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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (42 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Sigamos; marchémonos inmediatamente de aquí —murmuró Reith.

Una hora más tarde alcanzaron la cima y se detuvieron para contemplar el panorama. El paisaje al oeste estaba sumergido en la bruma del ocaso, y Settra se destacaba como una mancha descolorida, como si fuera una pústula en la tierra. Muy al este brillaba el lago de la Montaña Negra.

Lo viajeros pasaron una fantasmagórica noche al borde de un bosque, sobresaltándose ante los lejanos ruidos: un débil e inquietante grito, un rap-rap-rap como arañazos contra un bloque de dura madera, el estremecedor ulular de las jaurías nocturnas.

Finalmente llegó el amanecer. El grupo desayunó lúgubremente plantas del peregrino, luego descendió por una especie de empalizada de basalto hasta el fondo de un boscoso valle. Ante ellos se abría el lago de la Montaña Negra, tranquilo e inmóvil. Un bote de pesca cruzó el agua y finalmente desapareció tras un promontorio rocoso.

—Hoch Har —dijo Helsse—. Antiguos enemigos de los Yao. Ahora permanecen tras las montañas. Traz señaló.

—Un camino.

Reith miró a su alrededor.

—No veo ningún camino.

—Pero está aquí, y huelo humo de madera a una distancia de unos cinco kilómetros.

Cinco minutos más tarde Traz hizo un brusco gesto.

—Se acercan varios hombres.

Reith escuchó; no pudo oír nada. Pero al cabo de poco tres hombres aparecieron ante ellos: hombres muy altos, de anchas cinturas, brazos y piernas delgados, llevando camisas de sucia fibra blanca y cortas capas del mismo tejido. Se detuvieron en seco a la vista de los viajeros, luego se dieron la vuelta y retrocedieron por donde habían venido, mirando ansiosamente por encima del hombro.

Al cabo de medio kilómetro el sendero abandonó la jungla y se curvó bordeando la pantanosa orilla del lago. El poblado de los Hoch Har se erguía sobre pilotes en el agua, con un largo muelle que penetraba en el lago y al que había amarrada una docena de barcas de fondo plano. En la orilla les esperaban una veintena de hombres con actitud de nerviosa truculencia, agitándose inquietos, con machetes y largos arcos preparados.

Los viajeros se aproximaron.

El más alto y robusto de los Hoch Har exclamó, con una voz ridículamente chillona:

—¿Quiénes sois?

—Viajeros camino de Kabasas.

Los Hoch Har les contemplaron incrédulos, luego dirigieron sus miradas hacia el sendero que conducía a las montañas.

—¿Dónde está el resto de vuestra banda?

—No hay ninguna banda; estamos solos. ¿Podéis vendernos un bote y algo de comida?

Los Hoch Har echaron a un lado sus armas.

—La comida es difícil de conseguir —gruñó el primer hombre—. Lo botes son nuestra posesión más apreciada. ¿Qué podéis ofrecernos a cambio?

—Sólo unos pocos sequins.

—¿De qué nos sirven los sequins si tenemos que acudir a Cath para poder gastarlos?

Helsse murmuró algo al oído de Reith. Reith dijo a los Hoch Har:

—Muy bien, entonces proseguiremos nuestro camino. Tengo entendido que hay otros poblados en torno al lago.

—¿Qué? ¿Tienes intención de tratar con miserables ladrones y estafadores? Esto es lo único que son esa gente. Bien, para librarte de tu propia estupidez, estamos dispuestos a perjudicarnos y llegar a un trato contigo.

Finalmente Reith pagó doscientos sequins por un bote en bastante buenas condiciones y lo que el jefe Hock Har afirmó enfáticamente que eran provisiones suficientes para llevarlos a todos ellos hasta Kabasas: cajas de pescado seco, sacos de tubérculos, rollos de corteza a la pimienta, frutos frescos y en conserva. Otros treinta sequins garantizaron los servicios, como guía, de un tal Tsutso, un hombre joven con rostro de luna llena, bastante robusto y con una afable sonrisa llena dé enormes dientes. Tsutso declaró que las primeras etapas de su viaje serían las más difíciles:

—Primero, los rápidos; luego la Gran Pendiente, tras la cual el viaje ya no es más que dejarse llevar corriente abajo hasta Kabasas.

Al mediodía, con la pequeña vela desplegada, el bote partió del poblado Hoch Har, y durante toda la tarde navegó hacia el sur por las negras aguas en dirección a un par de riscos que señalaban la desembocadura del lago y la cabecera del río Jinga. Al atardecer el bote pasó entre los riscos, cada uno coronado por un montón de ruinas, negras contra el cielo marrón ceniza. Bajo el risco de la derecha había una pequeña ensenada con una playa; Reith quiso acampar allí aquella noche, pero Tsutso no quiso ni oír hablar de ello.

—Los castillos están encantados. A medianoche los fantasmas de los antiguos Tschai merodean por los caminos. ¿Deseas que resultemos todos mancillados?

—Siempre que los fantasmas se mantengan en las inmediaciones del castillo, ¿quién nos impide utilizar la ensenada?

