El cementerio de la alegría (30 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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La monja nos recibió en uno de los cuartos habilitados de trastero, como indicaban los cachivaches que allí había. De la pared colgaba una hilera de repisas colmadas de frascos, botellas, papeles y libros. Parecía que una tempestad hubiese arrasado los estantes, llenando de un ordenado caos toda la habitación.

—Desde ayer por la mañana…, su mujer… —la monjita miró a Tortosa por encima de los quevedos—, la esposa no ha vuelto a su lado…, desde después del desayuno. Sería aconsejable que alguien pudiese estar con él, observándole, vigilando su estado, por lo menos durante la noche. Aquí somos pocas personas y no tenemos la posibilidad de hacer más de lo que hacemos.

Arrugué mi ceño y me consideré afortunado por poder tener la excusa de sentirme útil ayudando a Pierre.

—Yo me quedaré con él —dije decidido—. Es lo menos que puedo hacer.

La anciana se apalancó en una silla de madera. Se quedó inmóvil estudiando cada uno de nuestros movimientos. Tortosa me miró.

—No, me quedaré yo —dijo el cocinero—. Yo soy lo más parecido a una esposa que tendrá jamás el viejo cojo…

Aquel comentario no hizo gracia a nadie. Quedamos en silencio. Me pareció ver una expresión de candor en los ojos de la monja, la misma que en mis recuerdos tenía mi dulce Dulce. La mujer se echó hacia delante y puso sus manos sobre las mías.

—¿Fuiste a la tumba de tu padre?

—Sí —dije sorprendido con la dulzura que utilizaba en sus palabras.

—¿Encontraste paz?

Yo escuchaba sin querer entender: confiaba en no decir nada que pudiera darle pie a que me hostigara a preguntas.

—Solo encontré un nicho lleno de dudas, pero que me sirvió para darme cuenta de quién era yo.

—¿Y quién eres tú? —me preguntó.

—Yo soy el hijo del
poeta
.

Hubo una larga pausa, donde reinaba el mismo sonido que se derrochó en los ecos del tiempo: la prudencia. En toda la sala parecía que la luz no terminaba de encontrar el haz que alumbrara nuestros corazones.

Tortosa parecía que masticaba lentamente pensamientos, perdiéndose de vez en cuando en ellos. Rudo, se dirigió a la monjita:

—¿Quién trajo a Pierre al hospital?

—Fue su bella esposa quien firmó el ingreso y dio un generoso donativo.

—Pero ¿fue ella quien lo trajo? —insistió.

—Vino con Donabella.

—¡Maldita! —Al cocinero se le escapó la maldición, pero pareció hacer oídos sordos y siguió hablando con un lento ademán que trozaba la poca candidez del trastero en mil retazos—. ¿Y no dijo dónde se encontraba?

—¿Quién?

—Tito Donabella…

—¿Y por qué tendría que haberlo dicho? —La monja meneó la cabeza y se levantó—. No llegó a entrar al hospital, le vi rezando en la capilla y después despedirse de la joven mujer del enfermo…, de Pierre. No sé mucho más que pueda ayudarles.

—¿Y Clarisse?, ¿dijo dónde que podríamos encontrarla?

—Ella dijo que iría a verle, por eso está usted aquí, ¿no?

—¿Dijo ella que iría a verme?

—Dijo que avisaría a unos amigos. He supuesto que ustedes eran esos amigos. No ha venido nadie más.

—Pues se equivoca, hermana, no nos ha avisado ella. Ha sido otra persona…

—De todas maneras —se apresuró a decirnos la monja—, no dejó señas donde localizarla.

Tortosa me miró al tiempo que un gemido, que parecía más animal que humano, resonaba en todo el pasillo contiguo, como si un cepo en mitad de un bosque oscuro hubiese atrapado a un pequeño tejón.

—Después me dicen quién se quedará con el enfermo. —La monjita se ajustó la cofia—. Buenas tardes.

