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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (16 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Reith miró de reojo a Ylin-Ylan, sin encontrar una respuesta inmediata; había visto ya envararse a la muchacha. Si declaraba que era una mujer sola e independiente, iba a ponerla a merced de Naga Goho. Si proclamaba que era suya, sin duda provocaría una indignada refutación. Dijo:

—Soy su escolta. Se halla bajo mi protección.

El posadero frunció los labios, se alzó de hombros y regresó a informar a Naga Goho, que hizo un breve signo cortés con la cabeza y dirigió su atención a otro lado. Poco después se marchó.

Reith descubrió que su pequeña habitación proporcionaba una inquietante promiscuidad con la Flor de Cath. La muchacha permanecía sentada en su camastro, sujetándose desconsolada las rodillas.

—Anímate —dijo Reith—. Las cosas no están tan mal como eso.

Ella agitó tristemente la cabeza.

—Estoy perdida entre bárbaros: no soy más que un guijarro arrojado a los abismos de Tembara, en el que nadie piensa.

—Tonterías —exclamó Reith—. Vas a viajar de vuelta a casa con la próxima caravana que abandone Pera. Ylin-Ylan no se mostró convencida.

—En casa darán a otra el nombre de Flor de Cath; ella tomará mi flor en el Banquete de la Estación. Los príncipes pedirán a las muchachas que pronuncien sus nombres, y yo no estaré allí. Nadie me lo pedirá, nadie sabrá mis nombres.

—Dime a mí tus nombres entonces —dijo Reith—. Me encantará oírlos.

La Flor se volvió para mirarle.

—¿Lo dices de veras? ¿Realmente lo dices de veras? Reith se sintió desconcertado por la intensidad de su voz.

—Por supuesto.

La muchacha dirigió una rápida mirada a Traz, que estaba ocupado en arreglar su camastro.

—Sal fuera —susurró al oído de Reith, y se puso apresuradamente en pie.

Reith la siguió al balcón. Durante un cierto tiempo permanecieron juntos inclinados sobre la barandilla, sus codos tocándose, mirando a la ciudad en ruinas. Az estaba alta entre desgarradas nubes; abajo había unas pocas luces; desde algún lugar les llegó un melancólico canto, el tañir de un plectro. La Flor habló con una voz ronca y presurosa:

—Mi flor es el Ylin-Ylan, y esto ya lo sabes; mi nombre de flor. Pero éste es un nombre utilizado solamente en reuniones y fiestas. —Lo miró conteniendo el aliento, tan cerca de él que Reith podía oler el aroma a la vez ácido y dulce de su persona.

—¿Tienes otros nombres también? —preguntó Reith con voz ronca.

—Sí. —La muchacha suspiró y se arrimó más a Reith, que notó que empezaba a faltarle el aliento—. ¿Por qué no lo preguntaste antes? Hubieras debido saber que te los diría.

—Bien —dijo Reith—; entonces, ¿cuáles son tus nombres?

—Mi nombre de corte es Shar Zarin —murmuró gravemente la muchacha. Dudó, luego, inclinando la cabeza sobre el hombro de él (porque Reith tenía un brazo en torno a su talle) dijo—: Mi nombre de niña era Zozi, pero solamente mi padre me llama así.

—Nombre de flor, nombre de corte, nombre de niña... ¿Qué otros nombres tienes?

—Mi nombre de amigo, mi nombre secreto y... otro. ¿Quieres oír mi nombre de amigo? Si te lo digo, entonces seremos amigos, y tú deberás decirme también tu nombre de amigo.

—Naturalmente —dijo Reith—. Naturalmente.

—Derl.

Reith besó el rostro de ella, vuelto hacia el suyo.

—Mi nombre de pila es Adam.

—¿Es tu nombre de amigo?

—Sí... supongo que puede decirse así.

—¿Tienes un nombre secreto?

—No. No que yo sepa.

Ella dejó escapar una pequeña risa nerviosa.

—Quizá esté bien así. Porque si yo te lo pidiera, y tú me lo dieras, entonces yo conocería tu alma secreta, y entonces... —Miró a Reith, conteniendo el aliento—. Tienes que poseer un nombre secreto; uno que solamente tú conoces. Yo lo tengo.

