El cementerio de la alegría (39 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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—No me hagas reír.

—No lo pretendo. Es lo último que me apetece ahora mismo, hacerte reír.

—No me he caído de un guindo, Pierre.

—¿No?, ¿en serio?

—¿De qué si no estaríamos ahora aquí, en esta situación? —estalló—, ¿cómo podrías tú saber nada del tesoro?, ¿cómo podrían haberse enterado la mitad de los maleantes de la ciudad de la «herencia» del pobre Adiel?, ¿cómo?, si no es por ella… ¡Sabes muy bien de quién hablo!, ¡no te hagas el tonto, Pierre, conmigo no!

Al Francés los ojos se le encendieron de furor y a Donabella un frío intenso le dejó marcas alrededor de todo su torso desnudo. Pierre se abalanzó al cuello de mi tutor.

—¡Perro!, ¡cerdo!, ¡sabandija!, ¡qué insinúas!

Yo me quedé indolente por el pánico, sentí asco por el miedo. Tortosa salió de su abrigo en la penumbra y separó a mi tutor de su presa.

—¡Si quieres matarlo, espera a que nos lo cuente todo! ¡Tranquilízate!

El Francés se retiró resoplando unos pasos. Al poco volvió a poner el aliento en el rostro de Donabella:

—¡Dime de una vez a quién has vendido tu puñetera vida, saco de estiércol!

Tito ya no se mostraba tan seguro.

—A tu mujer…

—¿A quién? —Pierre se inclinó hacia delante ante la débil oposición de mi tutor.

—A Clarisse, a tu mujercita…

—Mientes…

—No miento, Francés…, no miento.

—¡Mientes, cerdo!

Donabella estaba tan asustado que no vaciló en ser él el primero en pegar con todas sus fuerzas en la cara de Pierre al verlas venir. El Francés se tambaleó, pero el golpe no le había hecho ningún daño. Arremetió un puñetazo contra el indefenso cuerpecillo de Tito, que milagrosamente pudo esquivar. Pierre no se encontraba recuperado del todo; estaba torpe y pesado, por lo que tropezar y quedar atascado entre una de las sillas de plástico y la mesa fue todo un visto y no visto. Me señaló con el bastón y le ayudé a levantarse. Goterones de sudor rodaban por sus mejillas, como lágrimas humillantes.

—Está bien —dijo—, intenta convencerme de que no te mate. Habla.

—Clarisse trabaja desde hace años para Ángelo, ¿no lo sabías?… No, no lo sabías, tú no sabes nada de tu mujercita…, no quieres saberlo, ¿verdad?

—No tientes a la suerte, Donabella… —le advirtió Tortosa—, no la tientes.

—Claro…, la suerte. En fin…

Pude leer en los labios del Francés lo que este decía: «Te mataré, cerdo, te mataré». Traté de serenarme. Mi tutor empezó a hablar por fin.

—Todo esto es una cadena, los desgraciados como nosotros nos desvivimos para complacer a mujeres como Clarisse. Ellas se pierden por chuloputas del tres al cuarto que están todo el día intentando ganarse un puesto de confianza entre los lugartenientes de un sinvergüenza, tirándose toda una vida sirviendo como esclavos, para que tipos como don Ángelo puedan morir en paz y con el mayor número de caídos a sus espaldas. Lo más triste de todo es que esta cadena nunca deja de tener eslabones, siempre hay alguien por encima de ti, y por debajo también. Alguien a quien pisotear, y alguien que te pisotee.

—No te andes por las ramas —le dijo el cocinero—. ¿Qué tiene que ver Clarisse en todo esto?

—Ángelo, de alguna manera —continuó—, supo de la existencia del legado del
poeta
…, pero no tenía nada. ¡Solo eran rumores! Palacios, Saturnino, y a lo mejor otras personas, sabían que yo era el albacea de esa maldita herencia. ¡Pero no tenían ni idea de dónde estaba, de quién la tenía!… Por eso me mandó a Clarisse, estaba seguro de que me seduciría, y de que no le sería difícil sonsacarme todo lo que sabía. Así fue… Le conté todo: la existencia de la llave, mi promesa a la madre de Adiel, el padre Benito… ¡Dios!, ¡si yo pudiera hacer algo para volver atrás en el tiempo, lo haría! Por mi culpa mataron al cura…, es algo que no me perdonaré nunca.

