El cerebro supremo de Marte (10 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: El cerebro supremo de Marte
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—¿Qué nave? —preguntó una voz.

—La
Vosar,
de la Torre de Thavas, con rumbo a Toonol —contestaron desde a bordo.

Oímos un chasquido cuando el otro vehículo tocó al nuestro.

—Vamos a hacer un registro por orden de Vobis Kan, Jeddak de Toonol. ¡Abrid paso! —gritaron desde la nave toonoliano.

Nuestras esperanzas habían durado bien poco. Oímos ruido de pasos y Gor Hajus murmuró en mi oído:

—¿Qué hacemos?

—Luchar —contesté, entregándole mi espada corta.

—Bien, Vad Varo.

Entregué la pistola a Dar Tarus. Las voces se aproximaban.

—¡Hola! —gritó uno—. ¡Pero si es mi gran amigo Bal Zak!

—Naturalmente —contestó una voz grave—. ¿Cómo podías suponer que mandara el
Vosar
otro que no fuera Bal Zak?

—¡Qué demonios! Podría ser Vad Varo en persona o el mismo Gor Hajus, y tenemos orden de registrar todos las naves.

—Ojalá estuvieran aquí —replicó Bal Zak—, pues la recompensa sería grande; pero ¿cómo podrían estar aquí si el mismo Ras Thavas les vio escaparse en el
Pinsar y
desaparecer por el Este antes del amanecer?

—Tienes razón, Bal Zak, y sería una tontería perder el tiempo registrando tu nave. ¡Abordo, muchachos!

Respiré profundamente cuando oí alejarse los pasos de los guerreros de Vobis Kan, y dí nuevamente albergue a la esperanza cuando el ruido de nuestro motor nos indicó que el
Vosar
proseguía su rumbo. Gor Hajus acercó sus labios a mi oído.

—Los espíritus de nuestros antepasados nos protegen. Es de noche y la oscuridad nos ayudará a escapar de la nave y de la plataforma de aterrizaje.

—¿Por qué crees que es de noche?

—Porque la nave de Vobis Kan no llamó al nuestro hasta que estuvo a su lado. Si hubiera sido de día, hubiera visto de qué buque se trataba. Gor Hajus tenía razón: llevábamos encerrados en aquel chamizo desde el amanecer, y aunque a mí me había parecido un tiempo interminable, recordé que la oscuridad, la inacción y la tensión nerviosa parecen alargar la duración de una espera.

Como la distancia entre la Torre de Thavas y Toonol era relativamente corta, poco después del encuentro con la nave de Vobis Kan nos detuvimos en la plataforma de aterrizaje de nuestro punto de destino. Allí aguardamos mucho tiempo, espiando el movimiento de a bordo y preguntándonos, al menos yo, cuáles podrían ser las intenciones del capitán. Era posible que Bal Zak pensara volver a Thavas aquella misma noche, sobre todo si había ido a Toonol a buscar a un paciente rico o poderoso; pero si había hecho el viaje para aprovisionarse, probablemente permanecería allí hasta el otro día. Todo esto me lo dijo Gor Hajus, pues los conocimientos que yo tenía de los viajes aéreos del laboratorio eran prácticamente nulos: a pesar de llevar tantos meses con Ras Thavas, hasta el día anterior no me había enterado de la existencia de la pequeña flotilla, ya que los muros exteriores del edificio que miraban a Toonol no tenían ventanas y hasta la víspera nunca había tenido ocasión de subir a las terrazas superiores.

Esperamos pacientemente hasta que se hubieron extinguido todos los ruidos de la nave, y entonces, tras un breve cambio de impresiones con Gor Hajus, decidimos escapar de la aeronave con intención de buscar un escondite en la torre de la plataforma, desde donde pudiéramos ver la ciudad.

Abrí con cautela la puerta del almacén y eché una ojeada a la cabina adyacente, que estaba sumida en la más completa oscuridad. Salimos en silencio. Una quietud de tumba imperaba en el buque, pero hasta nosotros llegaban los ruidos apagados de la ciudad. Y de pronto, sin un ruido, brotó un torrente de luz que iluminó brillantemente el interior de la cabina. Miré alrededor y llevé la mano a la espada.

