recién cumplidos. Yo nací un jueves, y al miércoles siguiente mi padre me trajo para que me acostumbrase a andar entre los muertos. Crecí todos los miércoles en este lugar, estuviese enfermo o en celos… En la guerra me libré de ir al frente porque el día que convocaron a armas yo estaba aquí, regando las plantas; mi madre vino a darme aviso para que me escondiera hasta que se fueran de la aldea. Siempre he vivido en la aldea, apartado de La Capital.
—Pensábamos que esto estaba abandonado —dije.
—¡No mientras yo esté vivo! —gritó—. Entonces, ¿no sabían que hoy vendría yo?
—No, sinceramente no —contesté.
—¡Vaya!, pues qué suerte han tenido. ¿A quién tienen ustedes aquí enterrado?
Miré al cuidador del cementerio antes de contestarle. Era flaco como el hambre y alto como la sombra de un ciprés.
—Tengo a mi padre —dije—. Al parecer descansa en este lugar.
—¿Y hace mucho que se enterró?
—En realidad no lo sé, pero calculo que hará cosa de diez años, más o menos —respondió Pierre.
—Diez años… ¡Vaya!, parecen muchos años, ¿no?
La mirada del Francés se perdía entre las grises volutas del humo de un cigarrillo. Seguimos al cuidador hasta la pequeña covacha que tenía justo en el centro del camposanto al lado de una gran estatua de san Gabriel.
—Recuerdo la primera vez que tuve que enterrar yo solo a un muerto. No tendría más de doce años. Por aquel entonces todavía estaba en pie el convento, aunque no vivía nadie en él. Era una joven muy guapa, su pelo era largo y muy negro, como el carbón. Me la trajeron en un burro, envuelta en una sábana blanca. Parecía que dormía a lomos del animal. Solo le acompañaba un chaval rojo como un tomate. El pobre debía de quererla muchísimo porque no dejaba de gimotear todo el rato.
El hombre cogió un cubo de hojalata abollado y unas tijeras de podar y se encasquetó un sombrero de paja agujereado de color rojo. Abrió un grifo y empezó a llenar el cubo.
—Aquí, justo debajo de nuestros pies, descansa el bueno de don Gervasio, el primer cura que enterré. En aquella otra lápida —dijo señalando a una humilde cruz— yace mi primer guardia civil; y allí, detrás de aquellos hermosos rosales, mi último enterrado, un pastor al que un caballo le reventó la cabeza de una coz… hace veinte años.
Nos miramos.
—¿Ha dicho veinte años? —preguntó Pierre perplejo.
—Un seis de mayo de hace veinte años. Frasco, el hijo del antiguo posadero de la aldea. Una coz terminó con su vida, como ya he dicho. —Cogió el cubo por el asa y empezó a caminar entre los adoquines que rodeaban todo el lugar—. A los muertos se los llevan ahora a La Capital. No creo que su padre, joven, si hace diez años que murió, esté enterrado aquí. En el otro no lo sé, pero desde luego no en mi cementerio.
—Pero —dije contrariado— usted ha dicho que el único día que viene es el miércoles, ¿no puede ser que alguien lo haya enterrado sin que lo sepa?
El cubo se le escapó de las manos. La larga sombra del ciprés me miró disgustado y muy molesto. Dejó pasar el silencio y luego me reprendió con la seriedad de un verdugo.
—Cada palmo de tierra de este huerto del Señor lo conozco mejor que a mi propia piel. ¡Es imposible que haya un muerto reposando en este lugar sin que yo lo sepa!
Imposible. Me preguntaba por qué una palabra tan simple era tan dura. ¡Imposible! El mismo lamento dolía en mi arrojo y en mi cobardía. Mi valor se iba agotando.
—¡Un momento! —Pierre se dirigió nervioso al cuidador—. ¿Qué es lo que ha dicho?
