Aquel bulto se contrajo y una voz surgió de la boca a medio formar todavía.
—Tienes que escuchar —carraspeó.
Joao pareció atragantarse, se volvió hacia los controles, los dejó libres y situó el helicar en un giro continuo y salvaje.
Un zumbido agudo y repiqueteante sonó tras él. Aquel extraño ruido parecía estremecerle todo su cuerpo. Algo reptaba por su cuello. Lo aplastó con la mano, sintiendo el crujido.
Todo lo que Joao sintió en aquel instante fue la idea de escapar, de huir. Miró frenéticamente al suelo bajo el aparato en vuelo, descubriendo hacia su derecha un claro de la sabana, y en el acto descubrió a otro helicar virando junto al suyo, con la insignia de su propia Irmandade en el costado.
La mancha blanca de la sabana se resolvió en un grupo de tiendas de campaña, con el estandarte de la OEI, naranja y verde, señalizándolas. Más en la distancia la llanura verde se extendía hasta la cercana presencia de un río. Joao se dirigió hacia las tiendas.
Algo le picó en la mejilla. Cosas reptantes le bullían por los cabellos, mordiéndole, aguijoneándole. Pisó los cohetes de frenado y se dirigió hacia un terreno abierto junto a las tiendas. Los insectos habían invadido el cristal del parabrisas. Joao pronunció una plegaria silenciosa, se echó hacia atrás en el asiento y sintió cómo el helicar se arrastraba por el suelo, al tocar tierra, patinando y casi dando tumbos. De un golpe aflojó la cubierta superior, se deshizo de los cinturones de seguridad y se arrojó literalmente fuera del vehículo aéreo dando trompicones por el suelo.
Dio vueltas y más vueltas, con los ojos firmemente cerrados, sintiendo las mordeduras de los insectos sobre todas las partes de su cuerpo expuestas al aire. Unas manos le agarraron y sobre el rostro sintió una rociada gelatinosa que alguien le disparó para protegerle. Inmediatamente, desde varios ángulos, unos rociadores le recubrieron de espuma.
En alguna parte, y a una distancia imprecisa, oyó una voz que sonaba parecida a un grito de Vierho:
—¡Corre! ¡Por aquí! ¡Corre…!
Nuevamente sintióse rociado por un rifle rociador. Una y otra vez. Le rociaron la espalda, y por el olor creyó que le recubrían de un líquido neutralizador.
Una voz gritó excitada junto a él:
—¡Madre de Dios! ¡Fijaos en eso!
Joao se sentó. Se quitó la capa de espuma que ocultaba su rostro y miró con detenimiento por la sabana. La hierba hervía de insectos alrededor de un helicar de las Irmandades.
—¿Has matado todo lo que hay dentro? —dijo alguien.
—Todo lo que se movía —replicó otra voz, deteniéndose como si aquella persona se sintiese atacada por el dolor.
—¿Hay algo que pueda sernos útil?
—La radio está destrozada.
—Por supuesto. Eso es lo primero que han atacado.
Joao miró a su alrededor y contó a siete elementos de sus Irmandades. Allí estaban Vierho, Thomé, Ramón, Pietr, Lon…
Le llamó la atención el grupo arracimado más allá de sus hombres. Rhin Kelly estaba entre ellos. Sus cabellos rojizos aparecían despeinados y revueltos. Sus verdes ojos miraban con furia, sin quitarle la vista de encima.
Se fijó en su helicar, situado a la derecha, dentro de lo que parecía ser un área de aparcamiento, literalmente cubierto de espuma y residuos, y más allá el espacio destinado a las tiendas de campaña, y, después, la extensión de la sabana. A su lado permanecían dos hombres vestidos de uniforme verde manteniendo sus tanques manuales de rociado.
Joao observó a Rhin y recordó su presencia en el cabaret de Bahía. Ahora vestía el uniforme de campaña de la OEI, de color verde parcheado de suciedad. Sus ojos no invitaban precisamente a la charla amistosa.
