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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (15 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Con o sin estandartes amarillos y negros, los guerreros Verdes no molestaron a la caravana, sino que se detuvieron a más de un kilómetro. Reith los estudió a través de su sondascopio, para descubrir a unas criaturas completamente distintas de los Viejos Chasch. Éstos tenían entre dos metros y dos metros y medio de altura, eran recios y de gruesos miembros, sus escamas estaban claramente definidas y relucían con un brillo verde metálico. Sus rostros eran pequeños, ceñudos, malignamente feos bajo el enorme saliente de sus cráneos. Llevaban toscos delantales de cuero y correajes de los que colgaban espadas, picas de batalla y catapultas similares a las de los Emblemas. Criaturas temibles en combate cuerpo a cuerpo, pensó Reith. Permanecieron sentados en sus sillas estudiando la caravana durante unos buenos cinco minutos, luego dieron media vuelta y se encaminaron hacia el este.

La caravana volvió a formarse en orden de marcha y prosiguió su camino. Traz se sintió desconcertado por la prudencia de los Chasch Verdes.

—Cuando exhiben el amarillo y el negro se comportan alocadamente. Quizá preparen alguna emboscada desde detrás de un bosque.

Baojian sospechaba una estratagema similar, y mantuvo a sus exploradores muy avanzados durante los siguientes días. Por la noche no se tomaron precauciones especiales, puesto que los Chasch Verdes eran torpes en la oscuridad y en general no eran más que masas gruñentes y roncantes hasta el despuntar del día.

Pera estaba ante ellos: el destino de la caravana. El transcom de Reith especificaba un vector de cien kilómetros al oeste hasta su transcom gemelo. Hizo algunas preguntas al jefe de la caravana, que le informó que la ciudad Dadiche de los Chasch Azules estaba ubicada en aquella localización.

—Evítales; son tortuosos, sutiles como los Viejos Chasch, salvajes como los Verdes.

—¿No comercian con los hombres?

—Hay un comercio considerable; de hecho, Pera es un depósito para comerciar con los Chasch Azules, y las operaciones son llevadas por una casta de comerciantes que operan más allá de Pera; sólo ellos tienen acceso a Dadiche. De todos los Chasch, considero que los Azules son los más detestables. Los Viejos Chasch no son una gente amistosa, pero son maliciosos antes que malvados. A veces, por supuesto, el efecto es el mismo, del mismo modo que una tormenta —señaló hacia el oeste, donde grandes masas de negras nubes estaban arracimándose en el cielo— puede empaparnos más que si nos sumergiéramos en el océano.

—En Pera, ¿darás media vuelta y regresarás directamente a Coad en el Dwan Zher?

—Dentro de tres días.

—Entonces la princesa Ylin-Ylan regresará contigo y tomará allí un barco hacia Cath.

—¿Puede pagar?

—Por supuesto.

—Entonces no hay ninguna dificultad. ¿Y tú? Supongo que también querrás ir a Cath.

—No. Seguramente me quedaré en Pera. Baojian dirigió a Reith una penetrante mirada, agitó secamente la cabeza.

—Los Yao Dorados de Cath son una gente estimable. Pero en Tschai nunca puede predecirse nada excepto los problemas. Los Chasch Verdes están siguiéndonos los talones. Es un milagro que no hayan atacado. Empiezo a confiar en que podamos alcanzar Pera sin ningún incidente.

Baojian se equivocaba. Con Pera —una ciudad de arruinados edificios y derribados monumentos rodeando una ciudadela central, muy parecida a otras junto a las que habían pasado— ya a la vista, los Chasch Verdes atacaron desde el este. Coincidiendo con el ataque estalló la tormenta. Los relámpagos se estrellaron contra la estepa; al sur, negras rachas de lluvia barrieron el suelo.

Baojian decidió que Pera no ofrecía refugio y ordenó la caravana en un círculo defensivo. Apenas a tiempo: esta vez los Chasch Verdes no mostraron ni indecisión ni cautela. Inclinados sobre sus enormes animales, aparecieron a la carga, pendientes solamente de romper el anillo de carromatos.

Los cañones de la caravana lanzaron su curioso eructo gorgoteante, apenas audible entre los truenos; y la lluvia hacía que el manejo efectivo de las armas fuera difícil. Los Chasch Verdes, quizá coordinados telepáticamente, avanzaron en grupo; algunos fueron golpeados por el chorro de arena y muertos; algunos resultaron aplastados bajo sus derribadas monturas. Por unos momentos hubo una terrible confusión, luego nuevos rangos avanzaron sobre los cuerpos
de
sus compañeros. Los artilleros dispararon de nuevo frenéticamente a través de la lluvia, con los relámpagos y los truenos proporcionando un ensordecedor acompañamiento a la batalla.

