El cementerio de la alegría (33 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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—¿Qué contenía el agua, zorra? —era la primera vez que hablaba Fred—. ¡Di!

La mujer temblaba de rabia. Con su aspecto se burlaba en vez de enojarse; observaba a Fred de rodillas con la insensatez más ordinaria que nunca he visto.

Ni una sola lágrima.

—¡Agua del diablo!

Fred le dio una patada en la cara que le rompió dos o tres dientes. Los niños miraban callados desde la ventana.

—¡Agu… agua!

No podía moverme. No podía dejar de mirar a aquella figura deshilachada sonreír.

Nunca después he visto una escena más inhumana.

Tortosa me agarró de la manga de mi camisa. Me giró la cabeza hacia él.

—Han intentado envenenarnos, Adiel. Se lo merecen.

—¿Cómo lo sabes?… —supliqué.

—Lo sé, Adiel…, se lo merecen…

Miré hacia la ventana donde estaban los niños mirando.

—¿Y ellos? —dije—. ¿Se lo merecen ellos?

No me contestó. Se limitó a pasarme el brazo por los hombros y a sacarme de allí mientras Fred y Urría terminaban de hacer su trabajo.

25

EL TRATO

El amor se convierte en un veneno sin cura que no puede ni quiere ser tratado por quien lo padece. Termina por asimilarlo el alma y es tan nocivo que incluso puede hacerte morir de sueños, de esperanza o incluso de pena. Mientras Tortosa estaba en la casa negra intentando averiguar el paradero de Tito Donabella, yo me quedé en la habitación con Pierre.

Habían pasado tres días desde lo de Palacios. Lo único bueno que me quedó de aquella maldita tarde en el jardín fue el placer de olvidar. Ni siquiera hoy, después de tantos años, logro quitarme de encima ese sentimiento de vergüenza.

—¿Me oyes? —El Francés estaba ladeado, con la cara escondida en la almohada—. ¿Estás despierto?

No todo lo que averiguamos de nuestra visita a Palacios se lo narramos al Francés, obviamos las misteriosas citas de Clarisse con Ángelo en la casa negra. El cocinero no quiso comentarle nada, de momento, no hasta que Pierre estuviese del todo recuperado de sus heridas, y él aliviado de sus pasiones. Al menos eso era lo que decía.

—¿No abres los ojos? —le pregunté.

Era una mañana radiante, uno de aquellos días en los que apetecía salir a la calle a olvidarse de que se está vivo. Pierre se dio la vuelta.

—Esta noche tampoco ha venido Clarisse, ¿lo sabías?

No me sorprendió nada, pero puse cara de incredulidad.

—Seguro que no ha podido.

—Pienso que me engaña —dijo abriendo por fin los ojos.

Yo, a esas alturas de mi vida, de mi corta vida, sabía que el rencor y la traición eran mucho peores que el odio y la envidia, o incluso la codicia. No le di mucha importancia a lo que tanto me incomodaba.

—No creo que debas preocuparte demasiado por eso. Seguro que ha tenido mucho trabajo.

—¿Trabajo?

Se pasó una mano por la cabeza.

—Adiel, te recuerdo que eres mi amigo…, no necesito a nadie que me dé golpecitos en la espalda. ¿Trabajo? ¡Clarisse no ha trabajado en su vida!

—Pero ella es cantante…

—¿Y te parece eso una profesión? —me dijo mientras se sentaba al filo de la cama.

—Si le pagan por cantar es una profesión.

—Lo hace por vicio, no por dinero. Le encanta ser el centro de atención de todo el mundo. Pavonearse y enseñar palmito…

—Es muy guapa…

—Demasiado guapa, ese es mi problema. Pero…, dime, ¿crees que me es infiel? ¡Si me… la…!

—¿Cómo puedo saberlo yo? Yo he visto el amor en sus ojos cuando te miraba.

—¡Qué tontería estás diciendo! ¡Qué sabrás tú del amor!

