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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (48 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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El Hombre-Wankh se dio la vuelta, disgustado.

—Tienes sangre fría, realmente —murmuró Zarfo—. ¿Pero qué vas a ganar hablando con el Wankh?

—No lo sé. Pero vale la pena intentarlo. Sospecho que los Hombres-Wankh informan solamente de lo que interesa a sus propósitos.

—Eso lo sabe todo el mundo excepto los Wankh.

—¿Cómo es posible? ¿Tan inocentes son? ¿O tan remotos?

—Ninguna de las dos cosas. No tienen otras fuentes de información. Los Hombres-Wankh se aseguran muy bien de que la situación se mantenga de esta forma. Los Wankh sienten escaso interés en los asuntos de Tschai; están aquí solamente para contrarrestar la amenaza Dirdir.

—Bah —dijo Anacho—. La «amenaza Dirdir» es un mito; los Expansionistas desaparecieron hace miles de años.

—Entonces, ¿por qué los Wankh siguen teniéndoles miedo a los Dirdir? —preguntó Zarfo.

—Desconfianza mutua; ¿qué otra cosa puede ser?

—Antipatía natural. Los Dirdir son una raza insufrible.

Anacho se alejó con un bufido. Zarfo se echó a reír. Reith agitó la cabeza en suave desaprobación.

—Sigue mi consejo, Adam Reith —dijo entonces Zarfo—: no te pongas en contra de los Hombres-Wankh, porque solamente podrás vencer a través de ellos. Congracíate con ellos, lisonjéales, dobla el espinazo... y al menos no los tendrás contra ti.

—No soy tan orgulloso como para no doblar el espinazo —dijo Reith—, si eso me sirviera de algo... lo cual no es el caso. Y se me han ocurrido una o dos ideas que pueden ayudarnos, si tenemos la oportunidad de hablar con los Wankh.

—No derrotarás a los Hombres-Wankh de ese modo —murmuró sombrío Zarfo—. Le dirán a los Wankh solamente lo que crean conveniente, y tú nunca sabrás la diferencia.

—Lo que me gustaría hacer —dijo Reith— es crear una situación en la que solamente la verdad tuviera sentido, en la que cualquier otra afirmación fuera una falsedad obvia.

Zarfo agitó la cabeza desconcertado y se dirigió a la espita para beber. Reith recordó que nadie en el grupo había comido nada desde hacía casi dos días; no era extraño que se mostraran apáticos e irritables.

Aparecieron tres Hombres-Wankh. El oficial que había hablado antes con Reith no estaba entre ellos.

—Venid con nosotros. Vamos, moveos; formad una hilera.

—¿Adonde vamos? —preguntó Reith, pero no recibió ninguna respuesta.

El grupo caminó durante cinco minutos, atravesando calles que formaban extraños ángulos e irregulares plazas, pasando junto a inesperados salientes y ocasionales sitios despejados, por profundas sombras y bajo el débil brillo de Carina 4269. Entraron en la planta baja de una torre, entraron en un ascensor que los llevó hacia arriba unos treinta metros y se abrió a una gran sala octogonal.

La estancia estaba en penumbra; un gran panel lenticular en el techo contenía agua; las pequeñas olas formadas por el viento modulaban la luz del cielo y la enviaban danzando por toda la sala. Había un sonido tembloroso apenas audible, como suspirantes acordes y complejas disonancias; un sonido que era algo más y algo menos que música. Las paredes estaban manchadas y descoloridas, un hecho que Reith encontró peculiar, hasta que al examinarlas desde más cerca reconoció ideogramas Wankh, inmensos e intrincadamente detallados, uno en cada pared. Cada ideograma, pensó Reith, representaba un carillón; cada carillón era el equivalente sónico de una imagen visual. Esto, reflexionó Reith, eran pinturas altamente abstractas.

La sala estaba vacía. El grupo aguardó en silencio mientras los casi inaudibles acordes derivaban entrando y saliendo de sus consciencias, y la ambarina luz del sol, refractada y rota en estremecimientos, inundaba la estancia.

