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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (29 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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—¿Te salvó el culo?, ¿qué hizo ese bobalicón para que digas eso?

—Mira —Clarisse; mis ojos la veían como aquella mujer que me sedujo, bella y terrible—, yo salí del local a eso de las tres de la mañana y llevaba encima todo lo que había ganado en una semana. Mucho dinero, mucho, mucho, mucho. El Púas estaba pegadito a mí, y por detrás venían Juanlu y el otro más gordo, que no sé cómo se llama. La cosa es que Juanlu y el gordo me gritan: «¡Corre, Clarisse, corre!». Yo corrí todo lo que pude, un cacho grande. A esto que siento cómo alguien me tira al suelo de un empujón. Era el Púas, ¡y gracias! En un segundo sonó como una tormenta. ¡Eran tiros!, ¿te lo puedes creer? Me dije: métete debajo de ese camión y espera a que cesen las balas. Viendo que en un momento se hizo el silencio, decidí salir de mi escondite y echar a correr. ¡Y así lo hice! ¡Me daba pánico pensar que estuvieran apuntándome y cogí el dinero que tenía en mi cuerpo escondido y lo tiré al aire!, ¡como si eso me sirviera de protección! Yo quise sobrevivir, ¿es eso tan malo? El caso es que no me querían a mí, ni a mi dinero, Juanlu y el gordo querían al Púas…, muerto, claro. ¡Qué fuerza te da el miedo!, ¿verdad, zoquete mío? El temor a morir, la cercanía del fin. Ahora pienso en el Púas y me parece muy triste: hubo un instante en que él pudo ganar la partida a los otros dos matones, pudo haber escapado y sobrevivir, e incluso haber ganado, y sin embargo no lo hizo porque se tropezó conmigo…, se me cayó encima. Es irónico, ¿verdad?, no salvó el culo porque se tropezó con el mío. Cosas de la vida, supongo.

Me froté los ojos mientras intentaba dar crédito a lo que veía. La hermosa mujer de Pierre, quizá ya viuda, sentada en la falda de Tortosa.

—Eres una mentirosa.

—¿Y por qué me dices eso, guapo? —Clarisse le dio un beso en la frente—. ¿Es que nunca me vas a creer en nada de lo que te diga?

—Es la historia más fantástica que te he escuchado últimamente.

—Jo, casi me muero del susto…, y solo sabes decir que miento.

—Hace un momento me dices que el tal Púas me puede ratificar tu coartada para ese sábado porque te salvó el culo, y ahora acabas de matármelo en un ataque de entusiasmo. —El cocinero se mostró muy serio durante unos segundos—. No seas mala y deja de jugar conmigo.

Bastaría empujar un poco una pesada puerta de madera para colarme en la cocina, justo delante de la encimera, donde estaba sentado Tortosa debajo de la única bombilla. Clarisse se contoneaba encima del cocinero, cariñosa. Yo miraba escondido, sin ser consciente de que lo hacía.

—Vale, vale —dijo la mujer—. Tienes razón. Es todo mentira, no pasó nada de eso. Pero es que no puedo contarte todo lo que hago, a todas horas. Mi vida no es tan excitante, ¿sabes? Me gusta verte enfadado…

—¿Piensas que soy tonto?

—Eres un zoquete…

Vivir a hurtadillas una historia de amor escondida y que no te pertenece es una de las situaciones más incómodas que pueden pasarle a uno en la vida. Aquello para mí fue un cierto alivio, porque de alguna manera libraba a mi conciencia del remordimiento que sentía por haberle sido infiel a mis sueños, y a Dulce en ellos.

