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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (56 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Con el ocaso un extraño aire, mezcla de melancolía y horror, se extendió sobre los Carabas. Aparecieron parpadeantes fuegos en todas direcciones, cada uno de ellos con su macabra implicación. Sorprendente, pensó Reith, que los hombres, fuera lo que fuese lo que les motivaba, penetraran en aquel lugar. A no más de cuatrocientos metros un fuego brotó de pronto a la existencia, y los tres amigos se agacharon rápidamente entre las sombras. Las pálidas formas de los Dirdir eran claramente distinguibles a ojo desnudo.

Reith los estudió a través del sondascopio. Iban de un lado para otro, con sus refulgencias radiando como largas antenas fosforescentes, y parecían estar emitiendo sonidos demasiado blandos para ser oídos.

—Están utilizando el «Viejo Estado» de sus cerebros —susurró Anacho—. Ahora son auténticas bestias salvajes, como lo eran en las llanuras de Sibol hace un millón de años.

—¿Por qué van de un lado para otro?

—Es su costumbre; se preparan para su frenesí gastronómico.

Reith escrutó el terreno en torno al fuego. En las sombras había dos retorcientes formas.

—¡Están vivos! —murmuró horrorizado Reith. Anacho lanzó un gruñido.

—Los Dirdir no se molestan en cargar con peso. Sus presas deben avanzar a su lado, saltando y corriendo como los Dirdir... todo el día si es necesario. Si la presa desfallece, le dan un toque con sus sacudenervios y a partir de entonces corre con mucha más agilidad.

Reith bajó el sondascopio.

Con voz escupulosamente átona, Anacho dijo:

—Ahora los ves en el «Viejo Estado», como bestias salvajes, lo cual corresponde a su naturaleza elemental. Son magníficos. En otros casos muestran una magnificencia de distinto tipo. Los hombres no pueden juzgarlos, sino simplemente contemplarlos maravillados.

—¿Y la élite de los Hombres-Dirdir?

—¿Los Inmaculados? ¿Qué ocurre con ellos?

—¿Imitan a los Dirdir en la caza?

Anacho miró a la Zona sumida en la oscuridad. Al este un resplandor rosado anunciaba la aparición de la luna Az.

—Los Inmaculados cazan. Naturalmente no pueden igualarse en fervor a los Dirdir, y no tienen el privilegio de poder cazar en la Zona. —Miró hacia el cercano fuego—. Por la mañana el viento soplará de nosotros a ellos. Será mejor que nos alejemos en la oscuridad.

Az, baja en el cielo, arrojó una luminosidad rosada sobre el paisaje; Reith fue incapaz de pensar en otra cosa que no fuera sangre aguada. Avanzaron hacia el este y el sur, abriéndose penosamente camino por entre los secos huesos de roca del viejo Tschai. El fuego Dirdir se alejó a sus espaldas y desapareció de su vista tras una elevación. Durante un tiempo descendieron hacia la Terraza. Se detuvieron para dormir unas pocas horas, luego prosiguieron de nuevo cruzando las Colinas del Recuerdo. Ahora Az colgaba baja hacia el oeste, mientras Braz se elevaba al este. La noche era clara; todos los objetos mostraban una sombra doble, azul y rosa.

Traz avanzaba en cabeza, escrutando, escuchando, tanteando a cada paso. Dos horas antes del amanecer se detuvo en seco e hizo un gesto a sus camaradas para que se inmovilizaran.

—Rastros de humo —susurró—. Hay un campamento ahí delante... algo se mueve.

Los tres escucharon. El paisaje les devolvió solamente silencio. Moviéndose con las máximas precauciones, Traz se desvió por un nuevo camino, ascendiendo hacia un risco, bajando luego por entre plumosas frondas. Se detuvo una vez más a escuchar, y de pronto hizo un gesto a los otros dos para que se ocultaran en las sombras profundas. Desde su escondite vieron en la cresta de la colina a un par de figuras pálidas, que permanecieron inmóviles, silenciosas y alertas durante diez minutos, luego desaparecieron bruscamente.