Fascinado, Reith echó por la borda todas las precauciones.

—¿Cuál es el tuyo?

Ella alzó su boca hasta el oído de él.

—L'lae. Es una ninfa que vive en las nubes sobre el monte Daramthissa y ama al dios-estrella Ktan. —Le miró fijamente, expectante, fundiéndose, y Reith la besó fervientemente. Ella suspiró—. Cuando estemos solos, debes llamarme L'lae, y yo te llamaré Ktan, y ese será tu nombre secreto.

Reith se echó a reír.

—Si tú lo quieres.

—Aguardaremos aquí, y pronto habrá una caravana que partirá hacia el este: cruzando la estepa hasta Coad, donde podremos atravesar el Draschade hasta Vervode, en Cath.

Reith puso una mano sobre su boca.

—Debo ir a Dadiche.

—¿Dadiche? ¿La ciudad de los Chasch Azules? ¿Todavía sigues tan obsesionado? ¿Pero por qué?

Reith alzó los ojos, miró al cielo nocturno como si deseara acumular fuerza de las estrellas, aunque ninguna de las visibles podía ser el Sol... ¿Qué podía decir? Si le contaba la verdad, la muchacha pensaría que estaba loco, pese a que habían sido sus antepasados los que habían enviado las señales a la Tierra.

De modo que dudó, disgustado ante su propia blandura de espíritu. La Flor de Cath —Ylin-Ylan, Shar Zarin, Zozi, Derl, L'lae, según las circunstancias sociales— apoyó las manos en sus hombros y miró directamente a su rostro.

—Puesto que te conozco por Ktan y tú me conoces por L'lae, tu mente es mi mente, tu placer es mi placer. Así que... ¿qué es lo que te empuja a Dadiche?

Reith inspiró profundamente.

—Vine a Kotan en una nave espacial. Los Chasch Azules casi me mataron, y se llevaron la nave espacial a Dadiche, o al menos eso supongo. Debo recuperarla.

La Flor de Cath se mostró asombrada.

—¿Pero dónde aprendiste a pilotar una nave espacial? No eres un Hombre-Dirdir ni un Hombre-Wankh... ¿O lo eres?

—No, por supuesto que no. No más que tú. Fui instruido.

—Todo esto es un misterio tan enorme. —Sus manos se crisparon en los hombros de él—. Y... si fueras capaz de recuperar la nave espacial, ¿qué harías entonces?

—En primer lugar, llevarte de vuelta a Cath. Ahora los dedos se clavaron en sus hombros, los ojos escrutaron en la oscuridad.

—¿Y luego qué? ¿Regresarías a tu propio país?

—Sí.

—¿Tienes mujer... una esposa?

—Oh, no. En absoluto.

—¿Alguien que conozca tu nombre secreto?

—Nunca tuve nombre secreto hasta que tú me diste uno.

La muchacha retiró las manos de sus hombros e, inclinándose sobre la barandilla, contempló melancólicamente la antigua Pera.

—Si vas a Dadiche, te olerán y te matarán.

—¿Me «olerán»? ¿Qué quieres decir? Ella le lanzó una rápida mirada.

—¡Eres un enigma! ¡Sabes tanto y a la vez tan poco! ¡Una llega a pensar que procedes de la más remota isla de Tschai! ¡Los Chasch Azules huelen con tanta agudeza como nosotros podemos ver!

—De todos modos, tengo que intentarlo.

—No lo comprendo —dijo ella con voz apagada—. Te he dicho mi nombre; te he ofrecido lo que es más precioso para mí; y ni siquiera te conmueves. No alteras tu forma de pensar.

Reith la tomó en sus brazos. Ella se envaró, luego, lentamente, fue relajándose.

—Estoy conmovido —dijo Reith—. Mucho. Pero debo ir a Dadiche... tanto por tu bien como por el mío.

—¿Por mi bien? ¿Para ser llevada de vuelta a Cath?

