Pierre dejó caer en la mesa el rosario, hizo que se le resbalara de los dedos, sin renunciar a mirar a Tortosa con indiferencia.
—Esto no puede salir bien… —susurró el Francés.
Mi tutor suspiró; desde donde estaba, delante de todos, podía mirar cansadamente cada uno de nuestros movimientos.
A mí, mis manos me estaban mareando: abre puño, cierra puño; abre puño, cierra puño. Tortosa apoyaba incesantemente su barbilla en un hombro u otro: derecha, izquierda; derecha, izquierda. Pierre no dejaba de repiquetear con sus tres talones: tacón, bastón, tacón; tacón bastón, tacón…
Donabella volvió a suspirar. Alzó su mano hasta tocar casi la lámpara que colgaba del techo. Mantuvo unos instantes esa pose, después la bajó y arrancó a hablar con una inusitada confianza, como si su coraje hubiese estado preso durante toda su vida, en una jaula de oro, esperando este preciso momento:
—No podemos seguir con el plan tal como lo habíamos pensado… Seguramente el cementerio de la Alegría estará vigilado día y noche y, si decidimos quedarnos con todo el pastel para nosotros solos, ¡démonos por muertos antes de que termine el mes! No tentemos a la suerte… Ángelo está convencido de que os traicionaré, espera mi señal para ir a por vosotros… Dejadme que vaya a verle y le convenza de que es imprescindible hacer un trato, de que es lo mejor… ¡Tendremos una oportunidad!
—¿Una oportunidad de qué? —gritó el Francés—. ¿Crees que son tan estúpidos como para dejar que todo esto se les escape de las manos?
—¡Pero no hay otra manera de salir vivos de esta pesadilla! ¿¡Es tan difícil de entender!?
El comedor se quedó un buen rato retumbando las asfixiadas palabras de mi tutor.
Era miedo lo que se respiraba. Mucho miedo.
—Creo que tiene razón, viejo amigo —terminó por decirle el cocinero a Pierre—. Tenemos que ser realistas…, si no podemos vencer, al menos intentemos que tampoco nos venzan.
—Está bien…, pero iremos todos a la casa negra a hablar con ese facineroso…
—¡Imposible! —gritó con furia Tito—. Si vamos en tropel para negociar con él sabrá de antemano que tiene todas las de ganar, partirá con ventaja; pero si en cambio soy capaz de convencerle de que es indispensable hacer un trato, el mango de la sartén estará de nuestro lado… Yo no tengo nada que perder…, ni siquiera el
poeta
me nombra en el mensaje…
—¿Y quién nos asegura que no nos traicionarás?
—Francés, Adiel se queda con vosotros… Para mí es como un hijo. Nunca podría perdonarme el que le pasara algo por mi culpa…
—¿Adiel como prenda?
—Os aseguro que no os traicionaré…
—Más te vale, botarate.
La expresión de Donabella no reflejaba una mota de miedo, su presencia era perspicaz y seria, y su actitud traslucía una seguridad firme y decidida. Yo estaba conteniendo el aliento desde hacía varios minutos sin saber muy bien qué sería de mí. Me turbaba la idea de no ser importante para nadie y de que, llegado el caso, alguien decidiera vaciar su ira sobre mi mala suerte.
—Anda, Tito, vete ya —le azuzó al fin Pierre—. No nos moveremos del restaurante esperando una respuesta.
Donabella me miró fijamente.
—De acuerdo. Marcho entonces… Les diré, si hay trato, que nos citemos en el cementerio de la Alegría esta misma tarde al anochecer…, o mañana al amanecer.
El joyero dio unos pasos hacia delante con la cabeza agachada.
—Bobalicón…, ¡espera!
—¿Sí?
—No nos la juegues. No dudaré…, no dudaré en ahorcar al chico en uno de esos naranjos del cementerio si tengo la más mínima sospecha de que nos has traicionado…
Mi tutor se detuvo en seco. La aguileña nariz emergió de la negrura de su rostro.