—¿Saben que estamos cerca? —murmuró Reith.

—No lo creo —respondió Traz, también en un murmullo—. De todos modos, pueden haber captado nuestro olor.

Media hora más tarde reanudaron de nuevo cautelosamente la marcha, manteniéndose en las sombras. El amanecer empezaba a colorear el este; Az había desaparecido, seguida por Braz. Los tres se apresuraron en medio de una penumbra color ciruela, y finalmente buscaron refugio en medio de unos densos matorrales de torquils. Al amanecer, entre el lecho de ramillas y retorcidas y negras hojas secas, Traz encontró un bulbo del tamaño de sus dos puños. Cuando lo desprendió de su quebradizo tallo y lo abrió cayeron centenares de sequins, cada uno resplandeciendo con una chispa de fuego escarlata.

—¡Hermoso! —susurró Anacho—. ¡Suficiente para excitar la avidez! Unos pocos hallazgos más como éste y podremos abandonar el loco plan de Adam Reith.

Buscaron atentamente por los alrededores del matorral, pero no hallaron nada más.

La luz del día reveló la sabana de la Terraza Sur extendiéndose hacia el oeste hasta la brumosa distancia. Reith estudió su mapa, comparando la montaña que se divisaba detrás con el relieve pintado.

—Estamos aquí. —Señaló con su dedo—. Los Dirdir que regresan a Khusz pasan más allá, al oeste del Bosque Limítrofe, que es nuestro objetivo.

—Y sin duda también nuestro destino —observó Anacho con un resoplido pesimista.

—Tanto me importa morir matando Dirdir que de cualquier otra manera —dijo Traz.

—Uno no muere matando Dirdir —le corrigió delicadamente Anacho—. Ellos no lo permiten. Si alguien lo intenta lo golpean con sus sacudenervios.

—Haremos lo mejor que podamos —dijo Reith. Alzó el sondascopio y registró los alrededores, y en las alturas descubrió a los grupos de caza Dirdir oteando las laderas en busca de presas. Era sorprendente, pensó Reith, que algunos hombres sobrevivieran para regresar a Maust.

El día transcurrió lentamente. Traz y Anacho buscaron entre los matorrales con la esperanza de encontrar bulbos, sin ningún éxito. A media tarde un grupo de caza cruzó la ladera a poco más de quinientos metros de distancia. Primero apareció un hombre saltando como un venado, abriendo enormemente las piernas hacia atrás y hacia delante. A cincuenta metros tras él corrían tres Dirdir, al parecer sin estar esforzándose mucho. El fugitivo, desesperado, se detuvo con la espalda apoyada contra una roca y se preparó a luchar; se vio abrumado y vencido fácilmente. Los Dirdir se acuclillaron junto a la caída forma, realizaron alguna especie de manipulación, luego se pusieron en pie. El hombre tendido se agitaba y contorsionaba.

—Sacudenervios —dijo Anacho—. Parece que los ha irritado de alguna forma, quizá llevando un arma de energía. —Los Dirdir se alejaron en grupo. La víctima, con una serie de grotescos esfuerzos, consiguió ponerse en pie, e inició una cojeante huida hacia las colinas. Los Dirdir se detuvieron y le miraron. El hombre se detuvo y lanzó un tremendo grito de angustia. Se volvió y siguió a los Dirdir. Éstos echaron a correr, saltando con una exuberancia feral. Tras ellos, corriendo con un alocado abandono, avanzó penosamente su cautivo. El grupo desapareció hacia el norte.

—¿Tienes intención de proseguir con tus planes? —preguntó Anacho a Reith.

Reith sintió un repentino deseo de salir de los Carabas, de alejarse de ellos tanto como fuera posible.

—Comprendo por qué el plan no ha sido intentado nunca antes.

La tarde dio paso a un triste y suave crepúsculo. Tan pronto como aparecieron los fuegos en las laderas de las colinas, los tres hombres abandonaron su refugio y emprendieron la marcha hacia el norte.

