El cementerio de la alegría (43 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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Fred y Urría aparecieron entre dos moles de piedra, confundidos por los rincones y las sombras de los escombros. La lobreguez del momento nos cogió por sorpresa. Volví los ojos a Pierre; las palabras no salían de mi garganta. De un puñetazo tumbaron al Francés, y de un empujón a mí. El cocinero sacó una pistola del bolsillo de su chaqueta y la puso en la espalda de Pierre. Durante algunos interminables lamentos el claro nirvana de aquella mañana se oscureció como si se tratara de un eclipse de sol, ante mis mudas lamentaciones.

—¡Eres una rata, Tortosa! —le insultó el Francés desde el suelo—. ¡Una insignificante rata!

—No eres mucho mejor que yo, Francés…, no seas hipó…

El cocinero dejó que nos levantáramos del suelo. De un puntapié alejó el bastón de Pierre. Quería que no tuviese otro garrote que no fuera yo. El anciano se mostró irónico de nuevo.

—No se lo tomes en cuenta, Francés: «Si con lobos andas, a aullar aprendes». Al final todos somos iguales, todos queremos lo mismo, ¿no te das cuenta? —sonrió enseñando varios huecos en su boca.

Pierre apenas podía sostenerse de pie, estaba rabioso. Nos dejaron arrinconados, junto al cuerpo inconsciente de mi tutor. Los sicarios Mario y Fazio, los dos maleantes con metralletas que estaban apostados encima del muro, Tortosa, Fred y Urría; todos ellos se acercaron al socavón y lo rodearon formando un coro alrededor nuestro. Clarisse se quedó a la vera de Ángelo; sus cabellos flotaban sobre el sombrero del anciano como una banderola brillante. A menudo, cuando henchía el pecho se le escapaba del escote una pizca de sus areolas carnosas y puntiagudas.

—Parece que no te sorprende la felonía de tu amigo el cocinero; yo siempre he dicho que hay dos tipos de personas con suerte: las que no me conocen, y las que beben del pozo de mi sabiduría…

El Francés no contestó el sarcasmo del anciano.

—«Vida sin amigo, muerte sin testigo», estarás al menos de acuerdo con eso, ¿no?

Piedad. Nadie pudo oír mi súplica, solo yo escuché a mi espíritu llorando de miedo.

—Eres medio hombre, Pierre, solo medio hombre…

—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó el Francés ignorando la provocación del anciano.

—¿Mataros? —fue la respuesta de Ángelo—, ¿ignoraros?, ¿desterraros al olvido? Todo a su tiempo, todo a su debido tiempo, no me gustan las prisas, «Las cosas de palacio van despacio». Antes deberíamos saber qué es lo que dice el mensaje que esconde el librito del
poeta
, ¿no te parece? ¡Tortosa!, ven aquí.

El cocinero se le acercó al momento, con apremio. Miró con extraña timidez a la mujer del Francés, como acobardado. Fue dando la vuelta a la butaca de mimbre hasta ponerse a un lado del anciano, se agachó y empezó a cuchichearle algo al oído. Ángelo asentía con la cabeza a cada siseo del cocinero. Mientras pasaba el silencio, yo sentía cómo las mejillas se me hundían aún más en mi cara, y cómo la flaqueza de mi cuerpo se perdía en una piel llena de calamidades y locura.

El anciano le dio dos palmaditas en la cara a Tortosa y este volvió a la carrera a donde estaban todos, al socavón. Ángelo levantó su único ojo vivo hacia nosotros y nos habló en voz alta sin abandonar el tono socarrón y trasnochado:

—¡Enterrar el destino en las raíces de unos naranjos! ¿Habrá ciento cincuenta naranjos?, ¿doscientos? ¡Es de locos!

Los dedos de Pierre se clavaron en mi hombro con fuerza y tuve que tragarme un grito para disimular el dolor. Al viejo, la cara que puse le hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, casi tragándose la lengua, medio ahogándose. Al cabo de varias arcadas se enderezó, con la ayuda de Clarisse, en la butaca y empezó a gritar dando órdenes a todo el mundo.

