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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (19 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Reith, ya intranquilo, no se sintió muy animado con esas observaciones.

El carro emprendió el camino hacia el oeste, en dirección a las grises colinas, llevando una carga de aves desplumadas, cuyos amarillos picos y abiertos ojos muertos se alternaban con las hileras de también amarillas patas, formando un esquema macabro.

Emmink era un hombre taciturno y poco comunicativo; no mostró el menor interés en los motivos de la visita de Reith, y Reith, tras algunos intentos de conversación, decidió guardar silencio.

El carro trepó camino arriba, con los generadores a torsión de cada una de sus ruedas gimiendo y zumbando. Penetraron en el paso que Emmink denominó puerto de Belbal, y ante ellos se abrió Dadiche: una escena de extraña y en cierto modo amenazadora belleza. La intranquilidad de Reith se hizo más intensa. Pese a sus sucias ropas, no tenía la impresión de parecerse a los demás conductores, y su única esperanza era oler como un carrero. ¿Y Emmink? ¿Podía confiarse en él? Reith lo estudió disimuladamente: un hombre pequeño y reseco, con una piel del color del cuero hervido, todo él nariz y frente estrecha, y una pequeña boca fruncida. Un hombre como Anacho, como Traz, como él, término en último derivado de la cepa de la Tierra, meditó Reith. ¡Qué diluida, qué tenue era ahora la esencia terrestre! Emmink se había convertido en un hombre de Tschai, con su alma condicionada por el paisaje de Tschai, por la luz ámbar del sol, por el cielo metálico, los suaves e intensos colores. Reith no confiaba en la lealtad de Emmink más allá de la longitud de su brazo, si es que podía confiar hasta tan lejos. Contemplando la extensión de Dadiche, preguntó:

—¿Dónde descargas lo que llevas?

Emmink tardó en responder, como si estuviera buscando alguna razón plausible para eludir la respuesta. A regañadientes, dijo:

—Allá donde consigo el mejor precio. Puede ser el Mercado del Norte o el Mercado del Río. Puede ser el Bazar Bonte.

—Entiendo —dijo Reith. Señaló hacia la gran estructura blanca que había localizado el día antes—. ¿Qué es ese edificio de ahí?

Emmink dejó que sus estrechos hombros se alzaran en un ligero movimiento de desinterés.

—No es asunto mío. Yo compro, transporto y vendo; más allá de eso no me preocupa nada.

—Entiendo... Bien, deseo ir un poco más allá de ese edificio.

Emmink lanzó un gruñido.

—Eso se aparta de mi ruta habitual.

—No me importa si lo hace. Para eso te pago. Emmink gruñó de nuevo, y por un momento guardó silencio. Luego dijo:

—Primero al Mercado del Norte, para asegurar la venta de mis aves, luego al Bazar Bonte. Por el camino pasaré junto al edificio.

Descendieron la colina, cruzaron un terreno desnudo donde se amontonaban las basuras y los cascotes, luego penetraron en un jardín de plumosos arbustos verdes y moteadas cicadáceas blancas y negras. Ante ellos se alzaba el muro que rodeaba Dadiche, una estructura de diez metros de altura construida de un material sintético de aspecto lustroso. Los carros de Pera cruzaban por la puerta, sometiéndose al escrutinio de un grupo de Hombres-Chasch con pantalones púrpura, camisas verdes y altos sombreros cónicos de fieltro negro. Llevaban armas al costado y largas y finas varillas, que clavaban profundamente en las cargas de los nuevos carros.

—¿Cuál es la razón de esto? —preguntó Reith, mientras los Hombres-Chasch, no sin cierta complacencia, ensartaban una y otra vez la carga del carro que tenían delante.