A medianoche alcanzaron el Bosque Limítrofe. Traz, temeroso del sinuoso animal medio reptil conocido como smur, se mostró reluctante a entrar. Reith no discutió, y el trío se mantuvo en la orilla del bosque hasta el amanecer.

Con la llegada de la luz efectuaron una cautelosa exploración, y no encontraron nada más peligroso que lagartos crestados. Khusz era claramente visible desde el borde occidental del bosque a unos cinco kilómetros de distancia al sur; los Dirdir que entraban en la Zona y la abandonaban rodeaban el bosque.

Por la tarde, tras estudiar atentamente todas las posibilidades que ofrecía el bosque, los tres se pusieron a trabajar. Traz cavó, Anacho y Reith se dedicaron a confeccionar una gran red rectangular, utilizando palitos, ramas y la cuerda que habían traído en sus mochilas.

A media tarde del día siguiente el aparato estaba completo. Reith contempló el sistema, dudando entre la esperanza y la desesperación. ¿Reaccionarían los Dirdir como esperaba que lo hicieran? Anacho parecía creer que sí, aunque hablaba mucho de los sacudenervios y mostraba un intenso pesimismo.

A media mañana y a primera hora de la tarde, cuando los cazadores regresaban a Khusz, eran teóricamente los períodos más productivos. Más tarde y más temprano los Dirdir tendían a ir de batida; el trío no deseaba en absoluto llamar la atención de esos grupos.

Pasó la noche, y el sol se alzó en un día de que una u otra manera iba a demostrar ser decisivo. Por unos momentos pareció que iba a llover, pero a media mañana las nubes habían sido empujadas hacia el sur; en el aire repentinamente claro la luz de Carina 4269 era como una antigua tintura.

Reith aguardó al borde del bosque, barriendo la zona con su sondascopio. Al norte apareció un grupo de cuatro Dirdir saltando descansadamente por el camino que conducía a Khusz.

—Ahí vienen —dijo Reith—. Es el momento.

Los Dirdir avanzaban por el camino con sus saltos característicos, lanzando ocasionales silbidos de exuberancia. La caza había sido buena; habían disfrutado. ¡Pero mirad! ¿Qué hay ahí? ¡Un hombre-animal en el límite del bosque! ¿Qué hace el estúpido tan cerca de Khusz? Los Dirdir saltaron alegremente en su persecución.

El hombre-animal corrió para salvar su vida, como hacían siempre esas criaturas. Pronto desfalleció y se detuvo, apoyado contra un árbol. Lanzando un terrible grito de muerte, los Dirdir se lanzaron contra él. El suelo cedió bajo los pies del primero; se hundió y desapareció de su vista. Los otros tres se detuvieron desconcertados. Un sonido: un crujir, una conmoción. Sobre ellos cayó un amasijo de ramas, atrapándoles. ¡Y aparecieron unos hombres, inexpresablemente triunfantes! ¡Un ardid, un truco! Sintiendo que la rabia desgarraba sus visceras, se debatieron inútilmente contra la masa que los aprisionaba, intentando liberarse con desesperación, sumergir a aquellos pervertidos hombres en el odio y el horror...

Los Dirdir fueron muertos a cuchilladas, a golpes de hacha y pala.

La red fue alzada, los cuerpos despojados de sus sequins y arrastrados lejos, el mortífero pozo reparado.

Apareció un segundo grupo procedente del norte: sólo tres, pero criaturas resplandecientes bajo sus cascos, con refulgencias como hilos incandescentes. Anacho murmuró maravillado:

—¡Ésos son Excelencias con un Centenar de Trofeos!

—Tanto mejor. —Reith hizo una seña a Traz—. Atráelos; les enseñaremos qué es la excelencia.

