—No es ningún desafortunado accidente, ¡yo lo sé! —dije cabezón.
—¿Tú sabes? ¿¡Qué sabes!?
—¿Quién diablos es la persona a la que vio la monja?, ¿de quién huían ella y el cura?, ¿quién los mató?
—¿Cómo?, ¿qué monja?, ¿qué cura? ¿¡Qué no me has contado!?
Me mordí los labios. Había traicionado a la traición. No tuve más remedio que relatarle todo lo que viví la noche de autos en la capilla del hospital, hasta el último detalle. Jugármela a varias cruzadas.
—¿Y cómo llegaste a la conclusión de que yo era un incendiario o un asesino? Me estoy empezando a enfadar de verdad, melón.
—Nunca he llegado a esa conclusión —mentí—. No pude reconocer al asesino, pero hay algo que me llamó la atención de él —volví a mentir—. Cuando levantó el cirio me pareció ver el reflejo de algo brillando. Fue un segundo, una menudencia, lo suficiente para no distinguir el rostro pero sí para fijarme en un detalle… ¡Eran canas!, el incendiario tenía la cabeza cubierta de canas.
Recé para que Tortosa se creyese aquella mentira y volviera a confiar en mí y en nuestro juramento. Más tarde, cuando ya estuviera a solas con Pierre, tendría que contarle que no fui capaz de quedarme con las culpas de mi conciencia… y callarme.
—¿Dices que era canoso?
—No tengo dudas, eran canas.
Tortosa estaba como hundido en un angosto sueño, silencioso, placentero, pensativo, muy reconfortante. Los brazos se le quedaron rígidos al lado de su cuerpo, que caía cada vez más hacia delante. Yo no he visto mentiroso más intrigante en mi vida que aquel cocinero y su pertinaz antifaz de jocoso amigo. Nunca. Al menos eso me pareció en aquel momento.
—¿Quién más sabe esto?
Negué, tragando saliva y sosteniéndome las ganas de salir corriendo. Tortosa asintió antes de sonreírme.
—Tengo una ligera idea de quién puede ser, pero no estoy seguro. Canas, ¿eh?… Tarde o temprano lo averiguaré. Tienes que mantener en secreto lo que viste, ¿lo has entendido?
—Tendré la boca callada.
—Y otra cosa, seré yo quien se lo diga al Francés… cuando crea que deba hacerlo.
—Sí, claro, por supuesto.
Tortosa, risueño, se puso de pie. Yo me levanté al momento. Nos quedamos enfrente uno del otro, sin decir nada. Intenté devolverle la gansa alegría que me mostraba con aquel ridículo abrazo que me dio. Le apreté las costillas contra las mías, lo más fuerte que pude, y le dije la sarta de mentiras más soeces, falsas y rastreras que recuerdo haber dicho nunca.
—Yo no merezco tu amistad, Tortosa. No si he podido dar a entender que he dudado de ella. No he conocido a nadie en el mundo que me haya enseñado tanto sobre el respeto a la vida y a la fidelidad como tú. Jamás he dudado de ti, y querría darte las gracias por tantas cosas que no sabría por dónde empezar.
—Suena a despedida, insensato, y todavía nos queda mucho que andar juntos.
—Ya lo sé, pero necesitaba decirlo. Siempre te estaré agradecido.
—Bien me debes tu vida —soltó con otra sonrisa chocarrera—, es cierto que me tienes que estar agradecido hasta que te mueras.
—No entiendo. —No quería entender.
—Ese transeúnte caritativo que se dedicó a salvar vidas en el incendio, del que habla el periódico, ese era yo.
—¿Fuiste tú quien me sacó del incendio?
—Con estos dos brazos. Casi la palmas. La próxima vez ten más cuidado y sé el primero en salir corriendo de un fuego. No siempre tendrás la misma suerte.
Me quedé patidifuso.
—¿Te ha sorprendido?
Volví a empacharme de sudor.
