—Probablemente —dijo—, una de las razones por las que yo confío en ti, es debida al hecho de que ni por un instante puedo sondear tu mente, con lo cual ignoro si albergas pensamientos traidores respecto a mí, al paso que en lo más recóndito de las almas de todos los que me rodean descubro odio, envidias y celos. Así, sé que no puedo fiarme de ellos y, por consiguiente, acepto el riesgo de abandonarme a ti, y la razón me dice que la elección no es equivocada. No puedes perjudicarme sin perjudicarte a ti mismo, ni hay motivos para que experimentes resentimiento hacia mí. Claro está que eres un sentimental, y sin duda te horrorizan algunos actos de una mente sana, racional y científica pero, al mismo tiempo, posees una elevada inteligencia y puedes apreciar los motivos que me guían al realizar esos actos que tu sentimentalismo desaprueba. Algunas veces te habrás enfadado, pero no puedes decir que he sido injusto contigo o con alguna criatura que te inspire eso que llamas amor o amistad. ¿Digo la verdad y razono con lógica?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Muy bien. Ahora voy a explicarte las razones que me han impulsado a darte una educación tan perfecta como ningún ser humano ha recibido, excepto yo. No estoy dispuesto a utilizarte todavía o, mejor dicho, no estás preparado aún; pero, cuando conozcas mi propósito, comprenderás la necesidad de orientar todas tus energías para el fin a que te destino, y te aplicarás con más ardor a perfeccionarte en la ciencia altísima que te estoy enseñando.
“Soy un, hombre muy viejo, aun medido con los patrones de Barsoom. Tengo más de mil años. He llegado a la decrepitud física, pero no he agotado el trabajo que mi vida puede producir; en realidad apenas lo he iniciado. Barsoom no puede prescindir de mi cerebro supremo ni de mi elevadísima inteligencia. Hace mucho tiempo que pienso en un plan para contrarrestar la muerte, pero me hace falta una inteligencia igual a la mía. Estas dos vivirían eternamente. Esta segunda inteligencia eres tú. Ya te he explicado las razones que me han guiado en esta elección, totalmente libres de sentimentalismo. No te he elegido porque te quiera o porque sienta amistad hacia ti, ni porque crea que me quieres o te soy simpático. No; te he elegido porque sé que, de todos los habitantes de este mundo, eres el único que no me puede fallar. Durante cierto tiempo vas a tener mi vida entre tus manos. Ahora comprenderás por qué mi elección ha tenido que ser muy meditada.
“El plan que he forjado es la sencillez misma, con tal de que no me falten los dos factores esenciales: inteligencia y lealtad egoísta en mi ayudante. Mi cuerpo está casi destrozado: necesito uno nuevo. En mi laboratorio abundan los cuerpos jóvenes, llenos de salud y fortaleza. No tengo que hacer más que escoger uno de ellos y mi hábil ayudante sacará mi cerebro de esta vieja envoltura para colocarlo en la nueva.
—Ahora comprendo por qué me has enseñado —contesté—. ¡Cómo me ha intrigado siempre este problema!
—Sólo así podré continuar mi trabajo, y Barsoom disfrutará indefinidamente de los beneficios de mi cerebro. Viviré eternamente siempre que tenga un buen ayudante, para lo cual me preocuparé de que nunca muera, reemplazando su cuerpo, cuando llegue a viejo, por cualquiera de los jóvenes de mi almacén. Así seremos inmortales, pues tengo razones para pensar que el cerebro nunca muere, a menos que sea herido o atacado de una enfermedad. Aún no estás preparado para realizar un acto tan trascendental. Debes transferir más cerebros, para adquirir práctica y conocimiento de todas las pequeñas irregularidades que impiden haya dos operaciones idénticas. Cuando estés lo suficientemente preparado, cosa que yo seré el primero en saber, no perderemos más tiempo para asegurar el eterno bienestar de Barsoom.