—¿Cómo? —preguntó sorprendido por la inesperada explosión de energía—, ¿que qué es lo que he dicho?
—Sí, sí —insistió el Francés—. ¡Hace un instante!, ¿qué es lo que ha dicho?
—Que cada palmo de tierra de este huer…
—¡Antes de eso!, ¡antes de decir eso!
El buen hombre se rascó un par de veces la barba.
—Tengo buena memoria… —Cerró los ojos y habló con la misma parsimonia que el que recita una lección aprendida—. A los muertos se los llevan ahora a La Capital. No creo que su padre, joven, si hace diez años que murió, esté enterrado aquí. En el otro no lo sé, pero desde luego no en mi cementerio…
—¡Eso es! —gritó el Francés—. ¡Ha dicho que no sabe si en el otro estará enterrado! ¿Es que hay algún otro camposanto más por aquí cerca?
Nos miró desconcertado. El rostro lo tenía alterado y su frente se arrugó. Ni Pierre ni yo quisimos insistir por miedo a que el hombre dejara de existir para siempre. Reposábamos la espera silenciosos, preocupados.
—Trae mala suerte hablar de ese sitio —dijo al fin.
—Solo le pido que me diga dónde está. Es mi padre a quien busco. Por favor.
El cuidador dejó en el suelo las tijeras de podar y se encaminó con paso inseguro hacia la covacha.
—Tengo que orear unos paños mojados para que no se pudran. Síganme.
De dentro de una acequia rota cogió unos trapos negros con olor a humedad y los metió en un fardel de hilo. Salimos del cementerio por la misma cancela que entramos y, sin mirarnos, nos guio por un camino polvoriento, removiendo sus manos de vez en cuando como queriendo distraer nuestras preocupaciones. El Francés iba silencioso, yo, intranquilo; mi alma, temerosa y mis sueños, hechizados.
Atravesamos un riachuelo y una vieja vereda. Se paró justo al lado de otra verja, esta rota y ruidosa.
—Sigan adelante y verán lo que quieren saber. Ese lugar está maldito.
—¿Maldito? —pregunté—, pero ¿no es un cementerio?
—Lo es. Y más antiguo que el mío.
—¿Por qué dice que está maldito? —insistió Pierre.
El cuidador nos miró fijamente.
—Hace más de un año, a principios de un otoño, fui a este lugar a eso de las cinco de la mañana a buscar setas de chopo, que son muy comunes por estos caminos. Cuando recogía unas allá dentro —el cuidador señaló hacia un frondoso paraje—, empecé a oír lamentos, como si a alguien le estuviesen quitando el aire. Me entró el pánico y empecé a correr hasta llegar a la pequeña ermita que tiene este cementerio. Allí me di cuenta de que algo demoniaco estaba pasando. Vi cómo una tumba se removía en la tierra, y de dentro de ella emergía un ser luminoso… Ya sé lo que creen, que estoy loco…, o que me invento historietas… Eso mismo pensaba yo de la gente de por aquí cuando les escuchaba hablar de la comitiva de ánimas en pena, o de los fantasmas atormentados que vagan por estos lugares… Me apiado del alma de tu padre, chaval…, espero que no esté maldito…, pero yo de ustedes no tentaría a la suerte y volvería por donde hemos venido.
Pierre se iluminó con su peculiar media sonrisa.
—No se preocupe por nosotros. Creo que es demasiado temprano para que los fantasmas o los demonios quieran hincarnos el diente. Muchas gracias por acompañarnos.
El cuidador se persignó unas tres veces seguidas antes de marcharse. Cuando se fue, reanudamos la marcha, un paseo sibilino y nada divertido para mí, que veía cómo todo a mi alrededor se oscurecía y aullaba con el bisbiseo del viento. El ejército del miedo parecía haberse quedado a mi vera, nerviosas ramas secas se zambullían en el aleteo de nuestros pasos. A cada sombra creía ver un fantasma y a cada ruido un lamento.