Se abrió la puerta y aparecieron otras dos auxiliares que traían el cuerpo de la hermosa muchacha designada por la vieja, que depositaron en la mesa que ésta acababa de dejar. Aquí sufrió la misma rociada antiséptica, y luego fue trasladado a la mesa inmediata a la de la vieja. El cirujano, o lo que fuera, practicó dos incisiones en el cuerpo de ésta, lo mismo que hizo con el hombre rojo que cayó ante mi espada. La sangre de la mujer fue absorbida y en sus venas inyectado el líquido claro, quedando extendida sobre la losa pulimentada que formaba la mesa, tan muerta como la hermosa criatura colocada a su lado.
El viejo, que se había despojado de su cinturón y de su collar para someterse también a la desinfección, tomó un afilado bisturí, con el que desprendió todo el cuero cabelludo de la mujer inerte, siguiendo el límite del pelo alrededor de la cabeza. De un modo semejante trabajó el cadáver de la muchacha, y después, con la ayuda de una sierra circular muy delgada aplicada al extremo de una varilla flexible, aserró los cráneos de los dos cadáveres por la línea que dejó al descubierto la extirpación del cuero cabelludo. Esta operación y las que siguieron fueron realizadas tan magistralmente que no cabe descripción. Baste decir que al cabo de cuatro horas había trasladado el cerebro de cada una de las mujeres al cráneo de la otra, conectado con destreza sin igual los diversos nervios y ganglios, vuelto a colocar las tapas craneales y los cueros cabelludos, y cerrando las heridas con aquella cinta adhesiva, que era no sólo antiséptica y curativa, sino también anestésica local.
Volvió a calentar la sangre extraída del cuerpo de la vieja, añadiendo unas gotas de una solución química, y aspiró el líquido que llenaba las venas del hermoso cadáver, reemplazándolo con la sangre de la vieja, al tiempo que le administraba una inyección hipodérmica.
Durante toda la operación no articuló palabra. Al llegar a este momento dio unas breves instrucciones a sus ayudantes, me invitó a seguirle y salimos de la habitación. Fuimos a parar a un sitio del edifico bastante alejado, a una habitación cómodamente amueblada, una de cuyas puertas dejaba ver un baño barsoomiano, y me dejó en manos de los criados. Refrescado y descansado, salí del baño al cabo de una hora, encontrando en la habitación adjunta un magnífico equipo de correajes guerreros. Aunque sencillos eran de excelente material, pero no tenían arma alguna.
Naturalmente, estaba interesadísimo por todo lo que había visto desde mi llegada a Marte; pero lo que más me intrigaba era el acto, inexplicable al parecer, realizado por la vieja al pagar a mi huésped una cantidad que debía de ser considerable por asesinarla y trasladar su cerebro al cráneo de un cadáver. ¿Era el rito de algún horrible fanatismo religioso, o tenía alguna explicación que mi mente terrestre no podía concebir?
Aún no había llegado a una solución satisfactoria, cuando un esclavo vino a buscarme para conducirme a otra cámara vecina, donde encontré a mi huésped que me estaba esperando ante una mesa cubierta de manjares deliciosos, de los que inútil es decir que di buena cuenta después de mi largo ayuno y las anteriores semanas de espartana vida guerrera.
Durante la comida mi huésped intentó de nuevo conversar conmigo pero, naturalmente, sus esfuerzos fueron vanos. A veces se excitaba, y en tres ocasiones llegó al extremo de apoyar la mano en su espada al ver que yo no entendía lo que me estaba diciendo, acto que me convenció de que estaba medio loco; pero en las tres ocasiones encontró el suficiente dominio de si mismo para evitar una catástrofe fatal para alguno de los dos.
