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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (54 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Un parpadeo en el interior del vehículo aéreo atrajo su atención: fue a mirar, y descubrió un entramado de líneas anaranjadas oscilando en la pantalla del radar.

Cinco minutos más tarde desapareció, dejando a Reith con una sensación de frío y desolación.

Por la mañana el sol se alzó al borde de la árida llanura en un cielo sorprendentemente claro y transparente, de tal modo que cada pequeña irregularidad, cada guijarro, dejaba una larga sombra negra. Anacho hizo elevarse el aparato y voló a poca altura; él también había observado el parpadeo naranja de la noche anterior. La desolación empezó a receder: aparecieron grupos de atrofiados árboles de humo, y más tarde negros dendrones y arbustos vejiga.

Alcanzaron el Primer Mar y giraron al oeste, siguiendo la línea de la costa. Pasaron por encima de algunos poblados: chozas de apagados ladrillos rojos con techos cónicos de hierro negro, junto a bosquecillos de enormes árboles dian, que Anacho declaró eran sagrados. Unos muelles desvencijados como cienpiés muertos penetraban en la oscura agua; la playa estaba llena de botes de madera negra de doble proa varados en la arena. Reith miró a través del sondascopio y observó la presencia de hombres y mujeres de piel color amarillo mostaza. Llevaban ropas negras y altos sombreros negros; cuando el aparato pasó sobre ellos, alzaron la vista con aire poco amistoso.

—Khors —afirmó Anacho—. Gente extraña de secretas costumbres. Son distintos de día que de noche, o al menos eso se dice. Cada individuo posee dos almas que van y vienen con el amanecer y el atardecer, de modo que cada uno es dos personas distintas. Se cuentan historias peculiares. —Señaló hacia delante—. Observa la orilla, allí donde forma como un embudo.

Reith miró en la dirección indicada y vio uno de los ahora familiares bosquecillos de dians y un grupo de tristes chozas amarronadas con negros techos de hierro. Una carretera surgía de un pequeño recinto y se encaminaba al sur por entre las onduladas colinas, hacia los Carabas.

—He aquí el bosquecillo sagrado de los Khor —dijo Anacho—, donde, o al menos eso se dice, son intercambiadas las almas. Más allá puedes ver la terminal de caravanas y la carretera a Maust. No me atrevo a llevar más lejos el aparato; aquí debemos aterrizar y seguir nuestro camino hasta Maust como vulgares buscadores de sequins, lo cual no es necesariamente una desventaja.

—¿Y cuando regresemos el aparato aún estará aquí? Anacho señaló hacia el muelle.

—Observa los botes anclados.

Mirando por el sondascopio, Reith observó tres o cuatro docenas de botes de todos tipos.

—Esos botes —dijo Anacho— trajeron hasta Khorai a los buscadores de sequins desde Coad, Hedaijha, las Islas Bajas, desde el Segundo Mar y el Tercer Mar. Si los propietarios regresan dentro del término de un año, parten con ellos de Khorai de vuelta a sus hogares. Si al cabo del año no han regresado, el bote se convierte en propiedad del capitán del puerto. Sin duda podremos arreglar el mismo tipo de contrato.

Reith no discutió la idea, y Anacho hizo descender el aparato hasta la playa.

—Recordad —advirtió Anacho—, los Khor son una gente muy sensible. No habléis con ellos; no les prestéis atención excepto por necesidad, en cuyo caso debéis usar el menor número posible de palabras. Consideran la locuacidad un crimen contra la naturaleza. No os situéis

contra el viento con relación a un Khor, ni si es posible a favor del viento; tales actos son simbólicos de antagonismo. Nunca deis muestras de la presencia de una mujer; no miréis a sus hijos... sospecharán que les estáis echando una maldición; y sobre todo ignorad el bosquecillo sagrado. Su arma es el dardo de hierro, que lanzan con una sorprendente precisión; son una gente peligrosa.

—Espero recordarlo todo —dijo Reith.

El aparato aterrizó en los guijarros de la playa; unos segundos más tarde un individuo alto y delgado de piel curtida, con unos profundos ojos, mejillas hundidas y una nariz como un pico de ave llegó corriendo junto a ellos, con su túnica de burda tela azotando sus piernas en su carrera.

—¿Vais a los Carabas, los terribles Carabas? Reith asintió cautelosamente.

—Ésta es nuestra intención.

—¡Vendedme vuestro vehículo aéreo! He entrado cuatro veces en la Zona, arrastrándome de roca en roca; ahora tengo mis sequins. Vendedme vuestro vehículo aéreo, para que pueda volver a Holangar.

—Desgraciadamente, lo necesitaremos para nuestro regreso.

—¡Os ofrezco sequins, sequins púrpuras!

—No significan nada para nosotros; vamos a encontrarlos por nuestros propios medios.