Clarisse se echó hacia atrás y dejó caer a sus pies la blusa que llevaba. Tortosa se levantó y la tomó entré sus nerviosos brazos, arrebatado por un deseo torpe y primitivo; la besó, la tocó, se movía excitado…, paró, la miró, volvió a besarla, volvió a tocarla, la volvió a mirar. Con el torso desnudo, Clarisse se tumbó en la encimera, Tortosa se apresuró a terminar de desnudarla, rasgando la ropa interior con fuerza, sin ningún miramiento. Ella no cerró en un solo momento sus ojos. Me pregunté si conmigo provino igual. El cocinero la hizo suya mascullando palabras de amor que sonaban ridículas en su boca. Hacía como si se resistiera, manoteaba sobre la espalda de él, le clavaba las uñas y lanzaba grititos de protesta que se perdían entre los jadeos de ambos. Se rindió, quedó inerte sobre el frío mármol, entre los enclenques brazos, a merced de Tortosa. El rostro de la mujer del Francés dibujaba una mueca de placer, la boca estaba entreabierta, hinchada. Millones de cabellos castaños, pelirrojos, se mezclaban con el sudor de sus costillas, tapándole los pechos y el cuello.

Fue extraño, pero sentía un regocijo interior que no era capaz de reconocer, como una paz que se me escapaba de lo más hondo de mi propia fe. Tenía la sensación de ser yo Tortosa en aquel momento, de haberle robado toda su entrega y el pecado que pudiera gozar. Me di la vuelta y los dejé vistiéndose en la cocina.

Era muy temprano. Demasiado temprano, intenté dormir de nuevo.

Fred había preparado el desayuno; al igual que siempre. Leche, café, pan, mantequilla, sobrasada, jamón, huevos, galletas, bizcochitos, magdalenas, chocolate, plátanos, naranjas y manzanas. Sobre la encimera. Todos estaban demasiado ausentes, o cansados, o muy hambrientos, como para prestar atención al desorden de la cocina, a las manchas del mármol, al trozo de tela que colgaba en una esquina de la puerta. Eran los restos de una batalla de amor.

—Buenos días, ¿qué tal has dormido, muchacho? —me preguntó Fred nada más sentarme.

—Buenos días. He dormido bien —contesté.

Urría comía como si fuera la primera vez en su vida que lo hacía. No levantó la vista cuando entré ni cuando lo hizo Tortosa. Su rostro parecía el del diablo de muchos capiteles de iglesias que he visitado a lo largo de mi vida. Sus facciones estaban malditas con la fealdad más inhumana que el miedo puede imaginar. El parche que le cubría un ojo apenas escondía la gran mancha gris que nacía en su frente y que acompañaba a los cuatro pelos de la cabeza. No tenía barbilla, su boca terminaba en una faz de dos muelas negras como el carbón y en una nariz del tamaño de un colín de pan castizo. Costaba imaginar algo hermoso salido de él, engullía todos los alimentos que podía tragar de una sola vez.

—Chicos, hoy tenemos trabajo para regalar… —Tortosa le dio un sopapo a Urría con todas sus ganas—. Toca limpiar a fondo esta pocilga.

Ni a Fred ni al tuerto pareció importarles lo más mínimo la perspectiva de todo un día trabajando con un estropajo y un cubo de agua jabonosa, siguieron mañaneando de la misma guisa que cualquier otro día. En cambio a mí debía de habérseme puesto el semblante de una proporción tal que, al poco de empezar a tomarse su café, Tortosa me eximió con una mirada candorosa de cualquier obligación molesta o pesada.

—No te preocupes, que tú no limpiarás nada —me dijo—. Daremos un paseíto por los alrededores. Creo que todavía no conoces el barrio, ¿no?

Dudaba entre contestarle que no hacía falta que me absolviera de ningún trabajo por muy rudo que fuese, o darle las gracias por ser tan hipócrita con sus juramentos, a juzgar por lo que fui testigo en la madrugada. Aquel hecho, la infidelidad de Clarisse y la traición a Pierre por parte de su mejor amigo, son de los pensamientos que se te quedan grabados de por vida, con una implacable intensidad, claros como el agua. Cierro los ojos, y los cerraba entonces, y soy, y era capaz, de hacer que renacieran los quiebros traicioneros de mi alma, pero era incapaz de no disfrutar con ellos. Aún ahora sigo torturándome con los nimios detalles que perduraron hasta hoy.

—No hace falta, Pierre. Me gustaría ayudar en todo lo que pueda.

—¿Me has llamado Pierre?

—¿Pierre?

—Sí, me has llamado como al bueno del cojo.