—Yo estoy enamorado —dije molesto—. Muy enamorado de Dulce.

El Francés continuó con la media sonrisa fruncida.

—Seguro que sí, Adiel. Pero no es lo mismo estar enamorado que amar.

Yo insistí.

—Yo siento amor…, es lo que sé…

—¿Y cómo es ese amor que tú sientes?, mejor me lo explicas para que no dude más de…, de tu criterio acerca del amor…, y de tu forma de entenderlo.

Un calor de remordimientos bajó de mi garganta hasta mi estómago.

—No sé cómo explicarlo…, me siento…, me siento melancólico, eso es, melancólico. No puedo dejar de pensar una y otra vez en el rostro de Dulce, en sus gestos…, ¡escucho hasta su voz mientras duermo! Creo verla en todos los sitios…, es un pensamiento obsesivo. ¡Se me acelera el pulso solo de pensar en ella! A veces creo que no podré vivir en un futuro sin que esté a mi lado…

Pierre volvió a tumbarse con mucha parsimonia.

—Podría contarte muchas cosas sobre ese amor que dices que te haría perder el sueño para el resto de tu vida. Pero tranquilo, no lo haré, si no tendría que ir de cabeza a buscar un cura para confesarme por blasfemo…, y, entre tú y yo, aunque sé dónde está en este hospital la capilla, no tengo intención de visitarla.

El Francés se sentó una vez más en el filo del colchón, de mala gana: por un lado, se percataba de que, por mucho que lo intentara, yo nunca le daría una confirmación a sus dudas; por otro lado, consideraba que allí, abatido, el devenir de los acontecimientos se le escapaba de las manos, percepción que no era del todo falsa.

—Ella no me ama, Adiel. La condición, ¡la única e indiscutible condición!, que hace que una persona pueda decir que se siente amada, o que ama, es la de creerse parte esencial en la felicidad de la que supuestamente ama. Yo solo soy un estorbo para Clarisse. Siempre lo he sido… Anda, ayúdame a levantarme…, necesito asearme un poco.

Le hice de bastón unos metros, a los que me empujó suavemente para valerse por sí solo. Su cojera estaba ahora disimulada por una joroba improvisada y amorfa que le salía de detrás de las paletillas, efecto del peso de los brazos caídos y de los hombros encorvados, a resultas esto otro de la dificultad que tenía para mantenerse de pie sin ayuda de nadie.

—La vida es un asco —me dijo mientras se enjabonaba la cara—. Unas veces te sientes dichoso por ser quien eres, y otras sientes repulsión cuando ves tu jeta en el espejo. Adiel, ¿me escuchas?

—Sí, claro que te escucho.

—¿Y no dices nada? Dime algo.

—¿Por qué dices que unas veces te sientes dichoso y otras sientes repulsión de ti mismo?

—¿A ti no te pasa? —me dijo con un desplante indiferente.

—No recuerdo sentir repulsión hacia mí mismo.

—¿Decepción?

—Sí, eso sí…, pero es algo normal. No siempre podemos estar contentos ni orgullosos de lo que hacemos…

—Pásame la navaja…, no calles…, sigue…, sigue hablando mientras me afeito…

—Una vez me contó mi tutor que por cobardía el hombre sustituye el miedo y las inquietudes por la sensación de búsqueda. Él me dijo que una promesa, una esperanza o una ilusión, tenían más valor para el ser humano que una realidad o un logro. Que por eso nunca estábamos contentos, que siempre vivíamos decepcionados.

—¿Te dijo eso Donabella?

—Más o menos esas fueron sus palabras…

—Pues no sé qué decirte. Debe de ser muy placentera esa sensación de búsqueda para que Donabella te haya abandonado de esta manera tan…, tan mezquina; o, a lo mejor, ese miedo que intentaba sustituir era demasiado emocionante como para no darte un poquito de él —indicó con voz pachorra Pierre—. Aunque he de reconocer que en algo estoy de acuerdo: siempre vivimos decepcionados porque nunca el gozo es completo.

