El cementerio de la alegría (19 page)

Read El cementerio de la alegría Online

Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
4.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Menos mal! —dijo inquieto el Francés—. Creo que ya hemos llegado. Empezaba a temer que nos hubiéramos perdido.

Delante de nosotros asomó una pequeña ermita blanquecina, manchada de humedad en todas sus paredes. Dentro había una capillita con una virgen tallada en madera, repleta de hongos y verdín; apenas se podía sostener entre dos alambres de lo descuidada que estaba. Me arrodillé frente a la imagen. Pierre se rio.

—¡No creas que hacer eso te salvará de ser poseído por los demonios! —dijo entre risotadas el Francés—. ¡Tendrías que haber sido una buena persona mucho antes! Ahora ya no tienes cura.

Me levanté a desgana, molesto, y comenzamos a andar sobre un adoquinado gastado por el rocío y las duras nevadas de pasados inviernos. La primavera había cubierto el lugar de un tapiz de miles de pequeñas flores, y el sonido de la vida rezumaba por los contornos dorados de la mañana.

Surgieron las primeras tumbas a la derecha del camino. Eran simples lápidas con una corroída fecha grabada en el mármol. Zarzales y gramas de prados nos guiaban entre la descuidada vegetación que se acumulaba en torno al empedrado; olvido de los que aún quedaban vivos, pensé. Pierre tenía el semblante serio, escudriñaba cada uno de los nombres de los difuntos que aparecían tallados. Se detuvo y me señaló una de las inscripciones con la mano en alto, muy teatral. Me acerqué.

—En esta tumba tiene que descansar una persona atormentada. «Fredesvinda. 1864-1894. Amó y soñó con ser amada» —leyó—. ¿Quién puede poner semejante epitafio si no es por deseo y encargo de la persona que ha muerto? Fíjate en la escultura y los relieves que la acompañan en su nicho para siempre. Qué mal gusto…

No me había fijado en lo que el Francés había puesto tanta atención. Yo solo veía a un ángel agachado con una flor en la mano, con la mirada perdida, el cual parecía estar recitando un poema a la difunta Fredesvinda.

—Es un angelito, ¿no?

—¡Un angelito! —exclamó—, ¡qué felicidad la tuya! —Tuvo que hacer un pequeño sobreesfuerzo para no atragantarse—. ¡Un angelito! —repitió—. ¿Y no ves lo que hay detrás de sus alas?, ¿detrás de su aureola? —Me acerqué a mirar con atención—. ¡Observa esas figuritas que parecen estar salidas del mismo infierno!

Me acerqué todavía más a la escultura del ángel. En realidad no eran relieves tremendos, ni figuras demasiado imponentes. A los pies del ángel, en un segundo plano, casi escondido detrás de las alas, se podía ver una especie de combate carnal entre una bestia, similar a un dragón de siete cabezas, montada por lo que parecía una mujer, y unos deformados hombres que, por la expresión de sus caras, agonizaban en un río de llamas y perdición.

—Da miedo pensar que eso pueda pasar, ¿verdad?

—¿Qué es lo que representa?

—Creo que es una escena del libro del Apocalipsis de Juan. ¡La ramera de Babilonia sobre la bestia de siete cabezas! —prorrumpió—. La prostituta significa perversión, desenfreno, inmoralidad, idolatría… Aunque no me hagas mucho caso.

Seguimos caminando por el cementerio, deteniéndonos a cada momento. Aquel huerto de cruces y losas le daba al bosque un atractivo y misterioso encanto. No se escuchaba a un solo animal quejarse de aquel silencio, ni siquiera al escandaloso petirrojo que nos miraba desde lo alto de una rama. Había piñoneros de casi treinta metros de altura, con el tronco derecho y robusto, con su ancha copa y sus finas piñas de piñones dulces balanceándose. Me sentía extraño entre tanta belleza, y entre tanta preocupación. Había momentos en los que creía sentir flotar ánimas o seres mágicos e invisibles. Me daba la impresión de que, por detrás de uno de esos regios troncos, se asomaría algún fantasma a darnos los buenos días, con la cara borrosa. Todo a nuestro alrededor esperaba a que el tiempo se detuviera a contemplarnos.