—Lo siento, no me he dado cuenta. —Agaché la cabeza y le di un sorbo al café con leche. Detestaba el sabor amargo de ese café.

—No pasa nada, bobo —me contestó—. Eso es que lo tienes en la cabeza. Me gusta que sea así. Yo también he pensado mucho en él en las últimas horas.

—No tengo la menor duda. —No la tenía en realidad.

—Del Francés precisamente quería hablarte. Tengo noticias.

Dejé por imposible el café.

—¿Noticias?

—Noticias que te contaré cuando demos ese paseo.

No lograba quitarme de la cabeza la imagen de Clarisse. No podía dejar de pensar en ella. Traté de imaginar a mi añorada Dulce. Su sonrisa, su forma de hablarme. Era imposible. Me sentía mal conmigo mismo y cabreado con Tortosa.

—¿Has dormido bien? —ironicé mi énfasis al preguntar.

—¿Me lo dices a mí?

—Claro.

—¿Y a qué viene esa pregunta?

—Por nada en especial.

El cocinero me miró y empezó a mover la cabeza con una expresión demasiado seria. Temí haber sido un bocazas.

—¿Qué te ocurre, memo? ¿Qué te preocupa? Te hice un juramento, ¿recuerdas?, y yo los cumplo siempre, aunque la vida me vaya en ello. —Depositó la taza humeante sobre la encimera y se levantó de donde estaba—. Puse mi palabra sobre la misma cruz de Jesucristo y juré que no te pasará nada mientras estés conmigo.

El silencio me tranquilizó. Solo se escuchaba al gaznate de Urría. Forcé una sonrisa.

—Deja de preocuparte ya. Vayamos a dar ese paseo.

Era una hermosa mañana de mediados de mayo. Durante la noche el rocío apenas había dejado su fresca capa de gotas. Caminábamos uno al lado del otro, sumido cada cual en sus pensamientos.

—Tengo noticias de Pierre. Buenas noticias.

Doblamos una esquina que nos llevó de corrido a otra esquina. Tortosa amainó el paso hasta detenerse.

—Está vivo —dijo sin levantar la vista del suelo—, se encuentra ingresado en el hospital castrense del Santo Job, en la Alcurria. Malherido, pero vivo a fin de cuentas.

Estuve a punto de gritar. Me sentí tan contento que no atiné a decir nada coherente en unos segundos.

—¡Qué!, ¿cómo?…, ¿dónde dices?…, ¡vivo!… ¡No!

Tortosa se rio.

—Vamos —dijo reanudando la marcha—, sigamos paseando.

Cruzamos por lo menos dos grandes avenidas y otro par de calles peatonales sin abrir la boca. Ya a aquellas alturas de mi vida entendía el secreto de la prudencia, que no solo radica en actuar con reflexión y precaución, sino también en moderar esas reflexiones para no ser exageradamente precavido unas veces, y demasiado falto de sensatez otras. Dejé que fuese él quien hablara primero.

—Ya te dije que al Francés no era fácil enterrarlo.

—¡Está vivo!

—Por supuesto —Tortosa volvió a sonreír. Una vez más.

—¿Y quién te ha dicho dónde está?

Aunque yo sabía la respuesta, también intuía que no me lo diría.

—Un confidente de mala calaña, no te conviene conocerlo.

De nada valía seguir insistiendo en el mismo asunto. En ese momento de la mañana las calles aún estaban en silencio. Un silencio que presagiaba un tumulto.

—¿Y ese confidente te ha dicho cómo llegó al hospital?

—No hemos hablado mucho. Se limitó a decirme que el Francés estaba sano y salvo y que estaba en ese lugar. Con su mujercita.

—¿Con su mujercita?, ¿te dijo eso?

—No, él dijo su señora.

A mi lado, caminando despacio, Tortosa me observaba de reojo intentando adivinar mis pensamientos.

—¿Cómo es ella?

—¿Cómo es quién?

—Su señora, la señora de Pierre.

El cocinero apretó los dientes. Se agachó a coger una piedrecita del suelo y la tiró con indiferencia a un gato que se nos cruzó.

—¿No la conoces tú también?