—También mataron a Nano —le recalqué dolorido—. ¿Qué culpa tenía él?

—Sí, lo sé. Pobre desgraciado. Era un buen chico.

—Hay una cosa que no logro comprender, bobalicón —apuntó Tortosa—. ¿Por qué el sicario, y la comedia de la llavecita en tu joyería?, ¿por qué no es directamente el padre Benito quien se encarga de hacerle llegar su herencia a Adiel en vez de contratar a un tipo para que se aloje en una pensión de mala muerte y ponga nervioso a todo el mundo?

—Así lo quería el
poeta

—¡Anda ya! —El cocinero dio un golpe en el suelo con la silla—. ¿No tienes nada más estúpido que contestar?

—Supongo que el padre Benito lo hizo para cerciorarse de que todas las piezas del puzle terminaran en manos de Adiel solo cuando él estuviera seguro de que no había ningún peligro… Murió antes de poder decírmelo, ¿recuerdas?

—Sí, claro que lo recuerdo…, ¡murió por culpa de un simple bocazas mentecato!

—¿Y quién mató a Paulo? —dijo encolerizado Donabella como respuesta a la exclamación de Tortosa—, ¿por qué lo mataron a él?, ¿por hacer mal su papel?

—¿Y quién es Paulo?

Pierre aguardó al silencio. Dejó perder en la oscuridad todas las trágicas justificaciones que pudo inventar. Levantó su barbilla y ni siquiera pestañeó al hablar:

—A Paulo lo maté por hacer demasiado bien su papel. No quiso entrar en razón. El muy imbécil pensó que podría sacar aún más tajada de todo esto y quiso que yo me apuntara al festín. Iba a traicionaros. Tarde o temprano lo hubiese hecho.

—¡Mientes!, ¡lo mataste porque llevas el mal en tus entrañas!

—Pues ahora mismo te diría que sí…

—Todo puede ser, botarate. Es muy divertido saber tanto y decir tan poca cosa, ¿no, Donabella?

—No lo creas, solo es divertido si lo que dices son mentiras.

El cocinero metió la mano en su bolsillo y se rio. Sacó un pañuelo y se secó la frente sudorosa.

—¿Por qué no estás muerto? —le preguntó Tortosa—, ¿por qué no estás bajo tierra si Ángelo ya tiene lo que quería de ti?

—Ángelo no es tonto…

—¿No es tonto?

—No, él no mata por matar. Es más listo que todo eso. De mí se ha llevado la llave y la poca información que ha podido sacarme. Mientras que estoy vivo, puede utilizarme… Sabía que de alguna manera seguiría a Adiel, que intentaría cumplir mi promesa. Yo espiaba los movimientos de Adiel, y él espiaba los míos por mediación de Clarisse… Ya os he dicho que todo es una cadena. No se puede fiar uno de nadie… ¿Quién me asegura a mí que ni tú ni el Francés trabajáis bajo las órdenes de Ángelo?…, o peor aún, bajo la tutela de Mía…

—Se lo digo yo, Donabella —afirmé de forma ridícula y apasionada.

—No estés tan seguro, hijo…

—No me llame hijo. Nunca lo he sido para usted. Ahora no, no quiero…

—¡Todavía no está todo perdido! —exclamó Tito.

—¿Pero tú te has visto? ¿Dónde está tu ropa? ¿Qué haces medio en cueros en un sitio como este?, ¿por qué sabías que veníamos? No me ha parecido que te sorprendiera mucho nuestra visita, es más, hasta diría que la esperabas.

Mi tutor se retorció el cuello para mirar al Francés. Cada una de las palabras que salieron de su boca estaban cargadas de ira y rencor.