—Veo en todo esto una justicia poética…, traidores —dijo.
A Joao le sorprendió el tono histérico de Rhin, y le llevó unos segundos digerir la expresión de la joven entomóloga. ¿Traidores? Al mismo tiempo comprobó la mirada hostil de la gente de la OEI. Vierho se aproximó, ayudó a Joao a ponerse en pie y sacó un trapo para limpiarle la suciedad.
—¿Qué sucede, jefe? Recogimos tu señal, pero no obtuvimos respuesta.
—Luego —repuso Joao al darse cuenta de la ira de Rhin y sus compañeros. Ella daba la impresión de hallarse febril y enferma.
Sus bandeirantes le limpiaron a Joao los insectos y la espuma. El dolor de las picaduras fue cediendo ante el efecto suavizante del neutralizador que le aplicaron sus amigos.
—¿Qué es ese esqueleto que hay dentro de su helicar? —le preguntó uno de la OEI.
Antes de que pudiera responder, Rhin tomó la palabra.
—La muerte y los esqueletos no son nada nuevo para Joao Martinho, ¡el traidor de la Piratininga!
—Pienso que esta gente está loca, jefe —comentó Vierho con perplejidad.
—Ese esqueleto es lo que queda de uno de los suyos, ¿eh? —masculló Rhin.
—¿Qué dice de los esqueletos esta mujer? —dijo Vierho.
—Su jefe lo sabe —le indicó Rhin.
—¿Tendría usted la bondad de ser más explícita? —le suplicó Joao.
—No tengo nada que explicar. Que sus amigos lo expliquen —añadió Rhin apuntando hacia el borde de la selva que se extendía más allá de la sabana.
Joao miró en aquella dirección, apreciando una fila de bandeirantes en uniforme blanco, situados entre la masa de insectos que hervía en la selva. Tomó los prismáticos de uno de sus hombres para contemplar bien la escena. Sabiendo qué tenía que mirar, pronto realizó la identificación.
—Padre —dijo Joao.
Vierho se le aproximó inmediatamente, frotándose una picadura de insecto junto a la cicatriz de la mejilla.
En voz baja, Joao le explicó lo concerniente a las figuras del borde de la selva, pasándole los prismáticos para que Vierho pudiese ver por sí mismo las finas líneas de la piel y el brillo de los ojos.
—¡Santo Dios! —murmuró Vierho.
—Vaya, ¿reconoce a sus amigos? —preguntó Rhin.
Joao la ignoró.
A su vez, Vierho pasó los prismáticos a otro miembro de las Irmandades. Los dos hombres de la OEI que habían rociado a Joao se aproximaron, escuchando, y dirigiendo su atención hacia las figuras amparadas en la selva.
—¿Qué es esa sustancia que hay alrededor del helicar? —preguntó Joao.
—Melaza de couroq —repuso el de la OEI—. Es todo cuanto queda para la barrera contra los insectos.
—Eso no va a detenerlos.
—Sin embargo, ya los ha detenido —dijo el individuo.
Joao hizo un gesto aprobatorio. Sospechó de la presencia de miembros de la OEI en aquel lugar. Miró entonces a Rhin.
—Doctora Kelly, ¿dónde está el resto de su personal? —preguntó, pasando revista a los miembros de la OEI y contándolos—. Seguramente no quedan más de seis de toda la tripulación.
Rhin apretó los labios pero permaneció en silencio.
Joao miró a su alrededor y especialmente a las tiendas de campaña, comprobando su mala situación.
—¿Dónde está su equipo, sus helicares, el laboratorio y los aerobuses?
—Su pregunta es más bien divertida —repuso ella, pero con cierta incertidumbre en su tono burlón y en la actitud histérica mantenida hasta entonces—. Allí, casi a un kilómetro, entre los árboles, hay un helicar destrozado, con la mayor parte de nuestro equipo, como usted lo llama. Casi todas las partes vitales del aparato han resultado comidas por el ácido antes de que pudiéramos darnos cuenta de que algo iba mal. Los rotores de elevación quedaron igualmente destruidos.
