El cementerio de la alegría (45 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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Empezaba a angustiarme y quise irme de allí. Me dispuse a levantarme de mi frío asiento cuando la silueta dio un paso hacia delante y me contestó por fin.

—No me equivoqué contigo, realmente eres un chico muy valiente. Un hombretón educado e inteligente.

La silueta aún no se había retirado del todo de las sombras. Permanecía allí, inmóvil. Esperando a que la reconociese. Era la misma voz… ¡No!…, era el mismo tono de voz que tanto me sonaba.

—¿Mía? —Tenía la lengua pegada al paladar y era incapaz de mostrar emoción alguna—. ¿Es usted Mía?

—La última vez que hablamos te permití tutearme. Puedes hacerlo ahora también.

No lograba comprender nada. Un soplo de oscuridad le dio la espalda al contraluz. La anciana se descubrió delante de mí. La reconocí al instante.

—¡Usted… es… la… la religiosa…, la hermana del… del hospital del Santo Job!

Casi me desmayo de la impresión. Las arrugas de su cara, el pelo suelto y grisáceo, los labios prensados, las diminutas manos y la triste mirada cana. Era ella.

—En efecto, Adiel. Soy quien ves que soy, nada más soy y nada más seré.

—Pero…, pero, no logro entender nada… —Estaba realmente impresionado por la sorpresa.

—¿Y qué es lo que no entiendes, muchacho?

—Usted…, ¿usted no es una monja?… ¡Se supone que no comete pecados!

Mía se sentó a mi lado en uno de los poyos de azulejos. Levantó sus ojos al crucifijo de madera.

—Yo soy monja, como bien dices, y como tal una sierva de Dios… Rezo todos los días para que nuestro señor Jesucristo me dé fuerzas, y todos los días me siento regada por su gracia divina. Mis pecados son los pecados del hombre, y por ellos tengo que morir cuando llegue mi hora. Mientras tanto, mi deber es cuidar de los débiles y asolar a los que no tienen perdón…

Me pareció ver resbalar unas lágrimas por sus mejillas.

—¿Están todos muertos? —dijo.

Asentí.

—¿Donabella?

Agaché la mirada. Estuve a punto de romper en llanto. Asentí de nuevo.

—Ya todo ha terminado. —La monja recostó un suspiro dentro de su alma—. Yo también me muero, ¿sabes, hijo? Tengo algo en el hígado que me está dejando seca y me hace sudar de esta manera tan ridícula… Sudor amarillo…, es gracioso, ¿verdad? —Se inclinó despacio y me posó un beso en la frente.

—Lo siento…

—No, no lo sientas… Estoy deseando descansar.

Ya casi no había rescoldo de luz en la habitación. Los silencios se perdían entre las sombras y la penumbra. Todas mis palabras cayeron en una profunda marejada. La miré con pena. Ella me miró con compasión.

—Tengo mucho miedo, Mía, mucho mucho miedo. —Balanceaba mi cuerpo en el asiento, llorando por primera vez sin temor a equivocarme.

—Es normal que lo tengas. Todo está demasiado reciente. Pero no tienes nada que temer, Pierre ya no podrá hacerte daño…

Callé mis sollozos.

—¿Pierre?, ¡él era el único que se comportó como un amigo!

—Él no era ningún amigo, Adiel…

—¡No es cierto!, ¡me ayudó a seguir con vida! ¡Tortosa nos traicionó!

—Pierre lo hubiese hecho también tarde o temprano…

—¡No es cierto!

—Donabella lo sabía…, los dos lo sabíamos…

—¡Mientes!

Mía amansó la voz y me envolvió en sus brazos. Mientras, yo no podía parar de hipar y lamentarme.

—El odio, la codicia, la envidia…, el temor a lo desconocido…, es un mal veneno para el alma, Adiel…

—Pero… ¿Pierre?… Él… él…

—Él estuvo presente cuando mataron al padre Benito y no hizo nada para impedirlo…

—¿Cómo… puedes… saberlo?

—Ahora poco importa eso.

—Me importa a mí —susurré apocado.

—Tu tutor le vio salir justo después de ver cómo se iban los asesinos de la sacristía, y justo después de ver cómo entrabas tú por una ventana…

—Dios…, pero eso no prueba que me engañara, ¿no?…

—Asesinó a Paulo porque podría ponerte en contra suya… Engañó más de una vez a la Divina Providencia…, y eso es peor que traicionar a un juramento…, créeme

Morí y renací como las hojas caducas de un triste árbol desnudo. Tenía razón Mía, el odio, la codicia, la envidia y el temor a lo desconocido, todo era un mal veneno para el alma.