Terminada la comida permaneció mucho tiempo sentado y sumido en profundas meditaciones; luego pareció que adoptaba una resolución súbita: se volvió hacia mí con una especie de sonrisa, y se enfrascó en una larga explicación que parecía un curso intensivo de idioma barsoomiano. Era ya de noche cuando me permitió retirarme a mi habitación, que resultó ser la misma en que había encontrado los correajes marciales. El vejete me señaló una pila de almohadones de seda y cuero, me dirigió un saludo barsoomiano y salió, cerrando tras de sí la puerta y dejándome adivinar si yo era un huésped o un prisionero.
Simpatías
Transcurrieron tres semanas, durante las cuales llegué a dominar el lenguaje barsoomiano lo suficiente para conversar con mi huésped de un modo satisfactoriamente razonable al mismo tiempo que progresaba en la escritura del país, que era diferente del lenguaje escrito de las demás naciones de Barsoom, aunque el idioma hablado en todas ellas es idéntico. Durante estas tres semanas también aprendí muchas cosas relacionadas con la extraña mansión en que era medio huésped y medio prisionero. Supe que el viejo se llamaba Ras Thavas, y era cirujano de Toonol. Constantemente le acompañaba, y poco a poco fui descubriendo, estupefacto, los fines de la institución que gobernaba y en la que trabajaba prácticamente solo, pues los esclavos y ayudantes únicamente servían para traerle los objetos necesarios.
Ras Thavas era tan interesante en sí como las cosas que realizaba. Nunca llegaba a ser intencionadamente cruel o malvado y, sin embargo, tenía en su activo las más diabólicas crueldades y los crímenes más enormes, a renglón seguido de los cuales llevaba a cabo hazañas que en la Tierra hubieran elevado a su autor al pináculo de la admiración popular. Lo cierto es que no realizaba actos crueles o perversos por motivos bajos, del mismo modo que algún alto motivo tenía que guiarle para efectuar alguna acción humanitaria. Era un cerebro puramente científico, libre en absoluto de las influencias del sentimiento, que no poseía; era una inteligencia práctica, que ponían de manifiesto los honorarios elevados que exigía por sus servicios profesionales, a pesar de lo cual yo tenía la certeza de que no operaba únicamente por dinero, pues le había visto dedicar días y días al estudio de un problema científico cuya solución en nada acrecentaba su fortuna, al mismo tiempo que sus ricos clientes esperaban con paciencia que llegara el momento de vaciar sus bolsas en los cofres de Ras Thavas.
A mí me trataba bajo un punto de vista científico. Yo constituía para él un problema: no era barsoomiano o, por lo menos, pertenecía a una especie cuya existencia él ignoraba. Convenía pues, al objeto de la ciencia, que yo fuera conservado y estudiado. Ras Thavas se complacía en mirarme como promesa de solución de uno de los más dificultosos enigmas barsoomianos, pero se vio forzado a confesar que en este respecto yo era una pérdida total, no sólo por mi absoluta ignorancia en asuntos científicos, sino porque la ciencia de la Tierra está en mantillas comparada con los notables progresos realizados en Marte. Sin embargo, me conservaba a su lado enseñándome muchas de las tareas secundarias de su inmenso laboratorio. Me confió la fórmula del
fluido embalsamador,
y me instruyó en el medio de extraer la sangre de una persona reemplazándola con aquel líquido maravilloso que impedía la descomposición del cuerpo sin alterar lo más mínimo la estructura de los nervios y tejidos. También aprendí el secreto de las gotas que, añadidas a la sangre recalentada antes de volverla a inyectar en las venas del sujeto, la revitalizan y devuelven la actividad a cada órgano del cuerpo.
En cierta ocasión me explicó por qué había consentido en que yo aprendiera todas aquellas cosas que constituían un secreto para todo el mundo, por qué me daba la preferencia entre los numerosos individuos de su raza que le servían.
