—Les explico…, es muy infantil, para poder hablar este lenguaje el único secreto es poner delante de cada sílaba otra compuesta por la consonante «pe» y la misma vocal de la sílaba a la que acompaña, es decir, si por ejemplo quieren decir «mariposa», tendrían que anteponer a las sílabas: ma-ri-po-sa, las siguientes: pa-pi-po-pa. La nueva palabra sería: pama-piri-popo-pasa —el muchacho tartamudeó antes de seguir con la explicación—. Para descifrar y entender lo que te dicen se hace el proceso inverso, quitamos las sílabas añadidas, y aparecerá el mensaje, las palabras, frases o lo que se quiera decir. En nuestro ejemplo de antes eliminamos a la palabra pamapiripopopasa las sílabas impares, que coincidirá con pa-pi-po-pa…, y tendríamos «mariposa»… Con la práctica sale natural…
Lo que parecía un silencio repentinamente serio terminó siendo un estallido de carcajadas incontroladas. Tortosa tenía que aguantarse la quijada para poder dejar de reír. El pobre muchacho terminó por acompañarnos en nuestras risotadas.
—Un buen día decidió volverse loco y lo consiguió —nos repitió lagrimeando—. Sin más, se levantó y empezó a hablarnos a todos de esta manera…, amaneció con la cara tatuada como la veis ahora mismo, mi madre siempre dijo que le habían embrujado.
—¿Embrujado?
—¿En serio? —Tortosa completó mi pregunta exagerando la interrogación.
—Sí, pero a mí me dijo el yayo que él hablaba así porque le daba la gana, y porque estaba cansado de dar cuentas a nadie de su vida.
Tortosa y yo sonreímos a dúo.
—Pero es un hombre extraordinario.
—¿Qué es lo que te ha dicho de nosotros que tanto le ha enfurecido? —le pregunté.
—No tiene importancia. Chochea.
—Necesitamos hablar con él de un asunto muy importante —dijo el cocinero.
—Claro, él hablará…, seguro, pero me ha pedido que os diga una cosa.
—¿Y bien? —se impacientó Tortosa después de demasiados silencios.
—Me ha pedido que os diga que…, que quiere que no se le tutee, que se guarden las formas con él. Es muy especial en algunas tonterías.
Qué extraño me sentí en aquel momento, mi reacción natural hubiese sido la de aseverar con la cabeza y mostrarme respetuoso con lo que pedía el viejo, pero un impulso mucho más divertido hizo que, literalmente, me revolcara en el suelo, para sorpresa de los otros dos. No pude contenerme.
—Disculpa, de verdad… —en vez de mi voz me salía de la boca un hilillo tembloroso—, no era mi intención ofender a nadie…, lo siento, lo siento…
Una vez reincorporado, Tortosa me dio un golpecito en la nuca y me sonrió con complicidad. Después miró al joven mostrándose lo más respetuoso posible.
—Por favor, ¿nos das un segundo? —le dijo—. Quisiera comentarle algo aquí al risueño bobalicón…, en privado.
—Claro, por supuesto.
Al salir del pasillo donde nos encontrábamos el muchacho estuvo a punto de caerse dos veces al pisarse las cordoneras de sus zapatos. Hizo el amago de agacharse y atárselas, pero se quedó en eso, en un simple amago.
—¿Esta es la fiable información que has conseguido tirando de la lengua de desgraciados y maleantes? —le dije nada más ver desaparecer al joven.
—Ríete, botarate, pero te sorprenderías de lo que puede decirte un loco de atar si sabes pincharle en el sitio justo.
—No sé, pero para mí que el pobre viejo no sabe ni quién es él ahora mismo…, ¿es que no has visto su cara? ¡Parece un payaso pintado de guerra!
—El papel de los locos en este planeta de bobos es el más importante de todos —bromeó Tortosa—. No perdemos nada con intentar sacar algo en claro. Muy importante, intenta no reírte…, si no te ves capaz, quédate aquí.