El Francés volvió a tumbarse en la cama. Ya no me producía náuseas ver el apelmazado muñón cerca de su sien; ni olía ya el tufillo putrefacto de la sangre mezclada con pus que salía de vez en cuando de la carne cercenada.

—Quiero que abras bien los oídos ahora y escuches atento lo que te quiero decir…

Pierre me miraba como si no hubiera entendido lo que me había dicho.

—Pero antes sal al pasillo y asegúrate de que estamos solos…

Hubo un silencio desdibujado por el crujir de la puerta al abrirse: asomé mi cabeza en el ruido inerte del hospital. No había nadie. Estábamos solos.

—Sospecho de Tortosa y de Clarisse. Creo que ambos me engañan… No digo que sean amantes…, eso es imposible, pero los dos son avaros y venderían sus almas si creyesen ganar con ello la eternidad. No me fío de ninguno de los dos…

Entre la sorpresa de sus palabras y el rumor de mis propias sospechas casi me quedo sin aliento. El Francés bostezó como si nada y arremetió firme con una nueva estocada.

—Ese cuento de Clarisse de que fue Tito Donabella quien me llevó moribundo hasta ella en un…, ¿cómo dijo?…, ¿un acto de piedad?… Sí…, eso mismo: ¡un acto de piedad!… No me lo creo. No se sostiene con nada. Tito Donabella…, tanto él como ella, están involucrados en todo esto… Dejaré que crean que pueden jugar conmigo…

Pierre calló un minuto. Después de escupir un pequeño suspiro, dejó caer los brazos hacia atrás y rechinó un par de veces los dientes.

—Lo que más me duele —prosiguió— es que hasta este mismo momento he pensado que me amaba…, que era una pobre infeliz que no sabía comportarse como una mujer decente. La quería con toda mi alma, y hubiese dado mi vida por ella, ¿sabes?, pero eso se ha terminado…, eso se ha terminado…, terminado.

El eco nos trajo el portazo de una habitación remota. El Francés tenía la frente arrugada; estaba concentrado en algún pensamiento.

—Tortosa me oculta información, ¿verdad?

Seguramente Pierre pudo ver una mezcla de miedo y asombro en mi rostro. Tartamudeé antes de contestar torpemente.

—¿Ocultar?… ¿Yo?… No, no, bueno…, por tu bien…, eso es lo que me ha dicho Tortosa…, no creo que…, sí…, te lo pensábamos contar…, no…

—Tranquilo. No pasa nada. Conozco a Tortosa demasiado bien como para saber que siempre se guarda un as en la manga —dijo enseñándome su media sonrisa—. ¿Qué es lo que sabe ese asesino que debería saber yo?

—Es sobre Clarisse…

—Habla.

—Palacios nos dijo que la había visto en la casa negra, entrevistándose con Ángelo, en privado.

El Francés estuvo callado e inmóvil un rato. Los destellos metálicos de la cama parpadeaban con movimientos esporádicos y apagados.

—¿Solo eso?

—Que yo recuerde, sí.

—¿Y tú?, ¿me ocultas algo que yo deba saber?

Intenté no parecer nervioso.

—¿Qué puedo ocultar yo? —dije agitando mis manos al aire.

—¿El rosario…, por ejemplo?

Era imposible. Una locura. No podía saber nada.

—¿El rosario? No te entiendo, Pierre.

—¿Ah, no?

Negué, celoso de ser recatado, sin convicción. Aquel movimiento de cabeza desvistió toda mi alma.

—No me mientas…, tú no.

El Francés me miró fijamente. Mis carnes se separaron de los huesos, flojas, como sebo al que había que convertir en manteca.

—Nunca te he hablado del rosario, ni siquiera creo que sea relevante… ¿Cómo…?

