El cementerio de la alegría (7 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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—De acuerdo…, te creo,
ninno
(muchacho)…, nos iremos…, pero —le quitó de las manos la escopeta a su compañero— pronto nos volveremos a ver, muy pronto. No me iré muy lejos,
pe' niente luntan'
(nada lejos)… —Sin dejar de mirarme a los ojos, amenazante, y sacando su lengua de entre los pelos del mostacho, dejó caer el arma con saña e ira, provocando que uno de los cartuchos estallara en el acto.

—Tened cuidado con esto —rio divertido el hombrecillo delgado y pequeño, señalando la perdigonada dispersa en el techo—, estas cosas las carga
o'riavol
(el diablo).

Antes de abrir el cerrojo de la puerta e irse, el del mostacho dibujó una expresión inesperada y grotesca de pánico en sus ojos, hizo callar al otro sujeto que aún reía a carcajadas y acentuó su mirada de terror. Alargó la mano hasta tocar mi cara y me acarició suavemente, un manto de color mojado empañó su iris.

—Me llamo Mario —dijo por fin, para descanso mío—.
Sî bell' come a mammt'
(Eres igual de bello que tu madre).

Nano compartió mesuradamente mi sorpresa, los dos individuos abandonaron el local de la misma manera que lo hicieron al entrar, sigilosamente, y con los redobles de la lluvia golpeando las ventanas.

Ahora sé, y no intento justificarme porque no tiene justificación, que el amor puede ser mucho más doloroso, o causar más daño, al amado que al que ama, cuando este, en un exceso de egoísmo, quiere para sí solo todo el cariño que pueda recibir o dar. Estoy hablando de recibir o dar cariño, no amor. El amor es otra cosa.

Ya hecha la noche me encerré en mi pequeño desván. Encogido y sin sueño, fue casi un instinto vital el que entonces me sacudió desde los pies a la cabeza. Dulce se me aparecía entre las sombras, entre las luces que procedían de las estrellas; hacía que las siluetas de los libros se contoneasen en mi imaginación presas de una bendita suerte. Agitado por una feliz inspiración del alma, me dispuse a escribirle una carta pidiéndole cariño y compañía en unos momentos, a mi parecer, tan duros. De aquello solo conservo en la memoria el primer poema que escribí en mi vida…

Cuando las amadas palabras

que surgen de tus labios

parecen ser sacadas de mis recuerdos,

tus sueños viajan distantes

entre los míos,

haciendo camino,

caminando el deshecho,

deshaciendo el sabor de nuestros besos

¡Nunca la había besado!, y ya estaba imaginando cómo sabrían esos besos.

No era demasiado tarde, metí la confesión de amor, mi súplica, en un sobre, y decidí ir yo mismo a depositarla en su buzón. El viento que había empezado a soplar desde el norte me cortaba la respiración, pero era tal la intensidad que ponía en mi propósito que incluso el viaje más averno al mismo infierno me hubiese parecido un corto y placentero paseo por el campo. Crucé el pueblo, no obstante, preocupado por que alguien me viera.

Descorrí la portezuela cuidando de hacer el menor ruido posible y, ya con la mano a punto de soltar la carta en el buzón, observé que tras las cortinas de la habitación de Dulce se podía ver una diminuta luz agonizar entre tanta penumbra. En alguna ocasión me había contado que muchas noches se quedaba leyendo hasta altas horas de la madrugada, teniendo como única compañera una moderna linterna de petaca. Decidí dársela en mano.

—Dulce… Dulce —susurré pegando mi boca lo más que pude a la ventana—. Soy Adiel…

La lucecita empezó a agitarse dentro de la habitación, a describir todo tipo de ángulos, algunos imposibles. Se escucharon unos zapatazos secos detrás del muro.

—¿Qué haces aquí? —me miraba entre sorprendida y aliviada—, ¿ha pasado algo? Me has dado un susto de muerte…, leía una historia de Poe.