—Así impiden que los Chasch Verdes puedan introducirse subrepticiamente en la ciudad. Hace cuarenta años, un centenar de Chasch Verdes entraron en Dadiche ocultos en la carga; hubo una gran matanza antes de que todos los Chasch Verdes fueran muertos. ¡Oh, los Chasch Azules y los Chasch Verdes son mortales enemigos! ¡A los unos les encanta ver la sangre de los otros!

—¿Qué debo decir si me hacen alguna pregunta? —quiso saber Reith.

Emmink se alzó de hombros.

—Eso es asunto tuyo. Si me preguntan a mí, les diré que me has pagado para que te llevara a Dadiche. ¿Acaso no es la verdad? Entonces tú deberás decir tu verdad, si te atreves... Grita tu número cuando yo grite el mío.

Reith le dedicó una hosca sonrisa pero no dijo nada.

El camino estaba despejado; Emmink condujo cruzando el portal y se detuvo encima de un triángulo rojo.

—¡Cuarenta-y-cinco! —gritó.

—¡Ochenta-y-seis! —gritó Reith.

Los Hombres Chasch avanzaron unos pasos, clavaron sus varillas en el amontonamiento de aves desplumadas, mientras otro daba la vuelta el torno al carro: un hombre fornido de arqueadas piernas y rasgos hundidos en el centro de su rostro, tan carente de barbilla como Emmink pero con una pequeña nariz en forma de botón y una frente baja que parecía más grotesca aún con el falso cráneo que se alzaba formando un cono hasta unos cinco centímetros o más por encima de su cráneo normal. Su piel era correosa, y teñida de azul por algo que podía ser un cosmético. Sus dedos eran cortos y rollizos, sus pies anchos. En opinión de Reith se desviaba de la forma humana, tal como él la conocía, considerablemente más que Anacho el Hombre-Dirdir. El guardia miró indiferente a Emmink y Reith, retrocedió unos pasos, e hizo un gesto con el brazo. Emmink empujó hacia delante la palanca de la marcha y el carro avanzó hacia una amplia avenida. Emmink se volvió hacia Reith con una acida sonrisa.

—Has tenido suerte de que ninguno de los capitanes Chasch Azules estuviera a mano. Hubieran olido tu sudor. Casi yo puedo olerlo. Cuando un hombre tiene miedo, suda. Si quieres pasar por un carrero, necesitas más sangre fría.

—Eso es pedir mucho —dijo Reith—. Haré lo que pueda.

El carro penetró en Dadiche. Podían verse Chasch Azules en los jardines, podando árboles, retirando piedras, moviéndose suavemente en las sombras que rodeaban sus villas de redondos techos. Ocasionalmente Reith captó olores de un jardín o una artesa: emanaciones ácidas, pungentes, especiadas, aromas de ámbar quemado, jarabe de musgo, fermentos anómalos, inquietantes en su elusividad: ¿eran repulsivos o exquisitamente deliciosos?

El camino proseguía entre las villas durante un par de kilómetros o tres. Los Chasch Azules no se preocupaban demasiado por lo que Reith consideraba una preocupación normal por la intimidad; y sus villas parecían espaciadas sin ninguna planificación a lo largo del camino. Ocasionalmente podían verse Hombres-Chasch y Mujeres-Chasch dedicados a labores humildes; Reith apenas pudo ver a Hombres-Chasch en compañía de Chasch Azules; siempre trabajaban separadamente, y cuando por azar debían permanecer juntos físicamente, cada uno ignoraba al otro como si no existiera.

Emmink no hizo ningún comentario ni observación. Reith expresó su sorpresa ante la aparente indiferencia de los Chasch Azules respecto a los carros. Emmink lanzó un bufido de ácido regocijo.