Un enorme crucifijo reposaba en lo alto del cabecero de la cama donde estaba Pierre. El rostro del Cristo parecía iluminarse con el reflejo de unas piedras engastadas en la corona de espinas. Lo sobrio del lugar contrastaba con lo ostentoso de sus paredes, todas pintadas de un celestial dorado.

El Francés tenía la cabeza totalmente vendada. Solo se le veían los labios, con su cicatriz. Incluso los ojos estaban semienterrados en unas sucias gasas del color del yodo. Cuando le vi, un dolor inmenso recorrió mi alma, no pude evitar sentirme culpable de los terribles acontecimientos que sucedieron a mi inevitable encuentro con mi pasado y con mi futuro. Yo me creía capaz de no sentir remordimientos por nada de lo que estaba pasando, pero no podía liberarme tan fácilmente de ese peso sin olvidar que yo no era como la mayoría de los atormentados con los que últimamente trataba. Cogí una silla que estaba arrinconada y me senté en ella, delante de mi amigo Pierre.

—Es duro verle así, ¿verdad? —me susurró en el oído Tortosa—. Está hecho una birria. Pobre viejo cojo… Mira lo que sobresale de allí…

Tardé un momento en entender lo que el cocinero quería que viera. Sobre lo que parecía un almohadón reposaba un trozo de carne ensangrentada.

—¿Lo ves? —preguntó.

—Sí.

—¿Reconoces lo que es?

—Pues… no sé.

—Míralo bien.

Achiné los ojos.

—¿Todavía no, mentecato?

—¡No tiene oreja! Es… ¡es un muñón! —dije escandalizado. Tortosa asintió y yo no pude reprimir una arcada—. ¡Se la han cortado!

Aquel cuerpo allí a lo largo, chupado, arqueado y enjuto, estaba más chupado, arqueado y enjuto que nunca, y posiblemente jamás estaría más chupado, arqueado y enjuto que entonces. El cocinero cerró la puerta de la habitación y cogió otra de las sillas que allí había para sentarse a mi lado.

—¿Qué piensas?

—No creo que ese tesoro merezca tantas muertes ni tanto dolor —respondí convencido de cada una de mis palabras—. Yo, desde luego, no lo quiero para mí. Es el legado de un diablo, de mi propio padre.

—Te equivocas, Adiel —Tortosa me miró con mucha seriedad—. El diablo nunca ha actuado con tanta generosidad…

—¿Generosidad? —Seguramente me irritaba más su cinismo que mi propia estupidez—. ¡Deliras!

—Nunca he hablado con más nitidez y mayor sensatez que ahora. El diablo, Satanás, la maldad, ¡llámalo como quieras!, nunca mostraría su debilidad ante los ojos de nadie, no dejaría que con el paso del tiempo se olvidase su nombre, o se repararan ofrendas… El
poeta
ha desnudado su alma y quiere curar el recuerdo de todos aquellos que sufrieron y a los que les debe un pasado.

—Eso me suena a una santa disculpa.

—No hay disculpas santas, no te equivoques. Lo más cómodo para todos es que esto nunca hubiese sucedido, que el tesoro se hubiera quedado en la tumba de tu padre para siempre. Pero, de alguna manera, tuvo que pasar, así lo quería el
poeta
, para bien o para mal. Además, no hay mejor excusa para ti, para no decaer en la búsqueda de tu tesoro, que ese viejo cojo que está ahí tumbado, ¿no crees, bobalicón? —dijo sonriendo Tortosa—. Recuperarás tu vida…

Yo también sonreí.

—Mi vida… ya nunca podré recuperarla.

—Podrás…

—Nunca podré —insistí—. No quiero. Pienso que lo único que merece la pena son los recuerdos bonitos que se nos quedan grabados.