—Esto es para ti… Tómalo, por favor.

Allí, viéndola con media cabeza debajo del dintel, leyendo, me di cuenta de la acuciante necesidad que tenía de sentirme querido de verdad, de inventarme una vida, aunque fuese una simple excusa para imaginar que había encontrado un alma gemela a la que poder salvar de un triste olvido.

—Es… es precioso. Nunca me hubiese imaginado esto. ¿De verdad que estás tan enamorado?

—Desde el primer momento en que te vi.

Se descolgó como pudo de la ventana y acercó sus labios a los míos. Ahora ya sabía que su aliento tenía el sabor del algodón de azúcar, y que sus ojos centelleaban con la misma intensidad que la luna.

—Yo no sé si debo decir lo mismo, no logro amar como aman las amantes a sus caballeros…, siento otra llamada, otro tipo de amor…, pero desde luego te daré ese cariño que me pides. Ese cariño siempre lo tendrás. —Cerró la ventana y me dejó muerto de amor.

Las calles estaban oscuras. Me sentía feliz, ausente de todos los problemas del mundo. Mientras caminaba no pensaba en otra cosa que en Dulce. En su voz. En su mirada. En su sonrisa. De manera difusa, y casi negándome a aceptar que mi vida había cambiado desde el momento en el que apareció Paulo, descubrí que la clave para escoger entre la felicidad y la desgracia podía estar en una llave, en un librito, en un pasado… El viento del norte arreció con mayor intensidad, las gotas de un rocío tempranero me acariciaban las manos.

Poco a poco empecé a despertarme de ese aturdimiento que el enamoradizo conjuro del amor me estaba dando. El inmenso vacío que existía entre la casa de Dulce y la mía quedaba acompañado, además de por los chillidos incesantes de algunas lechuzas lloronas, por unos pasos que intentaban ahogarse disimulados entre los míos. Me detuve en seco y miré hacia atrás. No pude distinguir más que la noctámbula sombra de un algarrobo mecido por el viento, una sombra oscura de cristal y estrellas. Arranqué a correr desesperado y preso del miedo. Pasé a toda velocidad al lado de una cerca repleta de animales; gallinas cloqueando, vacas mugiendo, relinchando los caballos, cerdos gruñendo, burros rebuznado…, todos me avisaban ruidosos de que algo estaba pasando.

Paré a tomar aliento al doblar la cruz de piedra de la plaza. Mi casa quedaba al otro margen de la calle, a unos treinta o cuarenta pasos. De pronto sentí mucho calor, estaba exhausto. A pocos metros de la fachada de la joyería una tupida silueta se abalanzó sobre mí, tapándome la boca y rogándome silencio.

En un principio no reconocí a mi asaltante, pero tras unos segundos de incertidumbre y sorpresa, tras unos momentos de pataleo y forcejeo, pude distinguir de entre todas las líneas de un rostro enjuto y duro esa media sonrisa que producía la cicatriz en el labio del Francés. Me estaba pidiendo silencio.

—Si quieres seguir vivo, mantente callado —dijo.

Me señaló la joyería. De dentro salían ruidos, y una noria de luces aparecían y desaparecían continuamente por todas las ventanas, ventanucos y rendijas por donde se colara la claridad. Comprendí que a lo mejor me había salvado la vida.

—Esos que están ahí dentro no hubieran dejado de ti más que la piel. —Me miró, pasándose por la cara una mano temblorosa—. Son los dos que te hicieron esta tarde una visita. Los mismos que visitaron al cura el otro día.

No comprendía bien lo que quería decirme, aunque poco me importaba en aquel momento. Me acordé, más bien me sumergí, en el recuerdo del asesinato del padre Benito. Unas enormes ganas de vomitar me marearon al sentir tan cerca la muerte.

—¿Qué quieren de mí? —acerté a pronunciar.