—Eso y más. ¿Sois felices de sentiros dominados por los Dirdir y los Chasch y los Wankh, sin mencionar a los Pnume?

—No lo sé... Nunca he pensado en ello. Los hombres son fenómenos, elaboraciones, o al menos eso nos han dicho siempre. Aunque el rey loco Hopsin insistía en que los hombres procedían de un lejano planeta. Les envió un mensaje pidiéndoles ayuda, que por supuesto nunca llegó. Eso fue hace ciento cincuenta años.

—Es mucho tiempo para esperar —dijo Reith. La besó de nuevo; ella le dejó hacer apáticamente. El fervor había desaparecido.

—Me siento... extraña —murmuró—. No sé cómo.

Permanecieron apoyados en la barandilla, escuchando los sonidos de la posada: las apagadas risas del salón principal, las protestas de los niños, las regañinas de las madres. La Flor de Cath dijo:

—Creo que me iré a la cama. Reith la retuvo un instante.

—Derl.

—¿Sí?

—Cuando vuelva de Dadiche...

—Nunca volverás de Dadiche. Los Chasch Azules te tomarán para sus juegos... Ahora voy a intentar dormir y olvidar que estoy viva.

Regresó al cubículo. Reith permaneció fuera en el balcón, primero maldiciéndose a sí mismo, luego preguntándose cómo podría haber actuado de otra forma... a menos que hubiera estado compuesto de otra cosa distinta a carne y sangre.

Mañana, pues: Dadiche, para averiguar de una vez por todas la forma que adoptaría su futuro.

8

Pasó la noche; llegó la mañana; primero una tonalidad sepia, luego un pálido color amarillento, luego la aparición de Carina 4269. Desde las cocinas empezó a alzarse el humo de los fuegos, el ruido de los cacharros. Reith bajó al salón principal, donde encontró a Anacho, el Hombre-Dirdir, sentado ante una taza de té. Reith se le unió, y una muchacha de la cocina le trajo té también para él.

—¿Qué sabes de Dadiche? —preguntó al Hombre-Dirdir.

Anacho calentó sus largos dedos pálidos colocándolos en torno a la taza.

—La ciudad es relativamente antigua: veinte mil años o así. Es el principal espaciopuerto Chasch, aunque mantienen pocas comunicaciones con su mundo natal, Godag. Al sur de Dadiche hay fábricas y plantas técnicas, e incluso puede detectarse algún pequeño comercio entre Dirdir y Chasch, aunque ambas partes pretenden lo contrario. ¿Qué es lo que buscas en Dadiche? —Y clavó sus ojos de búho, azul acuosos, en Reith.

Reith reflexionó. No ganaba nada confiando en Anacho, al que seguía considerando como un elemento incógnita. Finalmente dijo:

—Los Chasch me arrebataron algo de gran valor para mí. Quiero recuperarlo, si es posible.

—Interesante —dijo Anacho, con una entonación sardónica en su voz—. Me siento curioso. ¿Qué pueden haberle arrebatado los Chasch a un subhombre para que éste viaje un millar de leguas para recuperarlo? ¿Y cómo espera recuperarlo, o incluso encontrarlo de nuevo?

—Puedo encontrarlo. El problema es lo que ocurra después.

—Me intrigas —dijo el Hombre Dirdir—. ¿Qué propones hacer primero?

—Necesito información. Quiero saber si las personas como tú y yo podemos entrar en Dadiche y marcharnos luego sin problemas.

—Yo no —dijo Anacho—. Me olerían como el Hombre-Dirdir que soy. Poseen narices de una sorprendente particularidad. La comida que tomas envía esencias a tu piel; los Chasch pueden identificarlas, y separar a los Dirdir de los Wankh, los hombres de las marismas de los hombres de las estepas, los ricos de los pobres; sin mencionar las variaciones causadas por las enfermedades, la suciedad, los ungüentos, las aguas y una docena de otras condiciones. Pueden oler el aire salado de los pulmones de un hombre si ha estado cerca del océano; pueden detectar el ozono de un hombre que ha bajado de las alturas. Captan si estás hambriento, irritado o temeroso; pueden definir tu edad, tu sexo, el color de tu piel. Sus narices les proporcionan toda una dimensión de percepción.