Por nada del mundo me hubiera perdido ese momento.
—No te preocupes…, seré bueno —dije encogiéndome de hombros—. Respiro hondo…, y callo…
—Así me gusta.
Avisamos al joven de que nuestra breve e improvisada reunión ya había finalizado. En el vacío pasillo sus pasos acercándose a nosotros resonaron con acento a
jazz
. Los latidos de sus andares parecían más apresurados que nunca, como si necesitara tragar el tiempo para poder ir más rápido.
—¿Cómo lo haremos? —le preguntó Tortosa nada más pararse delante de nosotros.
—¿Cómo lo haremos?
—Sí, ¿cómo haremos para hablar con el viejo? ¿Yo te lanzo a ti lo que quiera decirle y tú se lo traduces?
—No…, no, el yayo entiende perfectamente nuestro idioma, háblele directamente, y lo que él conteste yo se lo iré traduciendo.
—No omita una sola palabra de las que diga, es fundamental que lo recuerde.
—Claro, no se preocupe.
Permanecimos quietos, examinándonos como tres perfectos desconfiados. El joven, que todavía tenía los zapatos desacordonados, intentaba decir algo pero no parecía encontrar el modo de hacerlo. Tortosa se encargó de darle un empujoncito.
—¿Quieres decirnos algo?
Tragó saliva.
—Miren…, me dijo usted —señaló a Tortosa— que era un amigo de un amigo de un gran amigo de mi yayo, que estaba investigando sobre un asunto de mucha importancia y trascendencia que aconteció en el pasado y del que el abuelo fue testigo, que solo quería información y que no suponía peligro para nadie…
—Así es…
—También me dijo que esto debía ser un absoluto secreto, nadie debía saber nada…
—¿Cuál es el problema? —atajó de pronto el cocinero—. ¿Qué pasa?
—Si no supone peligro para nadie, ¿por qué debe ser tomado como un secreto?
Tortosa se llevó el dedo a los labios, queriendo provocar incertidumbre en el joven.
—No siempre los secretos tienen por qué ser peligrosos —le dijo—. No es nada que ponga en peligro la vida de tu abuelo, ni la tuya, ni la de nadie.
—¿Tiene que ver con el pasado del yayo?
—Tiene que ver con lo que vas a escuchar —dijo sonriendo Tortosa.
El joven se pasó la mano por la cabeza un par de veces. El cocinero pasó la suya por encima de sus hombros y le dio un pequeño apretujón.
—Y ahora dinos, nos dirigimos a tu yayo con mucha corrección, ¿no? —Tortosa no dejaba de sonreírle—, ¿como si se tratara del príncipe del Congo, o del mismísimo rey de Inglaterra?
—Estaría bien —el muchacho forzó una mueca.
Volvimos a entrar a la sala llena de luz. Los enormes ventanales proyectaban un reflejo dorado en la hamaca de cáñamo que se encontraba vacía, con la manta verde pistacho arremolinada en el suelo y sin rastro del anciano.
—¿Dónde está? —dije.
—¡Yayo! —gritó el joven.
La sombra del anciano apareció lenta detrás de nosotros. El hombre mediría más de dos metros, derecho como una vela. Pasó por en medio maldiciendo en voz baja. Se tumbó en su hamaca y cerró instantáneamente los ojos.
—¡Pini pemepaar pupupeepede puupono!
El joven nos miró. Tortosa empezó a hablar.
—Buenos días, señor, perdone que le molestemos. Mi nombre es Antón y el bobalic…, el muchacho que me acompaña se llama Juan. Soy investigador privado —mintió—, él es mi ayudante, y represento a un cliente que tiene especial interés en sacar a la luz ciertos enriquecimientos inapropiados de…
—¡Pulupiipisipoto!, peque pese pavapayan.
Tortosa y yo miramos al joven. Bajó los ojos.