Reith oyó a Traz jadear sorprendido: una extraña reacción en él. Se volvió. Traz señaló:

—¡Mira ahí!

De pie en una especie de nicho estaba Helsse, con la cabeza inclinada en una actitud de meditativa ensoñación. Sus ropas eran nuevas y extrañas. Llevaba el negro atuendo de los Hombres-Wankh; su pelo estaba cortado muy corto; parecía una persona a mundos de distancia del suave joven que Reith había conocido en el Palacio del Jade Azul. Reith miró a Zarfo.

—¡Me dijiste que estaba muerto!

—¡Así me lo pareció! Lo depositamos en la cámara de los muertos, y a la mañana siguiente ya no estaba. Imaginamos que las jaurías de la noche habían acudido a por él.

—¡Helsse! —llamó Reith—. ¡Aquí! ¡Soy Adam Reith!

Helsse volvió la cabeza, lo miró, y Reith se preguntó cómo había podido tomar alguna vez a Helsse por otra cosa que no fuera un Hombre-Wankh. Helsse avanzó lentamente, cruzando la estancia, con una semisonrisa en su rostro.

—He aquí el triste resultado de tus hazañas.

—La situación es más bien desmoralizadora —admitió Reith—. ¿Puedes ayudarnos? Helsse alzó las cejas.

—¿Por qué debería hacerlo? Te encuentro personalmente ofensivo, sin humildad ni elegancia. Me sometiste a un centenar de indignidades; tu tendencia al «culto» es repulsiva; el robo de la nave espacial con un Original a bordo hace tu petición absurda.

Reith lo estudió unos instantes.

—¿Puedo preguntarte por qué estás aquí?

—Por supuesto. Para proporcionar información acerca de ti y tus actividades. Reith digirió la respuesta.

—¿Tan importantes somos?

—Así parece —dijo Helsse, indiferente.

Cuatro Wankh entraron en la estancia y se detuvieron de pie junto a la pared del fondo: cuatro enormes sombras negras. Helsse se envaró; los otros Hombres-Wankh guardaron silencio. Era evidente, pensó Reith, que fuera cual fuese la actitud de los Hombres-Wankh con respecto a los Wankh, esa actitud comportaba una gran dosis de respeto.

Los prisioneros fueron empujados hacia delante, y se alinearon frente a los Wankh. Pasó un minuto, durante el cual no ocurrió nada. Luego los Wankh intercambiaron carillones; suaves sonidos ahogados a intervalos de medio segundo, aparentemente ininteligibles para los Hombres-Wankh. Siguió otro silencio, luego los Wankh se dirigieron a los Hombres-Wankh, produciendo triadas de tres rápidas notas, como vibraciones de xilófono, en lo que parecía ser un uso simplificado o elemental de su lenguaje.

El más viejo de los Hombres-Wankh dio un paso adelante, escuchó, se volvió hacia los prisioneros.

—¿Quién de vosotros es el jefe de los piratas?

—Ninguno de nosotros —dijo Reith—. No somos piratas.

Uno de los Wankh emitió carillones interrogativos. Reith creyó reconocer al Maestro Original. El Hombre-Wankh, algo a regañadientes, sacó un pequeño instrumento provisto de teclas, que manipuló con sorprendente destreza.

—Dile también que lamentamos los trastornos que le hemos causado —indicó Reith—. Las circunstancias nos obligaron a llevarlo con nosotros.

—No estás aquí para discutir —dijo el Hombre-Wankh—, sino para proporcionar información, tras lo cual se seguirá con el procedimiento habitual.

El Maestro emitió nuevos carillones, y recibió su respuesta. Reith preguntó:

—¿Qué está diciendo, y qué le has contado tú?

—Habla solamente cuando se te pregunte directamente —dijo el Hombre-Wankh.