—Creo que es aquí… —susurró Pierre—. Tiene que ser esta la tumba del
poeta

Quedé inmóvil. No sé si la palabra decepción sería la justa, pero sentí cómo una banal alegría se quedó oscurecida en mi alma. El hombre rehúye la decepción como la abeja el humo de la broza quemada, aunque, a diferencia del insecto, el hombre provoca siempre el fuego que termina ahogándolo.

—¿Cómo sabes que mi padre está enterrado ahí si no pone nada?

El Francés me sonrió.

Me agaché con él. Cogí un puñado de tierra, al igual que hizo él. Me levanté. Observé cómo soplaba en la fría lápida.

Y de nuevo me sonrió.

—«Yo solo fui un soldado que caminó por la triste mentira de unos versos callados» —Pierre leyó lo que escondía el polvo y la suciedad en la piedra—. Tu padre siempre decía que él era un soldado que caminaba por la triste mentira de unos versos callados… Esta es su tumba.

Pasé mis dedos por las letras, por cada una de ellas. Me sentía raro, creía que al tocar las muescas del mármol la frase se desharía entre mis manos como un puñado de arena. No podía sentir amor por el
poeta
, pero tampoco podía mirar a hurtadillas mi pasado. Mi corazón se me escapaba del pecho.

—Fíjate en la tierra —dijo Pierre muy serio—, está removida y yerma.

—¿Yerma?

—Estéril, sin una sola gota de vida. ¡Esta tumba ha sido profanada! —exclamó en tono amargo—. Se nos han adelantado.

—¿Profanada?, ¿adelantado? —miré al Francés, vehemente—. ¿Pensabas cavar en la tumba de mi padre?, ¿es por eso que hemos venido?

—¡Y por qué si no! —chilló—. ¡No tenemos nada!, ¡no sabemos nada! Estamos dando palos de ciego a todas horas. ¡Qué hacemos aquí si no! Pensaba que si encontrábamos la tumba encontraríamos algo…

—¿Pero enterrado?

—¡No!, ¡no lo sé!…, ¡puede! —Pierre estaba a punto de estallar—. ¡Vámonos! ¡No perdamos más el tiempo aquí!

El Francés se dio la vuelta y empezó a andar deprisa, indiferente. Yo me quedé unos segundos más observando la última morada de mi padre en este mundo.

Mi memoria ha salvado para mi vejez esa pena que sentí cuando toqué por última vez la fría losa que guarecía al soldado engañado que caminaba por una triste mentira. Esa amargura sabe a años de olvido. A perdida amargura.

Estaban enfrente de nuestra casa. Mario y Fazio, los sicarios que intentaron apresarme en el pueblo. Al verlos, volví a notar el frío de la noche en el humilladero, volví a escuchar las palabras que condenaban a mi amigo Nano a una muerte segura, volví a ver la preocupación en el rostro de Dulce… La carcajada irritante del más canijo de los asesinos aún retumbaba en mis sienes.

Fumaban tranquilamente apoyados en su coche. Nos esperaban.

—Francés,
bell' com' a sempr' eh!
(¡estás igual de guapo que siempre!) —dijo irónico Mario en cuanto nos bajamos del automóvil—. ¡No sabes cuánto me alegra verte!

Pierre le miró con cara de asco. Sacó su revólver y no disimuló sus intenciones si algo no era de su agrado.

—¿Qué quieres? —replicó Pierre.

—Pareces nervioso, Francés. Solo quiero hablar contigo un momento.
Niente e chiù
(Nada más).

Mario apagó el cigarrillo y sacó también su pistola.

—Yo nunca uso revólver —dijo el matón rascándose la frente—, me resulta demasiado
pesante
(pesado). Prefiero una de estas, son mucho más manejables.