—Bueno, solo de vista —dije haciendo hincapié en la palabra «vista»—. No me refiero a su físico, sino a ella como persona.

—Siempre ha sido una bala perdida, un bicho raro, a mi manera de entender. Nunca ha mostrado el menor interés por ser buena gente. Tampoco lo necesita, tiene a quien quiere comiendo de su mano…

—¿A Pierre?

—Él está encandilado con ella.

—¿Y ella con él?

—¡Y yo qué sé! —gritó—. ¡Clarisse no es una mujer de fiar!… Nunca se puede estar seguro de nada con mujeres de su clase.

—Pero tiene algo que atrae a los hombres, ¿no?

—¿A qué viene tanto interés?

Todos mis esfuerzos por hacer que la curiosa obsesión que me había surgido por Clarisse desapareciera, estaban siendo repudiados por un estúpido ataque de celos irracional. Me di cuenta a tiempo y borré de mi mente la imagen de la pelirroja desnuda frente a Tortosa. Cambié el giro de la conversación.

—Me parece increíble todo lo que está pasando.

—Muchacho —me dijo sin titubear ni una sola palabra—, es una necesidad del ser humano la de vivir. Y no hay nada más vital que cuestionar el paso de los años, conocer, explorar, sufrir, sentir, errar y acertar. Pero no seas nunca incrédulo con lo que te esté pasando, te arrepentirías. ¿Qué otra cosa mejor hay en este mundo que la emoción de tener el destino a mil horizontes de distancia y no poder nunca tocarlo con las manos?

—No puede haber emoción en un destino que ya está escrito —dije, como el que dicta sentencia—. Nadie es dueño de su destino.

—¿Y quién dice esa tontería?

—Lo dice mucha gente.

—¡Paparruchas!

Nos paramos frente a un mural. El confeti de azulejos era más alto que dos hombres juntos, y estaba encastrado en el muro mediante una sólida mezcla de colores cálidos y vivos. Aquello representaba, según ponía en un cartel, el amor desinteresado de las madres por sus hijos. Toqué la textura de la pared, era fría y agradable.

—Toda historia tiene más de un final —dijo el cocinero roncamente, mirando a ninguna parte—, hay que saber elegir el final feliz.

Armé mi tirria y esperanza en el silencio, sonreí y seguí tocando el mural. A pesar de lo que yo dijera sobre el destino, sí que me creía amo y señor del mío. Me di la vuelta y le hice una cómica reverencia a Tortosa.

—Sois verdaderamente sabio.

—Si fuera sabio —contestó a modo de guasa—, sería porque sé que no lo soy, bobalicón.

El cocinero me dio una de sus palmaditas en la espalda.

—Después de almorzar iremos a ver a Pierre al hospital. Ese viejo cojo tiene mucha suerte de tenerte como amigo, pequeño Adiel.

Miré a Tortosa y me pareció que una expresión de auxilio salió de sus ojos al decirme aquello. Ansiaba oír de mis labios lo que no merecía escuchar. No, después de lo de Clarisse. Comenzamos a andar y esperé a que dejara de rugir en mis vísceras la embaucadora razón.

—Pierre también tiene mucha suerte de tenerte a ti como amigo —mentí.

22

UN FINAL FELIZ

—En realidad ha tenido mucha suerte. Un golpe en la cabeza como ese puede ocasionar graves daños cerebrales a cualquier persona. Demos gracias a Dios: es muy posible que lo malo ya haya pasado y que se recupere totalmente. Ahora mismo sigue conmocionado, y no hay manera de saber cuánto tiempo estará así, los síntomas pueden desaparecer en unos días, en semanas, o incluso en más tiempo. No recuerda nada acerca…, acerca del accidente, está confuso —la mirada añeja de la religiosa, que tanto me desconcertó en mi anterior visita con el Francés al hospital castrense, se posó en mi tembloroso mohín—, sufre náuseas, le cuesta hablar con claridad y tiene lagunas en su memoria, le duele la cabeza, está continuamente durmiendo, pierde la concentración y se fatiga con facilidad… Les pediría que no olviden cómo se encuentra cuando entren a verle…

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