—Me dice que os vayáis —dijo apático.
—Dile que al menos nos escu…
—Díganselo ustedes mismos —se apresuró a decir—. Recuerden que él los entiende perfectamente.
—¡Peque pese pavapayan! —gritó el anciano con todas sus ganas.
Tanto el cocinero como yo nos quedamos inmóviles, como si nos hubieran congelado con algún artilugio infernal. El viejo nos dio la espalda. Tortosa me guiñó un ojo y se dio la vuelta. Empezó a moverse, arrastrando trabajosamente las piernas, empeñándose en que parecieran estar fundidas de plomo.
—Vayámonos, Juan —me dijo, elevando la voz lo justo para que lo oyera el viejo—. Tenías razón cuando me dijiste que no teníamos nada que hacer aquí. Resígnate, amigo, don Antonio Grádalo Garcilaso, la Señoría de la Muerte, se quedará impune de todos sus crímenes. No era cierto lo que me contaron sobre este señor…, total, no creo que en ese estado en el que se encuentra, tan lamentable…
El efecto que quería conseguir en el anciano fue inmediato. Tuve la intuición de que estaba por reventar una generosa tormenta de emociones y añoranza. Sucedió lo inesperado, al menos para el joven nieto.
—Luisito, sal de la habitación. Déjanos solos.
No daba crédito a lo que había oído. El muchacho se frotó estúpidamente los ojos.
—¿Yayo? —dijo—. ¿Está… está usted bien? Ha hablado…, ha hablado…
—¿No me has oído? —chilló en perfecto castellano—. ¡Déjanos solos!
Cuando salió el aturdido nieto, el anciano se levantó de golpe de su hamaca y con un ademán nervioso pidió que le escucháramos.
—No crean que estoy loco. Me lo hago para amargar la vida a esos desgraciados que tengo por familia. Son unos buitres que solo esperan que me muera pronto. —Atrancó la puerta que daba al pasillo y cerró cada una de las cortinas de los ventanales—. Como el morirme para ellos es un sueño, procuro hacer que cada día que pasen conmigo en vida sea peor que el anterior. Son unos borregos, caprichosos, malcriados, inútiles, pelamonos e imbéciles.
Se aproximó a un escritorio que tenía frente a un espejo. Accionó una especie de palanca oculta que había detrás de un cajón y una botella de coñac y unos paquetes de tabaco aparecieron de las entrañas de otro mueble contiguo.
—No me dejan fumar, no me dejan beber, pero en cambio quieren que me muera. No lo entiendo.
Se bebió de un solo trago un buen pellizco de coñac.
—Ya estaba empezando a volverme loco de verdad. —El anciano volvió a tragarse de un único sorbo otro vaso de coñac hasta los bordes—. ¡Qué bueno está esto! —Se encendió un cigarrillo y volvió a llenarse el vaso—. No me creo eso de que seáis investigadores, nada más hay que ver la cara que ha puesto el canijo cuando le has nombrado tu ayudante —dijo riendo y señalándome con el cigarro—. No me importa quiénes sois, pero sí qué queréis… Hablad.
El viejo me miró unos segundos esperando que dijera algo, pero yo, prudente, desvié la mirada y dejé que fuera Tortosa quien hablara.
—Necesitamos que nos dé toda la información que tenga sobre el
poeta
, sobre don Antonio Grádalo Garcilaso, la Señoría de la Muerte, sobre el cementerio de la Alegría, sobre…
—¡Un momento! —le interrumpió—. Dejemos una cosa clara antes de seguir. Yo no sé nada que no quiera saber, ¿entiendes?
—Pues no —dijo secamente Tortosa.
—¡Dios!, ¡estoy rodeado de tontos! Dime qué es lo que quieres saber, y qué sabes tú, y te contestaré eso que puedes y quieres oír…, si lo hay.
