—¿Qué camino, padre? —dije temeroso.
—¡Qué camino va a ser, insensato!
El sacerdote se levantaba continuamente la sotana para no llenársela de barro. Pude ver que debajo de ella llevaba un pantalón color caqui parecido a los de cacería que los terratenientes de la zona vestían para ir al monte. Aparentaba saber adónde me dirigía y eso me ponía nervioso. El cielo empezó a nublarse de pájaros negros y de cuervas miradas.
—El camino es la vida. Estamos aquí para pasear por ese sendero de la eternidad —continuó diciendo—. Pero hay que ser fuerte para no tropezar con ninguna piedra que nos haga caer en una ciénaga oscura donde unas alimañas nos coman los sesos. Es increíble cómo lo hacen de rápido para que no nos demos cuenta.
Me paré junto a la verja de la casa de Nano. Los rosales zigzagueaban por los muros semiderruidos. Los había de todos los colores, blancos, rojos, rosas, amarillos. Estaban en plena eclosión y desprendían un aroma dulzón y carente de acidez.
—Padre, aquí es donde yo me quedo. Es la casa de mi amigo Nano, el zagal que usted vio nombrarme cerca de la iglesia. Vengo a devolverle una cosa que perdió.
—Ya veo lo que es…, muy bien. —Sacó de su bolsillo un libro menudo, amarillento y con sabor añejo—. En estas hojas encontrarás mucha sabiduría. —Lo depositó entre mis manos—. No lo pierdas.
El cura dio media vuelta y comenzó a tararear una canción. Al poco de perderlo de vista descolgué el pasador de la verja y llamé a mi amigo a grito limpio. Vino corriendo y sonriendo como siempre.
—Se te cayó esto —dije, dándole la talega.
Nano olía a gorrino. Los churretes le caían a borbotones sin orden ni concierto por toda la cara. Andaba descamisado y descalzo.
—Eso no es mío, Adiel. Mi zurrón lo tengo en casa —dijo devolviéndomela.
Tosí unas tres veces impaciente. Estaba cansado de tener que andar siempre replicando las bobadas de mi amigo. Sin duda era su bolsita. La había visto en un millón de ocasiones.
—¡No digas tonterías! —insistí—. Cógela.
Nano entró corriendo en su casa. Al poco apareció con la que decía que era su talega.
—¿Ves como no digo tonterías?
Era una bolsita de cuero como la que yo traía. Muy similar.
—Entonces, ¿de quién es esto? —Desanudé el cordón que la cerraba y vacié el contenido de la misma sobre la palma de mi mano—. ¿Un rosario?
Nano se frotaba los ojos una y otra vez divertido. Al eco de un tractor se escuchaba el cloqueo de algunas gallinas y el gruñido de los cerdos. Me revolví nervioso hacia el sendero donde minutos antes marchó el sacerdote.
—Se le ha tenido que caer a él —pensé en voz alta—. ¿Sabías que tenemos un nuevo cura en la parroquia? —Nano negó con la cabeza—. Es un tipo raro.
Volví a la joyería tras estar un rato hablando con Nano sobre cosas nimias y sin demasiado sentido. Sacudí la puerta un par de veces. Cerrada. Cogí mi llave y entré. Estaba convencido de que el día no había terminado de acostarse para mí. Algo me puso nervioso. Al fondo de la tienda se oía lloriquear a alguien con disimulada entereza. Era como si rodaran lamentos por una pendiente llena de piedras. Como si chocaran con un hipo rencoroso.
—¿Tito? ¿Es usted? —Me dirigí a la habitación de mi tutor. Estaba sentado sobre su cama, con dos maletas en el suelo—. ¿Le pasa algo?
Sin hablarme, me pidió que me sentara a su lado. Tenía los ojos hinchados, rojos. Me dio un momento la espalda para sonarse la nariz y esbozó una sonrisa.