—¿Realmente mi padre está enterrado en aquella tumba tan fría?

—¿Tienes el tesoro?

—Sí. Solo es un sobre. Mi nombre está escrito en él.

—Creo que en él está la respuesta a tu pregunta.

Mía se levantó arrugando los labios y partió con un trocito de mi desdicha. Se dirigió hacia la penumbra. Se dio la vuelta y me sonrió.

—Cuando termines de leerla, baja y cena con nosotras. Dulce se alegrará de verte.

La monjita cerró la puerta a su espalda. Me quedé allí, pensativo, sin saber si abrir el sobre o enterrar mis recuerdos para siempre.

Mi bella Dulce. Tan bella. Mi enamorada. Mi única razón de ser. Yo viví todas mis torturas en la tierna y perpetua espera de sus abrazos, de sus besos, de su cariño. Fui feliz cuando asomaba en mí la imagen de su sonrisa, cuando la besaba en sueños y prometía amor eterno. Mi amada Dulce… Sentía el pulso de la vida palpitar a su lado, sentía mi propio calor radiar de su alma…

Ilusos los sueños son, porque ilusos los hombres somos.

Estaba muy nervioso. Antes de bajar a cenar me lavé dos veces la cara con el agua fría que estaba en la jofaina. Me cambié de ropa y me salpiqué un poco de colonia.

Abrí la puerta, bajé las escaleras corriendo y solo descansé al alcanzar la planta baja, donde deduje se encontraría el comedor. Me crucé con Ceniza, que llevaba entre sus manos una bandeja repleta de boniatos asados. La seguí por todo un pasillo bacheado hasta llegar a un salón grande, iluminado por varias lámparas de pie.

Allí estaba dándome la espalda Dulce, y enfrente de ella, mirándome con seriedad, Mía. A medida que me acercaba a la mesa, las canillas se tropezaban entre ellas, produciéndome un cosquilleo muy molesto en las rodillas.

Estornudé adrede dos veces, y una tercera vez aún más fuerte. Dulce se dio la vuelta y me sonrió como quien sonríe a un hermano pequeño.

—Hola, Adiel, ¿cómo estás? —me dijo enarbolando una gran sonrisa—. ¡Cuánto tiempo!

Me quedé turbado. Seguramente con cara de tonto. Siempre había creído que el amor era algo mágico, y que cualquier enamorado que lo estuviera de verdad era capaz de enamorar a quien quisiera. Descubrí entonces que eso no era verdad.

—¡Siéntate a mi lado, Adiel!

—Yo ya me iba —se disculpó Mía—. Nosotras ya hemos cenado, estábamos esperándote para el postre…, pero, prefiero no tomarlo, últimamente me da acidez todo… Buenas noches.

La anciana dejó sobre la mesa la servilleta con la que terminó de limpiarse los pequeños labios y se fue poco a poco; alejándose de nosotros con mucha tranquilidad.

—Te he echado de menos, Adiel. He echado mucho de menos tus tonterías, tu atontamiento conmigo, las charlas que teníamos sobre tu futuro o el mío, sobre América…

—Yo no he dejado nunca de pensar en ti…

Dulce sonrió y siguió hablando.

—Sé lo que sientes, no soy tonta. ¡Y no te voy a negar que en algún momento yo también me haya sentido atraída por ti de alguna manera! Yo te quiero mucho, Adiel, pero te quiero como amigo. Es lo máximo que puedo darte.

—¿Amas a otra persona?

La observé con detenimiento. Cada uno de sus movimientos me parecían bellísimos. Me miraba con una pena amable, y eso me dolía.

—Existe alguien, es cierto, pero de eso no quiero hablar, quiero saber cómo estás y qué vas a hacer ahora que todo ha terminado.

Me encogí de hombros.

—Yo estoy bien, no te preocupes. Después de lo que me ha pasado… ¿Lo sabes todo?, ¿te lo ha contado Mía?

—Sí, lo sé todo…, se llama Virtudes…

—¿Cómo?

—Mía es sor Virtudes…

—Sor Virtudes…

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—No lo sé con seguridad, quizá vaya a Francia, a Niza…, o quizá vaya a América con Gonzalo, el hijo de Pascualín el Mangascortas, el que quiso ser cantante… Dicen que de allí, con un poco de suerte, puedes venir nadando en oro. ¿No me vas a decir siquiera su nombre?, ¿cómo se llama?