—Ya lo he dicho una vez, ¿cuántas más necesitas oírlo? ¡Nunca podría perdonarme que le pasara a Adiel cualquier cosa desagradable por mi culpa!…, no me lo podría perdonar. Para mí —Donabella levantó su incipiente barba y miró fijamente a Tortosa. Con asco—, ¡para mí sí tienen valor las promesas, los juramentos y las palabras dadas!
Fueron horas interminables en las que no cruzamos palabra. Nos pasamos toda la mañana en tensión, sin probar bocado y sin apenas movernos de nuestro sitio. Fred y Urría habían desaparecido del mapa. Al atardecer, Tortosa se fue a la cocina y trajo una tabla repleta de quesos y fiambre que colocó en la mesa del comedor. Nos indicó con la cabeza que nos sentáramos, y descorchó una botella de vino tinto. Llenó tres vasos hasta el borde y se sentó a esperar. Pronto serían las ocho de la tarde. La expectación me estaba matando.
Pierre cogió su vaso de vino y se lo bebió de un trago. Inmediatamente después, mudo, dejó unas cortezas de queso encima de la mesa y se levantó de donde estaba. Se excusó y fue a marcha perezosa en dirección a la barra, a los retretes de caballeros. Cuando ya no se escuchaban los taconeos del bastón del Francés, el cocinero se levantó de su silla y se arrimó tanto a mí que quedé cercado contra su cálido aliento. Su voz era dócil y amable.
—Adiel, muchacho, no tengas en cuenta lo que le dije a Donabella sobre colgarte de un naranjo. Nunca haría eso. Lo dije para comprobar hasta qué punto ese mentecato estaba diciendo la verdad.
—Buena actuación —dije con resignación—. Yo me lo creí.
Me había olvidado del miedo. No supe cómo, pero estaba fijamente mirándole a los ojos sin ningún temor. Tortosa sonrió y me devolvió la mirada con deleite.
—Tú y yo tenemos un juramento, lo recuerdas, ¿no?
El cocinero pareció leerme el pensamiento y sonrió maliciosamente.
—¿No lo recuerdas o no quieres recordarlo?
—Yo juré que nunca desvelaría lo que en el tesoro ponía sobre ti, y que haría todo lo posible para que Mía tampoco lo desvelara.
—Y yo juré sobre la misma cruz de Jesucristo que no te pasaría nada… mientras estuvieras conmigo.
—Eso es…
—¿Quieres que te diga una cosa que te va a tranquilizar?
Seguí mirándole con la misma confianza y asentí. Tortosa bajó aún más la voz y me arropó con sus brazos, rodeándome completamente.
—Sé que ni tú podrás cumplir tu juramento ni seguramente yo el mío. Claro que ninguno de los dos lo romperemos de manera maliciosa, por lo que no cometeremos perjurio ni seremos castigados por ello. ¿No es un consuelo saber que no tenemos que temer castigo alguno?
No sé por qué, pero aquella amenaza velada del cocinero me alivió en vez de preocuparme.
—Supongo que sí, que es un buen consuelo.
El taconeo del bastón del Francés hizo que Tortosa volviera a su silla. Me sonrió maliciosamente una última vez.
Pierre se quedó de pie, apoyado en una columna. Encendió un cigarrillo y empezó a suspirar. Era la imagen de un hombrecillo famélico y aterrado. El humo se le escapaba de entre los dedos y observaba quizá algún pensamiento que se arrastraba por el suelo con tristeza sin decir nada. Pronto sería de noche.
—¿Dónde están tus hombres?
El cocinero se encogió de hombros.
—Les he dado el día libre.
El Francés se rio. Tiró el cigarrillo y se acercó a la mesa.
—Pues entonces eres más estúpido de lo que yo creía.
Tortosa sonrió serenamente, recostándose en su silla.
—¿Y eso por qué?
Pierre me miró de reojo. Yo agaché la cabeza.
—Yo les hubiera mandado a que fueran al cementerio de la Alegría a tomar posiciones. A esconderse por ahí sin que los vieran…, por pura estrategia.