Justamente enfrente de nosotros, apoyado en la puerta de la cabina opuesta, había un hombre alto cuyos correajes le diferenciaban de un guerrero vulgar. En cada mano sostenía una pesada pistola barsoomiana cuyos cañones, apuntados hacia nosotros, atrajeron inmediatamente mi mirada.

CAPÍTULO VIII

¡Manos Arriba!

Pronunció con voz tranquila las palabras barsoomianas que equivalen a nuestra expresión terrestre
¡Manos arriba!
Una sonrisa irónica se dibujo en sus labios y, como titubeáramos en obedecerle, habló nuevamente:

—Haced lo que os digo y os irá mejor. Guardad silencio. Una palabra más alta que otra puede ser vuestra ruina, probablemente en forma de una bala.

Gor Hajus levantó las manos por encima de la cabeza y los demás seguimos su ejemplo.

—Yo soy Bal Zak —dijo el desconocido.

El corazón me dio un vuelco.

—Entonces puedes disparar-dijo Gor Hajus—, porque no nos cogerás vivos, y además somos cuatro.

—No tan de prisa, Gor Hajus —replicó el capitán del
Vosar—.
Tengo que hablar con vosotros.

—Ya sé lo que tienes que decirnos —interrumpió el asesino de Toonol—, pues te hemos oído hablar de la recompensa ofrecida al que capture a Vad Varo y a Gor Hajus.

—Si tanto la hubiera deseado bien sencillo hubiera sido para mí entregaros al
dwar
de Vobis Kan cuando nos encontramos con él.

—No sabíais que estábamos a bordo del
Vosar
-le dije.

—Si lo sabía.

Gor Hajus expresó su incredulidad desdeñosa.

—Entonces, ¿cómo os explicáis que me hallara en este sitio esperando que salierais incautamente de vuestra madriguera? Yo sabía que estabais a bordo.

—¿Pero cómo lo sabíais? —preguntó Dar Tarus.

—Para satisfacer vuestra natural curiosidad, os diré que duermo en una pequeña habitación de la Torre de Thavas, y que mi ventana da a la plataforma y al hangar. Los años pasados en las aeronaves me han aguzado el oído extraordinariamente: aun el cambio de velocidad en los motores me despierta instantáneamente del sueño más profundo. Comprenderéis que el ruido de los motores del
Pinsar,
al ponerse en marcha, me hizo dar un bote en la cama. Al asomarme vi a tres de vosotros en la plataforma y al cuarto saltando de la aeronave cuando ésta arrancaba, y deduje que por alguna razón desconocida la habíais abandonado sin mando en la atmósfera. Como ya era tarde para evitarlo, esperé en silencio, atento a lo que sucediera: os vi correr al hangar y escuché la conversación que sostuvisteis con Ras Thavas antes de embarcaros en el
Vosar.
Inmediatamente bajé a la plataforma, y sin que os dierais cuenta os vi entrar en la cabina, y comprendí que tomabais pasaje para Toonol. En vista de que habíais encontrado un escondite, me volví a mi habitación como si nada hubiera ocurrido.

—¿Y no avisaste a Ras Thavas? —pregunté.

—No avisé a nadie. Hace muchos años que tengo uso de razón, y he aprendido a verlo y oírlo todo, y no decir nada, a menos que me convenga hacerlo.

—Sin embargo, te oí decir que la recompensa para el que nos descubriera era bastante aceptable —replicó Gor Hajus—. ¿Tampoco te convenía?