—Piensas demasiado, muchacho —me dijo Tortosa volviendo su cuerpo hacia mí—. A medida que te vayas haciendo mayor te irás dando cuenta de que el único pensamiento válido es aquel que no pensaste en su momento. Es una ironía de los hombres el creer que siempre hay una alternativa a todo. Tú no tienes alternativa, debes buscar un final feliz, ¿recuerdas lo que te dije sobre eso?: toda historia tiene más de un final y hay que saber elegir el final feliz.

—¿Y qué final se supone que es el feliz?

No me contestó de inmediato. Infló sus carrillos y se alejó como mil millones de millones de distancia de mí.

—Aquel que sea el justo final…

—Ya, claro…

El ruido de unos pasos deteniéndose tras la puerta de la habitación interrumpió nuestra charla. El picaporte giró y la pequeña figura de la monja apareció como un fantasma resplandeciente.

—¿No se ha despertado aún? —dijo.

—No, hermana —le contesté—. Desde que hemos entrado no ha abierto los ojos.

—¿Han decidido quién se quedará con él esta noche?

—Me parece que nos quedaremos los dos, ¿no crees, Adiel?

—Desde luego yo me quedaré —afirmé.

La anciana cogió la última de las sillas vacías y se sentó a nuestro lado. Respiraba con dificultad.

—Cuando joven, era capaz de andar veinte kilómetros sin parar y apenas me cansaba. Los años me pesan cada vez más.

—Es ley de vida —señaló con auténtica desvergüenza Tortosa—. Todos llegaremos a viejos alguna vez.

—¿Todos? —dijo volviéndose a levantar la monjita.

—No es una cuestión de números, hermana —Tortosa sonaba molesto—. Decir «todos» es desear que así sea. Una vida feliz y larga… para todos…

—No, no es una razón de números. Tiene razón. Es una tesis mucho más profunda… Estamos hablando de Dios, de la voluntad de nuestro Creador. ¿No es él el único con la potestad suficiente para poder decidir sobre el sino de nuestros semejantes?, ¿no tiene él la clemencia que necesita un moribundo cuando le llega su hora?, ¿no es piadoso con sus hijos?

—Madre, Dios no es tan misericordioso como dicen.

—La vida del pecador no tiene por qué estar perdida si este cree en la misericordia de su Dios.

El cocinero calló.

—En veinte minutos el párroco de la iglesia del Santo Job celebrará misa en la capilla del hospital. Estáis invitados. —La anciana se santiguó delante del crucifijo antes de salir de la habitación. Tortosa se quedó pensativo, malgastando su mirada en el suelo.

En cuanto me paro a pensar en aquella triste figura, denostada, sentada en una silla apolillada y fea, un «yo» que no me gusta se insinúa ganador de muchas batallas interiores que tampoco me gustan. El cocinero tenía miedo, y se notaba que la muerte era lo único que le desconcertaba en realidad.

—¡Maldita vieja!

Tortosa se dobló como si un hombre invisible le hubiera dado un golpe en el pecho. Se apretó con una mano las costillas y con la otra se apoyó en el filo de la cama.

—¿Qué te ocurre? —le pregunté asustado.

—¡Nervios! —gritó—, ¡es nerviosismo! De repente me han entrado unos nervios horrorosos.

Me disgustó el tono con el que me estaba hablando, era frío y distante. No podía dejar de mirarle preocupado. Cada dos por tres se retorcía en el asiento y gruñía con rabia. Con esa mirada que lanzaba ya no me atrevía a preguntarle nada.

—Soy un hombre demasiado nervioso —me dijo al cabo de unos minutos de silencio—. Demasiado.

Tortosa se levantó, dio media docena de pasos alrededor de la cama, se detuvo frente a la ventana y colocó una de sus temblorosas manos sobre los cristales. Confiaba en que terminaría tranquilizándose y se volvería a sentar a mi lado, pero no lo hizo. Abrió una de las hojas del ventanal y sacó la cabeza por ella como si buscara la inspiración o la misericordia divina en la que tan poca fe tenía. Después de un rato cambió el amargo rictus de su rostro. Volvió a sonreír.

