Su mirada pasó de mi a los nobles.
—¡A los pozos con ellos! —gritó—. Más tarde veremos que muerte debemos darles.
Instantáneamente nos vimos rodeados por dos docenas de espadas desnudas. Ni Gor Hajus ni yo teníamos salvación, pero me pareció que Hovan Du podría escapar. Desde que Xaxa tomó la palabra empecé a buscar un medio de fuga, al menos para uno de nosotros: nadie se había fijado en que las ventanas estaban abiertas, y por ellas se veían los grandes árboles del patio. Hovan Du estaba a mi lado.
—¡Escápate! —le murmuré al oído—. Las ventanas están abiertas. Vete y di a Dar Tarus lo que ha ocurrido.
Luego me eché hacia atrás arrastrando a Gor Hajus, como si intentáramos resistirnos, y mientras distraíamos así la atención de los presentes Hovan Du se dirigió a una ventana. A los pocos pasos un guerrero intentó detenerle, y entonces el cerebro feroz del antropoide se impuso a la gigantesca criatura. Lanzando un gruñido horrible saltó sobre el desgraciado fundaliano con la agilidad de un gato, le atenazó con sus garras y, utilizando su cuerpo, a manera de maza, derribó a todos los compañeros que acudieron a socorrerle y se abrió paso hacia la ventana.
En el acto la escena se convirtió en un pandemonium. Toda la atención se concentró en el gran mono, y hasta los que nos atacaban se volvieron a Hovan Du. En medio de la confusión vi a Xaxa que se levantaba, abría unas pesadas cortinas que había detrás de su mesa y desaparecía por ellas.
Cogí por el brazo a Gor Hajus, y simulando que estábamos muy interesados en la lucha entre el mono y los soldados, nos dirigimos insensiblemente hacia la plataforma que Xaxa acababa de dejar. Hovan Du se estaba comportando magistralmente. Uno a uno iba cogiendo a todos los que caían en el radio de acción de sus potentes brazos, empuñando a veces cuatro al mismo tiempo con sus cuatro manos delanteras. Con el pelo erizado y los ojos chispeantes de rabia, dominando a sus enemigos con su gigantesca estatura, la fiera más temida y salvaje de Barsoom luchaba por su vida. Quizá su principal ventaja era el miedo natural que inspiraba a todos ellos, lo cual favorecía mis planes pues, con todas las miradas fijas en Hovan Du, Gor Hajus y yo conseguimos llegar a retaguardia de la tribuna. Huyan Du debió comprender mis intenciones, pues hizo lo que más podía llamar la atención sobre él, indicándome al propio tiempo que la parte humana de su cerebro estaba alerta para nuestra salvación.
Hasta entonces los fundalianos le habían mirado como un notable ejemplar de mono, maravillosamente domesticado; pero, de pronto, les dejó paralizados de terror, pues sus gruñidos tomaron forma de palabras y habló en el idioma de los hombres. Ya estaba casi en la ventana. Varios nobles avanzaban valerosamente hacia él, entre ellos estaba Sag Or. Hovan Du se apoderó de él, le rompió las armas y gritó con voz de trueno:
—Me voy; pero si a mis amigos les ocurre algún mal, volveré para arrancar el corazón de Xaxa. Decídselo así de parte del gran mono de Ptarth.
Durante un momento, los nobles y los guerreros quedaron mudos de espanto. Todos contemplaban horrorizados a Hovan Du, que sacudía como un pingajo a Sag Or. Gor Hajus y yo quedamos olvidados. Hovan Du se volvió y de un salto llegó al antepecho, desde donde alcanzó las ramas del árbol más próximo sin soltar a Sag Or, el favorito de Xaxa. Al mismo tiempo Gor Hajus y yo separábamos las cortinas y nos encontrábamos en la boca de un corredor estrecho y oscuro.