Helsse avanzó unos pasos y, sacando su propio instrumento, produjo una serie de carillones durante largo rato. Reith empezó a sentirse intranquilo y frustrado. Los acontecimientos estaban yendo demasiado más allá de su control.

—¿Qué está diciendo Helsse?

—Silencio.

—Al menos informa al Wankh que tenemos una alegación que deseamos presentar.

—Serás convenientemente notificado si resulta necesario que testifiques. La audiencia ya está terminando.

—¡Pero no se nos ha dado ninguna oportunidad de hablar!

—¡Silencio! ¡Tu persistencia es ofensiva! Reith se volvió a Zarfo.

—¡Dile algo al Wankh! ¡Cualquier cosa!

Zarfo hinchó las mejillas. Señalando al Hombre-Wankh, emitió una serie de sonidos pipiantes. El Hombre-Wankh dijo severamente:

—Calla; estás interrumpiendo.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Reith.

—He dicho: «Falso, falso, falso». Es todo lo que sé. El Maestro emitió unos carillones, señalando a Reith y Zarfo. El Hombre-Wankh, visiblemente exasperado, dijo:

—El Wankh quiere saber dónde planeabais cometer vuestras piraterías o, mejor dicho, dónde planeabais llevar la nave espacial.

—No estás traduciendo correctamente —protestó Reith—. ¿No le has dicho que no somos piratas?

Zarfo emitió nuevamente los sonidos de «¡Falso, falso, falso!»

—Sois obviamente piratas, o lunáticos —dijo el Hombre-Wankh. Volviéndose al Wankh, manejó su instrumento, interpretando a su modo, Reith estaba seguro de ello, lo que se acababa de decir. Reith se volvió a Helsse.

—¿Qué le está diciendo? ¿Que no somos piratas? Helsse lo ignoró.

De pronto Zarfo se echó a reír a carcajadas, ante la sorpresa de todos. Murmuró al oído de Reith:

—¿Recuerdas al curandero Dugbo? Apriétale a Helsse la nariz.

Reith dijo:

—Helsse.

Helsse volvió hacia él una austera mirada. Reith dio un paso adelante, le dio un fuerte apretón a su nariz. Helsse pareció ponerse rígido.

—Dile al Wankh que soy un hombre de la Tierra, el mundo originario de la humanidad —dijo Reith—. Que tomé la nave espacial con la intención de regresar a casa.

Como si fuera un muñeco de madera, Helsse produjo una serie de trinos en su instrumento. Los otros Hombres-Wankh se mostraron instantáneamente agitados... prueba suficiente de que Helsse había traducido correctamente. Empezaron a protestar, a avanzar, a ahogar los carillones de Helsse, sólo para ser cortados en seco por un gran sonido aullante del Maestro.

Helsse prosiguió y acabó.

—Dile además —indicó Reith— que los Hombres-Wankh falsificaron lo que yo dije, que hacen eso constantemente para conseguir sus fines particulares.

Helsse volvió a manejar su instrumento. Los otros Hombres-Wankh empezaron de nuevo una gran serie de protestas, y otra vez fueron rechazados.

Reith se sentía cada vez más lanzado. Decidió airear una de sus suposiciones, saltando atrevidamente a lo desconocido:

—Dile que los Hombres-Wankh destruyeron mi nave espacial, matando a todos los que iban a bordo excepto a mí. Dile que nuestra misión era inocente, que acudimos a investigar unas señales de radio emitidas desde este planeta hace ciento cincuenta años de Tschai. Por aquel entonces los Hombres-Wankh destruyeron las ciudades de Settra y Ballisidre, desde donde habían sido emitidas las señales, con grandes pérdidas de vidas, y todo por la misma razón: para impedir una situación nueva que pudiera alterar el equilibrio Wankh-Dirdir.

El instantáneo rugir entre los Hombres-Wankh convenció a Reith de que sus acusaciones habían dado en la diana. Fueron silenciados de nuevo. Helsse manejó su instrumento con el aire de un hombre alucinado por sus propias acciones.