—¿Ah, sí?, ¿por pura estrategia?
—Sí, no me digas, amigo, que no lo has pensado. ¡No!, ¿no lo has pensado?
La voz del Francés atrapaba la ironía del cocinero, que le respondió con una tos inventada.
—Te pondré un ejemplo, querido amigo, de lo que es la estrategia, ¡y tú, Adiel, escucha y aprende de un veterano de guerra! En toda cruzada que se quiera ganar, y esto lo saben todos los generales de todos los ejércitos, hay que sacrificar peones de la tropa. En una batalla, una primera avanzadilla de valerosos y generosos hombres marcharán salvajemente en una carga homicida contra el hostil rival, ¡serán los que más pierdan en los prolegómenos de una victoria!, caerán como chinches, ¡pero también abatirán muchos enemigos!; en un segundo y rápido movimiento, otras fuerzas motorizadas y ayudadas por cañones de artillería rodearán todo el campo de hostilidades, masacrando, cuantas más víctimas mejor, sembrando el desconcierto y el pavor por doquier…
Tortosa exclamó cómicamente, abriendo mucho la boca, sin emoción.
—Por último, por fin, una tercera división, compuesta por el grueso del ejército y todos los mandos y estrategas, cabezas pensantes, inútiles solo en apariencia, entrarán victoriosos a desequilibrar las fuerzas…
—¡Bravo!, ¡bravo! —aplaudió el cocinero—. Ahora lo he entendido, gracias, amigo, si es que soy un asno enorme e ignorante…, gracias, gracias, amigo… Nunca podré pagarte toda la sarta de tonterías que has contado en un momento.
—Estúpido arrogante…
—Según tú, tengo que sacrificar a mis «peones» para poder ganar la «batalla»… Buena estrategia…, pero hay algo que falla en toda tu maquinación, amigo, y que hace improbable que funcione tu táctica: hay demasiados generales en esta guerra.
—Demasiados, claro… Solo hablaba para matar el tiempo…, amigo… Los dos sabemos que no eres tan estúpido como aparentas…, ¿verdad?
Me pareció que el Francés se alegró de poder escaparse de aquella conversación y volver con su preocupación inicial, esa que se arrastraba por el suelo con tristeza sin decir nada. Se encendió otro cigarrillo.
—Estamos todos nerviosos, muy nerviosos —dijo en voz baja Pierre—. Muy nerviosos.
No fue hasta las doce de la noche cuando apareció. Reconocí enseguida el rostro cetrino y el enorme mostacho gris que le tapaba media cara, y la revista vanidosa de vividor que estampaba el elegante traje negro de corte inglés que llevaba puesto. Mario, el mafioso de Ángelo, traía un mensaje, escueto:
—Don Ángelo les va a dar la oportunidad de seguir vivos. Mañana a las ocho de la mañana en el cementerio de la Alegría. Vosotros dos y el
ragazzo
; nada de sorpresas.
CIENTO CUARENTA Y OCHO NARANJOS MUTILADOS
El final de todo es cualquier historia que esté escrita de antemano. Da igual quién la cuente, pero nada es absolutamente cierto. He padecido la soledad del que abandona una vida que ha disfrutado, incluso en la desgracia. Es extraño, pero esta soledad es la misma que la que siente un enfermo de amor: no concibe la salud aunque la haya malgastado a raudales durante mucho tiempo.
Parecíamos el séquito fúnebre de la desdicha camino del matadero municipal. Tenía un terrible dolor de cabeza, y a medida que nos acercábamos al cementerio de la Alegría a ese malestar se le unió un pellizco en el estómago que me hacía revolverme en el asiento de atrás del B11 del Francés. Tanto Tortosa como Pierre llevaban dos pistolas cada uno escondidas en el cuerpo. No sé muy bien dónde las ocultaban, pero sí sé cierto que cada cual decidió esconderlas sin decir ni mu al otro. Mi protección era el rosario de mi padre colgando de mi cuello.