Sin saber dónde nos dirigía le seguimos a ciegas, acuciados por la necesidad de descubrir un escondite o un medio de escapar del palacio antes de que emprendieran nuestra persecución, cosa que no podía tardar. Cuando nuestros
ojos
se acostumbraron a la oscuridad avanzamos con más rapidez, y pronto llegamos a una rampa en espiral que se perdía hacia arriba y hacia abajo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Gor Hajus.
—Ellos creerán que hemos bajado para escapar del palacio.
—Entonces, ¿subimos?
—Claro. Lo que ahora nos interesa es encontrar un escondite hasta que llegue la noche, pues está visto que de día no podemos escapar.
Apenas habíamos empezado a subir, oímos el ruido metálico que producían las armas de nuestros perseguidores en el corredor. A pesar de este acicate, nos veíamos obligados a avanzar con precaución, pues no sabíamos con qué podíamos tropezar. Al nivel del piso superior encontramos una puerta cerrada y, como no había dónde esconderse, continuamos la ascensión. En el tercer piso vimos un corredor sumido en completa oscuridad, y a la derecha una puerta abierta. Los ruidos de los que nos perseguían se iban acercando, y la necesidad de ocultarnos llegó a hacerse improrrogable, y a anular toda otra consideración, pues si nos descubrían entonces podía despedirme del débil rayo de esperanza que aún albergaba sobre la resurrección de Valla Dia en su propio cuerpo.
No había tiempo que perder. El corredor estaba sumido en total oscuridad. La puerta estaba entreabierta y la empujé suavemente. Una tufarada de incienso nos sofocó, y por la rendija vi parte de una cámara decorada de un modo llamativo. Frente a nosotros, y obstruyendo la vista del resto de la habitación, había una estatua colosal que representaba a un hombre sentado. Oímos voces próximas, nuestros perseguidores estaban ya subiendo la rampa. En unos segundos caerían sobre nosotros. En la cámara, al menos al alcance de nuestra vista, no se veía a nadie y, cogiendo a Gor Hajus del brazo y entrando en la habitación, dejé que la puerta se cerrara. Habíamos quemado nuestras naves. La cerradura produjo un clic metálico.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó una voz que, al parecer, procedía del extremo más distante de la cámara.
Gor Hajus me miró y se encogió de hombros resignado. Sin duda pensaba lo mismo que yo: que de los dos caminos habíamos elegido el equivocado; pero sonrió y no ví en sus ojos ni una sombra de reproche.
—Parece que venía de la dirección del Gran Tur —contestó una segunda voz.
—Acaso hay alguien en la puerta.
Nos apretamos contra la estatua para retrasar todo lo posible nuestro hallazgo, inevitable si los que hablaban se disponían a averiguar el origen del ruido que les había llamado la atención. Yo tenía la cara apoyada contra la piedra y recorrí con las manos el dorso de la estatua, sintiendo bajo mis dedos los relieve de los adornos de su correaje: era unas protuberancias formadas por gemas colosales entre mosaicos de filigrana de oro, pero entonces no tenía humor para fijarme en estas minucias. Los dos interlocutores se acercaron. Probablemente yo estaba muy nervioso, no lo sé; estoy seguro de que nunca he rehuido un combate, pero en aquella ocasión el deber y la necesidad me obligaban a evitar la pelea y permanecer oculto. Probablemente mis dedos se movieron de un modo inconsciente por entre los correajes de la figura, cuando me dí vaga cuenta de que una de las joyas bailaba en su montura. No recuerdo que esto me impresionara gran cosa, pero mis dedos se entretuvieron subconscientemente enjugar con la joya.