El demacrado hombre hizo un gesto emotivo demasiado salvaje para ser expresado con palabras y siguió corriendo por la playa. Ahora se acercaban un par de Khor: hombres en cierto modo esbeltos y delicados físicamente, con túnicas negras y sombreros negros cilindricos que les daban la ilusión de una mayor altura. Sus rostros color amarillo mostaza eran graves e inexpresivos, sus narices finas y pequeñas, sus orejas frágiles cartílagos casi transparentes. El fino pelo negro les crecía más hacia arriba que hacia abajo, y quedaba confinado dentro del alto sombrero. Reith tuvo la impresión de que eran una rama de la humanidad tan divergente como los Hombres-Chasch, quizá una especie distinta.

El más viejo de los dos habló con una voz fina y suave:

—¿Por qué habéis venido aquí?

—Venimos a buscar sequins —dijo Anacho—. Esperamos poder dejar el vehículo aéreo a vuestro cuidado.

—Debéis pagar. El vehículo aéreo es un aparato valioso.

—Mucho mejor para vosotros si no regresamos. No podemos pagar nada.

—Si regresáis, deberéis pagar.

—No, ningún pago. No insistas o volaremos directamente hasta Maust.

Los rostros color amarillo mostaza no mostraron la menor emoción.

—Muy bien, pero os concedemos solamente hasta el mes de Temas.

—¿Sólo tres meses? ¡Un período demasiado corto! Danos hasta finales del Meumas, o mejor del Azaimas.

—Hasta el Meumas. Vuestro vehículo aéreo estará seguro contra todos excepto contra aquellos a quienes lo robasteis.

—Estará totalmente seguro; no somos ladrones.

—Que así sea. Hasta el primer día del mes de Meumas, en el preciso instante.

Los tres viajeros tomaron sus posesiones y cruzaron Khorai hasta la terminal de caravanas. Bajo un cobertizo abierto había un carromato a motor preparado para el viaje, con una docena de hombres de distintas razas a su lado. Hicieron los arreglos necesarios para el pasaje, y una hora más tarde partían de Khorai, siguiendo la carretera del sur hacia Maust.

El carromato a motor cruzó áridas colinas y pantanos secos, deteniéndose para pasar la noche en un albergue regentado por una comunidad de mujeres de blancos rostros. O bien eran miembros de alguna secta religiosa orgiástica o simples prostitutas; mucho tiempo después de que Reith, Anacho y Traz se hubieran acostado en los bancos que servían como camas, los gritos ebrios y las risas estentóreas seguían llegando aún de la sala común llena de humo.

Por la mañana la sala común estaba a oscuras y tranquila, oliendo a vino derramado y al humo de las luces apagadas. Había hombres recostados boca abajo sobre las mesas, o despatarrados en los bancos, con rostros cenicientos. Entraron las mujeres del lugar, ahora con voces duras y perentorias, llevando calderos de goulash claro y amarillento. Los hombres se agitaron y gruñeron, comieron sombríamente en bols de tierra, y se dirigieron tambaleantes al carromato a motor, que prosiguió la marcha inmediatamente hacia el sur.

Al mediodía apareció Maust en la distancia: un amasijo de estrechos edificios con altos gabletes y retorcidos techos, construidos con maderos de color oscuro y tejas blanqueadas por el tiempo. Más allá se extendía una desnuda llanura hasta las entrevistas Colinas del Recuerdo. Un grupo de muchachos apareció corriendo para recibir al carromato a motor. Gritaban eslóganes y alzaban carteles y pancartas: «¡Atención, buscadores de sequins! ¡Kobo Hux os venderá uno de sus excelentes detectores de bulbos!» «Formulad vuestros planes en la Hospedería de las Luces Púrpura.» «Las armas, almohadillados para los pies, mapas y artículos para cavar de Sag el Mercader son tremendamente útiles.» «No vayáis al azar; Garzu el Vidente adivina la localización de los bulbos púrpura más grandes.» «Huid de los Dirdir con toda la velocidad posible; utilizad las flexibles botas que os proporciona Awalko.» «Vuestros últimos pensamientos serán agradables si, antes de morir, consumís las tabletas euforizantes formuladas por Laus el Taumaturgo.» «Gozad de un alegre respiro antes de entrar en la Zona en la Plataforma de la Alegría.»

El carromato a motor se detuvo en un recinto al extremo de Maust. Los pasajeros se fundieron con una multitud de hombres charlatanes, muchachos insistentes, chicas de sonrientes rostros, cada uno de ellos con una nueva oferta. Reith, Traz y Anacho se abrieron camino entre la multitud evitando de la mejor manera que pudieron las manos que intentaban agarrarlos a ellos y a sus posesiones.

Entraron en una estrecha calle que avanzaba entre altas estructuras oscurecidas por el tiempo y donde apenas penetraba el color cerveza de la luz del sol. Algunas de las casas vendían artículos y utensilios concebiblemente útiles para el buscador de sequins: equipos de marcado, camuflajes, eliminadores de rastro, tenazas, horquillas, barras, monoculares, mapas, guías, talismanes y polvos de plegarias. De otras casas llegaba el resonar de címbalos, un ronco graznar de oboes, todo ello acompañado por gritos de ebria exaltación. Algunos de los edificios estaban dedicados al juego; otros funcionaban como posadas, con restaurantes en la planta baja. Por todos lados se apreciaba el peso de la antigüedad, incluso en el seco y aromático olor del aire. Las piedras se veían pulidas por el toque casual de miles de manos; las maderas interiores eran oscuras y enceradas; las viejas tejas marrones mostraban un lustre sutil a la resplandeciente luz.