—¿Por el ácido?
—Sí. Olía a ácido oxálico, pero actuaba más bien como clorhídrico —dijo uno de sus compañeros, un rubio nórdico con una reciente cicatriz del ácido bajo el ojo derecho.
—Veamos, comience por el principio —rogó Joao.
—Nos separamos aquí —comenzó a decir el rubio, pero se detuvo mirando alrededor.
—Hace ocho días —dijo Rhin.
—Sí —continuó el hombre rubio—. Se llevaron nuestra radio y el helicar. Parecían garrapatas gigantescas. Disparaban chorros de ácido a quince metros de distancia.
—¿Cómo la que vimos en la plaza de Bahía?
—Existen tres horribles especies, dentro de contenedores, en el laboratorio de mi tienda —dijo Rhin—. Son una organización cooperativa que forma enjambres-colmena. Véalo usted mismo.
Joao apretó los labios, pensativo.
—Oí parte de lo que dijo a sus hombres —afirmó la doctora Kelly—. No esperará que me lo crea.
—Para mí carece de importancia que usted lo crea —repuso Joao—. ¿Cómo consiguió llegar hasta aquí?
—Nos abrimos paso desde el helicar utilizando caramuru mediante rociadores —dijo el hombretón rubio—. Eso los ha detenido un poco. Trajimos todos los suministros que nos fue posible, cavamos una trinchera alrededor de nuestra instalación y dentro pusimos polvo de couroq, añadiéndole gelatina y aceite de copahu, y aquí nos quedamos.
—¿Cuántos son ustedes? —preguntó Joao.
—En nuestro helicar estábamos catorce —explicó Rhin, fijando su mirada en Joao y estudiándola detenidamente. Por sus gestos y por su manera de comportarse parecía sincera. Intentó razonar aceptando esta actitud, pero su mente se hallaba en un atolladero. Desde el primer ataque, había sucedido algo, probablemente una droga en las picaduras de los insectos, continuada con el caramuru. Pero su laboratorio no estaba equipado para determinar que pudiera ser aquella droga.
Joao se frotó el cuello, donde las picaduras de los insectos le quemaban la piel. Echó un vistazo a sus hombres para determinar su condición y el estado de su equipo. Contó cuatro rifles rociadores y comprobó que los hombres llevaban cilindros de repuesto colgados del cuello. El helicar se hallaba seguro dentro de aquel reducido perímetro. Los productos químicos vertidos dentro y fuera con los rociadores probablemente habrían dañado los circuitos de control; no obstante, allí estaba el gran aparato aéreo.
—Creo que deberíamos abrirnos paso hacia nuestro helicar —dijo Martinho.
—¿Su helicar? —exclamó Rhin, mirando hacia la sabana—. Ya es demasiado tarde, bandeirante. Quedó inutilizado antes de aterrizar —continuó, con la histeria dibujándose en sus bellas facciones—. Dentro de un par de días habrá menos traidores. Estáis cogidos en vuestra propia trampa.
Joao se volvió rápidamente para mirar el helicar de las Irmandades. Se inclinaba peligrosamente del lado izquierdo.
—¡Padre! —gritó—. ¡Tommy! ¡Vince! Id…
Se detuvo al comprobar que el aparato se hundía con más rapidez.
—Debo aconsejarles que permanezcan lejos del borde, a menos que disparen con los rociadores desde el lado opuesto —dijo Rhin—. Pueden lanzar el ácido desde quince metros. Como pueden ver… —e hizo un gesto hacia el helicar—, el ácido se come el metal e incluso el plástico.
—Está usted loca —dijo Joao—. ¿Por qué no nos ha avisado inmediatamente? Podríamos haber…
—¿Avisarles?
—Doctora Kelly, tal vez deberíamos… —comenzó su rubio compañero.