Reith permaneció sentado reflexivamente.

Anacho se puso en pie, se dirigió a una mesa cercana donde permanecían sentados tres hombres vestidos con toscas ropas: hombres de pieles cerúleas blanco grisáceas, pelo castaño claro, grandes ojos blandos. Respondieron deferentemente a las preguntas de Anacho; éste regresó junto a Reith.

—Ésos tres son ganaderos; visitan regularmente Dadiche. La zona al oeste de Pera es segura; los Chasch Verdes evitan las armas de la ciudad. Nadie nos molestará por el camino...

—¿«Nos»? ¿Vas a venir?

—¿Por qué no? Nunca he visto Dadiche ni sus jardines exteriores. Podemos alquilar un par de caballos saltadores y acercarnos hasta un par de kilómetros de distancia. Los Chasch raras veces abandonan la ciudad, o eso al menos me han dicho los ganaderos.

—Bien —dijo Reith—. Hablaré con Traz; él puede quedarse haciendo compañía a la muchacha.

En el corral en la parte trasera de la posada, Reith y el Hombre-Dirdir contrataron caballos saltadores de una raza de altas y flexibles patas desconocida para Reith. El mozo de la cuadra ensilló los animales, metió los travesaños de guía en los agujeros en el cráneo de los animales, y con ello hizo que chillaran y azotaran el aire con sus palpos. Fueron sujetadas las riendas, Reith y Anacho subieron a las sillas; los corceles dieron furiosos saltos de costado, luego partieron al galope hacia el camino.

Cruzaron el centro de Pera, donde, a lo largo y ancho de una zona considerable, la gente había construido todo tipo de moradas a partir de los cascotes y los trozos de cemento. La población era mayor de lo que Reith había esperado, alcanzando quizá los cuatro o cinco mil. Y arriba, en la cima de la antigua ciudadela, dominando todo lo demás, estaba la enorme y tosca mansión donde vivía Naga Goho u su séquito de Gnashters.

Al llegar a la plaza central, Reith y Anacho se detuvieron en seco ante la visión de un despliegue de horribles objetos. Al lado de un enorme patíbulo había una serie de tocones de desollar manchados de sangre. Unos puntiagudos postes mantenían en el aire a un par de hombres empalados. De una grúa colgaba una pequeña jaula; dentro había acurrucada una criatura desnuda ennegrecida por el sol, apenas reconocible como un hombre. Un Gnashter permanecía tranquilamente sentado en las inmediaciones, un hombre joven y mofletudo vestido con una chaquetilla rojo oscuro y una falda escocesa negra hasta la altura de las rodillas: el uniforme de los Gnasthers. Reith tiró de las riendas del caballo saltador y, señalando la jaula, preguntó al Gnasther:

—¿Qué crimen ha cometido?

—Recalcitrancia, cuando Naga Goho pidió a su hija para su servicio.

—¿Cuánto tiempo lleva colgado ahí?

El Gnasther le lanzó una indiferente mirada.

—Todavía durará otros tres días. La lluvia lo ha refrescado; está lleno de agua.

—¿Y ésos? —Reith señaló a los cuerpos empalados.

—Defraudadores. Alguna gente impenitente rechina los dientes ante la idea de entregar unas monedas de sus riquezas a Naga Goho.

Anacho tiró a Reith del brazo.

—Vámonos.

Reith se dio la vuelta: era imposible arreglar todas las cosas que estaban mal en aquel terrible planeta. Pero al lanzar por encima de su hombro una última mirada a la ruina encerrada dentro de la jaula sintió una oleada de vergüenza. De todos modos... ¿qué opciones tenía? Meterse con Naga Goho podía conducirle fácilmente a la pérdida de su vida, sin el menor beneficio para nadie. Si conseguía recuperar su lanzadera y regresar a la Tierra, la suerte de todos los hombres en Tschai mejoraría enormemente. Reith se lo repitió a sí mismo una y otra vez, e intentó olvidar la escena que acababa de presenciar.

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