En la parte trasera de la plaza central se alzaba una espaciosa hostelería, con la apariencia de ofrecer una confortable acomodación. Anacho se decantó por ella, aunque Traz gruñó ante lo que consideraba un lujo excesivo e innecesario.

—¿Tenemos que pagar el precio de un caballo saltador simplemente por dormir una noche? —se quejó—. Hemos pasado por una docena de albergues más de mi agrado.

—A su debido tiempo aprenderás a apreciar los refinamientos de la civilización —dijo Anacho con indulgencia—. Veamos lo que nos ofrece el interior.

Cruzaron una puerta de madera labrada y se hallaron en el salón. Una serie de candelabros que representaban lluvias de sequins colgaban del techo; una magnífica alfombra, negra con un borde entre gris y pardo y cinco estrellas escarlatas o ocres cubrían las baldosas del suelo.

Un mayordomo se les acercó para inquirir sus necesidades. Anacho pidió tres habitacions, ropas limpias, baños y ungüentos.

—¿Y cuáles son vuestras tarifas? —quiso saber.

—Por tal acomodación cada uno deberéis pagar cien sequins
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al día —respondió el mayordomo.

Traz lanzó una exclamación de sorpresa; incluso Anacho se sintió inclinado a protestar.

—¿Qué? ¿Por tres modestas habitaciones pides trescientos sequins? ¿No tienes sentido de la proporción? El precio es abusivo.

El mayordomo hizo una breve inclinación de cabeza.

—Señores, ésta es la famosa Hospedería Alawan, en el umbral de los Carabas. Nuestros clientes nunca se quejan; su destino es o bien la riqueza o los intestinos de los Dirdir. Entonces, ¿qué importan unos cuantos sequins más o menos? Si sois incapaces de pagar nuestras tarifas os sugiero la Posada del Buen Reposo o el Albergue de la Zona Negra. Observad sin embargo que la tarifa incluye el acceso a un bufete de vituallas de buena calidad así como a una biblioteca de mapas, guías y consejos técnicos, sin mencionar los servicios de un experto consultor.

—Muy bien —dijo Reith—. Primero veremos el Albergue de la Zona Negra, y otros dos o tres establecimientos.

El Albergue de la Zona Negra ocupaba los pisos superiores de un salón de juego. La Posada del Buen Reposo era un conjunto de fríos barracones a un centenar de metros al norte de la ciudad, junto a un basurero.

Tras inspeccionar algunos otros alojamientos, los tres hombres regresaron al Alawan, donde tras un furioso regateo consiguieron una pequeña rebaja en la tarifa, aunque tuvieron que pagar por adelantado.

Tras una comida compuesta por carne guisada y pastel de maíz, los tres amigos se dirigieron a la biblioteca, en la parte trasera del segundo piso. La pared lateral mostraba desplegado un gran mapa de la Zona; las estanterías contenían folletos, portofolios, compilaciones. El consultor, un hombre bajito de ojos tristes, se sentaba a un lado y respondía a las preguntas con un susurro confidencial. Los tres pasaron la tarde estudiando la fisiografía de la Zona, los itinerarios de las expediciones exitosas y fracasadas, la distribución estadística de las muertes provocadas por los Dirdir. De aquellos que entraban en la Zona, algo menos de dos tercios regresaban, con un beneficio medio en sequins por valor de unos seiscientos.

—Las cifras son engañosas —indicó Anacho—. Incluyen a los marginales, que nunca se aventuran a más de un kilómetro en el interior de la Zona. Los buscadores que se adentran en las colinas y en las lejanas laderas constituyen la mayor parte de las bajas y la mayor parte del beneficio.

Había un millar de aspectos en la ciencia de la búsqueda de sequins, con hileras de estadísticas para iluminar cualquier posible curiosidad. A la vista de un grupo de Dirdir un buscador de sequins podía echar a correr, esconderse o luchar, con sus posibilidades de salir con bien calculadas en términos de fisiografía, hora del día, proximidad al Portal de los Destellos. Los buscadores organizados en grupos para autoprotección atraían un número de Dirdir por encima del índice de compensación, y sus posibilidades de supervivencia disminuían. Los bulbos se encontraban en cualquier parte de la Zona, la mayoría en las Colinas del Recuerdo y en la Terraza Sur, la sabana al extremo más alejado de las colinas. Los Carabas eran considerados como una tierra de nadie, y los buscadores se emboscaban a veces los unos a los otros;

tales actos estaban contabilizados como un once por ciento del riesgo.

Se acercaba el anochecer, y la biblioteca estaba sumiéndose en la penumbra. Los tres amigos bajaron al refectorio donde, bajo la luz de tres grandes candelabros, una serie de sirvientes con librea negra de seda habían depositado ya la cena. Reith se sintió impulsado a remarcar tanta elegancia, a lo que Anacho lanzó un ladrido de sardónica risa.

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