—Quizá ni ellos lo sepan. —Nos acuclillamos hasta sentarnos en el Citroën B11. Arrancó, y con las luces apagadas nos alejamos unos metros de allí.

—Ellos buscan a ciegas algo que alguien les ha mandado buscar, pero andan perdidos. Por eso están tan nerviosos. Yo puedo ayudarte a salir de este infierno siempre que tú me ayudes… Créeme, chico, yo soy de los buenos.

Mi corazón empezó a palpitar con fuerza. Necesitaba descansar, y el bálsamo de ese beso que Dulce me había dado no parecía ser suficiente para colmar de gracias todas mis desgracias.

—Tranquilo, chico —me dijo entornando los ojos—. Esperaremos a que esos dos se vayan de tu casa y recogerás solo lo que creas imprescindible para ir tirando. Escóndete durante un par de días y no saques la cabeza por ningún sitio. Nada de novias, nada de amigos. Si esos dos brutos te ven con alguien por ahí, puedes estar seguro de que estarás condenándolos a una muerte casi segura. El lunes ve a la plaza de la iglesia, al mismo sitio donde muchas tardes quedas con esa muchacha, por la noche, a eso de las dos de la madrugada. Te recogeré y te lo explicaré todo. Con un poco de suerte esto pasará muy pronto. No temas, conmigo estarás seguro.

¿Tenía elección? Yo creo que no. Mientras que mi ánimo se iba vaciando lentamente, la confianza en esa media sonrisa, y en ese calor casi paternal que ponía en sus palabras el Francés, me iba llenando de esperanza y valor. Asentí con la cabeza, medio lloroso, pero guardándome muy bien de no aparentar estar muerto de miedo.

Al cabo de unas horas volvimos a arrancar el coche. El runrún del motor se calló a cinco metros de la joyería. El Francés fue a asegurarse de que ya no había nadie dentro del edificio. Fueron minutos densos, unos gastados minutos que no pudieron ser peores para mis nervios.

—Puedes entrar. No hay nadie —dijo por fin—. Inventa una excusa para que la gente no sospeche. Pon una nota, o un cartel que diga que vas a ver a una tía perdida de La Capital, o lo que quieras.

—¿Y si voy a la policía?, ¿no será mejor ir a la Guardia Civil? —Me volví justo antes de meter la llave en la cerradura, encarando mi propia ojeriza a una más que probable media sonrisa—. A lo mejor Paulo denuncia que no se le ha devuelto la prenda que dejó aquí guardada. Ayer no vino por aquí.

El Francés ya sabía la respuesta.

—No volverás a ver a Paulo…, al menos en esta vida. —Arrancó de nuevo el coche, encendiendo esta vez las luces—. Nos vemos dentro de dos días.

5

EL HUMILLADERO

No era un sueño. Por un momento tuve la fantasiosa esperanza de que había sido un mal sueño. Una pesadilla de la que, al despertar, me embargaría una sensación de alborozado consuelo tras comprobar que todo era fruto de una mala digestión, de una noche de fiebres, o de un capricho de Morfeo. No… Al girar la llave y entrar en la joyería, vi decenas de baldosas levantadas del suelo y caídas como cráteres descubiertos en la orilla del pasillo. Hasta donde alcanzaba a ver, los muebles y estanterías se mezclaban con el cristal roto de las vitrinas, con el concierto propio del desorden. Contemplé desolado las habitaciones, una a una, sin moverme, distante y convencido de que nada tenía sentido. Subí corriendo hasta el desván. Allí las ratas no habían coqueteado demasiado. Todos los libros estaban desperdigados, y mi ropa almacenada en un rincón. Recogí del ropero el rosario que no pude devolver nunca y el librito blanco que me dio el cura. Empecé a llorar.

