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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (50 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Muy bien que lo sé —dijo Reith tristemente.

—Sugiero que te dirijas a los Grandes Talleres Espaciales de Sivishe —dijo Anacho de forma casual—. Allí puede conseguirse casi cualquier cosa, si uno tiene los suficientes sequins.

—Sospecho que no los tengo —dijo Reith.

—Entonces ve a los Carabas. Allí pueden conseguirse los sequins a paladas.

Traz lanzó una seca risita burlona.

—¿Nos tomas por locos?

—¿Dónde están los Carabas? —preguntó Reith.

—Los Carabas se hallan en la Reserva de Caza Dirdir, al norte de Kislovan. A veces los hombres con suerte y buenos nervios prosperan allí.

—Más bien los locos, los jugadores y los asesinos —murmuró Traz.

—¿Cómo ganan esos hombres, sea cual sea su naturaleza, los sequins? —preguntó Reith.

La voz de Anacho era ligera y desenvuelta.

—Por el método habitual: desenterrando bulbos de crisospina.

Reith se frotó la mandíbula.

—¿Es ésa la fuente de los sequins? Creí los Dirdir o alguna gente así los acuñaba.

—¡Tu ignorancia es realmente de otro planeta! —declaró Anacho.

Los músculos en torno a la boca de Reith se frucieron.

—Difícilmente podría ser de otro modo.

—La crisospina —dijo Anacho —crece solamente en la Zona Negra, o sea los Carabas, cuyo suelo contiene compuestos de uranio. Un bulbo lleno contiene doscientos ochenta y dos sequins, de uno u otro color. Un sequin púrpura vale un centenar de blancos; un escarlata cincuenta, y así hacia abajo los esmeraldas, azules, sardos y cremas. Incluso Traz sabe eso.

Traz miró a Anacho con los labios fruncidos.

—¿«Incluso Traz»?

Anacho no le prestó atención.

—Dejemos a un lado todo esto; no tenemos ninguna certeza de que se nos vigile. Adam Reith puede estar equivocado.

—Adam Reith no está equivocado —dijo Traz—. «Incluso Traz», como tú dices, sabe eso.

Anacho alzó sus cejas desprovistas de pelo.

—¿Cómo?

—Observa al hombre que acaba de entrar en la sala.

—Un Lokhar; ¿qué hay con él?

—No es un Lokhar. Y observa todos nuestros movimientos.

Anacho dejó colgar imperceptiblemente su mandíbula.

Reith estudió disimuladamente al hombre; parecía menos corpulento, menos directo y brusco que un Lokhar típico. Anacho dijo en voz baja:

—El chico tiene razón. Observa cómo bebe su cerveza, con la cabeza bajada en vez de alzarla... Inquietante.

—¿Quién puede interesarse en nosotros? —murmuró Reith.

Anacho lanzó una risa cáustica que era casi un ladrido.

—¿Crees que nuestras hazañas han quedado en el anonimato? Los acontecimientos de Ao Hidis han despertado la atención en todas partes.

—Entonces, ese hombre... ¿a servicio de quién está? Anacho se alzó de hombros.

—Con su piel teñida de negro no puedo ni siquiera imaginar su procedencia.

—Será mejor que obtengamos algo de información —dijo Reith. Meditó un momento—. Saldré al bazar, luego daré una vuelta por la Ciudad Vieja. Si el hombre me sigue, dadle un poco de margen e id tras él. Si se queda, uno de los dos se queda aquí, el otro me sigue a mí.

Reith volvió a salir al bazar. En el pabellón Zhurveg se detuvo para examinar una exposición de alformas, tejidas, según los rumores, por niños sin piernas raptados y mutilados por los propios Zhurveg. Echó una mirada en la dirección por donde había venido. Nadie parecía estar siguiéndole. Caminó un trecho, luego volvió a detenerse junto a los expositores donde horribles mujeres Niss vendían rollos de cuerda de cuero trenzada, arneses para caballos saltadores, copas de plata toscamente hermosas. Seguía sin ver a nadie detrás. Cruzó el pasaje para examinar un tenderete Dugbo lleno de instrumentos musicales. Si pudiera llevar un cargamento de alfombras Zhurveg, plata Niss e instrumentos musicales Dugbo de vuelta a la Tierra, pensó Reith, su fortuna estaría asegurada. Miró por encima del hombro, y entonces vio a Anacho curioseando artículos en venta unos cincuenta metros más allá. Evidentemente aún no había averiguado nada.