—Vad Varo —me dijo, utilizando el nombre barsoomiano que me había aplicado en substitución del mío propio, que le resultaba poco práctico y desprovisto de significación— Hace muchos años que necesito un ayudante, pero hasta ahora ninguno he descubierto que quiera trabajar para mí de un modo lo suficientemente desinteresado para que no piense en marcharse o divulgar mis secretos. Tú eres único en todo Barsoom, porque no tienes más amigo ni conocido que yo. Si me dejaras, adondequiera que fueras te encontrarías en país enemigo, pues un extranjero siempre despierta sospechas. Antes de diez días te encontrarías helado, hambriento y miserable; serías un proscrito en un mundo hostil. Aquí encuentras todas las comodidades que puedes ansiar, y estás ocupado en un trabajo tan interesante que el tiempo se te pasa sin sentir. No tienes, por tanto, motivos para dejarme y, por el contrario, hay muchas razones que te obligan a permanecer conmigo. No creo en lealtades que no estén inspiradas por el egoísmo. Tú eres para mí el ayudante ideal, no sólo por las razones que acabo de darte, sino por tu inteligencia y comprensión rápida, y he decidido, después de haberte observado durante todo este tiempo, asignarte otra tarea que puedes desempeñar con suficiente capacidad: serás mi cuerpo de guardia.
“Habrás notado que, de todos los que viven en el laboratorio, sólo yo estoy armado. Esto es muy raro en Barsoom, donde las personas de todas condiciones, sexo y edad llevan siempre armas. Pero yo no puedo responder de que, una vez armados algunos de los que aquí habitan, no quisieran asesinarme, pues ni uno solo de ellos piensan en otra cosa que en salir de aquí para marchar a su país. Sólo tú, Vad Varo, no tienes sitio donde ir, y por eso he decidido darte armas. En cierta ocasión me salvaste la vida: el caso puede repetirse de un momento a otro. Se que eres una criatura razonable y no me matarás, pues con mi muerte nada ganarías, perdiéndolo todo en cambio, ya que te encontrarías sin amigos y abandonado en un mundo extraño donde el asesinato está a la orden del día y la muerte natural es uno de los fenómenos más raros. Aquí tienes tus armas.
Y conduciéndome a una habitación, cuya puerta abrió, me enseñó un verdadero arsenal, del que eligió una espada larga, otra corta, una pistola y un puñal.
—Mucho parece que confías en mi lealtad, Ras Thavas —le dije.
El se encogió de hombros.
—Sólo confío en que sé perfectamente dónde está tu interés. Los sentimentales poseen palabras propias: amor, lealtad, amistad, odio, celos y mil más. Una sola palabra las resume todas: egoísmo. Todo hombre inteligente debe reconocerlo. Analizadas las predilecciones y las necesidades de un individuo puede clasificársele como amigo o enemigo, dejando que los idiotas pobres de espíritu se dejen arrastrar a su ruina por el sentimiento.
Sonriendo coloqué las armas en mi correaje, pero no quise replicar: nada conseguiría discutiendo con el individuo. Además comprendí que en una controversia académica yo llevaría la peor parte; pero había hablado de muchas cosas que despertaron mi curiosidad, y una de ellas me recordó un asunto en el que había pensado con mucha frecuencia. Aunque explicada en parte por sus observaciones, no comprendía yo la razón que pudo tener aquel hombre rojo para atacarle con tanta saña el día de mi llegada a Barsoom. En la sobremesa que siguió a la comida hablé del asunto a Ras Thavas.
—¡Bah! —respondio—. Un sentimental del tipo más pronunciado. Aquel individuo me odiaba de un modo increíble para un cerebro educado y analítico como el mío. Considera los hechos: Era un joven guerrero en la plenitud de la vida, de la hermosura y de la fortaleza, que murió víctima de un asesinato. Uno de mis agentes pagó a su familia una cantidad satisfactoria por el cadáver y me lo trajo. Así es como obtengo yo todo mi material. Le sometí al procedimiento que conoces. Durante un año el cuerpo estuvo en mi laboratorio, pues no hubo ocasión de utilizarle, pero al cabo de este tiempo llegó un cliente rico cargado de años. Estaba locamente enamorado de una muchacha a quien pretendían muchos rivales. Mi cliente tenía más dinero, mas cerebro y más experiencia que todos ellos, pero les era inferior en lo único que pesa sobre la mente irrazonable, embotada y sentimentalizada de las hembras jóvenes: en el aspecto físico.