—Si lo que tienes que decirme es eso, ya te puedes ir. No puedo perder el tiempo con tonterías.

Me puse detrás de Pierre, intentando que no se me viera demasiado. Tenía miedo.

—Para serte
franco
… no me gustan
l'arm' da fuoco
. Prefiero utilizar mis propias manos para lo que tenga que hacer. —Mario guardó de nuevo el arma en la funda que tenía enganchada en su cinturón, detrás de la elegante americana—. Ángelo quiere hablar contigo mañana sin falta, en la casa negra,
priésto
(a primera hora).

El Francés resopló con delicadeza. Sonrió.

—De acuerdo. Allí estaré. Tenía pensado hacerle una visita de todas maneras. —Pierre amplió su media sonrisa hasta hacerla casi un insulto—. Le dices de mi parte a Ángelo que la próxima vez no hace falta que me mande a sus sabuesos para invitarme a su casa. Es de mal gusto emplear escoria…

Fazio dio un paso adelante dispuesto a plantar cara al Francés sin importarle el medio metro que le sacaba de altura. El otro esbirro, poniéndole una mano en el pecho, le impidió avanzar.

Los dos sicarios, tras unos segundos de tensión, entraron en el coche y se arrellanaron en los asientos, moviendo las cabezas y maldiciendo en voz baja.

—Te mataré algún día —Mario sacó los diez dedos por la ventanilla—… y lo haré con estas manitas.

14

LA CASA NEGRA

Al doblar la esquina llegó a nuestros oídos el sonido del ajetreo que formaban los pasajeros en el apeadero de la estación. Eran las ocho de la mañana, los viandantes con los que nos cruzábamos portaban maletones o mochilas, caminando distraídos en sus propias cantinelas. Parecían gaviotas revoloteando frente a la escalinata del edificio, olvidadizas y juguetonas, una algarada de voces caóticas y distantes que enmudecieron en el mismo instante en el que entramos en la cafetería de la estación. Allí, una dulce y lastimosa melodía de Antonio Lucio Vivaldi se alzaba sobre todo el tumulto.

—Esperaremos aquí hasta mediodía —me dijo el Francés—. Quiero estar seguro de que no nos la juegan. Desde esta ventana podemos ver la entrada de la casa negra con todo detalle. No debemos descuidarnos ni un instante.

Pierre hizo señas al camarero para que se acercara. Pidió un gran tazón de chocolate para mí y una cerveza bien fría para él.

—¿Y qué adelantamos estando aquí?, ¿cómo podemos saber si no nos la juegan?, ¿solo con mirar la fachada de una casa a través de la ventana de un bar?

—Hombre de poca fe —me contestó—. La observación es un arte. Un hombre saliendo al portal, con una mirada nerviosa, llevando el abrigo doblado en varios pliegues bajo un brazo, un cigarro apagado en los labios, deteniéndose a mirar la calle a uno y otro lado nada más pisar la acera…, ¿qué puede significar?

Callé. No parecía estar de muy buen humor.

—Inténtalo, no es tan difícil imaginar qué puede estar pasando.

Parpadeé un par de veces dando a entender que había aceptado el reto. Agaché por un momento la cabeza y me concentré lo mejor que pude.

—Si es un hombre que no hemos visto entrar antes, nos dice que ha dormido esa noche en la casa…, la mirada nerviosa…, que algo le preocupa…, el abrigo…, que no piensa ponérselo…, ¡que es un paseo corto el que le hace salir a la calle!…, que el cigarro esté apagado…, eso…, que está dejando de fumar…, mirar a cada lado…, no sé…, ¿prudencia?

El Francés me miró poco convencido. Suspiró.

—¿Es todo lo que se te ocurre?

—Sí —confesé.