La miré con toda la convicción que pude y asintió. Un escalofrío me zarandeó todo el cuerpo, desde el dedo gordo del pie hasta la coronilla.

—Voy a encomendar mi vida a Dios. Quiero ser monja.

Me quedé sin palabras. Permanecí durante unos segundos dividido entre la admiración muda y la risa, porque, aunque estaba seguro de que nunca podría hacerle cambiar de opinión, también lo estaba de que ningún otro hombre volvería a darle un beso, aunque fuera robado. Por su parte, Dulce me seguía mirando con esa pena amable que tanto me molestaba.

—¿Mon… monja?

—De las carmelitas descalzas…

—¿Es lo que quieres?

—Claro —dijo sonriendo—. Siempre lo he querido en realidad. Desde que era una niña… A mi madre también le agrada la idea, guardó un recuerdo muy bonito de cuando trabajó como ama de llaves de sor Virtudes antes de conocer a mi padre. ¿No lo sabías?

Negué con la cabeza.

—Eso sí que fue una historia de amor, la de mis padres…, se quisieron muchísimo. Mi madre nunca ha superado su muerte.

Recordé lo que me confesó mi tutor sobre Dulce: ella era su hija, y nunca debía saber la verdad.

—Don Elías era un buen hombre, lo dice todo el mundo…

—Lo era…, aunque no tienes por qué mentirme, sé que todos piensan que era un borracho y que murió por culpa de su mal beber… Eso no me importa.

—¿Y a qué convento vas a ir?

—A Ávila.

—¿Cuándo?

—Mañana a las cinco de la mañana… ¡Me acompañará mi madre! Ella está aquí conmigo desde hace unas semanas, en cuanto sor Virtudes le mandó recado para que viniera. Saldremos muy temprano…

Me quedé pensativo mirando la comida que había en la mesa. La visión de los boniatos hechos puré me produjo náuseas, pero aun así cogí un tenedor y estrujé uno bien hermoso en el plato.

—Con miel están riquísimos…

—Y con leche también —le dije con lágrimas en los ojos—. Y con azúcar.

—¡Eh!, Adiel…

Cerré los párpados, los apreté con fuerza. Intenté sonreír pero me temblaban demasiado los cachetes.

—No pasa nada, Dulce. No es nada… Algo me habrá entrado en el ojo…

—Me olvidarás, ya verás…

—Eso es imposible —conseguí despertar una leve sonrisa en mi rostro. Mi dulce Dulce me secó con sus dedos las lágrimas.

—Rezaré mucho por ti, Adiel…, todos los días de mi vida…

—Y yo te seguiré amando hasta que me canse de vivir y me ahogue de pena…

—Cuídate, amigo.

—Cuídate…, amiga.

Nunca me atreví a abrir el sobre del
poeta
. Quizá por miedo. Quizá por respeto a la muerte.

El tesoro de mi padre ha envejecido conmigo cincuenta y siete años, tantos años como días pasé en el infierno. Los viejos observamos nuestras vidas con denostada nostalgia, nos humillamos con el olvido, y esperamos que no nos olviden. Como si eso nos salvara de la muerte.

Perder la juventud es un pecado que embellece la historia de la humanidad. Cada día que pasa nos salvamos.

Juré que jamás volvería a sufrir y hoy he roto el juramento: he abierto el legado del
poeta
después de toda una vida.

Su vida…

Adiel, hijo mío:

Quiero que tengas presente, antes de empezar a leer esta carta, que desde el momento mismo en el cual viniste al mundo, lejos de mí, he sentido la apremiante necesidad de amarte sobre todas las cosas, y a la vez he padecido la dolorosa penuria de vivir sin vida, sabiendo que otra alma te ofrecía el cariño y los cuidados que yo, por deber divino, debía entregarte.

En mi tumba yace otra persona en mi lugar. Tortosa, engendro del diablo que espero nunca llegues a conocer, la mató en mi lecho pensando que era yo quien dormía aquella noche allí. No tuvo piedad alguna, como buen asesino, remarcó su ira con la más despiadada de las torturas. Clavó su cuerpo en la cama con una estaca y le prendió fuego. Esa muerte era para mí, y escapé de ella gracias al azar. Un azaroso azar que no merezco, pero que Dios ha querido regalarme.