—No sé qué decir…
—No digas nada, y termina de empaquetar tus cosas. Pierre nos espera antes de comer.
PULLITAS DE ESCAMÓN
Ni una sola gota de agua. El río quebraba seco por los guijarros que marcaban su cauce fantasma. Llegamos a una llanura que se extendía sobre un valle repleto de árboles huraños y peñascos desnudos. El paisaje había cambiado de una manera sorprendente: antes el horizonte era verde y fértil, y ahora, a apenas veinte kilómetros de La Capital, todo lo que se divisaba era un tórrido y sediento raso.
Pierre volvió a girar a la derecha para tomar un camino de tierra que llevaba directo a una loma deshuesada donde únicamente se divisaba una casa alta y ruinosa muy a lo lejos. El coche avanzaba muy despacio dando trompicones sobre los baches y montículos del terreno.
A los cinco minutos de dar botes por aquel sitio, una interminable alambrada apareció de improviso al rebasar una rasante. El Francés frenó y aparcó el coche en una explanada, justo al lado de un pequeño cenagal.
Abrimos la verja con cuidado de no cortarnos con los alambres que envolvían el cerrojo. Bajo un sol de justicia, en el silencio de la tarde, aquella casa lejana tenía el aspecto de un mugriento hostal en ruinas en mitad de ninguna parte. La hierba crecía alborotada entre las piedras del camino, y millones de mosquitos nos daban la bienvenida en forma de picaduras y cojoneras sinfonías.
Tortosa andaba delante de nosotros dos con paso decidido. Pierre se ayudaba de mi hombro para poder seguir la marcha del cocinero. Por mi parte, sentía un ligero vértigo, me temblaban las piernas, y estaba preocupado porque aún no había tenido ocasión de contarle al Francés mi desafortunada conversación de por la mañana. Traté de serenarme y empecé a caminar más despacio de lo normal. Pierre pareció entender mi treta y menguó también él su ritmo. Dejamos que Tortosa se difuminara entre la bruma del bochorno.
—Esta mañana he tenido que contárselo todo a Tortosa —le susurré.
—¿Y qué es todo?
—Lo del incendio, lo de la monja y el cura, lo del asesino.
—¿Y nada más?
—Nada más, nada más…
El cocinero se paró y el pequeño trecho que nos llevaba de ventaja se esfumó en un periquete. Al rebasarle, me fijé en cómo sus cejas picudas se arrugaron hasta deformarse en una vasta sombra. Seguimos caminando hasta llegar a otra verja, más rudimentaria, donde un ramillete de rosales secos y un perfume rancio a rosas nos guio hasta la entrada de la casa.
La palabra que había utilizado Tortosa para describir el escondrijo de Tito Donabella había sido «madriguera». La fachada de aquel lugar era un inmenso panel forrado de anchas maderas blancas horizontales, desgastadas en todas las esquinas, sucia de polvo amarillo a un lado y otro, y sin una sola ventana. No tenía cumbre, al final de la mole se intuía un chato tejado donde el agua se encharcaría sin lugar a dudas y donde más de una alimaña pasaría sus horas en la noche, resguardada de la claridad de la luna. Una mesita de hierro oxidada y terroríficamente infectada de moscardones revoloteando encima de un plato de cristal quemado por el sol nos estrechaba aún más un soportal irregular y minúsculo, paso obligado hasta la puerta de entrada.
Miré a mis dos acompañantes y ellos me miraron a mí. En el Francés creí reconocer una expresión de alivio en sus ojos, y en Tortosa una de pura maldad. El enclenque cuerpo del cocinero se interpuso entre el mío y el del Pierre, justo en medio de los dos y por detrás de la mesita. Empecé a sudar, mis pensamientos zarandeaban a mi alma, comprendí que allí podía liberarme de todos los remordimientos que me habían asaltado durante esta maldita historia. Suspiré, después de tanto tiempo no sabía si quería volver a ver a mi tutor.