Reith siguió su deambular. Se detuvo para observar a un nigromante Dugbo: un retorcido viejo sentado con las piernas cruzadas tras bandejas llenas de botellas de formas irregulares, tarros de ungüentos, piedras de contacto para facilitar la telepatía, varillas del amor, manojos de maldiciones caligrafiadas sobre papel rojo y verde. Sobre él revoloteaban una docena de fantásticas cometas, que el viejo Dugbo manipulaba para producir una débil música que sonaba como un lamento. Tendió a Reith un amuleto, que Reith rechazó. El nigromante escupió una retahila de epítetos que hicieron que sus cometas se agitaran y chirriaran discordancias.

Reith siguió adelante, penetrando en el campamento Dugbo propiamente dicho. Muchachas con pañuelos y faldas de volantes negras, rosas pálido y ocres tentaban a los Zhurveg, Lokhar, Seraf, pero se burlaban de los orgullosos Niss, que pasaban silenciosos con grandes zancadas, la cabeza erguida, las narices como cimitarras de hueso pulido. Más allá del campamento se abría la llanura y las lejanas colinas, negras y doradas a la luz de Carina 4269.

Una muchacha Dugbo se acercó a Reith, haciendo tintinear los adornos de plata de su cintura, sonriendo con una desdentada sonrisa.

—¿Qué buscas aquí fuera, amigo? ¿Estás cansado? Ésta es mi tienda; entra, descansa un poco.

Reith declinó la invitación y retrocedió antes de que los dedos de la muchacha o de cualquiera de sus otras jóvenes hermanas pudieran rondar por su bolsa.

—¿Por qué te muestras tan reluctante? —dijo la muchacha—. ¡Mírame! ¿No soy bonita? He pulido mis piernas con cera Seraf; voy perfumada con agua de bruma; ¡podrías tener mucha menos suerte!

—Sin duda —dijo Reith—. Pero...

—¡Hablaremos un poco, Adam Reith! Nos contaremos el uno al otro muchas cosas extrañas.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó Reith. La muchacha agitó su pañuelo hacia las otras muchachas, como si ahuyentara insectos.

—¿Quién no conoce en Smargash a Adam Reith, que anda como un príncipe Ilanth y tiene la mente siempre llena de pensamientos?

—Entonces, ¿soy famoso?

—Oh, por supuesto. ¿Tienes que irte realmente?

—Sí, tengo una cita. —Reith prosiguió su camino. La muchacha lo contempló alejarse con una extraña semi-sonrisa, que Reith, mirando por encima del hombro, encontró desconcertante.

Unos cientos de metros más adelante, Anacho se le acercó desde una callejuela lateral.

—El hombre teñido como un Lokhar se quedó en la posada. Durante un tiempo fuiste seguido por una joven vestida como un Dugbo. En el campamento te abordó, luego ya no te siguió más.

—Extraño —murmuró Reith. Miró arriba y abajo de la calle—. ¿Nadie nos sigue ahora?

—Nadie visible. Aunque puede que sigamos bajo observación. Vuélvete, por favor.

Anacho pasó sus largos dedos por la tela de la chaqueta de Reith.

—Lo que sospechaba. —Mostró un pequeño botón negro—. Y ahora sabemos quién sigue tus huellas. ¿Reconoces esto?

—No. Pero puedo adivinar. Un detector.

—Un dispositivo Dirdir para la caza, utilizado por los muy jóvenes o los muy viejos para guiarles tras su presa.

—Así que los Dirdir se interesan por mí. El rostro de Anacho pareció fruncirse y hacerse más largo, como si hubiera probado algo ácido.