—¡Mario!, tú, Fazio, Julio y Giovanni, llevadme hasta el porche de la caseta del guarda, donde empieza el huerto de los naranjos. ¡Tortosa!, tú y tus hombres encargaos de que el Francés y el
ragazzo
no nos causen problemas, amarradles una soga al cuello y a las manos, y otra a los pies si hiciera falta, ¡y llevadlos a los naranjos también! Clarisse, bonita, tú hazme sombra con el paraguas, empieza a hacer ya demasiado calor… Terminemos pronto con todo esto y vayámonos de aquí cuanto antes.

—¿Y el joyero? —inquirió el cocinero—. ¿Qué hacemos con él?

—¡Ah! —exclamó Ángelo—. Pero ¿no está muertecito el bueno de Donabella?

Tortosa negó con la cabeza.

—¡Remátalo!

—¡No! —grité—. ¡Asesino!

Por puro instinto alargué mi mano contra el pecho del cocinero con tanta fuerza que logré que se cayera de espaldas contra el suelo y se quedara momentáneamente sin aliento. Jadeé preso de la excitación y me postré de rodillas al lado de mi tutor. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Adiel! —el Francés interpuso su cuerpo entre el mío y la pierna de Urría.

Pierre me cayó encima y yo encima de Donabella. Fred nos apuntó a los tres con su pistola. Tortosa se levantó y miró al anciano. Yo los miré a ambos, queriendo creer que la pesadilla que estaba viviendo era tan irreal como el infierno o el paraíso. Ángelo, alzado como un maharajá en su butaca por los sicarios, se quedó ausente de todo, sereno, tranquilo, callado. Después de un rato elevó su mirada más allá de las ruinas del Colegio, hacia los altos árboles que se divisaban a lo lejos. Se quitó el sombrero y ciñó lo máximo que pudo el lado sano de su cuerpo al mimbre del asiento antes de hablar.

—Imagino que «Victoria sin peligro, es un triunfo sin gloria». Cocinero, ¡vamos de una puñetera vez a los naranjos! Tráelos a todos, incluido al joyero… ¡Vivos!…, ya tendremos tiempo de divertirnos…

Tortosa agarró mis pelos y me levantó a pulso. Hizo que anduviera a base de pataleos y cachetazos desde el socavón y los cascotes y escombros de las ruinas hasta cerca de donde Pañitos tenía su limonero. Urría cargó con el cuerpo de Tito sobre el hombro derecho, parecía una marioneta a la que los cables le habían dado descanso. Fred encañonó al Francés y le obligó a menearse más rápido de lo que podía, por lo que más de una vez dio con sus rodillas en la tierra. Estábamos indefensos. A merced de la demencia.

Ángelo hizo que lo dejaran a la sombra del pequeño porche que daba al huerto de los naranjos, al otro lado de los cascajos. Desde allí podía dominar todo el valle de azahar.

—¡Julio!, ¡Giovanni!, permaneced aquí conmigo y no le quitéis el ojo de encima a estos tres, sobre todo a Pierre, que, aunque cojo y tullido, puede ser más peligroso que una pantera en celo —ordenó el viejo—. ¡Todos los demás a cavar! ¡Hay que encontrar los cuatro baúles!

Cavaban con tres palas y un pico. El único que no utilizaba ninguna herramienta, y lo hacía con sus propias manos, era el mudo, Urría; de una brazada suya sacaba más tierra que los otros cuatro a la vez. El cocinero resoplaba.

Pasaban las horas. Veinte. Treinta. Cuarenta naranjos mutilados, y nada.

Poco antes del mediodía mi tutor recobró la conciencia.

Tenía los ojos cerrados y me latía el corazón con nervio. Seguía vivo. Seguíamos vivos, después de todo. Sentí que me observaban y levanté mis rojizos párpados. Sorprendí al anciano sonriéndome. Deseé saber qué hacer en aquel momento porque creía que algo podía cambiar si yo dejaba de ser yo. Imaginé a mi padre, aquel
poeta
maldito, limpiándose el polvo de las botas después de enterrar los baúles, y riéndose de todos los males que allí dejaba para su hijo. Maldije a mi padre una y mil veces más.