Las voces estaban ya tan cercanas, que el que nos sorprendieran sería cuestión de unos segundos. Con los músculos en tensión oprimí, sin darme cuenta, la joya, floja en su engaste, y en el acto una porción de la parte posterior de la figura cedió hacia adentro sin ruidos, revelándonos el interior de la estatua débilmente iluminado. No nos hicimos repetir la invitación, y simultáneamente penetramos por aquella puerta que el destino nos abría, cerrando con suavidad el entrepaño detrás de nosotros. Creo que aquella operación no produjo sonido alguno, y quedamos inmóviles sin atrevernos a respirar. La luz entraba en el recinto por numerosos orificios practicados en la estatua, que estaba completamente hueca; orificios que al mismo tiempo me permitían oír todo lo que ocurría fuera.
Apenas habíamos cerrado la abertura oímos voces y golpes en la puerta por la que habíamos entrado en la cámara.
—¿Quién pretende entrar en el templo de Xaxa? —preguntó una de las voces del interior.
—Soy yo, el
dwar
de la guardia de la Jeddara —contestaron desde fuera—. Vamos en busca de los que han venido a asesinar a Xaxa. — ¿Y han venido por aquí?
—¿Crees, sacerdote, que si así no fuera les buscaría en el templo? — ¿Cuánto tiempo hace?
—Escasamente veinte
tais.
—Entonces no está aquí, porque desde hace más de una
zoda
nadie ha entrado en el templo. Buscad por las habitaciones de Xaxa, por la terraza y los hangares, pues la rampa no tiene otras salidas.
—Vigilad bien el templo hasta que yo vuelva —gritó el
dwa, y
oímos el ruido que producían al volver a la rampa de caracol.
Los sacerdotes se acercaron a la estatua conversando.
—¿Qué diablos podía ser ese ruido que nos llamó antes la atención?
—Acaso los fugitivos intentaron abrir la puerta.
—Pero en tal caso no entraron, pues les hubiéramos visto al salir por detrás del Gran Tur, ya que en aquel momento le teníamos de frente, y desde entonces no hemos apartado la vista de este rincón del templo.
—Entonces es seguro que no están aquí.
—Y no nos importa dónde puedan estar.
—Aunque lleguen a las habitaciones de Xaxa, con tal de que no pasen por el templo.
—A lo mejor han llegado ya.
—¡Y eran asesinos!
—Cosas peores ha padecido Fundal.
—Calla, que los dioses oyen.
—Con oídos de piedra.
—Pero los de Xaxa no son de piedra, y oyen muchas cosas que no van dirigidas a ella.
—¡Inmunda tigresa!
—Es la Jeddara y la Gran Sacerdotisa.
—Sí, pero...
Ya no oímos, más, porque los dos interlocutores habían llegado al otro extremo del templo; pero teníamos bastante con lo que habíamos escuchado. El clero temía y odiaba a Xaxa, y los mismos sacerdotes no demostraban mucho respeto a su deidad, como lo indicaba su alusión burlona a los oídos de piedra. También nos habían dado indicaciones preciosas durante su conversación con el
dwar
de la Jeddara.
Comprendí que la suerte nos había proporcionado el escondite ideal, pues hasta los mismos guardianes del templo juraban que no estábamos allí, y ya habían lanzado a nuestros perseguidores por una pista falsa.
Por primera vez tuvimos ocasión de examinar nuestra guarida. El interior de la estatua se hallaba totalmente hueco, y a unos doce metros de altura veíamos la luz que se filtraba por la boca, las orejas y las narices; un poco más abajo había una plataforma circular, una especie de cornisa que correspondía al interior del cuello. De la base de la plataforma arrancaba una escalera de peldaños planos que terminaba en aquellas alturas. El suelo que pisábamos tenía una espesa capa de polvo, que examinado cuidadosamente me convenció de que éramos los primeros que habían entrado en la estatua desde hacía mucho tiempo, probablemente años, pues el polvo impalpable estaba perfectamente nivelado.
Mientras lo observaba me llamó la atención algo que yacía al pie de la escalera. Al acercarme, vi que se trataba de un esqueleto humano, con el cráneo partido y varias costillas y un brazo rotos. A su alrededor e igualmente cubiertas de polvo había unas telas riquísimas. Su posición al pie de la escalera, el cráneo triturado y los huesos rotos, indicaban bien a las claras de qué modo había muerto: el hombre había caído de cabeza desde la plataforma a doce metros de altura, llevándose a la eternidad el secreto del interior del Gran Tur.