—Estás hecho todo un hombre. Tu padre era un caballero de principios, como tú ahora. Honrado como pocos. Tenía la mala costumbre de darlo todo a cambio de nada, de ser siempre el primero en arrimar el hombro cuando alguien lo necesitaba. Era una gran persona y no hay día en el que no me acuerde de él. Quedó demasiado solo…, y muy lejos. Cuando se tuvo que ir de este maldito país me pidió que cuidara de ti como si fueras mi propio hijo. —Las palabras que salían de su boca me pertenecían. Eran retazos de mi propia vida y las oía muy lejanas, pero muy reales—. He hecho todo lo posible para que así te sientas, como un hijo. Han sido años duros los que hemos vivido juntos, ¿verdad?, pero siempre hemos sabido salir adelante.
—Claro. Siempre juntos.
El semblante de Tito Donabella era de pavoroso silencio. Eso hacía que esta vez no fuera como las otras en las que me sentaba a su lado a escuchar cómo de su alma escapaban los sentimientos más puros de su conciencia, o de sus recuerdos. La habitación se quedaba sin pulso, sin respiración. Temía que rompiese a llorar.
—¿Vamos a algún sitio? —dije señalando las maletas.
—No, soy yo el que tiene que irse unos días a La Capital, debo arreglar unos asuntos allí que no tienen espera. Quiero que te hagas cargo de la joyería el tiempo que esté fuera, no creo que sea más de cuatro o cinco días.
—¿Tiene algo que ver con la carta que hemos recibido hoy?
El ruido del viento distrajo por un momento a mi tutor. Sus manos temblaban y se retorcían creando contornos imposibles al trasluz.
—No —susurró—, nada que ver.
—Pero, esos asuntos, ¿puede saberse cuáles son? —protesté—. ¡Habrá alguna razón por la que se vaya!
Me miró directamente a los ojos, pocas veces lo hacía. Se levantó, cogió las dos maletas y empezó a caminar despacio. Cuando llegó al final del pasillo, justo donde se encontraba el recibidor, volvió a dejar las maletas en el suelo. A veces sucedía que Tito, que era para mí como un padre, se convertía en un completo desconocido al retirar su mirada del suelo. En esos momentos no era el avaro tolerante o el negociador de plata y oro. No era él. Me imagino que en su interior existía más de un reino al que coronar con sus retintines y baratijas, pero yo solo conocía al hombre que me había vestido y dado de comer cuando tuve frío y hambre. El hombre común tiene marcada su vida en el rostro, mientras que aquel que esconde algo es incapaz de dibujar solo una historia en sus gestos. Donabella abrió la puerta que daba a la calle.
—Algún día comprenderás que las razones por las que se hacen las cosas apenas importan.
Dio un portazo y se fue.
Nunca nadie me había indicado que tener miedo era mucho más terrorífico cuando se compartía con la soledad. El enorme edificio que componía la joyería y la vivienda resonaba hueco en toda su oscuridad. Cené unas
papas ahogás
con ajo y laurel y me fui pronto a la cama, sin tan siquiera lavarme la cara. No podía dormir, y en mi pequeño y viejo desván decidí echarle un vistazo a la cajita que trajo Paulo y que contenía la llave. Encendí un primitivo candil de aceite y bajé las escaleras de metal. Entré en el despachito. Abrí la caja de caudales. Cogí la cajita marrón y la puse encima del mostrador de la sala. Creo que llegué a tartamudear en mis adentros. Dentro de la cajita no había nada. La llave había desaparecido.