El plan me pareció excelente, lo mismo para él que para mí. Nos aseguraba la inmortalidad: podríamos vivir eternamente y siempre tendríamos cuerpos jóvenes, robustos y sanos. ¡En qué magnífica posición me colocaría! Si el viejo confiaba en mi egoísta lealtad, del mismo modo podría yo fiarme de él, pues no se atrevería a indisponerme con la única criatura del mundo capaz de asegurarle la inmortalidad. Por primera vez, desde que entré en el establecimiento, respiré a gusto.
En cuanto se separó de mí marché directamente a la habitación de Valla Dia, pues quería comunicarle la estupenda noticia. Durante los meses transcurridos desde su resurrección había ido conociendo las admirables bellezas de su alma, hasta terminar por no ver en ella la horrible y desfigurada cara de Xaxa, sino los encantos interiores de Valla Dia. Había llegado a ser mi confidente, como yo lo era suyo, y esta asociación constituyó uno de los mayores placeres de mi existencia en Barsoom.
Cuando hube terminado de referir la historia me felicitó sincera y calurosamente, diciéndome que confiaba en que usaría de mi gran poder para sembrar el bien por el mundo, a lo que contesté que, una de mis primeras cosas que iba a pedir a Ras Thavas, era que proporcionara a Valla Dia un cuerpo joven y hermoso.
—No, amigo mío —me contestó, moviendo la cabeza—. De no tener el mío propio, lo mismo me da éste de Xaxa que cualquier otro. Sin el mío propio no me atreveré a volver a mi patria. Además, fuera cualquiera el cuerpo hermoso que Ras Thavas me diera, siempre tendría que temer la codicia de sus clientes, y estaría expuesta a que una de ellas lo quisiera para sí, dejándome su armazón vieja, enferma o desfigurada. No, amigo; de no recobrar el mío, estoy satisfecha con el de Xaxa que, aunque feo, está sano y correoso. Por otra parte, ¿a quién intereso yo? Sólo tú eres mi amigo, y yo tengo bastante con tu amistad: tú me aprecias por lo que soy, no por lo que parezco. Dejemos las cosas tal como están.
—¿Te gustaría recobrar tu cuerpo y volver a tu patria?
—¡Oh, no digas eso! —gritó—. Sólo el pensarlo me vuelve loca de deseo. No debo alimentar una esperanza tan ilusoria que es un suplicio intolerable.
—No desespero —insistí—. Solo la muerte acaba con la esperanza.
—Quieres ser bueno conmigo y no consigues más que hacerme sufrir. No puede haber esperanza.
—Entonces yo esperaré por ti, ya que veo un camino, aunque confieso que con pocas probabilidades de éxito.
—No existe ese camino —repitió ella, moviendo la cabeza—; ni Duhor volverá a verme.
—¿Duhor? ¿Es el... hombre que te interesaba?
—Me interesaba y me intereso por él —contestó Valla Dia sonriendo— pero Duhor no es una persona: es mi hogar, el país de mis antepasados.
—¿Por qué saliste de Duhor? Nunca me lo has dicho, Valla Dia.
—A causa de la crueldad de Jal Had, príncipe de Amhor. Desde tiempo inmemorial ha existido enemistad entre Duhor y Amhor, pero un día llegó Jal Had disfrazado a la ciudad de Duhor, atraído, según cuentan, por la gran belleza de la única hija de Kor San, Jeddak de Duhor. En cuanto el intruso la vio, decidió apoderarse de ella y, apenas llegado a Amhor, mandó embajadores a la corte de Kor San pidiendo la mano de la princesa de Duhor. Kor San, que no tenía hijos varones, había pensado casar a su hija con uno de los Jeds de Duhor, a fin de que el hijo de esta unión, con sangre de Kor San en las venas, reinase sobre el pueblo de Duhor. Por consiguiente, la pretensión de Jal Had fue denegada.