Tsutso lanzó a Reith una mirada interrogadora y mantuvo el bote en mitad de la corriente entre las ruinas opuestas. A un par de kilómetros corriente abajo el Jinga se hendía a ambos lados de una islita rocosa, hacia la cual apuntó Tsutso el bote.

—Aquí nada procedente del bosque puede molestarnos.

Los viajeros cenaron, se tendieron alrededor de la fogata, y no fueron turbados por otra cosa más que por los silbidos y trinos de los habitantes del bosque y, en una ocasión, desde muy lejos, por los lamentos de las jaurías nocturnas.

Al día siguiente recorrieron quince kilómetros de violentos rápidos, durante los cuales Tsutso se ganó diez veces lo que le habían pagado, según estimó Reith. A su alrededor el bosque se había reducido a agrupaciones de arbustos espinosos; las orillas empezaron a mostrarse desoladas, y al poco un extraño sonido empezó a oírse al frente: un rugir sibilante que lo invadía todo.

—La Pendiente —explicó Tsutso. El río desaparecía de pronto a un centenar de metros más adelante. Antes de que Reith o los otros pudieran protestar, el bote había llegado al borde.

—Todo el mundo alerta —dijo Tsutso—; esto es la Pendiente. ¡Agarraos fuerte!

El rugir del agua casi ahogó su voz. El bote estaba deslizándose por una oscura garganta; las paredes de roca pasaban a su lado a una tremenda velocidad. El río en sí era una negra y temblorosa superficie, orlada de espuma estática con relación al bote. Los viajeros se agacharon tanto como les fue posible, ignorando la condescendiente sonrisa de Tsutso. Durante varios minutos prosiguió el descenso, y finalmente se hundieron en un campo de espuma y flotaron en medio de tranquilas aguas.

Las paredes se alzaban a pico hasta una altura de treinta metros: piedra arenisca marrón incrustada con bolas de negros arbustos. Tsutso llevó el bote hasta una pequeña playa de guijarros.

—Aquí os dejo.

—¿Aquí? ¿En el fondo de este cañón? —preguntó sorprendido Reith.

Tsutso señaló un sendero que ascendía serpenteante una ladera.

—El poblado está a ocho kilómetros de distancia.

—En ese caso —dijo Reith—, adiós y muchas gracias. Tsutso hizo un gesto indulgente.

—No ha sido nada. Los Hoch Har somos gente generosa, excepto en lo que a los Yao se refiere. Si hubierais sido Yao, las cosas no hubieran ido tan bien.

Reith miró a Helsse, que no dijo nada.

—¿Los Yao son vuestros enemigos?

—Nuestros antiguos perseguidores, que destruyeron el imperio de los Hoch Har. Ahora ellos se mantienen a su lado de la montaña, lo cual está bien para ellos, y nosotros podemos oler a un Yao como si fuera un pescado podrido. —Saltó ágilmente a la orilla—. Las marismas están al frente. A menos que os perdáis o llaméis la atención de la gente de las marismas, es como si estuvierais ya en Kabasas. —Hizo un gesto final de despedida, y echó a andar sendero arriba.

El bote derivaba en medio de una penumbra sepia, con el cielo allá arriba convertido en una aguada cinta de seda. Pasó la tarde, y las paredes del cañón fueron abriéndose lentamente. Al anochecer los viajeros acamparon en una pequeña playa, y pasaron la noche en un silencio casi fantasmal.

Al día siguiente el río desembocó en un amplio valle alfombrado por una alta hierba amarillenta. Las colinas recedieron; la vegetación junto a la orilla se hizo fuerte y densa y poblada con pequeñas criaturas mitad arañas, mitad monos, que chillaban e hipaban y lanzaban chorros de líquidos ponzoñosos contra el bote. El río recibió las aguas de varios tributarios; se hizo ancho y apacible. Al día siguiente las orillas se poblaron de árboles de notable altura, alzándose en una gran variedad de siluetas contra el cielo color marrón humo, y al mediodía el bote flotaba con jungla a ambos lados. La vela colgaba fláccida; el aire estaba saturado de olores a madera húmeda y descomposición. Las saltarinas criaturas arborícolas se mantenían en las ramas altas; por entre las penumbras de abajo se deslizaban mariposas con alas que parecían de gasa, insectos colgando de pálidas burbujas, criaturas parecidas a pájaros que parecían sostenerse sobre cuatro blandas alas. En una ocasión los viajeros oyeron fuertes gruñidos y ruido de pateos, en otra ocasión un feroz silbido seguido de una sucesión de estridentes chillidos, todo ello procedente de fuentes invisibles.

El Jinga fue ensanchándose poco a poco hasta convertirse en una plácida corriente que fluía en torno
a
docenas de pequeñas islas, cada una de ellas repleta de frondas, plumas, formas arbóreas en abanico. En una ocasión, con el rabillo del ojo, Reith captó un atisbo de algo que parecía ser una canoa con tres jóvenes tocados con plumas, pero cuando se volvió solamente vio una isla, y nunca pudo estar seguro de qué era exactamente lo que había visto. A última hora del día un sinuoso animal de veinte patas nadó tras ellos, pero a quince metros del bote pareció perder su interés y se sumergió.

