Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Ya has conseguido quince de mí, además de tu beneficio. ¡Ya basta con tus quejas! Conduce tal como te digo o te retorceré el pescuezo.
Gimiendo, protestando, lanzando rencorosas miradas de soslayo, Emmink obedeció.
El edificio blanco se erguía ante ellos. El camino avanzaba paralelo a la parte frontal a una distancia de setenta y cinco metros, con una franja de jardín intermedia. Un camino de acceso se desviaba de la avenida principal y avanzaba hasta el edificio, rodeándolo. Conducir por el camino del acceso los hubiera hecho extremadamente sospechosos, de modo que prosiguieron por la avenida principal en compañía de los otros carros y carromatos y unos cuantos vehículos más pequeños conducidos por Chasch Azules. Reith miraba ansiosamente a la fachada. Tres enormes puertas rompían la uniformidad de la pared delantera. La de la izquierda y la del centro estaban cerradas; la de la derecha estaba abierta de par en par. Cuando pasaron por delante Reith miró a su interior y pudo ver la enorme maquinaria, el resplandor del metal al rojo, el casco de una plataforma similar a la que había alzado la lanzadera del pantano.
Reith se volvió a Emmink.
—¡Este edificio es una factoría donde construyen las aeronaves y las espacionaves!
—Sí, por supuesto —gruñó Emmink.
—Te lo pregunté; ¿por qué no me lo dijiste?
—No me pagaste para darte información. No doy nada por nada.
—Da una vuelta al edificio.
—Tendré que cobrarte cinco sequins extra.
—Dos. Y ninguna queja, o te haré saltar los dientes.
Maldiciendo para sí mismo, Emmink hizo que el carro diera otra vuelta a la factoría. Reith preguntó:
—¿Has visto alguna vez lo que hay dentro de las puertas del centro o de la izquierda del edificio?
—Oh, sí; varias veces.
—¿Qué es lo que hay?
—¿Cuánto vale esa información?
—No mucho. Tendré que verlo por mí mismo.
—¿Un sequin?
Reith asintió secamente.
—A veces los otros portales están abiertos de par en par. En el centro construyen secciones de espacionaves, que luego son sacadas y llevadas a otros lugares para ser ensambladas. En la parte de la izquierda construyen espacionaves más pequeñas, cuando son necesitadas. Últimamente ha habido poco trabajo; a los Chasch Azules no les gusta el viaje espacial.
—¿Les has visto traer aquí naves espaciales para reparar? ¿Hace algunos meses?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—La información te costará dinero —dijo Reith. Emmink mostró unos grandes dientes amarillos en una sonrisa de sardónica apreciación, y no dijo nada más.
Empezaron a pasar junto a la fachada delantera una segunda vez.
—Lentamente —ordenó Reith, puesto que Emmink había empujado la palanca de la velocidad fuertemente hacia delante y el destartalado carro avanzaba a toda marcha por la avenida.
Emmink obedeció a regañadientes.
—Si vamos demasiado lentos pensarán que somos curiosos, y nos harán preguntas acerca de por qué miramos y tendemos nuestros cuellos.
Reith observó con atención a lo largo del camino adyacente al edificio, por el que caminaban algunos Chasch Azules y un número ligeramente superior de Hombres-Chasch.
—Salte del camino —dijo Reith a Emmink—. Para el carro uno o dos minutos.
Emmink inició su protesta habitual, pero Reith tiró hacia atrás de la palanca y el carro se detuvo. Emmink miró furioso a Reith, sin hablar.
—Baja —dijo Reith—. Revisa tus ruedas, o comprueba tu célula de energía. Haz algo que te mantenga ocupado. —Saltó al suelo, se quedó de pie mirando hacia la gran factoría, pues ésta parecía ser la naturaleza del edificio. El portal de la derecha estaba tentadoramente abierto. Tan cerca, y sin embargo tan lejos... ¡Si tan sólo se atreviera a cruzar los setenta y cinco metros que lo separaban del portal y mirar dentro!
¿Y luego qué? Supongamos que veía su lanzadera. Seguramente no se hallaría en condiciones operativas; había muchas posibilidades de que los técnicos Chasch Azules hubieran desmantelado al menos parcialmente el mecanismo. Deberían formar un asombrado grupo, pensó Reith. La tecnología, la ingeniería, todo el diseño en sí, deberían parecerles extraños y poco familiares. La presencia de un cuerpo humano aún los desconcertaría más. La situación no era en modo alguno halagüeña. La nave estaba posiblemente allí dentro, en desmanteladas condiciones de no utilización. O tal vez no. Si estaba allí, no tenía ni la más remota idea de cómo entrar en posesión de ella. Si no estaba en el edificio, si lo único que había allí era el transcom de Paul Waunder, entonces debería revisar todos sus esquemas de pensamiento y hacer nuevos planes... Pero por el momento el primer paso era mirar dentro de la factoría. Parecía sencillo. Tan sólo necesitaba caminar setenta y cinco metros y echar una ojeada... pero no se atrevía. Si al menos llevara algún disfraz que pudiera engañar a los Chasch Azules... que le diera la apariencia de un Hombre-Chasch. Olvídalo, pensó Reith. Con sus rasgos, no se parecía a un Hombre-Chasch en absoluto.