—¿No visteis cómo estaba la joyería? Ángelo creía que el tesoro del
poeta
se encontraba enterrado en la misma joyería, no me creía cuando le decía que era imposible… Levantó todo el piso y destrozó mi hogar… Era horrible… Cuando se dio cuenta de que no había nada debajo de aquellos escombros, me dio a elegir entre dos opciones: la primera era sepultarme vivo debajo de esos cascotes…, para que muriera de sed, de hambre o de aplastamiento…

—¿Y la segunda? —pregunté.

—La segunda era aún peor: me abandonarían aquí, con la única compañía de diez botellas de whisky y media docena de melones y sandías…, a la espera de que vinierais a socorrerme…

—¡Estás muy mal, bobalicón, si piensas que vamos a creerte!

—¡No!… ¡Escuchad!… Debía ganarme vuestra confianza, convenceros de que había sido torturado…, tenía que hacerme pasar por una víctima, no por un traidor…

—¡Eres una sabandija, un cerdo! —replicó Pierre.

—¡Déjame terminar!

El Francés escupió a los pies de Tito. Pasaron unos segundos.

—Juntos encontraríamos el tesoro —siguió con el mismo ímpetu—… ¡Juntos! Después, una vez que lo lográramos, debía traicionaros…

—¡Eres una sabandija, un cerdo! —insistió el Francés.

—Pero eso no va a pasar… —Donabella decidió no hacer más caso a los improperios de un Pierre que parecía ido—, ¿qué sentido tendría contarlo todo entonces?… Ganaremos juntos, podemos hacerlo juntos…, ¡no os traicionaré!…

—No puedo creerte…, no puedo hacerlo…, mi Clarisse…, sabandija…

—¡Cumpliré mi promesa de amor!… ¿Adiel?, ¿eh?, Tortosa… ¿Pierre?

—No te creo…

La tristeza que irradiaban los ojos de Donabella no era malsana tristeza. Podía sentir el tormento que existía dentro de él. Me conmovían las palabras temblorosas y el vacío de sus pasos siguiendo la marcha indolente del Francés por toda la casa. Se desvaneció cualquier sentimiento de huida en mi alma. Yo le creía. Decía la verdad.

—Yo le creo, Tito…

—Nos iremos de este sitio ahora mismo. Pierre, ¿estás de acuerdo?

El Francés tenía la cara de un hombre que mataría por ser franco. Su media sonrisa se desdibujó hacia el mentón. Volvió a escupir a los pies de Donabella.

—Estoy de acuerdo, Tortosa…, estoy de acuerdo…

Acurrucado en la parte de atrás del coche de Pierre, al lado de mi tutor, al azotador y cansado movimiento de las trémulas curvas que ondulaban la carretera, un pensamiento, o más bien un sueño, meció mi malestar y aturdió mi razón con tal severidad que no comprendí cómo aún seguía vivo con aquella incertidumbre deambulando por mi alma. ¿Dónde estaba Dulce? ¡Mi dulce Dulce! Donabella abrió los ojos de súbito pareciendo adivinar por mi reacción qué era lo que me turbaba en aquel momento. En silencio, se llevó el índice a sus labios y me negó con la cabeza. Con la nariz aguileña me señaló al Francés y al cocinero.

—Ella está bien —me susurró—. Ni la nombres…

31

COLCHÓN DE PLUMAS DE OCA

Incluso los mejores generales necesitan un plan para invadir un país por muy pequeño o indefenso que se encuentre. A la hora de aguantar los reveses de la fortuna, la naturaleza del ser humano nos hace tan cautelosos como torpes. Creemos ser más felices que el forastero cuando en realidad somos tan desdichados como él.

Entraron un momento en la casa de Pierre a recoger algunas cosas. Yo me quedé en la parte de atrás del coche medio dormido, intentando no parecer demasiado despierto. Cerré los ojos y casi podía sentirme libre de mis ataduras. Agrieté mis penas y noté la cálida brisa que barría las calles, arranqué mis culpas y era el vaporoso sol el que volvía a nacer para mí en aquel oscuro ocaso.