Volví a subir al desván. Entorné la ventana para dejar que el blanco frescor de la noche despejara mis ideas. Nada tenía sentido. Me acurruqué, pero era incapaz de estarme quieto en la cama sin moverme. Fijé la mirada hacia un rincón oscuro diluyendo hacia allá mis pensamientos. Cuando empezaban a pesarme los párpados recordé el librito que me había dado el cura. Fue un bálsamo para mis sueños. Salí de las mantas y fui rápido a por él, a la percha; aún no lo había sacado del bolsillo. Era un ejemplar no más grande que una octavilla de papel, las tapas lucían blancas y cuarteadas, muy viejas, sin nada escrito en ellas. Me bastó la luz de la luna para cerciorarme de que solo había unas pocas palabras en la última página. Las demás estaban vacías, en blanco, vírgenes. Recordé lo que me había dicho el cura cuando me lo dio: «En esas hojas encontrarás mucha sabiduría». Encendí de nuevo el mismo candil anticuado. Me bebí las letras a sorbetones. Vino a mi mente, como una imagen perdida y borrosa, la nota que habíamos recibido por la mañana… Leí en voz alta una vez más, no daba crédito a lo que allí ponía:
En el cementerio de la Alegría,
el soldado de Dios aguarda a la vida,
el soldado de Dios encuentra la muerte
LECHE FRITA REQUEMADA
Aún tengo grabada la imagen de las mujeres vestidas de negro caminando deprisa por la calle, perseguidas por el velo mortecino de la ignorancia, al son de las campanas de la iglesia en cuanto sonaban a maitines. Casi no dormí aquella noche pensando en la dichosa nota, en el repentino viaje de Tito, en Paulo, en la llave que ya no estaba y en el misterioso encontronazo con el párroco y su no menos oscuro librito de blancas palabras. Antes de que se despejara el horizonte por completo, me colé entre los bancos de la iglesia a la demora del último salmo de la mañana. Se respiraba en el ambiente el reposo de cientos de pecados y miles de rezos. El sacerdote no me esperaba tan pronto. Se acercó con rostro sombrío y preocupado.
—Levanta —dijo el cura—, vamos.
Me aupó del banco y empezó a caminar por el crucero de la iglesia con una mano sobre mi hombro y un brazo detrás de mi cintura.
—¿Qué es lo que pasa? —abrí enormes los ojos—, ¿qué ocurre? ¿Usted lo sabe, verdad?
El párroco acercó una de sus rechonchas falanges a mi boca y susurró inquieto.
—Este no es sitio para tantas turbaciones. Dios ya tiene bastante con estos pobres desgraciados. —Señaló a unos vagabundos que aún dormitaban apoyados contra la jamba del portón de la sacristía—. Vamos hacia el bar. A estas horas ya debe de haber porras calentitas.
Caminamos no más de veinte metros. Las sillas plateadas aún se encontraban mojadas por el mañanero rocío. Al sentarme noté cómo mis posaderas se humedecían. Pedí una taza de café humeante y churros con forma de bastón. El párroco no quería nada. Me encorvé todo lo que pude para poder escuchar con atención.
—Hijo, la vida es interminablemente corta. Cuando yo era un mozalbete como tú siempre estaba detrás de las dudas, correteando como un loco poseído. Era un acto reflejo. Necesitaba como nadie buscar respuestas a la vida, encontrar momentos en los cuales me sintiera libre de ese tormento que la propia inocencia te da. No intentes encontrar significado a cosas que a lo mejor no te interesa comprender.
Miré resignado al sacerdote. Todo me parecía irreal. Empezaba a desconfiar incluso de lo que mis dos ojos alcanzaban a ver. En el fondo no quería escudriñar más allá de las palabras que el propio padre pronunciaba. «No intentes encontrar significado a cosas que a lo mejor no te interesa comprender». ¿No era eso una advertencia? Por aquel entonces seguía siendo una persona paciente y reservada, desocupada de los recelos que más tarde me acompañarían durante toda mi vida. Volví a mirarle a los ojos y le supliqué respuestas. Temía lo peor.
—Está bien —resopló—. Creo que conocí a tu padre un dos de agosto del mismo año que terminó la guerra. Todo estaba muy revuelto, las cosas se precipitaban a una velocidad arrolladora.
—¿Conoció a mi padre? —Se exaltaron tontamente mis ánimos ante sus palabras, sin saber si aquello era una buena noticia o no.