Traz actuó como antes, mostrándose, luego huyendo como presa del pánico. Las Excelencias lo persiguieron sin vehemencia; habían disfrutado ya de una fructífera caza. El camino bajo los dendrones había sido hollado antes, quizá por otros cazadores. Curiosamente, la presa no exhibía esa frenética agilidad que añadía sabor a la caza; de hecho, se había vuelto hacia ellos como si quisiera enfrentárseles, con la espalda apoyada contra un torquil lleno de lianas como guirnaldas. ¡Fantástico! Agitaba un cuchillo. ¿Se atrevía a desafiarles a ellos, a las Excelencias? ¡Lancémonos hacia delante, saltemos sobre él, derribémosle al suelo, y el trofeo será para el primero que le toque! Pero... —¡shock!— el suelo se hunde, el bosque parece derrumbarse; ¡un delirio de confusión! Y mirad: ¡aparecen subhombres armados con cuchillos, dispuestos a golpear, a sajar! Una rabia loca, un frenesí de agitación, debatirse, liberarse, silbidos, gritos... luego los cuchillos.

Hubo cuatro carnicerías aquel día, cuatro al día siguiente, cinco al tercer día, porque con el tiempo el proceso se convirtió en una eficiente rutina. A primera hora de las mañanas y a última hora de las tardes eran enterrados los cuerpos y reparado el equipo. El trabajo parecía algo tan desapasionado como pescar... hasta que Reith recordó las cazas de las que había sido testigo y su celo se restableció.

La decisión de suspender la operación derivó no de la disminución del beneficio —cada grupo de cazadores llevaba un botín cuyo valor no bajaba nunca de los veinte mil sequins— o de un falta de fervor por parte de los tres hombres. Pero incluso después de desechar los sequins blancos, cremas y sardos, el volumen del botín era casi inmanejable, y el pesimismo de Anacho se había convertido en aprensión.

—Más pronto o más tarde esos grupos serán echados en falta. Habrá una búsqueda; ¿cómo vamos a poder escapar?

—Una última vez —dijo Traz—. Ahí llega un grupo, rico tras su caza.

—¿Pero por qué? ¡Tenemos todos los sequins que podemos cargar!

—Podemos desechar los sardos y algunos esmeraldas, y llevar solamente los rojos y púrpuras.

Anacho miró a Reith, que se alzó de hombros.

—Otro grupo y basta.

Traz fue al borde del bosque y realizó su ahora muy bien aprendida actuación de pánico. Los Dirdir no reaccionaron. ¿Acaso no le habían visto? Avanzaban sin acelerar en lo más mínimo el paso. Traz dudó unos instantes, luego se mostró de nuevo. Los Dirdir lo vieron; al parecer lo habían visto también en la primera ocasión, pero en vez de saltar inmediatamente en su persecución habían proseguido su tranquila marcha. Observando desde las sombras, Reith intentó decidir si se sentían suspicaces o simplemente saciados de caza.

Los Dirdir se detuvieron para examinar el rastro en el bosque. Avanzaron lentamente hacia los árboles, uno en cabeza, otro detrás, los otros dos guardando la retaguardia. Reith retrocedió a su puesto.

—Problemas —le dijo a Anacho—. Puede que tengamos que luchar para librarnos de ellos.

—¿Luchar? —exclamó Anacho—. ¿Cuatro Dirdir, tres hombres?

Traz, a un centenar de metros sendero abajo, decidió estimular a los Dirdir. Salió al abierto, apuntó su catapulta hacia el primero y lanzó una flecha al pecho de la criatura. El Dirdir lanzó un ultrajado silbido y saltó hacia delante, con sus refulgencias enhiestas y furiosamente brillantes.

Traz retrocedió y se detuvo en su lugar habitual, con una sonrisa de placer irracional en su rostro. Blandía su cuchillo. El Dirdir herido cargó, y cayó en el pozo. Sus gritos se convirtieron en gemidos sobrenaturales de sorpresa y dolor. Los otros tres se detuvieron en seco, luego avanzaron ominosamente, paso a paso. Reith tiró de las sujeciones de la red; cayó, capturando a dos; el tercero consiguió escabullirse.

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