Aquellas reflexiones le habían ocupado durante muy poco tiempo: apenas un minuto, pero Emmink estaba empezando a dar claras muestras de nerviosismo. Reith decidió pedir su consejo.
—Emmink, supongamos que desearas saber si un objeto determinado, por ejemplo una espacionave pequeña, está dentro de ese edificio. ¿Cómo te las arreglarías?
Emmink soltó un bufido.
—Nunca se me ocurriría tamaña insensatez. Volvería a ocupar mi lugar en el carro y me marcharía mientras aún conservaba mi salud y mi cordura.
—¿No puedes pensar en algún pretexto que pueda llevarnos al interior del edificio?
—Ninguno en absoluto. ¡Estás soñando!
—¿O un poco más cerca, pasado ese portal abierto?
—¡No, no! ¡Por supuesto que no!
Reith estudió anhelante el edificio y el portal abierto. Tan cerca, y sin embargo tan lejos... Se sintió furioso consigo mismo, con las intolerables circunstancias, con los Chasch Azules, con Emmink, con el planeta Tschai. Setenta y cinco metros: medio minuto a lo sumo. Dijo secamente a Emmink:
—Espera aquí. —Y echó a andar a largas zancadas cruzando la zona ajardinada.
Emmink lanzó una ronca llamada:
—¡Ven aquí, vuelve! ¿Estás loco?
Pero Reith se limitó a apresurar el paso. En el camino contiguo al edificio había algunos Hombres-Chasch, aparentemente trabajadores de la factoría, que no le prestaron la menor atención. Reith alcanzó el sendero. El portal abierto estaba a diez pasos de distancia. Tres Chasch Azules salieron por él. El corazón de Reith empezó a latir fuertemente; sus manos estaban húmedas. Los Chasch Azules olerían su sudor; ¿iban a reconocerlo como el olor del miedo? Pareció como si, preocupados por sus propios asuntos, no le prestaran la más mínima atención. Con la cabeza baja, el sombrero de caída ala echado sobre su rostro, Reith pasó apresurado junto a ellos. Luego, cuando estaba tan sólo a siete metros del portal, los tres se volvieron en redondo como activados por el mismo estímulo. Uno de ellos habló con una voz glogloteante, formando las palabras con órganos que no tenían nada que ver con las cuerdas vocales.
—¡Hombre! ¿Adonde vas?
Reith se detuvo y respondió con la explicación que había pensado mientras cruzaba desde la avenida principal:
—Vengo a buscar la chatarra.
—¿Qué chatarra?
—Junto al portal, en una caja; al menos, eso me dijeron.
—¡Jah...! —Un sonido jadeante, que Reith fue incapaz de interpretar—. ¡No hay chatarra!
Uno de los otros murmuró suavemente algo, y los tres emitieron un silbido, el análogo para los Chasch Azules de la risa humana.
—Chatarra, ¿eh? No en la factoría. Allá: ¿ves ese otro edificio? ¡Allá está la chatarra!
—¡Gracias! —dijo Reith—. Pero echaré un vistazo. —Dio los últimos pasos que lo separaban del abierto portal, miró hacia un gran espacio lleno de murmurante maquinaria y que olía a aceite y metal y ozono. Cerca de él había los componentes de una plataforma en proceso de fabricación. Chasch Azules y Hombres-Chasch trabajaban conjuntamente, sin ninguna distinción obvia de casta. Por las paredes, como en cualquier fábrica o taller terrestre, había bancos, armarios para herramientas y estantes. En el centro podía verse una sección cilíndrica de lo que parecía ser una espacionave de mediano tamaño. Más allá, apenas visible, había una forma familiar: la lanzadera en la que Reith había llegado a Tschai.
No pudo detectar ningún daño en el casco. Si la maquinaria había sido desmantelada, no había ninguna evidencia de ello. Pero había una buena distancia entre él y la nave, y tan sólo tuvo tiempo de echarle una mirada rápida. Tras él los tres Chasch Azules seguían observándole, con sus enormes cabezas azules escamosas medio inclinadas, como si escucharan. En realidad, se dio cuenta Reith, estaban oliéndole. Parecieron repentinamente excitados, repentinamente interesados, y empezaron a caminar lentamente hacia él.
—¡Hombre! —dijo uno de ellos, con su recia y extraña voz—. ¡Escucha!. Vuelve aquí. Aquí no hay chatarra.
—Hueles a miedo de hombre —dijo otro—. Hueles a extrañas sustancias.
—Una enfermedad —respondió Reith.
—Hueles como un hombre vestido de forma extraña que encontramos junto a una extraña espacionave —dijo otro—; hay algo falso en ti.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó el tercero del grupo—. ¿Para quién espías?
—Para nadie; soy carrero, y debo regresar a Pera.
—Pera es un nido de espías; quizá haya llegado el momento de hacer una criba con su población.
—¿Dónde está tu carro? No habrás venido a pie. Reith empezó a alejarse.