—Para empezar, te diré que en una hipotética situación de peligro, el haber observado y sabido interpretar los gestos y las pistas que ese hombre imaginario representa quizá sea la diferencia entre estar vivo o yacer a un metro bajo tierra mañana por la mañana. La mirada nerviosa o el cigarro apagado en los labios es la reacción de alguien a quien le preocupa algo, quizá un asunto delicado que le han encargado y con lo que no está muy contento. —Pierre encendió un cigarrillo y empezó a aspirar despacio el humo del tabaco—. Debajo de ese abrigo esconde algo, ¿una escopeta?, ¿un rifle? Mira nervioso a cada lado de la calle esperando a que llegue alguien, ¿nosotros?, ¿otros compinches? A lo mejor debe cubrir las espaldas de Ángelo…

Pierre sacudió su cigarro en el cenicero.

—Es un ejemplo estúpido, pero —dijo con cierta impertinencia— yo sé lo que quiero decir con esta palabrería. Tómate tu chocolate, no dejes que se te enfríe.

Sin darme más explicaciones empezó a hojear el primer periódico que cogió de encima del mostrador. Me quedé pensando un momento antes de sorber con impaciencia el contenido de la taza. Al quemarme los labios, tuve una revelación acerca de mí mismo. Era capaz de soportar el calor intenso de una bebida dulce, el rescoldo que dejaba la quemazón después de unos segundos de respiro, pero era incapaz de contenerme y renunciar al sabor ardiente del peligro, aunque fuese amargo como la desdicha o la barbarie.

—No entiendo cómo se puede ser tan tremendamente irresponsable —dijo el Francés señalando a una de las páginas que estaba leyendo—. Yo nunca dejaría que la mujer que amo compartiera mi destino si este puede llegar a ser su perdición. Escucha esto:

Mientras cabildean los políticos, ya en sus sedes habituales, ya en las dulces orillas donde el hermoso tiempo de primavera reúne en un
party
, un tanto escandaloso, a agresores y agredidos, y, mientras más próximos al campo de batalla, deliberan los generales Nasarre, O'Darriel, Chorny, la artillería de la República Popular, con la actividad aplastante de los cañones y morteros, sigue gastando lo que ya solo son ruinas de la desde ahora legendaria fortaleza de Dan Buin Fu.

De Cebrién, el héroe nuevo (otro soldado que en un momento de crisis viene a servir al honor de su patria), reagrupa a sus soldados para un contraataque a vida o muerte en medio de una situación desesperada cuando está lejos aún la columna que avanza por la jungla, por añadidura con desesperada lentitud, y cuando es poco probable que se conceda la tregua solicitada por el Gobierno para evacuar de la posición el millar de heridos que se asfixian en su pequeño hospital subterráneo.

Ni siquiera es seguro que cuando este artículo se publique, Dios lo quiera, la heroica resistencia no haya sucumbido a la furia y abrumadora superioridad numérica de los asaltantes. En la escena admirable que los defensores están ofreciendo al mundo no falta ni siquiera el episodio ejemplar y conmovedor de la esposa del héroe, instalada en un hospital de sangre, muy próximo al combate, y atenta solamente a hacerse digna del papel que el destino ha querido señalar a su marido.

Pierre dejó de leer y me miró con los ojos muy abiertos. Arrancó la hoja del periódico con violencia y la tiró arrugada al suelo.

—¡Hacerse digna del papel que el destino ha querido señalar a su marido! —dijo desconcertado—. ¡Nunca entenderé lo tonta que puede llegar a ser la humanidad! ¡En una guerra no hay destinos compartidos, nadie lucha por nadie ni por nada! ¡Todo es una fanfarronada!

—Quizá esa mujer está tan enamorada de su marido que su vida no vale nada si no es al lado del hombre al que ama… —repliqué—. A lo mejor para ella es más importante saberse parte de un destino compartido que buscar ella misma uno en solitario.

Other books

The Return by Hakan Nesser
Executive Treason by Grossman, Gary H.
Being Their Baby by Korey Mae Johnson
Fly in the Ointment by Anne Fine
License to Shift by Kathy Lyons
The Old Willis Place by Mary Downing Hahn
The Keeper by Sarah Langan