Mientras amontonaba cristales y tableros rotos en el suelo, mientras escribía en una cartulina una nota para los clientes de la joyería, mientras soplaba, resoplaba y bebía un café hirviendo recién hecho, mientras me lavaba la cara y cambiaba de camisa, mientras corría…, pensaba en la suerte que había tenido al no quedarme en la cama la noche anterior, pensaba que el destino, por fuerza, tenía reservado algo mágico para mí, pensaba…, trataba de pensar… en algún lugar donde esconderme.

Ya el amanecer estaba otra vez campeando, con el rocío floreciendo entre las gotas de luz que el sol proyectaba en aquella confusa mañana. Un aire henchido de aromas de hierba y flores se abría camino entre la zarza y el empedrado que me llevaba a casa de Dulce. No podía desaparecer sin más, sin dar ninguna explicación a mi amada. Ahora ya no. Desaparecería si hiciera falta de la faz de la tierra, pero primero debía decirle cuánto la quería, cuánto la amaba. Y después, solo después, desaparecería velozmente, como el lobo lo haría del monte en una cacería.

Dulce me miraba aterrada mientras le contaba lo sucedido, su morena melena caía bailando por las mejillas sonrosadas, tapando uno de los dos zafiros que tenía por ojos. Recién levantada tenía el color de la sorpresa a café con leche. No quería alargarme mucho en explicaciones, sentía que cuanto antes me fuese de su lado, antes pasaría el peligro para ella.

—Aún no entiendo por qué te empeñas en no ir a las autoridades. —Abrigando sus dedos un pequeño crucifijo, se empecinaba en dar vueltas y más vueltas a una misma retahíla.

—No puedo hacerlo hasta que no averigüe la verdad. Mi padre ha vuelto a mi vida y quiero saber quién es, quién fue… y quién soy yo.

—¡Tú ya sabes quién eres!, ¡no digas niñerías! —Sus labios temblaban, las pupilas parecían salirse de su iris—. ¿Crees que te puedes fiar de un tipo que dice llamarse el Francés y del que solo sabes que no sabes nada?

—Me salvó la vida.

—¿Te salvó la vida? —Dulce soltó una carcajada seca y se dio por vencida—. De acuerdo, pero… ¿dónde vas a esconderte?

La miré con extrañeza, como si su voz proviniera de otro mundo. No porque no entendiese lo que me decía, sino por el cansancio que acumulaba de toda la noche en vela, el cual no me dejaba recitar de memoria lo que ya tenía planeado contestar a esa posible pregunta. No debe saberlo, pensé.

—No debes saberlo.

Hice como si no le hubiera dicho nada. Aspiré con fuerza y esperé a que mis latidos dejaran de atosigarme en las sienes. El sol muy pronto dejaría de desperezarse y arremetería con toda su violencia. Las nubes del día anterior habían desaparecido. Se estaba haciendo tarde. Dulce me miró y me habló con cariñosa convicción.

—En mitad del viejo camino de la huerta, cerca del río, allí hay un humilladero que está hueco por debajo. Para poder entrar debes rodear la cruz, verás que por detrás hay una especie de hendidura. Mete la mano sin miedo y empuja para dentro. Se abrirá. Mi padre solía llevarme allí para contarme historias, de cuando los contrabandistas utilizaban ese escondite para almacenar sus mercancías, en el tiempo del hambre en la posguerra. No tiene pérdida si sigues la vieja vereda del río. Ten cuidado, por favor.

Ten cuidado, por favor. Ten cuidado. Salí corriendo con el alma encogida, sin saber si me tropezaría con algún indeseable por el camino o, aún peor, con la incertidumbre de no saber si algún indeseable habría visto a mi dulce Dulce en su ventana hablando conmigo.

Iría al humilladero.

No conocía la historia de los contrabandistas, y era demasiado joven como para recordar el hambre de la posguerra; para mí, aquel sitio sería sencillamente un lugar donde poder descansar y olvidarme por unos momentos de todo. Sería mi santuario de la paz.

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