Gor Hajus examinó con atención las vestiduras.
—Era un sacerdote de Tur —murmuró en voz muy baja—, y probablemente un miembro de la familia real, y hasta puede que un Jeddak. Hace mucho tiempo que ha muerto.
—Voy a subir allá. Probaré la escalera, y si es resistente, sígueme. Creo que por la boca de Tur conseguiremos ver el interior del templo.
—Ten mucho cuidado, porque la escalera está muy vieja.
Subí con precaución, probando la resistencia de cada escalón antes de cargar sobre él el peso del cuerpo; pero la madera de
sorapus,
de que estaba construida la escalera, parecía tan fuerte como el hierro. No comprendo cómo cayó el sacerdote, pues la escalera y la cornisa circular hubieran soportado el peso de cien hombres.
Desde la plataforma pude ver a través de la boca de Tur. Debajo de mí se extendía una cámara inmensa, alrededor de cuyas paredes se alineaban otros ídolos más pequeños. Eran aún más grotescos que los que había visto en el templo de la ciudad, y sus adornos sobrepasaban todo lo imaginable para un terrestre, pues las piedras preciosas de Barsoom fulguran con rayos desconocidos en la Tierra. Aquella magnificencia y aquella cegadora belleza eran indescriptibles. Justamente enfrente del gran Tur había un altar de
palton,
especie de jaspe de color rojo sangre, en el que la Naturaleza ha trazado en blanco los dibujos más fantásticos; aquella piedra, pulimentada por un habilísimo artista, tenía una belleza inenarrable.
Gor Hajus se acercó, y juntos examinamos el interior del templo. Altísimos ventanales dejaban entrar torrentes de luz en él. En el rincón opuesto al que ocupaba el gran Tur, había dos puertas enormes que cerraban la entrada principal, y ante ellas conversaban los dos sacerdotes que habíamos oído. El resto del templo estaba vacío. El incienso ardía en menudos altares colocados ante cada uno de los ídolos menores, pero no pudimos ver si el Gran Tur recibía el mismo homenaje.
Satisfecha nuestra curiosidad en lo referente al templo volvimos la atención al interior de la hueca cabeza de Tur, descubriendo otra escalera que conducía a otra cornisa superior y más pequeña, que, evidentemente, correspondía a
los ojos.
Me faltó tiempo para explorarla, y en ella encontré una silla muy confortable colocada ante una palanca que ponía en movimiento los
ojos
de la estatua, haciéndolos virar a uno y otro lado, arriba o abajo, a voluntad del operador; también había un tubo acústico que iba a parar a la boca. Vuelto de nuevo a la plataforma inferior, descubrí un mecanismo debajo de la lengua de Tur: una cosa parecida a un amplificador, que estaba en conexión con el tubo que bajaba de arriba. No pude menos de sonreír al contemplar aquellos testigos silenciosos de la perfidia del hombre, y recordé la criatura destrozada al pie de la escalera. Hubiera jurado que Tu había permanecido mudo durante muchos años.
Volvimos a la cornisa superior, y de nuevo hice otro descubrimiento:
los ojos
de Tur eran verdaderos periscopios. Haciéndolos girar podríamos ver enormemente amplificada la parte del templo que quisiéramos. Nada escapaba a los ojos de Tur, y al poco tiempo, cuando los sacerdotes reanudaron su conversación, comprendimos que del mismo modo nada escapaba a los oídos de Tur, pues hasta el ruido más insignificante llegaba claramente hasta nosotros. ¡Qué precioso auxiliar debió haber sido el Gran Tur para el sacerdocio, en los tiempos en que aquel esqueleto roto era una criatura de carne y hueso!