Tortosa se quedó pensativo. Di gracias a Dios de que no estuvieran con nosotros ni Fred ni Urría. Creo que me hubiera negado, incluso por la fuerza, la poca que yo pudiera tener entonces, a que cualquiera de ellos pretendiera sonsacar información mediante esos métodos de intimidación tan resultantes. Cierto es que eso lo digo ahora, pero cualquiera sabe lo que pudiera haber pasado.
—Está bien, viejo. —El cocinero cogió uno de los vasos del mueble—. ¿Me convida a un coñac?
—Sírvase usted mismo.
El cocinero le contó de pe a pa todos los entresijos de nuestra historia, obviando nombres, lugares, y el tesoro que buscábamos. Una historia que me sonó triste en los labios de Tortosa. En un determinado momento de la narración me sentí confuso, incapaz de juzgar mi culpa en los sucesos más trágicos del último mes y medio. La muerte de Nano, las desapariciones de Donabella, Dulce; tenía la sensación de que tendría que hacer penitencia toda mi vida para poder proteger un alma que ni merecía tener, ni desmerecía salvar.
El viejo escuchó con el justo distanciamiento desde algún rincón profundo del interior de su cordura. Suspiró antes de decir nada, una vez terminó Tortosa de hablar.
—Nada de lo que me ha contado me resulta extraño, a excepción de lo de la historia de la llave y la cajita, de esa ceremonia fatal que llevaba a cabo el
poeta
antes de eliminar a una de sus víctimas. Con eso no quiero decir que no sea verdad, pero me resulta raro que ese detalle tan excepcional me pasara desapercibido…, después de tantos años investigando a esa calaña…, es raro. —El viejo fumaba como una chimenea y bebía como si el mundo se acabara ese mismo día—. Y es más raro porque debo dar por sentado que no saben nada de lo de la llave…, la verdadera llave, la clave de vuestro
poeta
.
—¿La llave?, ¿la clave? —dije sorprendido.
—La llave —asintió.
Tortosa cogió la botella medio vacía y sirvió otro coñac al viejo.
—Hable, ¡por Dios!, nos tiene en ascuas.
—La última vez que hablé con el
poeta
, antes de morirse, me confesó que en una llave plana, dorada, antigua, había grabado con sus propias manos unas palabras que eran la clave para desentrañar un secreto.
—¿Y le dijo cuáles eran esas palabras? —pregunté.
—No, no me lo dijo. No le di la importancia que debería haberle dado, por lo que veo. Así es la vida,
oh la la!
, un día está uno vivo y otro, muerto, un día, cuerdo y otro, loco perdido, un día, rico y otro, pobre…, así es la vida.
El anciano recogió los vasos, la botella de coñac, el tabaco. Lo metió de nuevo todo en su escondite y limpió el suelo de cenizas lo mejor que pudo. Abrió los ventanales y desatrancó la puerta. Nos hizo una señal con la cabeza, sonrió y empezó a gritar como un descosido.
—¡Pulupiipisipoto!, ¡pulupiipisipoto! ¡Peepacha paa peespata pegenpete pede paapiquí!
NOTICIAS
Aquella madrugada ya olía a algo especial. Era un suculento aroma a despertar. Un borracho contraste de incredulidad y sorpresa. Fui con cuidado hasta la cocina, era muy temprano. Demasiado temprano.
—¿Cómo puedo mentirte? Eso nunca lo dudaría yo de ti, zoquete. Pero ¿es que lo dices en serio? Allá tú y tus tonterías si no me crees. De todas maneras te lo voy a volver a repetir por si no te ha quedado claro. Yo hace dos sábados no estuve con Tito Donabella en ningún pueblecillo de mala muerte recogiendo ninguna llave ni ocho cuartos. Aquella noche canté en El Palacete hasta las tres de la mañana. El Púas te lo puede decir, que fue quien me salvó el culo. Anda, zoquete, no seas tonto.
Clarisse. La mujer del Francés en los brazos de Tortosa.