—Las cosas se precipitaban a una velocidad arrolladora —repitió con un tono de reproche ácido por haberle interrumpido—. Éramos jóvenes y vivíamos rodeados de ilusión y fervor. Habíamos ganado la guerra a los rojillos y a los maricones. Todo eran vítores y alabanzas al régimen. Nadie se acordaba ya del sufrimiento, de la sangre derramada, de los llantos de las madres, del tiempo desperdiciado. Pero todo era un espejismo. Seguía el dolor imperando sobre nuestras alegrías, nuestros vítores y alabanzas. Era el odio el que nos alimentaba, y la venganza, nuestra espada de Damocles.
Apreté mi mano debajo de la desvencijada mesa contra una de sus patas. El sacerdote miraba hacia delante, a algún vacío arrollador que le aprisionaba el alma. Parecía encontrarse viajando por algún recuerdo triste. Dejé dentro del café la cucharilla dando vueltas sobre su espuma. Me acerqué aún más.
—Jamás un país como el nuestro había pasado por una prueba tan dura, larga, inhumana. La tragedia era una lisonjera compañía para muchos de nosotros. Yo mismo perdí a toda mi familia en manos de la bendita guerra —susurró—. La represión que siguió a la victoria fue terrible con los vencidos. No bastaba con el exilio, el destierro, la cárcel. Había que dar un escarmiento… Es gracioso si lo piensas. Yo ya era cura entonces y había luchado con toda mi fe para no caer en la locura. Intentaba no darme cuenta de la crueldad que habían visto mis ojos y oído mis lamentos. El dolor maceraba más dolor en cada rincón de La Capital.
La mañana se abría paso rauda, en las barbas de un fresco amanecer. Los tropeles de chiquillos ya empezaban a intimar con el canto sordo de los gallos del corral. La silueta negra del paticorto sacerdote silenció un momento mi sorpresa. No podía creer lo que estaba escuchando.
—Una noche unos golpes atronadores me despertaron. Parecía que la puerta de la habitación donde yo dormía estaba siendo apaleada por el mismísimo diablo. Dos vecinos de portal traían en volandas un amasijo de huesos envuelto en sangre color carmesí. Lo habían encontrado sobre un montón de estiércol a las afueras de la ciudad. No le conocían de nada pero se apiadaron de su suerte. Lo escondieron debajo de unas mantas y esperaron al anonimato de la noche para poder ponerlo a salvo —dijo—. Dejaron al malherido en mi casa y se fueron con las gorras mordidas entre sus manos. No querían saber nada. Es todo suyo, si quiere, dijeron. Una vez que le quité la ropa, le lavé y pude distinguir entre sus ojos hundidos un hálito de vida, pude comprobar que se trataba de un joven no mucho mayor que tú ahora. Pasaron días enteros hasta que despertó del todo. Al principio no entendía bien lo que decía, después comprendí que no hablaba en mi idioma. Era italiano, o un dialecto de él…, muy parecido a la prosa latina de mi misal. En dos semanas el pobre infeliz parecía ya otra cosa. Me contó que era poeta, que no había participado en la guerra bajo ninguna bandera. Que se había dedicado a vivir y a ayudar a todo el que necesitaba de ayuda. Una estupidez…, en una guerra si se quiere vivir hay que mamar de alguna teta, de la que sea. —Calló un momento y me miró directamente a los ojos—. Unos camisas nuevas le hostiaron hasta reventarle la piel. ¿El motivo?… No devolverles el saludo a la romana. Esas fueron sus palabras exactas: «Me hostiaron hasta reventarme la piel».
En aquel momento de la narración quería hacer caso omiso a mis pensamientos. Intuía lo que diría a continuación por alguna extraña razón. El destino es cuestión de preferencias, lo supe entonces, nadie me había educado aún en ello, la casualidad no era amén de muchas casualidades. El párroco regordete había encontrado mi hado sin demasiado cariño, pretendía que devorase sus palabras sin abrir una sola vez la boca. A cada intento de preguntar, él me contestaba con una mueca sorda.