Pasaron unos minutos antes de que el cocinero golpeara la puerta con los nudillos. Lo único que se sentía era el silencio. Volvió a aporrear la madera, esta vez sin ninguna delicadeza. El sol juzgó desnudarse en aquel preciso momento haciendo que la terquedad de la espera se acentuara mucho más. Tardamos solo unos segundos en sentir pasos, de pies descalzos. Con un ruido de rechinadas bisagras la puerta se abrió, lentamente. El labio me temblaba a causa del nerviosismo, o la impaciencia.
La oscuridad nos cegó.
—¿Ya estáis aquí? Os esperaba mucho más tarde, no me ha dado tiempo de preparar café, ni hacer nada para la merienda. Os tendréis que conformar con mi compañía.
Un tufo a alcohol me desgarró el olfato.
—Estás borracho —espetó Tortosa.
Mi respiración era estruendosa. No tardé en distinguir la nariz aguileña de mi tutor enfilar por entre el polvo del resquicio de la puerta. Su corva mirada estaba empapada de humedad, y las arrugas de su frente dormían despatarradas sobre una hilera de pelos canosos que caían de su frente. Era el mismo Donabella de siempre, pero diez o veinte años mayor.
—¡Vaya facha! —exclamó el cocinero.
Tito salió al sucio soportal con los brazos en jarras, vestido únicamente con unos calzoncillos largos que se sostenían solos de la mugre que tenían. En torno a la bragueta el color parduzco de la tela se volvía de un palomino piojoso. Y el olor a sudor era tan nauseabundo que ni con veinte baños de sales con romero, menta y jazmín se podría eliminar tal pestilencia de su piel. Todos dimos un paso hacia atrás.
—¿Borracho? —Donabella apenas se mantenía en pie—. ¿Quién dice que estoy borracho?
Aparté al cocinero y me planté delante de mi tutor. ¿Todo lo que yo había sufrido se reducía a eso? En momentos como aquel es cuando me percato del significado del sufrimiento. Todo es una farsa, la vida te hace cambiar una y otra vez de dolor. Nunca se puede dominar a la amargura, a la angustia o al desconsuelo; siempre vuelven a aparecer con distintas etiquetas, mordiéndonos un trozo de alma que nunca volverá a nacer.
—Tito…, soy Adiel, ¿me reconoce?
El enclenque hombrecillo asintió, más pálido que el sudario de un beduino. En su mirada advertí angustia, pero no sorpresa. Levantó sus manos y me abrazó. Casi me desmayo.
—¡Déjanos pasar de una vez! —gritó Pierre—. ¡Aquí nos vamos a achicharrar!
Aquella intervención del Francés evitó que me desmayara por la peste. Donabella, después de tocarme una vez más el rostro con sus manos arqueadas, se dio la vuelta, siendo él el primero en mirar hacia aquel caserón.
—Tened cuidado de no pisar a… Óscar —dijo bajo el dintel—. A veces aparece…, la muy salvaje…, sin avisar, y se mete entre las piernas…
—¿Tienes un perro, Donabella?
—¿Un perro?, ¿quién dice que Óscar es un perro?… ¡Vaya ocurrencia!
—¿Un gato? —insistió Tortosa—, ¿una tortuga?, ¿un zorro?, ¿un león?, ¿un caballo?…, ¿un conejo?
—Una rata… Óscar es una rata, y muy bonita…
—¿Un roedor?
—Pierre, tú siempre tan refinado… Óscar es una rata ¡gordísima!, no la llames roedor, como si tal cosa…
El umbral de la vivienda parecía la puerta de acceso al más allá. El interior era más oscuro que la noche, y ni un rastro minúsculo de claridad se oponía a ello. Entramos, al fin, deseando no pisar al inquilino de mi tutor. La extraña casa era realmente una madriguera apestosa. Olía a vómitos.
Soporté el primer envite de aquel aliento tibio que corría por el aire lo mejor que pude. Me tapé la boca y la nariz con un pañuelo.