—Naturalmente, lo ocurrido en Ao Khaha ha llamado su atención.

—¿Qué pueden querer de mí?

—Los motivos Dirdir son a menudo sutiles. Quieren hacerte algunas preguntas y luego matarte.

—Ha llegado el momento de irnos.

Anacho alzó la vista hacia el cielo.

—El momento ha llegado y se ha ido. Sospecho que en este mismo momento se está acercando un vehículo aéreo Dirdir... Dame el botón.

Un Niss pasó por su lado, con sus negras ropas aleteando al ritmo de sus pasos. Anacho avanzó un paso e hizo un rápido movimiento hacia la negra capa. El Niss se volvió en redondo con un gruñido amenazador, y por un momento pareció dispuesto a abandonar las innaturales restricciones del Balul Zac Ag. Luego se volvió de nuevo y prosiguió su camino.

Anacho dejó escapar su suave risita aflautada.

—Los Dirdir se sentirán desconcertados cuando descubran que Adam Reith es un Niss.

—Antes de que averigüen que no lo es, será mejor que nos larguemos.

—De acuerdo, pero ¿cómo?

—Sugiero que consultemos al viejo Zarfo Detwiler.

—Afortunadamente sabemos dónde encontrarle.

Rodeando el bazar, se acercaron a la cervecería, una destartalada estructura de piedra y planchas de madera deterioradas por la intemperie. Hoy Zarfo estaba sentado dentro, para escapar del polvo y la confusión del bazar. Una gran jarra de cerveza ocultaba casi su rostro teñido de negro. Iba vestido con una desacostumbrada elegancia: brillantes botas negras, una capa marrón, un tricornio negro que llevaba echado hacia atrás sobre su largo pelo blanco. Estaba un poco borracho, y más locuaz que de costumbre. Reith tuvo dificultades en hacerle comprender su problema. Finalmente, Zarfo pareció captar el asunto.

—¡Así que ahora los Dirdir! Infame. ¡Y durante el Balul Zac Ag! ¡Será mejor que controlen su arrogancia, o van a conocer la ira de los Lokhar!

—Dejemos todo esto a un lado —dijo Reith—. ¿Cómo podemos abandonar Smargash lo más rápido posible? Zarfo parpadeó y dio otro largo sorbo de cerveza.

—Primero necesito saber dónde quieres ir.

—A las Islas de las Nubes, o quizás a los Carabas. Zarfo, sorprendido, dejó que su jarra colgara.

—Los Lokhar son la gente más codiciosa de Tschai, y sin embargo, ¿cuántos intentan los Carabas? ¡Pocos! ¿Y cuántos regresan ricos? ¿Has observado esa gran casa solariega al este, con el cenador rodeado por una cadena de marfil tallado?

—He visto la casa.

—No hay otra como ella en las inmediaciones de Smargash —dijo Zarfo ominosamente—. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Golpeó el banco—. ¡Muchacho! Más cerveza.

—También mencioné las Islas de las Nubes —dijo Reith.

—Tusa Tala en el Draschade es el lugar más conveniente para ir a las Islas. ¿Cómo llegar a Tusa Tala? El transporte público llega sólo hasta Siadz, al borde de las tierras altas; no conozco ninguna ruta que descienda por las gargantas hasta el Draschade. La caravana a Zara partió hace dos meses. Una plataforma es el único medio de transporte razonable.

—Bien, entonces, ¿dónde podemos conseguir una plataforma?

—No de los Lokhar; no tenemos ninguna. Pero mira ahí: ¡una plataforma, y un grupo de ricos Xar! Están a punto de partir. Quizá su destino sea Tusa Tula. Preguntemos.

—Un momento. Debemos avisar a Traz. —Reith llamó al camarero, lo envió corriendo a la posada.

Zarfo cruzó el recinto, con Reith y Anacho tras sus talones. Había cinco Xar de pie al lado de su vieja plataforma: hombres de anchos hombros y escasa estatura y congestionados semblantes. Llevaban lujosas ropas grises y verdes; su negro pelo se alzaba en rígidas columnas lacadas, ligeramente inclinadas hacia el exterior, con el centro de su cabeza tonsurado.