—¿Cómo lo he sabido?

—Sí.

Pierre inclinó un poco la cabeza hacia los rayos de sol que se colaban por la ventana. Después de acopiar la energía suficiente me dio un triste tortazo, muy débil, en el muslo derecho.

—Cuando te recogí en la plaza de la iglesia llevabas un rosario colgado del cuello. No le di ninguna importancia, hasta cierto punto es normal en un muchacho como tú —señaló—. Después lo he vuelto a ver en tu habitación, rebujado entre la ropa y demás.

—Yo nunca he querido ocultarte nada. Debes creerme…, no te lo he dicho antes porque no creía que tuviese la menor importancia —dije sosteniendo mis ganas de llorar—. Esperaba a que te repusieras del todo para poder hablar contigo en confianza.

—Te creo, muchacho.

Me sonrió. Me dolió su sonrisa. Era perversa.

—Me quedan un par de días…, y ya podré irme de aquí.

—¿Solo un par de días?

—Unos dos días, cuando no uno solo.

Fingí estar sereno, aunque mis trémulos pellejos se movían zarandeados por la dura mirada del Francés. De pronto tenía mucho frío.

—No le dirás nada a Tortosa. Ya has visto cómo actúa… Esto será entre tú y yo. Intenta ver, oír y callar. No te fíes de él…, nunca lo hagas. Si hay algo que no debes hacer estando él delante es ser indiscreto…, recuérdalo.

Los pasos ahogados en el pasillo, cada vez más secos y más fuertes, hicieron que Pierre se constriñera en su propia estampa, harapienta. Yo me levanté rápido y me dirigí a la ventana a mirar por ella, como si eso fuera lo que debía estar haciendo por narices en aquel momento.

—Buenos días, amigos.

Era Tortosa quien había saludado. Le seguía Fred con un aura distante.

—Traigo noticias…, y muy buenas, de la casa negra. He hecho un trato con Ángelo.

Había grandes lagunas de entendimiento en mis impulsos y reacciones. Me asaltó una curiosa sensatez que hizo que no abriera la boca en ningún momento; aunque sí asentía a cada una de las palabras que decían el cocinero o el Francés.

—Con Ángelo eso puede significar muchas cosas. —Pierre se levantó de la cama, mostrándose efusivo—. Cuenta, ¿qué tal de bueno es ese trato?

—Nos pondrá en bandeja a Donabella si compartimos la información que poseemos sobre el tesoro del
poeta
.

El Francés soltó una carcajada.

—Es una mierda de trato —dijo—. Tanto para él como para nosotros.

—¿Por qué dices eso?

—No seas estúpido…, no sabemos más de lo que él ya pueda saber. Y nosotros, aun en el supuesto de que Tito Donabella verdaderamente nos sea útil para algo…

—¡Él tiene la llave!

—¿Y piensas que eso no lo sabe Ángelo?, ¿o que no la tiene ya en su poder?

—A eso no puedo contestarte, es cierto…, pero —insistió Tortosa— ¿y si realmente tiene la llave?

—Nos pondrá en bandeja a alguien que ya no le sirve.

—Pero a nosotros puede sernos útil. —El cocinero me miró de reojo. Hice como si no me hubiese dado cuenta—. Siempre es mejor algo que nada.

—Hay una cosa que no consigo entender de este trato: ¿cómo, y, sobre todo, cuándo se sabrá que el trato ha sido consumado? Porque no me negarás que es una estupidez como una casa el pensar que Ángelo se conformará con tu palabra como única garantía de que no está siendo engañado.

Tortosa se encogió y echó la cabeza hacia atrás. Comenzaba a relajarse.

—Les he confiado la vida de Urría. Si sospecharan lo más mínimo… —hizo un gesto con el pulgar sobre su cuello—, le rebanarán el gaznate.

—Adorable…

—Adorable pero efectivo. Ya me han cantado dónde puedo encontrar al pájaro.

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