—Dile —prosiguió Reith— que los Hombres-Wankh han estado distorsionando sistemáticamene la verdad. Indudablemente han estado prolongando la guerra contra los Dirdir. Que recuerden que, si la guerra terminaba, los Wankh regresarían a su planeta natal, y entonces los Hombres-Wankh serían abandonados a sus propios recursos.

Helsse, con el rostro convertido en una máscara gris, luchó por dejar caer el instrumento, pero sus dedos se negaron a obedecerle. Siguió manejándolo. Los otros Hombres-Wankh permanecían inmóviles en un silencio mortal. Aquella era la acusación más reveladora de todas. El Hombre-Wankh más anciano gritó:

—¡La entrevista ha terminado! ¡Prisioneros, formad en línea! ¡Fuera!

—Pide al Wankh que ordene que todos los otros Hombres-Wankh se marchen —le dijo Reith a Helsse—, para que podamos seguir comunicándonos sin ninguna interrupción.

El rostro de Helsse se crispó; el sudor empapaba su rostro.

—Traduce mi mensaje —dijo Reith.

Helsse obedeció.

Un completo silencio se adueñó de la estancia, con los Hombres-Wankh mirando aprensivamente a los Wankh.

El Maestro emitió dos carillones.

Los Hombres-Wankh murmuraron entre sí. Llegaron a una terrible decisión. Extrajeron sus armas y se volvieron, no hacia los prisioneros, sino hacia los cuatro Wankh. Reith y Traz saltaron sobre ellos, seguidos por los Lokhar. Las armas fueron arrebatadas.

El Maestro emitió dos suaves carillones.

Helsse escuchó, luego se volvió lentamente hacia Reith.

—Ordena que me entregues el arma que tienes en tus manos.

Reith le pasó el arma. Helsse se volvió hacia los otros tres Hombres-Wankh, pulsó el disparador. Los tres hombres cayeron muertos, con las cabezas destrozadas.

Los Wankh permanecieron unos instantes en silencio, evaluando la situación. Luego se marcharon de la estancia. Los hasta entonces prisioneros quedaron allí con Helsse y los cadáveres. Reith tomó el arma de los fríos dedos de Helsse antes de que éste pensara en usarla de nuevo.

La estancia empezó a oscurecerse con la llegada del anochecer. Reith estudió a Helsse, preguntándose cuánto tiempo persistiría aún el estado hipnótico. Finalmente dijo:

—Llévanos fuera de aquí.

—Venid.

Helsse llevó el grupo a tavés de la ciudad negra y gris, y finalmente a una pequeña puerta de acero. Helsse tocó una manija; la puerta se abrió de par en par. Más allá, una arista de roca conducía a la oscuridad de las afueras de la ciudad Wankh.

El grupo cruzó la abertura al aire libre. Reith se volvió hacia Helsse.

—Diez minutos después de que toque tu hombro, vuelve a tu condición normal. No recordarás nada de lo que ha ocurrido durante la última hora. ¿Has comprendido?

—Sí.

Reith tocó a Helsse en el hombro; el grupo se apresuró a alejarse en el crepúsculo. Antes de que una prominencia rocosa los ocultara de su vista, Reith miró hacia atrás. Helsse permanecía inmóvil allá donde lo habían dejado, mirándoles con una expresión que hubiera jurado que era nostálgica.

16

El grupo se dejó caer agotado en mitad de un denso bosque, sintiendo que sus estómagos rugían de hambre. A la luz de las dos lunas, Traz buscó por entre la maleza hasta encontrar un grupo de plantas del peregrino, y todos comieron por primera vez en dos días. Algo reanimados, siguieron avanzando en medio de la noche, subiendo por una larga pendiente. En la parte superior del promontorio se volvieron hacia la lúgubre silueta de Ao Khaha iluminada por la luz de las lunas. Permanecieron unos momentos contemplándola, cada cual sumido en sus propios pensamientos, luego prosiguieron hacia el norte.

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