Al anochecer los viajeros acamparon en la playa de una pequeña isla. Media hora más tarde Traz empezó a ponerse intranquilo y, dando un codazo a Reith, señaló hacia la maleza. Oyeron un ruido furtivo y luego captaron un olor viscoso. Un instante más tarde el animal que había nadado tras el bote se lanzó contra ellos chillando. Reith disparó una de sus agujas explosivas al hocico del animal; empezó a dar vueltas en círculo, con la cabeza completamente volada, con un peculiar cojeo ondulante, antes de volver al agua y sumergirse en ella.

El grupo se sentó de nuevo, intranquilo, en torno al fuego. Helsse observó a Reith devolver la pistola a su bolsa, y no pudo reprimir su curiosidad.

—¿Puedo preguntaros dónde obtuvisteis esta arma?

—He aprendido que la sinceridad crea problemas —dijo Reith—. Tu amigo Dordolio cree que soy un lunático; Anacho el Hombre-Dirdir prefiere el término «amnésico». Así que... piensa lo que quieras.

Helsse murmuró, como para sí mismo:

—Qué extrañas historias podríamos contar todos, si de hecho la sinceridad fuera la regla. Zarfo se echó a reír a carcajadas.

—¿Sinceridad? ¿quién la necesita? Puedo contar las historias más sorprendentes con tal de que alguien esté dispuesto a escucharlas.

—Sin duda —dijo Helsse—, pero las personas con metas desesperadas deben mantener bien guardados sus secretos.

Traz, que sentía un profundo desagrado hacia Helsse, le miró de soslayo con algo muy parecido a una risa burlona.

—¿A quién te refieres? No tengo ni secretos ni metas desesperadas.

—Debe tratarse del Hombre-Dirdir —dijo Zarfo, con un marrullero guiño.

Anacho agitó negativamente la cabeza.

—¿Secretos? No. Tan sólo reticencias. ¿Metas desesperadas? Viajo con Adam Reith puesto que no tengo nada mejor que hacer. Soy un desheredado entre los subhombres. No tengo absolutamente ninguna meta, excepto sobrevivir.

—Yo tengo un secreto —dijo Zarfo—: la localización de mi pobre puñado de sequins. ¿Mis metas? Igualmente modestas: unas pocas hectáreas de pradera junto a un río al sur de Smargash, una cabaña bajo los árboles, una doncella limpia que hierva mi té. Os las recomiendo también para vosotros.

Helsse, mirando fijamente el fuego, sonrió.

—Todos mis pensamientos, lo quiera o no, son un secreto. En cuanto a mis metas... si regreso a Settra y de alguna manera consigo apaciguar a la Compañía de Seguridad, me sentiré satisfecho.

Reith alzó la vista hacia donde las nubes estaban ocultando las estrellas.

—Yo me sentiré satisfecho si consigo permanecer seco esta noche.

El grupo llevó el bote a la orilla, lo volvió boca abajo y, con la vela, hizo un refugio. Muy pronto empezó a llover, extinguiendo el fuego y formando charcos que penetraban en pequeños riachuelos bajo la embarcación.

Finalmente amaneció: un amanecer deslustrado y lluvioso. Al mediodía las nubes aclararon, y los viajeros echaron el bote nuevamente al agua, cargaron en él las provisiones y siguieron su viaje hacia el sur.

El Jinga siguió ensanchándose hasta que sus orillas no fueron más que manchas oscuras. Transcurrió la tarde; el anochecer fue un enorme caos de negros, oros y marrones. Dejándose arrastrar por la corriente en la cada vez mayor oscuridad, los viajeros buscaron un lugar donde tomar tierra. La orilla era terriblemente pantanosa, pero al final, cuando ya el purpúreo ocaso se volvía noche, encontraron un promontorio arenoso bajo el cual se dispusieron a pasar la noche.

Al día siguiente penetraron en las marismas. El Jinga, dividido en una docena de canales, avanzaba indolente entre islas de juncos, y los viajeros pasaron una incómoda noche en el bote. Al atardecer del día siguiente llegaron a una especie de dique inclinado de esquisto gris que, alzándose y bajando, creaba una cadena de rocosas islas cruzando la marisma. En algún tiempo enormemente remoto, alguno de los pueblos del viejo Tschai habían usado las islas para sostener una calzada elevada, ahora reducida a desmoronados montones de negro cemento. Acamparon en la mayor de las islas, cenando pescado seco y lentejas algo pasadas que les habían proporcionado los Hoch Har.

Traz se sentía intranquilo. Dio la vuelta a la isla, trepó a la parte más alta, miró a ambos lados de la línea del antiguo puente. Reith, inquieto por las aprensiones de Traz, se le acercó.

—¿Ves algo?

—Nada.

Reith miró a su alrededor. El agua reflejaba el malva oscuro del cielo, las formas de las cercanas islas. Volvieron junto al fuego, y Reith decidió que montaran guardias. Despertó al amanecer, e instantáneamente se preguntó por qué no había sido llamado al llegar su turno. Sacudió a Traz, que había montado la primera guardia.

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