Donabella aseguraba que el fin de todo este misterio estaba cerca, que teníamos todas las piezas necesarias para ello. Iríamos al restaurante de Tortosa y allí podríamos porfiar hasta encontrar la mejor de las soluciones. Así de sencillo…

Yo solo quería matar de una vez por todas al tiempo, intentar que los recuerdos no asesinaran con odio a mi futuro. Intentar salvar el mayor número posible de días de las garras del olvido. Me decía a mí mismo que todo era sencillo, que todo saldría bien, que los verdugos se habían desvanecido de la faz de la tierra. No todo culpable necesita de una condena, ni todo héroe de una victoria. Eso lo sabía, pero yo era realmente ingenuo en aquel tiempo: pensaba que el universo giraba alrededor de la amistad, o de la lealtad…, o de la traición.

La noche regresaba de su retiro, y yo envidiaba su lecho de sueños…

Dormir. Era lo que más echaba de menos. Deseaba irme a dormir agotado, cansado por el trabajo, agobiado por el calor del día, o hastiado de soñar despierto. Ya no lo hacía. No dormía. Cerraba los ojos y automáticamente algo que no era mi alma me llevaba a la inconsciencia. Eso mismo ocurrió entonces: se me cayeron los párpados y tuve una visión. Vi un horizonte a través de una ventana blanca. Los rayos del sol eran violentos, pero apenas me hacían daño a los ojos. El reflejo de la luna se había pintado en un enorme lago donde animales de todo tipo nadaban, bebían o chapoteaban en el agua. Yo andaba por el borde de un precipicio agarrado de la mano de alguien al que no podía verle la cara. Nos dirigíamos a esa gran charca, y a medida que nos acercábamos se iba vaciando. Por algún motivo, aquello parecía haberse quedado sin vida, inerte. Y sin embargo el sol resplandecía más que nunca, brillaba con más fuerza, y todo se inundaba de colores brillantes y hermosísimos. Nos detuvimos y miré a mi derecha. Allí estaba Dulce. Miré a mi izquierda. Mi madre, a la que no recordaba. Miré al frente. Mi padre. Volví a mirar a la derecha y ya no estaba mi bella Dulce, en su lugar una mujer horrible se reía de mí. ¡A mi izquierda, Tortosa abría la boca y me sacaba la lengua burlándose e insultándome! Al frente, el Francés meneaba la cabeza sin parar de enseñarme su oreja mutilada… Sobresaltado, desperté en una cama con colchón de plumas de oca. Seguía con los ojos cerrados. Ahora escuchaba jadeos. ¡Una mujer que gemía! Subí corriendo unas escaleras interminables, crucé cientos de puertas, atravesé un túnel y salté por unas tapias…, y nunca llegué a ningún sitio. Me volví a sentar en la misma cama con colchón de plumas de oca. Me dejé caer con los brazos en cruz sobre ella y una de mis manos tocó un pecho. ¡La mujer de ojos claros, nariz pequeña, labios finos!… Clarisse volvía a estar a mi lado, tumbada, con la rosada pulpa del deseo entre mis dedos, y sus carnes firmes y blancas, muy blancas.

Un portazo me despertó.

—¿Sueñas con los angelitos, Adiel? —preguntó el Francés sacudiendo la cabeza—. ¡Dales recuerdos!

Nada, como después entendí, nada está pintado del color que resplandece.

Cuando llegamos al restaurante de Tortosa ya era noche cerrada. La puerta de la cocina no estaba abierta del todo. Del interior manaba un humeante aroma a hierbabuena y anís. Era el olor inconfundible de la infusión que Urría se preparaba todas las noches antes de irse a la cama. Asomamos las cabezas lentamente en la mugrienta sala, una tras otra. El primero en entrar fue el cocinero. Fred estaba sirviendo a su compañero una taza del vaporoso brebaje con olor a tisana.

—¿Ya estás en casa? —Tortosa saludó triunfante a su enorme pupilo—. ¿Te han tratado bien, papamoscas?

El rostro de Urría resplandecía de fealdad con el parche manchado de grasa. Los cuatro pelos de su cabeza apuntaban al norte, al sur, al este y al oeste. La nariz parecía estar atascada entre los carrillos de trompetero que asomaban tras ruidosos sorbetones al caldo.

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