“Tanto irritó al amhoriano esta repulsa, que organizó una flota aérea formidable para sojuzgar a Duhor, y conseguir por la fuerza lo que no pudo por medios honrados. En aquella época, Duhor estaba en guerra con Helium y tenía todo su ejército en el lejano Sur, con excepción de un pequeño destacamento de guarnición que se quedó en la ciudad Jal Had no pudo encontrar ocasión más propicia para atacar. Duhor cayó y, mientras los amhorianos saqueaban la ciudad, Jal Had, con un batallón, recorrió el palacio buscando a la princesa; pero ésta no tenía deseo alguno de convertirse en Jeddara consorte de Amhor.
«En cuanto vió por el cielo la vanguardia de la flota amhoriana, comprendió el objeto que la guiaba, y se dispuso a burlar la captura. En su séquito había un cosmetólogo, cuyo único deber consistía en preservar la belleza del cutis y el pelo de la princesa, preparándola para las audiencias públicas y recepciones cortesanas. Era un maestro en su arte, y podía hacer que un rostro feo pareciera agradable, otro corriente encantador, y otro encantador radiante. La princesa le llamó con toda urgencia, y le ordenó que le transformara el rostro convirtiéndoselo en feo; cuando hubo terminado su trabajo, nadie hubiera sospechado que, bajo aquella cara bien poco agraciada, se ocultaba la princesa de Duhor.
«Cuando llegó Jal Had y no pudo encontrar lo que buscaba, ni aun torturando a algunos de los fieles súbditos, ordenó la captura y conducción a Amhor de todas las mujeres del palacio, que quedarían prisioneras hasta que la princesa de Duhor le fuera entregada en matrimonio. En consecuencia, me condujeron, en compañía de otras muchas, a un navío aéreo amhoriano, que se dirigió a la capital enemiga una vez terminado el saqueo de Duhor, donde permaneció el grueso de la escuadra.
«Cuando el buque llevaba recorridos los cuatro o cinco mil
haads
que separan a Duhor de Amhor, apareció una escuadra de Fundal que nos atacó inmediatamente. Las naves que nos escoltaban fueron destruidas o derribadas, y la que nos llevaba a bordo cayó en manos de los fundalianos. Nos condujeron a Fundal, donde nos vendieron en pública subasta, y a mí me compró uno de los agentes de Ras Thavas. Lo demás ya lo sabes. La princesa de Duhor jamás volverá a su patria.
—¡Debes volver! —grité, porque había combinado un plan—. ¿Dónde está Duhor?
—¿Vas a ir allí? —preguntó, riendo.
—Sí.
—Estás loco, amigo mío. Duhor se encuentra a más de 7.800
haads
de Toonol, detrás de las colinas artolianas, cubiertas de nieves perpetuas. Tú, solo y extranjero, no podrías llegar allí, pues tendrías que atravesar las marismas toonolianas, llenas de hordas feroces, animales salvajes y ciudades guerreras. Morirías tristemente en cuanto hubieras recorrido los primeros cincuenta
haads,
suponiendo que pudieras salir de la isla donde está edificado el laboratorio de Ras Thavas. ¿Qué motivos tienes para realizar tan inútil sacrificio?.
No tuve valor para contestarle. No podía mirar aquella figura sarmentosa y aquel rostro feo y deforme, y decirle:
La razón es que te amo, Valla
Dia,
y, sin embargo, ésa era la verdad. A medida que fuí conociendo las maravillosas bellezas de su alma y de su espíritu, había ido sintiendo cómo en mi corazón nacía un amor irresistible, que no podía expresar a aquella bruja repugnante. Yo amaba el espíritu hermoso de la verdadera Valla Dia, pero no podía amar el cuerpo de Xaxa. Al mismo tiempo me angustiaban otras emociones, nacidas de una gran duda: ¿podría Valla Dia corresponder a mi amor? En su situación actual, habitando el cadáver de Xaxa, sin más amigo que yo para dulcificar su soledad, podía sentir hacia mí un sentimiento de gratitud; pero si alguna vez llegaba a ser de nuevo la hermosa Valla Dia para volver al palacio de su padre, rodeada por los nobles de Duhor, ¿se acordaría del triste desterrado de otro mundo? Pero esta duda no me impediría realizar, en tanto me lo permitiera el destino, el plan descabellado que había empezado a idear.