Cuatro personas en el mundo saben que sigo vivo: Tito Donabella, el padre Benito, el viejo Saturnino y la madre Virtudes, a la que llaman Mía los que no la conocen. Ellos son los únicos que podrían poner la horca en mi cuello. Ellos, y ahora tú, hijo mío.

La madre Virtudes adquirió una lápida con un epitafio que reza así: «Yo solo fui un soldado que caminó por la triste mentira de unos versos callados». Se encargó también de buscar un nicho donde ponerla, y de que descansaran allí los restos de ese pobre diablo que me arrebató la muerte. De esa manera, aunque arañaran la tierra de mi tumba, nunca pondrían en duda que mi sueño es eterno al encontrar allí huesos enterrados.

He estado varias semanas de incógnito en La Capital, en la sacristía de una pequeña ermita, preparando con el padre Benito todo lo necesario para que pudieras recibir con garantías y sin peligro este mensaje. Hay demasiada sangre derramada que está clamando venganza, por lo que ha sido preciso envolverlo todo de secretos y mentiras. Hicimos correr el rumor de que habían ocurrido una serie de asesinatos por diferentes joyerías de La Capital y alrededores, una maldición que caía sobre quien recibía una llave, aprovechando una vieja historia que contaban sobre mí, y que es totalmente incierta…, escribí una nota a Palacios, para desviar la atención de todos aquellos a los que iría con el cuento del mensaje que le hice llegar, intentando sacar provecho, ¡rata!… El cuento de un testamento y de unos expedientes malditos que podrían perjudicar a cualquiera de los criminales de la ciudad de encontrarlo alguien que no fuera el hijo del
poeta
, te mantendría siempre a salvo de cualquier peligro. Los maleantes de La Capital nunca se atreverían a hacerte daño.

Ha sido preciso que lo hagamos así. Desde hace tiempo, Donabella está siendo vigilado por los mismos canallas que ordenaron mi asesinato. No le quitan ojo a la joyería, ni a ti. Pretenden hacerme daño, incluso estando para ellos muerto. Numerosos son los maleantes de La Capital que me odiaban y me tenían miedo, a muchos de ellos a lo mejor los has conocido ya: Pierre, al que llaman el Francés, fue en la juventud un gran amigo mío, ahora solo le desearía la muerte, si deseara algo para él; Ángelo, un verdadero monstruo que no merece ningún epíteto de misericordia; Clarisse, la mujer que nadie querría tener entre sus brazos; Mario, Fazio…, Fred, el monstruo de Urría…, demasiados…

Dejemos eso ya en el recuerdo.

Ni Donabella ni la madre Virtudes, ni por supuesto Saturnino, saben dónde se encontraba esta nota, aunque como habrás deducido sí conocían mi confabulación con el sacerdote para esconder nuestro secreto. Era fundamental para tu seguridad y la mía. Doy gracias a la Providencia, a la que tanta fe tiene el padre Benito, de que ahora estés leyendo estas líneas, eso significa que el bueno de Donabella ha sabido interpretar las claves que te ha dado el cura. Coméntale al que ha sido tu padre durante tantos años que jamás podré olvidar lo que ha hecho por nosotros, y que jamás podré pagarle tanto amor. Algún día, si puedo, volveremos a estar juntos.

Debes ir en busca de Saturnino (tu tutor te indicará dónde encontrarlo); te proporcionará un billete seguro para viajar sin problemas a Francia, o en todo caso te dará dinero extra para poder viajar sin apuros. Ya todo está concienzudamente preparado. ¡Ve solo a su casa! Di que eres el hijo del
poeta
, y que quieres ver a tu musa. Esa será siempre nuestra contraseña, no la olvides.

A día de hoy vivo en París. En la Rue de Berri, en casa de Olivier, de la Libraire Moderne, te dirán dónde encontrarme. Ellos saben que el día menos pensado aparecerás.

No le des a nadie mis señas, ¡a nadie!, ni siquiera a Donabella, al padre Benito o a la madre Virtudes…, ellos comprenden que es la única manera de mantenerse al margen de cualquier peligro… Estás rodeado de maldad desde que naciste. Y no quiero que vivas como yo lo he hecho. Soy un fantasma para ellos, y debo seguir siéndolo. Todo nos irá bien a partir de ahora.

No he sido generoso con la vida, le he dado tan poco que no espero nada de ella. Pero ahora todo va a cambiar. Seremos felices. Felices para siempre.

Espero impaciente tu llegada, hijo mío.

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