—¡Francés! —Pierre se sobresaltó al escuchar la voz potente y desagradable de Ángelo—. ¡Debes estarle agradecido a Tortosa! Muy agradecido.

El Francés giró de nuevo la cabeza hacia los naranjos, impasible.

—No tienes derecho a estar triste… Te ha podido quitar de en medio muchas veces…, y no lo ha hecho. ¡Debes mostrarte agradecido! —el viejo insistía en la misma monserga—. No consintió que te dejáramos morir cuando, por ejemplo, aquí, en este mismo lugar, los hombres de Mía secuestraron al muchacho del
poeta
…, ese día llovía a mares, ¿lo recuerdas? Te dejaron tirado en el suelo como a un perro, lleno de sangre y con un corte muy feo en la cabeza… Pañitos dice que vio a un coche irse nada más llegar él… ¡No me lo creo!, ese malcriado estaba compinchado con esa bruja, sí, estaba al corriente de todo… ¡Por eso le encargué al cocinero que le recordara quién es el jefe!… ¿Me estás escuchando?

Pierre, sin cambiar de postura, asintió con la cabeza.

—Te trasladó a la casa negra en su coche, de madrugada. Pañitos, él fue quien te trajo a mí. Allí te curó la oreja tu amigo el cocinero. Parecía un enfermero de verdad. —El viejo se apretaba las rodillas, como si las tuviera doloridas—. Estabas jodido, Francés. ¡Pero aprovechamos la oportunidad! Decidimos interrogarte…, lo hizo aquel, el del bigotito. —Ángelo señaló a uno de los sicarios que portaba una metralleta—. Donabella nos había hablado del rosario, dijo que podía ser algo muy importante para encontrar el tesoro, pero juraba que ni sabía dónde estaba ni qué significaba. Yo creo que el
poeta
nos tomó el pelo con lo del rosario, ¿no crees?

Pierre no contestó.

—Te tenía en mi poder, ¿qué perdía yo si intentaba sonsacarte alguna información?, ¿y si estabas al corriente de algo sobre ese rosario?… Tú no podías saber que era yo quien te torturaba…, imaginarlo, sí…, pero no saberlo… —el anciano continuó hablando—. Tú hubieses hecho lo mismo, ¿no?, ¿te hubieras aprovechado de la situación?, era de tontos no hacerlo, ¿verdad?

Mi tutor y yo temblábamos, mientras el Francés parecía soportar la cruel espera con una entereza fanática. Temíamos que con esa conducta, insolente, el viejo terminara por hartarse demasiado pronto de nosotros. A Tito empezó a sangrarle la nariz profusamente; tuve que rasgarme la camisa para hacerle un tapón. Aquello no importaba a nadie.

—¿No dices nada?

—Yo no estoy aquí para hablar —Pierre ladeó su mirada hasta Ángelo—, ¿verdad?

—Eso es cierto. Estás para hacer un trato, ¿no?

El Francés contestó con una breve risotada. El anciano dio por terminada la conversación y se recostó en la butaca a examinar cómo cavaban sus hombres en la tierra. En los gestos de su boca envejecida corrían palabras de sangre, incluso cuando la blanca avidez del deseo sorbía con dulzura los arrumacos que la mujer de Pierre le daba con sus manos delicadas. Unas manos manchadas de demasiadas caricias.

Pasaron más horas. Cien. Ciento veinte. Ciento cuarenta y ocho naranjos mutilados, todos, y nada.

Estaban derrotados. Eran las tres de la tarde, los esbirros del anciano se acercaron al porche extenuados y con miedo. Sabían de la obsesión de Ángelo por los fracasados. Se sentían fracasados.

—¿Nada? —dijo indiferente el anciano—, ¿estáis seguros?

Sus sayones afirmaron en silencio, ocultando los rostros bajo la máscara de la duda.

—¿Nos la habrá jugado
'o guagliòne
… (el muchacho), o el joyero —preguntó Mario, sacando aire de donde no podía—, y pretenden tomarnos el pelo
sti disgraziati
(estos desgraciados)?