—No has contestado a mi pregunta, Vad Varo —dijo ella, interrumpiendo mis pensamientos—. ¿Por qué quieres hacer eso?
—Para reparar el mal que te han hecho, Valla Dia.
—No lo intentes. Con ello yo perdería mi único amigo, cuya compañía es la única fuente de felicidad que me queda. Aprecio tu generosidad y lealtad, tu noble deseo de servirme hasta ese extremo suicida; pero no lo intentes... no debes hacerlo.
—Si te molesta, no hablemos más de ello; pero ten en cuenta que nunca dejaré de pensarlo. Algún día encontraré el medio de llevarlo a la práctica.
A medida que transcurría el tiempo, Ras Thavas dedicaba más interés a la dirección de mi trabajo en la transferencia de cerebros: se acercaba el día en que mi viejo maestro abandonaría en mis manos su vida y su porvenir. El sabía que estaría completamente bajo mi poder: yo podría matarle, o conservarle eternamente anestesiado, o jugarle la mala partida de hacerle revivir en el cuerpo de un
calot;
o darle la mitad del cerebro de un mono; pero tenía que aceptar estos riesgos, porque iba decayendo con gran rapidez. Ya estaba completamente ciego, y sólo veía gracias a los maravillosos anteojos que él mismo había inventado; también estaba sordo como una tapia, y tenía que recurrir a medios artificiales para oír. Y ahora su corazón empezaba a mostrar síntomas de fatiga, que él no podía menos de percibir.
Una mañana me mandó llamar por un esclavo. Encontré al viejo cirujano acostado e impotente: era un miserable paquete de piel y huesos.
—Hay que darse prisa, Vad Varo —dijo con voz que era apenas un soplo. Hace pocos
tais
creo que se me ha parado el corazón. Por eso he enviado a buscarte.
Señaló la puerta que comunicaba con la habitación vecina.
—Ahí encontrarás el cuerpo que he elegido. Ahí, en mi laboratorio privado, que he construido hace mucho tiempo para este objeto, llevarás a cabo la más grande operación quirúrgica que vió el Universo, trasladando el cerebro supremo al cuerpo más hermoso y perfecto que puede imaginarse. Verás que la cabeza está ya preparada para recibir mi cerebro; el del sujeto ha sido extirpado y destruido por el fuego, aniquilado totalmente, para que no haya la más mínima probabilidad de que exista un cerebro deseoso de recuperar ese cuerpo magnífico. Llama a los esclavos y haz que me transporten a la mesa de operaciones.
—No hace falta —le dije.
Y levantándole con mis brazos como si fuera un niño, le llevé a la habitación contigua, en la que estaba montado un laboratorio completo y perfectamente alumbrado, una de cuyas mesas de operaciones estaba ocupada por el cuerpo de un hombre rojo. Sobre la otra que estaba vacia deposité el cuerpo de Ras Thavas, y luego me volví para contemplar la nueva envoltura que había elegido. Creo que nunca he visto cuerpo tan perfecto ni rostro tan encantador. Ras Thavas había elegido bien. Después de un momento me incliné sobre mi maestro, hice las dos incisiones y apliqué los tubos. Toqué con el dedo al botón que había de poner en marcha el motor absorbiendo su sangre y reemplazándola por el líquido maravilloso. Entonces hablé.
—Ras Thavas, has empleado mucho tiempo en prepararme para este instante. He trabajado a tu lado con ardor y entusiasmo. Tú me has enseñado que todos los actos humanos deben ir guiados únicamente por el interés propio, y no he desaprovechado la lección. Puedes estar convencido de que yo no hago esto porque te quiera o porque sienta amistad hacia ti; pero crees que me has ofrecido bastante al concederme únicamente la inmortalidad. Por desgracia, conservo algún resto de sentimentalismo, odio el mal y soy capaz de sentir amistad y amor. El precio que me ofreces no me parece bastante. Si la operación tiene éxito, ¿estás dispuesto a pagarme más?