“378-J-493.811-P tenía lo que mi cliente necesitaba y podía permitirse el lujo de pagar. Rápidamente llegamos a un acuerdo en la cuestión del precio, y trasladé el cerebro de mi rico cliente a la cabeza del 378-J-493.811-P. Mi cliente se marchó, y tengo noticias de que conquistó la mano de la hermosa. 378-J-493.811-P hubiera quedado indefinidamente en su mesa de piedra hasta que yo hubiera necesitado algún miembro de su cuerpo, a no haberle yo elegido, sólo por casualidad, para concederle la resurrección, pues me hacía falta otro esclavo.
“Fíjate en que el individuo había sido asesinado. Yo compré y pagué, al contado, el cadáver y todo lo que contenía. Podía haber permanecido muerto para siempre sobre la losa si no se me hubiera ocurrido infundirle una vida nueva. ¿Crees que su cerebro fue capaz de comprender la transacción de un modo inteligente y desapasionado? No hubo tal. Su sentimentalismo le hizo reprocharme haberle dado otro cuerpo, aunque me parece que, desde un punto de vista sentimental, debía considerarme como un bienhechor por haberle devuelto la vida en un cuerpo que, a pesar de estar algo usado, disfrutaba de perfecta salud.
“Muchas veces me habló del asunto pidiéndome que le devolviera su antiguo cuerpo, cosa que, como es natural, no podía discutirse, pues seria rarísimo que la casualidad me trajera el cadáver del cliente a quien se lo había entregado; contingencia lejana, dada la riqueza del cliente en cuestión. El individuo llegó hasta el extremo de pedirme que le permitiera salir para matarle y traerme el cadáver, para que yo realizara la operación. Me negué a darle el nombre del actual poseedor de su cuerpo, y entonces cayó en profunda depresión; pero hasta el día de tu llegada no creía que el odio llegara la punto de atacarme. No cabe duda de que el sentimiento es un obstáculo para el progreso. Nosotros, los ciudadanos de Toonol, estamos acaso menos sujetos a sus extravagancias que los demás barsoomianos, pero mis paisanos las sufren en menor grado. Claro que tiene sus preocupaciones. Sin ellas no podríamos sostener una forma de gobierno estable, y los fundalianos o cualquier otro pueblo nos invadiría y nos conquistaría gracias a que en nuestras clases inferiores existe el suficiente sentimentalismo para hacerles leales al Jeddak de Toonol, y las clases dirigentes son lo suficientemente cultas para comprender que en su propio interés está el agruparse alrededor del trono.
“Los fundalianos son grandes sentimentales, ahogados en estupideces y supersticiones, esclavos de fantasías y chifladuras. El solo hecho de que conserven en el trono a la vieja arpía Xaxa demuestra su incurable idiotez. Es una bruja ignorante, orgullosa, estúpida, cruel, un marimacho, una maldición de los dioses y, a pesar de todo esto, los fundalianos lucharán y morirán por ella a causa de que su padre fue Jeddak de Fundal. Ella les ahoga con impuestos cuya carga apenas pueden soportar, les engaña, les explota, les traiciona y ellos caen ante sus pies y la adoran. ¿Por qué? Porque su padre fue Jeddak de Fundal, y antes que su padre, su abuelo, y así sucesivamente; porque les guía el sentimiento, que no la razón; porque sus malvados gobernantes explotan el sentimiento. Nada tiene ella que la haga parecer una persona normal: ni siquiera es hermosa. Bueno, tú ya la has visto.