En cuanto vi los tres cerros con forma de melón y las ruinas del Colegio emergiendo en el horizonte, comprendí que de aquel lugar no podía esperar nada bueno. Alcé los ojos y el resplandor del cielo lo noté dolorido, deshecho, y sentí deseos de llorar, y todo y nada me dolió…, hasta que reconocí la vil sonrisa del cocinero posarse sobre mí.
Eran las siete y cincuenta y seis cuando el Francés apagó el motor de su Citroën. Todo era calma; fría, distante…, mentirosa. Frente a nosotros dos sicarios de Ángelo nos esperaban de pie, cada uno de ellos con una metralleta en las manos. Pierre me leyó la mirada y me guiñó un ojo intentando cambiar la angustia por serenidad. Uno de aquellos dos tipos pegó su rostro en la ventanilla del Francés, exhalando vapor en el cristal. Le reconocí nada más verle, era el mismo hombre dos veces un hombre que abrió la pesada puerta de entrada de la casa negra el día que la visité con Pierre.
Nos apeamos del coche y seguimos a los dos matones hasta el final de los muros del antiguo colegio, justo donde se encontraban los cinco eucaliptos. Allí se hallaba toda la corte de Ángelo, Clarisse incluida. El anciano llevaba puesto un sombrero de jipijapa y vestía un holgado traje de lino blanco. Estaba sentado en una butaca de mimbre, ligeramente ladeado y con las manos apoyadas en las rodillas.
Al llegar a la altura de un socavón nos hicieron parar, a unos diez metros de los eucaliptos.
—«Si hay trato, pueden ser amigos perro y gato» —dijo Ángelo a modo de saludo—. ¿No es cierto, Pierre?
—Solo si hay trato —contestó el Francés—. ¿Dónde está Donabella?
—¿Donabella?, ¡claro!, el bueno de Tito Donabella… Ya mismo lo traen, han ido a por él…, esta noche la ha pasado en el maletero de mi coche. Es un buen hombre…, un hombre de sentimientos puros…, no me cabe duda. —El anciano se quitó el sombrero e hizo una pantomima con el mismo, a modo de saludo—. ¡Oh!… ¡Ahí viene ya!
Miramos hacia donde había saludado. Mario apareció por detrás de la arboleda arrastrando de la manga a mi tutor. Tenía la cara cosida a arañazos y moratones y la barbilla desencajada. Apenas podía caminar. El esbirro de Ángelo lo empujó a los pies de un árbol con extremada violencia. Al chocar se golpeó la cabeza en el suelo y quedó sin sentido. Intenté salir corriendo para ayudarle pero el Francés me lo impidió trincándome del cuello de la camisa. A uno de ellos le pareció muy gracioso el espectáculo y se rio a carcajadas.
—No me culpéis por ser como soy —dijo el anciano con bastante mala uva—. Donabella merecía morir, y aun así he sido lo suficientemente benévolo como para dejar que viva un poquito más… Francés…, ese hombre me ha traicionado, y nadie que lo haya hecho antes está vivo.
Tragué saliva. Tenía cicatrices en la lengua de tanta fuerza que hacía al tragar.
—No creo que lo suyo haya sido una traición…
—¡No digas tonterías, Pierre!
—Lo digo en serio…
—Donabella trabajaba para mí desde que se lio con tu mujercita. ¿No lo sabías?
Noté cómo el Francés se ponía tenso. Los ojos dejaron de brillar y sus puños se cerraron. Escuché pasos por detrás de nosotros, entre las ruinas del Colegio.
—Para suerte la tuya, y para suerte la del repugnante hijo del
poeta
, no he podido sonsacar al infeliz de Donabella ni una sola palabra sobre qué decía el maldito mensaje del librito. —Ángelo empezó a sonreír con los labios moribundos—. ¿Que cómo sé lo del librito y lo del mensaje si no me lo ha dicho Donabella? —Sesgó la mirada hacia el cocinero, sonriendo—: «Llegada la ocasión, el más amigo es el más ladrón».