—No… —contestó el viejo, divertido—. No se atreverían. A lo mejor resulta ser todo una gran mentira, y es el mismísimo
poeta
quien se está riendo de nosotros desde el infierno… Puede que no haya nada enterrado, ni nada de nada…

Tortosa tiró la pala que llevaba muy cerca de Donabella. Fred y Urría empuñaron sus pistolas.

—¡Nada de nada! —chilló el cocinero dirigiéndose a Ángelo—. ¿Qué broma es esta?

Mario y Fazio apuntaron con sus armas a Tortosa. Los otros dos sicarios de Ángelo hicieron lo propio con los pinches del cocinero.

El viejo se removió en su asiento. Los seguros de las pistolas y metralletas sonaron al unísono. Vi cómo el Francés metía su mano derecha por dentro del pantalón, aprovechando la tensión y el desorden.

—Estamos entre asesinos —dijo un Ángelo parco en sensatez—. Un poco de caridad cristiana nos vendría bien…

—¡Eres un loco bobalicón!

—No, Tortosa…, soy tu presente y tu futuro…, no olvides a quién estás levantando la voz…

—¡Y tú no olvides que no soy una de tus mierdas!

—¿Ah, no? «Nadie tira piedras sobre su tejado»…, y tú lo estás haciendo… Cuidado…

—¡Por Dios!… —estalló Tortosa—. ¡Me juraste que todo esto era verdad!, ¡que habías visto con tus propios ojos al
poeta
con esas cajas de metal el día que me mandaste asesinarlo! ¡Maté al
poeta
para nada!…, ¡incendié el hospital por nada! ¡Nada! —El cocinero lanzó un puño al aire—. ¡Me has hecho traicionar a Pierre!, ¡faltar a un juramento!, ¡le doy una paliza de muerte al bibliotecario para nada!, ¡asesino a Saturnino para nada!, ¡nada!… ¡Nada! —Tortosa andaba poseído por el demonio. Golpeaba a esa nada que tanto daño le hacía.

Reconocí la ira y el odio que dijo ver la monja en aquellas pupilas el día que asesinaron a mi padre, allá en Francia. La cordura y la prudencia parecía haberse roto, y el miedo no solo regresaba en forma de frío, sino también en destinos confrontados por la locura.

Sentía arduos deseos de lanzarme sobre el cocinero y estrangularle yo mismo. Dejar que reposaran sus últimos latidos en las palmas de mis manos. Hacerle gemir de dolor.

No pude llegar a odiarle lo suficiente: una bala atravesó la cabeza de Tortosa.

Se detuvo el infinito, justo antes de las primeras voces. Y de repente empezó el caos.

El aire se volvió azufre y cayeron de todos los lados insultos y salpicones de majaderías. Matraqueaban las metralletas y crepitaban en el barullo las pistolas. Pierre disparaba sin apuntar a nada, y en la butaca de Ángelo trozos de carne y restos de vida rociaban la blanca piel de Clarisse, que impávida quedó quieta, de pie, con la mano del anciano colgando de la suya, muerto.

Vi a uno de los dos que disparaba con la metralleta levantar el brazo muy alto y salir corriendo, como si estuviera pidiendo permiso para escapar. Fazio se tiró al suelo, y cayendo empezó a perseguir con sus disparos a todo el que intentaba huir. Cazó al que pidió permiso para vivir y también al que no lo hizo, alcanzando en el pecho a Urría, que a su vez había roto el cuello a Mario. No podía creer que en este mundo desierto de amor quedara tanta maldad.

Pierre me cogió con las dos manos mi pierna derecha y tiró con fuerza hacia él. Su espalda estaba apoyada sobre un quicio del porche. Me quedé allí arrugado. El Francés seguía sin apuntar al disparar. Fred aligeraba su cargador desde detrás del limonero, intentaba llegar al coche. Fazio no paraba de insultar y maldecir a nuestra derecha, parapetado por un naranjo grueso que yacía derrocado de su lecho. La metralleta que quedaba con vida escupía proyectiles que silbaban muy cerca de mi cabeza. Donabella se había quedado tumbado en medio de las balas. Clarisse seguía impávida, quieta, de pie, con la mano del anciano colgando de la suya, detrás de la butaca de mimbre.

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