—En el corazón de los hombres honrados hay fuerza capaces de contrarrestar a la avaricia y al egoísmo; y aunque los toonolianos tenemos fama de no rendirnos fácilmente a los dictados del sentimiento, yo no puedo permanecer sordo a las llamadas de la gratitud. Gor Hajus: hace seis años que te negaste a asesinar a mi padre que, según tú, era un hombre bueno y digno de vivir, y te había hecho algunos pequeños favores. Hoy recoges el fruto de tu buena acción y, en cierto modo, quedas indemnizado del castigo que te aplicó Vobis Kan por tu negativa a matar al jefe de la familia Bal Zak. He mandado a la ciudad a toda la tripulación para que nadie, excepto yo, se entere de vuestra permanencia aquí. Comunicadme vuestros planes y decidme si os puedo servir en hago más.

—Queremos llegar a las calles sin que nos descubran —contestó Gor Hajus—. Si nos ayudas en esto no queremos complicarte más en nuestra fuga. Te quedamos muy agradecidos, y no necesito recordarte que hasta el Jeddak de Toonol ha deseado tener la gratitud de Gor Hajus.

Bal Zak reflexionó unos instantes.

—Vuestro deseo es bastante peligroso por los individuos que componen vuestra partida. El mono llamaría inmediatamente la atención y despertaría sospechas. Como conozco muchos de los experimentos de Ras Thavas, he comprendido, después de observaros esta mañana, que tiene el cerebro de un hombre, y este detalle, precisamente, atraería sobre él con más intensidad la atención del público.

—No tienen por qué saberlo —gruñó Hovan Du con acento salvaje—. Para ellos no seré más que un mono cautivo. ¿Es que no los hay en Toonol?

—Sí, hay algunos, aunque pocos; pero además hay que contar con la piel blanca de Vad Varo. Creo que Ras Tahavas ignora la presencia del mono entre vosotros, pero conoce perfectamente la filiación de Vad Varo, que se ha encargado de propalar por todos los medios a su alcance: el primer toonoliano que te viera te reconocería en el acto. Además está Gor Hajus. Aunque ha estado seis años muerto, me atrevo a asegurar que no hay toonoliano que haya roto su cascarón hace más de diez años, para quien el rostro de Gor Hajus no sea tan familiar como el de su propia madre. El mismo Jeddak no es tan popular como Gor Hajus. En resumen, sólo uno de vosotros puede andar por las calles de Toonol sin inspirar sospechas.

—Si pudiéramos encontrar armas —sugerí—, conseguiríamos llegar hasta la casa del amigo de Gor Hajus, a pesar de todos esos obstáculos.

—¿Cómo? ¿Abriéndonos paso a viva fuerza por la ciudad de Toonol?

—Si no hay otro remedio...

—Admiro tu valor —dijo el comandante del
Vosar—;
pero no creo que vuestros músculos respondan. ¡Esperad! Creo que veo un camino. En el piso inmediato de este edificio hay un depósito público donde se alquilan motores individuales para volar. Si conseguimos obtener cuatro de estos aparatos, sólo tendríais que evitar el peligro de la policía aérea y acaso pudierais llegar a la casa del amigo de Gor Hajus. La torre se cierra durante la noche, pero hay varios vigilantes distribuidos a diversos niveles. Uno de ellos está encargado del depósito de motores individuales, y sé que es un entusiasta del
jetan,
por cuyo juego es capaz de descuidar su servicio. Yo acostumbro a quedarme alguna noche en el
Vosar y
frecuentemente jugamos algunas partidas. Esta noche le diré que suba, y mientras estamos enfrascados en el juego, vosotros iréis al depósito, cogeréis vuestros aparatos, y pediréis a vuestros antepasados que no os sorprenda la policía aérea al volar sobre la ciudad. ¿Qué te parece el plan, Gor Hajus?

—Magnífico —contestó el asesino—. Y tú, ¿qué opinas, Vad Varo?

—Necesito saber lo que es un motor individual para volar, pero me fío de Gor Hajus. Recibe, Bal Zak, todo nuestro agradecimiento, y como Gor Hajus ha aprobado el proyecto, sólo me resta pedirte que te des prisa, a fin de que podamos realizarlo lo antes posible.

—Bien —contestó Bal Zak—. Venid conmigo y os esconderé hasta que el vigilante y yo estemos absortos en el juego. Luego tendréis vuestro destino en vuestras propias manos.