—Tranquilo, Hogar —dijo ella—. Quizá desea ver al doctor Chen-Lhu.
—¿Travis? ¿Es que está aquí? —preguntó Martinho.
—Llegó ayer con otro compañero ya muerto —repuso ella—. Estuvieron buscándonos. Desgraciadamente nos encontraron. El doctor Chen-Lhu no creo que sobreviva esta noche. —Rhin miró al hombretón nórdico—: ¡Hogar!
—Sí, señora —contestó el interpelado, y encogiéndose de hombros se dirigió hacia las tiendas.
—Hemos perdido ocho hombres a causa de sus amigos, bandeirante —estalló Rhin—. ¡Traidores!
—Usted está loca —repuso Joao sintiendo el comienzo de una loca rabia dentro de sí mismo—. Chen-Lhu aquí…, ¿moribundo?
—No se haga el inocente, bandeirante —dijo Rhin—. Ya hemos visto a sus compañeros de juego y hemos comprendido que han sido demasiado codiciosos; su partida se les ha escapado de las manos.
—No, usted no ha visto a mis amigos hacer esas cosas —dijo Joao. Miró entonces a Thomé—: Tommy, no les quites la vista de encima a esos locos. No permitas que se interfieran con nosotros. —Y levantó un rifle rociador, con cargas de repuesto, de uno de sus hombres. Hizo una señal a otros tres hombres armados—. Tú, ven conmigo.
—Jefe, ¿qué vas a hacer? —preguntó Vierho.
—Salvar lo que podamos del helicar.
Vierho suspiró, tomó un rifle y cargas de repuesto indicando al propietario del arma que permaneciera junto a Thomé.
—Eso, vayan a matarse ustedes mismos —dijo Rhin—. ¡No les estorbaremos!
Joao hizo un esfuerzo para no volverse contra la doctora Kelly y estallar en cólera. Le dolía horriblemente la cabeza por la furia no desatada. Se dirigió hacia donde reposaba el helicar embarrancado, disparó una cortina de espuma en la hierba del entorno e hizo una señal a los otros para que le siguieran más allá de la zanja.
Luego Joao recordó con desagrado lo sucedido en la sabana. Estuvieron fuera poco más de veinte minutos antes de que el grupo se retirara a las tiendas de campaña. Joao y sus tres compañeros sufrieron quemaduras por los chorros de ácido, Vierho y Lon más gravemente. Consiguieron salvar menos de la octava parte del material contenido en el helicar. En especial recuperaron los alimentos. El salvamento no incluía el transmisor de radio.
El ataque les llegó desde todos los puntos circundantes, procedente de las criaturas escondidas en las altas hierbas del entorno. La espuma contra insectos les paralizó temporalmente. Ninguno de los venenos disparados con los rifles rociadores disminuía la actividad de tales criaturas. El ataque sólo cesó cuando los hombres se encontraron seguros tras la zanja.
—Es evidente que esos diablos atacaron primero nuestros equipos de comunicación —observó Vierho—. ¿Cómo pudieron saberlo?
—Prefiero no imaginarlo —repuso Joao—. Vigilad mientras me ocupo de esas quemaduras.
La mejilla y el hombro de Vierho se hallaban achicharrados por el ácido, y sus ropas se desprendían a tiras, convirtiéndose en harapos humeantes.
Joao roció con neutralizador la zona afectada de su cuerpo. Luego hizo lo mismo con Lon. El bandeirante estaba ya perdiendo carne de la espalda, pero se mantuvo firme, dolorido y expectante.
Rhin llegó para ayudar, con el tratamiento y las vendas apropiadas. Rehusó hablar, incluso responder a las más simples preguntas.
—¿Tiene usted más ungüento?
Silencio.
—¿Tomó usted alguna muestra de los ácidos?
Ninguna respuesta.
—¿Qué heridas sufrió Chen-Lhu?
Silencio otra vez.