—¡No te dejes engañar! Si los consideras despreocupados respecto a los carros, ¡simplemente salta de uno de ellos y camina al interior de una de las villas! Te verás ensartado en menos de un parpadeo y llevado a uno de sus gimnasios antes de que te des cuenta para demostrarte algunos de sus juegos. ¡Oh, son astutos, astutos, astutos! ¡Tan crueles como burlones! ¡Despiadados y perversos! ¿Has oído hablar del truco que le hicieron al pobre Phosfer Ajan el carrero? Bajó de su carro para cumplir con una imperiosa necesidad de la naturaleza: una loca estupidez, por supuesto. ¿Qué podía esperar excepto resentimiento? De modo que Phosfer Ajan, con los pies atados, fue colocado en un depósito lleno de pútridas inmundicias que le llegaban hasta la barbilla. En el fondo había una válvula. Cuando la porquería se volvía demasiado caliente, Phosfer Ajan tenía que zambullirse hasta el fondo y cerrar la válvula, tras lo cual la hediondez empezaba a enfriarse terriblemente, y Phosfer tenía que zambullirse y volver a abrirla, y así sucesivamente, mientras la porquería que lo rodeaba lo helaba y lo hacía arder alternativamente. Sin embargo, aguantó; se zambulló y se zambulló estoicamente, y al cuarto día le permitieron regresar a su carro a fin de que pudiera llevar su relato a Pera. Como puedes suponer, adaptan sus juegos a cada ocasión, y en conjunto constituyen el grupo de humoristas más llenos de recursos que jamás se haya conocido. —Emmink volvió a Reith una calculadora mirada—. ¿Qué problemas planeas causarles? Puedo predecir con bastante exactitud la forma en que van a responder.

—No pretendo causarles ningún problema —dijo Reith—. Simplemente me siento curioso, y quiero conocer cómo viven los Chasch Azules.

—Viven como unos jocosos maníacos, desde el punto de vista de aquellos que pretenden irritarlos. He oído que una de sus diversiones favoritas consiste en hacerles travesuras a un robusto Chasch Verde y a un Phung emplumado, juntos, por supuesto. Luego, si tienen la suerte de capturar a un Dirdir y a un Pnume, les obligan a representar vulgares farsas antiguas. Todo ello en bien de la diversión, por supuesto; lo que más odian los Chasch Azules es el aburrimiento.

—Me pregunto por qué al final todo eso no desemboca en una buena guerra —meditó Reith—. ¿Acaso los Dirdir no son mucho más poderosos que los Chasch Azules?

—Por supuesto que lo son; y sus ciudades son enormes, o al menos eso he oído. Pero los Chasch poseen torpedos y minas listos para destruir todas las ciudades Dirdir en caso de ataque. Es una situación común: cada uno es lo suficientemente fuerte como para eliminar al otro; en consecuencia, ninguno de los dos se atreve a ir más lejos de pequeñas bromas sin importancia... Oh, bueno, mientras ellos me ignoren a mí, yo voy a hacer lo mismo con ellos... Ahí delante está el Mercado del Norte. Observa que los Chasch Azules están aquí por todas partes. Les gusta regatear, aunque prefieren engañar. Debes guardar silencio. No hagas ninguna señal, no asientas ni te agites. De otro modo proclamarán que les he vendido a un precio que les ha arruinado.

Emmink dirigió su carro a una zona abierta protegida por un enorme parasol. Entonces empezó el más frenético de los regateos que Reith hubiera visto nunca. Un Chasch Azul se acercó, examinó los cuerpos de las aves y croó una oferta, que Emmink declinó con un ultrajado grito. Durante algunos minutos se lanzaron insultos el uno al otro, no ahorrándose ninguna palabra, hasta que finalmente el Chasch Azul hizo un furioso gesto de disgusto y fue a buscar sus aves a otro carro.

Emmink lanzó a Reith un guiño malicioso.

—De tanto en tanto mantengo el precio alto, solamente para excitar a los Azules. Así descubro también a qué nivel se fijarán los precios de venta. Ahora probaremos el Bazar Bonte.