Marchamos tras él por la plataforma de aterrizaje, y nos agazapamos al lado opuesto del
Vosar.
Por el otro debía llegar el vigilante y entrar en la nave. Luego, deseándonos buena suerte, Bal Zak se despidió de nosotros.

Desde la plataforma disfruté de mi primera vista de una ciudad marciana. A unos doscientos metros debajo de nosotros se extendían las avenidas de Toonol, anchas y bien iluminadas, muchas de ellas rebosantes de gente. En el distrito central se elevaban, a trechos, grandes construcciones metálicas en forma de cilindros, y más allá, donde predominaban las viviendas particulares, la ciudad tomaba el aspecto de un bosque grotesco y colosal. En los grandes palacios solamente sobresalían del nivel común de los edificios uno o dos pisos, destinados a alojamiento de la servidumbre o de los huéspedes; pero los pequeños hogares estaban elevados en su totalidad, precaución indispensable por la actividad constante de los compañeros de Gor Hajus, que hacía que ningún hombre estuviera libre del peligro de morir asesinado. En la parte central de la ciudad abundaban las torres altísimas constituidas por plataformas de aterrizaje a diversos niveles; pero, como más tarde supe, éstas eran relativamente poco numerosas, pues Toonol no sostiene tan enormes flotas de naves mercantes y buques de guerra como, por ejemplo, las ciudades gemelas de Helium o la gran capital de Ptarth.

Mientras observaba la ciudad esperando la vuelta de Bal Zak con el vigilante, noté un aspecto curioso del alumbrado público de Toonol, que más tarde vi en todas las ciudades barsoomianas que visité, y era que la luz parecía circunscrita exclusivamente al área que había de iluminar; no existía luz difusa que se desbordara por arriba o por los lados de la zona alumbrada. Más tarde me dijeron que esto se conseguía por medio de lámparas construidas según las enseñanzas de muchos siglos de experimentación con las ondas luminosas, que los sabios barsoomianos habían conseguido dominar y aislar como hacemos los terrestres con la materia. Las ondas de luz emergen de la lámpara, recorren un circuito determinado y vuelven a su manantial. No hay derroche de luz ni sombras densas, por extraño que parezca, cuando las luces estén bien instaladas, porque las ondas, al rodear los objetos para volver a la lámpara, iluminan todos sus lados.

El efecto de este alumbrado, contemplado desde las alturas, era de lo más notable. La noche estaba obscura, pues a aquella hora no había lunas, y la sensación era la misma que la que se experimentaría contemplando un escenario teatral brillantemente iluminado desde un patio de butacas sumido en absoluta oscuridad. Aún estaba entusiasmado con el espectáculo, cuando oí los pasos de Bal Zak, que se acercaba, e indudablemente había conseguido lo que quería, pues venía conversando con otro hombre.

Cinco minutos después nos deslizábamos silenciosamente de nuestro escondite y descendíamos hasta el piso de abajo, donde estaba el depósito de voladores individuales. En Barsoom el robo es prácticamente desconocido, excepto cuando le guían propósitos ajenos a la idea de lucro, por cuya razón encontramos abiertas todas las puertas del depósito. En un momento Gor Hajus y Dar Tarus eligieron cuatro aparatos y cada uno de nosotros se ajustó el suyo. Consistían en un cinturón ancho, parecido a los salvavidas que llevan los trasatlánticos terrestres, cargado con el octavo rayo barsoomiano, o sea, el rayo propulsor, a una tensión suficiente para neutralizar la gravedad, y mantener a una persona en equilibrio entre esta fuerza y la ejercida por el octavo rayo. En la parte posterior del cinturón hay un pequeño motor de radio, cuyas palancas de mando se encuentran delante, al alcance de la mano. Unidos al anillo superior del cinturón, y proyectándose una a cada lado, hay dos alas fuertes y ligeras provistas de manivelas, que sirven para alterar rápidamente su posición.

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