—Lo que me ha pasado ahora, Adiel, puedes llamarlo un ataque de dignidad, sí, si lo miras bien no hay nada más digno en el ser humano que comportarse con la gravedad y el decoro de sus más bajos instintos y miedos.

Como si nada hubiera pasado, cerró la ventana y abrió la puerta de la habitación.

—Iré a esa misa a pedirle a Dios por nuestras almas, para que no se atormenten demasiado. Cuídame mientras tanto al viejo cojo.

Desde la ventana de la habitación vi un extraño atardecer. La luz menguaba a medida que mis ojos se cerraban a causa del cansancio. Soñé con el crepúsculo de una tarde de verano, en un hermoso jardín lleno de frutales, abrazado a Dulce, contemplando con ella un mar sinuoso, callado, en el fondo de nuestro horizonte. ¡Qué poco duran las tormentas de arena en el océano! En realidad, desde el ventanal se veía una vaporosa calle, lánguida y estrecha, cubierta de farolas desconchadas y sucias baldosas grises. La agonizante claridad del día parpadeaba como un disfraz entre cada uno de los poros del asfalto.

—Rosario…

Apenas se oyó la primera vez.

—Rosario…

Un parco susurro.

—Rosario…

Giré la cabeza despacio. Escuché de nuevo esa palabra, «Rosario», como un rumor de voces que crecía en mi corazón. Se me hizo un nudo en la garganta. Miré sin pestañear el cuerpo de Pierre, por si se me escapaba algún gesto.

—Rosario… —me repitió al oído el Francés, muy fatigado—. Ro-sa-ri-o…

Intentaba decirme algo, pero las palabras se le quedaban en un ahogo. No podía consolarle. Allí callado, inerte, con la mirada fija, roja, en un profundo cansancio, mi valor se perdía en el vano devaneo de mi incertidumbre.

Le arropé como si eso sirviera para aliviarle el dolor.

—Tranquilo, amigo —le dije—, mañana…, mañana estarás mejor. Intenta dormir.

Dijo sí con la cabeza. Cerró los ojos y se quedó dormido al instante.

Me invadió una irrefrenable alegría.

23

… NADA A NADIE…

Tortosa no habló durante toda la noche. Tenía una mirada sonámbula, perdida. Cuando regresó de escuchar misa y le conté lo que había pasado, se limitó a mirarme en suspenso, como si no estuviera diciendo toda la verdad. Yo me di cuenta entonces de que la extraña lógica del desconfiado exige que este viva atormentado en una eterna perfidia. Sin descanso.

Era bastante temprano. No recuerdo qué hora sería, pero no hacía más de una desde el amanecer; aún demasiado pronto para el café con leche. Entraron a la habitación, sin llamar. Eran Clarisse y la monjita.

—Buenos días —dijo muy bajito la anciana—. ¿Ha pasado buena noche el enfermo?

—Sí —contesté—. Ni siquiera se le ha escuchado respirar.

—¿Y los acompañantes?, ¿habéis podido descansar algo?

El cocinero pestañeó varias veces para quitarse de encima la embriaguez de toda una noche en vela, y sin ánimo de disimular ninguna aspereza se dirigió con una de esas miradas que matan a la mujer de Pierre.

—¡Cómo te atreves a dejar solo a tu marido estando tan mal como está!

Clarisse estaba guapísima. Llevaba un vestido rojo tan ceñido al cuerpo que parecía ser su propia piel la que estaba pintada del color del amor.

—Pero está ahora aquí —la disculpó la monja—. Eso es lo importante.

—Con todos los respetos, madre, ¡eso no es lo importante! —rugió Tortosa—. Esta mala esposa ha tenido la desfacha…

—¡Eh! —gritó Clarisse—, ¡tranquilízate! —Me sobresaltó más la cara del cocinero que el grito en sí—. Si a alguien debo darle alguna explicación, no es precisamente a ti.

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