—Al antiguo dueño no le gustaban las ventanas… ¡Ni una!, no hay ¡ni una! —repetía Donabella—. Ni una ¡mísera! ventana… Encenderemos la bombilla, ¿no? Sí, sí…, la encendemos…
Mi tutor cruzó la habitación como un murciélago, sin hacer ruido. Al poco, se escuchó un crujido metálico y una luz escasa colgó del techo. Era deprimente; aquel lugar carecía de una mínima ventilación. Las paredes estaban pintadas de un verde escandaloso y todo el edificio era en sí una enorme caja vacía, cuyo interior solo lo ocupaban una mesa desconchada y seis sillas de plástico. No había retrete, ni cocina, ni camas, ni siquiera una mísera ducha. Un áspero liquen parecía ahorcarse de la única viga que atravesaba el techo, y cinco o seis botellas vacías de whisky barato rodeaban a una sandía en descomposición.
—No me encuentro muy… bien…
Óscar, la rata, comía de un melón en la esquina más alejada de nosotros.
—No… no me… encuentro muy… bien…
Donabella, que a la luz de la bombilla parecía un espantapájaros, movía la cabeza buscando un lugar donde fijar su mirada. Cedía pálido a cada sacudida del alcohol, sus manos venosas contemplaban cómo las convulsiones eran cada vez mayores. Cerraba los ojos, los volvía a abrir, los cerraba, los abría…
Terminó por caerse en redondo.
—Solo tiene que dormir la mona…
—Pierre tiene razón, se le pasará…
—Tú le ves escuchimizado, pero Donabella es muy fuerte…, y los tiene bien puestos…
—Eso espero… —dije.
Aunque sucio y hediondo, dentro se estaba mucho más fresco que fuera. Mi tutor hacía ya más de dos horas que dormía en un hoyo, en el centro de la casa, sobre un colchón de periódicos manoseados. Durante ese tiempo el Francés y Tortosa apenas habían abierto la boca. Yo llevaba un rato parado enfrente de la puerta mirando cómo un pequeño remolino de viento se llevaba de un lado a otro un haz de hojas secas. Con gusto me hubiera cambiado por cualquiera de aquellos frágiles desechos vegetales. Me sentía engañado por el mundo, el infierno se me tragaba con todo mi cansancio, y eso era demasiada culpa como para cargarla yo solo. Los últimos días habían sido terribles, llenos de sustos; pero en aquel momento no era consciente del despropósito del silencio, que es capaz de preceder a la locura tanto como el fuego a la mecha o a un reguero de pólvora. El recelo lo marcaba el límite de la palabra. Pierre y el cocinero empezaron a tirarse «pullitas de escamón».
—Tú habías estado aquí antes, ¿verdad? —preguntó Tortosa al Francés.
—¿Por qué dices eso?
—Apenas has necesitado indicaciones para dar con el sitio.
—No se necesitan más indicaciones de las que me has dado. Hasta un anormal llegaría sin problemas.
—Exageras…
—No exagero: carretera sur dirección meseta; primer cruce después del puente, doblar a la derecha hasta ver una impresionante casa encima de una loma; coger el primer camino de piedra que cruza la carretera; aparcar cuando termina el camino en una verja. ¿Exagero?
El cocinero tardó lo justo en contestar para que no pareciera demasiado importante lo que discutía.
—Puede que tengas razón… —dijo muy bajito Tortosa.
—¡La tengo! —increpó a grito limpio Pierre.
El tono de la conversación se enturbiaba cada vez más. Ahora me tocaba a mí comportarme como un versado descubridor de disfraces. Los observaba atentamente, pendiente de cada uno de sus gestos: la mirada desconfiada del Francés podría significar que, tras su corazón henchido de lealtad, una sospecha le estaba dando ardores en el estómago; o que tras los ruborizados cachetes del cocinero, un feo remordimiento carcomía su sesera.