—¿Listos para marcharse de Smargash, amigos Xar? —preguntó Zarfo con voz alegre.

Los Xar murmuraron algo entre sí y le volvieron la espalda.

Zarfo ignoró la falta de amabilidad.

—¿Adonde vais?

—Al lago Palas; ¿adonde si no? —declaró el más viejo de los Xar—. Ya hemos arreglado nuestros asuntos; como siempre, hemos sido engañados. Estamos ansiosos por regresar a las marismas.

—Excelente. Este caballero y sus dos amigos necesitan transporte hasta un punto que está en vuestra dirección, más o menos. Me han preguntado si deberían ofreceros un pago; yo les he dicho: ¡Tonterías! Los Xar son unos príncipes de generosidad...

—¡Espera! —dijo secamente el Xar—. Tengo al menos tres observaciones que hacer. Primera, nuestra plataforma está llena. Segunda, somos generosos a menos que perdamos sequins en el proceso. Tercera, esos dos inclasificables tienen un aspecto temerario y desesperado que no inspira ninguna confianza. ¿Es ése el tercero? —La referencia era hacia Traz, que acababa de llegar al escenario de los hechos—. Un simple muchacho no menos dudoso que los otros dos.

—Dos cuestiones más —dijo otro Xar—. ¿Cuánto pueden pagar? ¿Adonde quieren ir?

Reith, sopesando la incómodamente magra provisión de sequins en su bolsa, dijo:

—Cien sequins es todo lo que podemos ofrecer; y deseamos ir a Tusa Tala.

Los Xar alzaron ultrajados las manos.

—¿Tusa Tala? ¡A mil quinientos kilómetros al noroeste! ¡Nosotros vamos al sudeste, al lago Palas! ¿Cien sequins? ¿Es esto una broma? ¡Zarrapastrosos! ¡Fuera de aquí, todos!

Zarfo avanzó unos trastabillantes pasos, con aire amenazador.

—¿Zarrapastroso, me has llamado? ¡Si no estuviéramos en el Balul Zac Ag, el «tiempo del sueño innatural», retorcería todas vuestras ridiculas y largas narices!

Los Xar emitieron entre dientes sonidos como escupitajos, subieron a bordo de la plataforma y se fueron.

Zarfo contempló alejarse la plataforma. Lanzó un suspiro.

—Bien, ha sido un fracaso... Pero no todo el mundo es tan grosero. Ahí en el cielo se acerca otro aparato; hagámosles la proposición a los que van en él, o como último extremo emborrachémosles y robemos su vehículo. Es un hermoso vehículo. Seguro que...

Anacho lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Es un vehículo Dirdir! ¡No han perdido el tiempo! ¡Escondámonos si apreciamos nuestras vidas! Echó a correr. Reith lo sujetó del brazo.

—No corras; ¿quieres que nos identifiquen tan rápidamente? —A Zarfo—: ¿Dónde podemos ocultarnos?

—En el almacén anexo a la cervecería... ¡pero no olvidéis que estamos en el Balul Zac Ag! ¡Los Dirdir no se atreverán nunca a usar la violencia!

—Bah —se burló Anacho—. ¿Qué saben ellos de vuestras costumbres, o qué les importa?

—Yo se lo explicaré —declaró Zarfo. Condujo a los tres al almacén anexo a la cervecería y los empujó al interior. Reith observó a través de una rendija de las maderas cómo el vehículo Dirdir se posaba en el recinto. Movido por un súbito pensamiento, se volvió hacia Traz, registró sus ropas, y con un profundo desánimo descubrió un disco negro.

—Rápido —dijo Anacho—. Dámelo. —Abandonó el anexo, entró en la cervecería. Regresó un minuto más tarde—. Ahora lo lleva un viejo Lokhar que se prepara para irse a su casa. —Se acercó a una rendija, miró hacia fuera—. ¡Son Dirdir, seguro! ¡Como siempre cuando hay deporte al alcance de la mano!

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