—Mi carro está ahí en la avenida. —Señaló, luego miró consternado. Emmink y el carro habían desaparecido. Se volvió a los tres Chasch Azules—. ¡Mi carro! ¡Me lo han robado! ¿Quién puede haberlo hecho? —Y con un gesto de apresurada despedida hacia los desconcertados Chasch, echó a correr por la zona ajardinada que separaba los dos caminos. Tras un macizo de algodonosas plantas blancas y plumas gris verdosas, se detuvo para echar una mirada atrás, y lo que vio no le tranquilizó en lo más mínimo. Uno de los Chasch Azules había echado a correr unos pocos pasos tras él, y estaba apuntando una especie de instrumento hacia todos lados por entre las plantas. Otro estaba hablando con gran urgencia por un micrófono de mano. El tercero se había dirigido al portal y estaba mirando hacia la lanzadera, como si quisiera comprobar su presencia.
—La he fastidiado —murmuró Reith para sí mismo—. He dejado que todo el asunto se me caiga encima. —Fue a seguir su camino, pero se detuvo un instante más para observar a un pelotón de Hombres-Chasch, con uniformes púrpuras y grises, avanzar por el camino contiguo a la factoría montados en largas motocicletas bajas. Los Chasch Azules les dieron tensas instrucciones, señalando hacia la zona ajardinada. Reith no aguardó más. Echó a correr hacia la avenida, y cuando un carro cargado con cestos vacíos pasó junto a él, saltó, se agarró a la parte trasera, se izó, y se arrastró detrás de una pila de cestos, sin llamar la atención a su conductor.
Tras él aparecieron media docena de motocicletas a gran velocidad. Pasaron junto al carro con un furioso zumbar de propulsión eléctrica. ¿Para establecer un bloqueo? ¿O para reforzar a los guardias en las puertas principales?
Probablemente para ambas cosas, pensó Reith. La aventura, como había predicho Emmink, iba a terminar en un fracaso. Reith dudaba de que los Chasch Azules lo emplearan en sus infames juegos; probablemente preferirían extraerle información. ¿Y luego? En el mejor de los casos, la libertad de acción de Reith iba a verse anulada. En el peor de ellos... Pero no valía la pena pensar ahora en esas cosas. El carro estaba avanzando a buena velocidad, pero Reith sabía que no tenía ninguna posibilidad de cruzar la puerta. Cerca del Mercado del Norte, saltó al suelo, e inmediatamente buscó refugio tras una larga y baja estructura de poroso cemento blanco: un almacén o un cobertizo para guardar cosas. Puesto que desde allí no podía ver nada, trepó por la pared y se subió al techo. Desde allí podía ver toda la avenida principal hasta la puerta, y sus temores quedaron ampliamente justificados: un buen número de policías de seguridad con uniformes grises y púrpuras copaban el portal, inspeccionando con gran cuidado el tráfico. Si Reith quería salir de la ciudad tendría que elegir otra ruta. ¿El río? Para eso debería aguardar hasta la noche y entonces flotar corriente abajo sin ser visto. Pero Dadiche se extendía a lo largo de una treintena de kilómetros o más por la orilla del río, con otras villas y jardines de los Chasch Azules más allá. Además, Reith no sabía nada de las criaturas que moraban en el río. Si eran tan malignas como otras formas de la vida de Tschai, no deseaba saber nada de ellas.
Un débil zumbido atrajo la atención de Reith. Alzó la vista, y se sorprendió al ver un aerodeslizador, a no más de cien metros de distancia, avanzando lentamente por el aire. Los pasajeros eran Chasch Azules, y llevaban unos peculiares cascos que parecían enormes antenas insectoides. Reith estuvo seguro al principio de que había sido visto; luego estuvo seguro de que las antenas eran alguna especie de amplificadores olfativos: un equipo utilizado para rastrearle.
El aerodeslizador siguió avanzando sin cambiar de rumbo. Reith dejó escapar el aliento. Aparentemente, su aprensión había sido infundada. ¿Qué eran las altas antenas? ¿Atuendos ceremoniales? ¿Adornos? Puede que nunca llegue a saberlo, se dijo a sí mismo. Registró el cielo en busca de otros aerodeslizadores, pero no pudo ver ninguno. Alzándose de rodillas, miró de nuevo a su alrededor. Un poco a su izquierda, tras una pantalla de los omnipresentes árboles adarak, estaba el Mercado del Norte: altos parasoles de cemento, discos suspendidos, mamparas de cristal; figuras moviéndose en ropas negras, azul oscuro, rojo oscuro; escamas resplandeciendo con un azul metálico. La brisa, soplando del norte, le traía un complicado aroma de especias, de materias vegetales, de carne cocida, fermentada, adobada, de levaduras y pasteles.
A la derecha estaban las viviendas de los Hombres-Chasch, esparcidas entre los jardines. Más allá, apoyado contra el muro, había un amplio edificio escudado por altos árboles negros. Si Reith podía trepar a la parte superior de ese edificio, tal vez pudiera saltar el muro. Miró hacia el cielo. El atardecer sería el mejor momento para aquella aventura; dentro de un par de horas o tres como máximo.