Reith fue a recordarle a Emmink lo del enorme edificio ovalado, luego se lo pensó mejor. El listo Emmink no había olvidado nada. Hizo dar la vuelta al carro, condujo a lo largo de un camino que avanzaba hacia el sur medio kilómetro tierra adentro a partir del río, con jardines y villas entre medio. A la izquierda había pequeños domos y cobertizos entre árboles de disperso follaje, zonas de tierra donde jugaban niños pequeños: los hogares de los Hombres-Chasch. Emmink dijo, lanzando una ojeada a Reith:

—Aquí está el principio de los Chasch Azules; o al menos así me fue explicado por un Hombre-Chasch con cuidadosos detalles.

—¿Cómo?

—Los Hombres-Chasch creen que en cada uno de ellos crece un homúnculo que se desarrolla a lo largo de su vida y es liberado después de su muerte, para convertirse en un Chasch completo. Eso al menos es lo que enseñan los Chasch Azules; ¿no es grotesco?

—Esa es mi opinión —respondió Reith—. ¿Acaso los Hombres-Chasch no han visto nunca cadáveres humanos? ¿O niños Chasch Azules?

—Sin duda. Pero proporcionan explicaciones para cada discrepancia y desacuerdo. Esto es lo que desean creer: ¿de qué otro modo pueden justificar su servilismo a los Chasch?

Emmink quizá fuera un individuo mucho más profundo de lo que sugería su apariencia, pensó Reith.

—¿Creen también que los Dirdir se originan de los Hombres-Dirdir? ¿O los Wankh de los Hombres-Wankh?

—Es probable que lo crean. —Emmink se alzó de hombros—. Quizá sí... Ahora mira: ahí delante está tu edificio.

El amontonamiento de viviendas de los Hombres-Chasch había quedado atrás, oculto por una cortina de árboles verde pálido con enormes flores amarronadas. El carro estaba rodeando el núcleo central de la ciudad.

Junto a una avenida había edificios públicos o administrativos, sostenidos por esbeltos arcos, con techos formando las más distintas curvas. En el lado opuesto se alzaba la gran estructura que contenía la nave espacial, o eso creía Reith. Era tan grande como un campo de fútbol, con bajas paredes y un enorme techo semiesférico; un
tour de force
arquitectónico, desde todos los ángulos.

La función del edificio no era evidente. Había pocas entradas, y ninguna abertura grande ni facilidades para el transporte pesado. Reith decidió finalmente que estaban avanzando a lo largo de la parte trasera del edificio.

En el Bazar Bonte, Emmink vendió sus aves en una atmósfera de furioso regateo, mientras Reith se mantenía a un lado y contra el viento ante los compradores Chasch Azules.

Emmink no se mostró totalmente complacido con la transacción. Al volver al carro tras la descarga, gruñó:

—Hubiera debido conseguir otros veinte sequins; las aves eran de primera. ¿Pero cómo demonios hacerle comprender eso al Azul? Estaba observándote e intentando olerte, la forma en que te mantenías con la cabeza baja e intentabas pasar desapercibido despertaría sospechas incluso en una vieja Mujer-Chasch. En justicia, tienes que reembolsarme de esta pérdida.

—Me cuesta creer que consiguiera engañarte —dijo Reith—. Vamos; regresemos.

—¿Y mis veinte sequins de pérdida?

—Olvídalos; son imaginarios. Mira; los Azules están observándonos.

Emmink subió apresuradamente al asiento del conductor y puso en marcha el carro. Al parecer por pura perversidad, empezó a regresar por el mismo camino por el que había venido. Reith dijo severamente:

—Conduce por el camino del este, ante la parte frontal del gran edificio; ¡no más trucos!

—Siempre he ido por el oeste —se quejó Emmink—. ¿Por qué debería cambiar ahora?

—Si sabes lo que es mejor para ti...

—¡Ja!, ¿amenazas? ¿En medio de Dadiche? ¿Cuando todo lo que necesito es hacerle señas a un Azul...?

—Sería la última seña que hicieras en tu vida.

—¿Qué hay de mis veinte sequins?

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