Los Chasch Verdes caían con más rapidez de lo que podían avanzar, y cambiaron de táctica. Aquellos que se habían visto desmontados, agazapados tras sus caballos saltadores, accionaron sus catapultas; la primera lluvia de flechas mató a tres artilleros. Los guerreros montados cargaron de nuevo, con la esperanza de alcanzar el círculo por puro impulso. De nuevo fueron rechazados, con los cañones que habían quedado sin servidores manejados ahora por conductores, y de nuevo hubo una lluvia de flechas, y más artilleros cayeron de las plataformas de las armas.

Los Chasch Verdes cargaron por tercera vez, con sus monturas saltando y caracoleando. Tras ellos, los relámpagos parecían romper el negro cielo, y los truenos eran un incesante rumor de fondo a los gritos y chillidos y maldiciones de la batalla. Los Chasch Verdes estaban sufriendo terribles pérdidas, el suelo hormigueaba de gimientes formas, pero otros seguían avanzando, y finalmente los cañones estuvieron al alcance de las espadas de los Chasch Verdes.

El resultado de la batalla estaba ya fuera de toda duda. Reith sujetó la mano de la Flor de Cath, hizo una seña a Traz. Los tres echaron a correr hacia la ciudad, siguiendo a toda una hilera de fugitivos presas del pánico que brotaban de los carromatos-vivienda, seguidos ahora por los conductores y artilleros supervivientes. La caravana fue abandonada.

Gritando su triunfo, los Chasch Verdes se lanzaron tras los fugitivos, decapitando y tasajeando hombros y espaldas. Un guerrero de llameantes ojos se lanzó tras Reith, Ylin-Ylan y Traz. Reith tenía su pistola preparada, pero dudaba en malgastar la preciosa munición, y esquivó el silbante golpe de la espada. El caballo saltador, al frenar, resbaló en la húmeda hierba; el guerrero fue proyectado de lado de su silla, aullando. Reith corrió hacia delante, alzó su espadín Emblema y golpeó con él el recio cuello, cortando tendones, venas y arterias. El guerrero pateó y se agitó, negándose a morir; los tres no aguardaron a que lo hiciera. Reith recogió la espada del Chasch Verde, que estaba burdamente forjada de una sola hoja de acero tan alta como él mismo y ancha como su brazo. Era demasiado pesada y larga para serle útil; la arrojó a un lado. Los tres siguieron corriendo bajo la lluvia, que ahora caía en una cortina tan densa que oscurecía la visión. De tanto en tanto podía verse algún Chasch Verde como un agitado fantasma; ocasionalmente podían verse también las frenéticas formas de los fugitivos, corriendo desesperadamente, inclinadas bajo la lluvia, intentando alcanzar las ruinas de Pera.

Con las ropas empapadas, con el suelo chapoteando bajo sus pies, los tres alcanzaron finalmente un montón de losas desmoronadas de cemento que señalaban la periferia de Pera, y se consideraron algo más a salvo de los Chasch Verdes. Buscaron refugio bajo un saliente de cemento y se quedaron allá, temblando y miserables, mientras la lluvia seguía trenzando una cortina ante sus rostros. Traz dijo filosóficamente:

—Al menos estamos en Pera, donde queríamos llegar.

—Muy poco gloriosamente —dijo Reith—, pero vivos.

—Ahora, ¿qué crees que debemos hacer? Reith rebuscó en su bolsa, extrajo su transcorn, comprobó el vector del indicador.

—Señala a Dadiche, a treinta kilómetros al oeste. Supongo que iré allí.

Traz resopló desaprobadoramente.

—Los Chasch Azules no van a recibirte amistosamente.

La muchacha de Cath se reclinó de pronto contra la pared, hundió el rostro entre las manos, y se echó a llorar: la primera vez que Reith la veía dar rienda suelta a sus emociones. Tentativamente, palmeó su hombro.

—¿Qué te ocurre? ¿Aparte de sentirte helada, hambrienta y terriblemente asustada?

—Nunca volveré a mi casa en Cath. ¡Nunca! Lo sé.

—¡Por supuesto que lo harás! ¡Habrá otras caravanas!

La muchacha, claramente no convencida, se secó los ojos y contempló el descorazonador paisaje. La lluvia estaba empezando a disminuir. Los relámpagos derivaban hacia el este; los truenos se convertían en un rumor lejano. Algunos minutos más tarde, las nubes se abrieron y la luz del sol emergió oblicua entre la lluvia para resplandecer en la húmeda piedra y en los charcos. Los tres, aún empapados, salieron de su refugio, casi para chocar contra un hombre pequeño envuelto en una antigua capa de cuero y que iba cargado con una gavilla de ramas. Saltó hacia atrás, alarmado, dejó caer su gavilla, se inclinó rápidamente para recogerla, y se preparaba ya a salir corriendo cuando Reith lo sujetó por su capa.

—¡Espera! ¡No tan aprisa! ¡Dinos dónde podemos conseguir comida y un techo!

El rostro del hombre se relajó lentamente. Miró circunspecto a los tres desde debajo de unas espesas cejas, luego tiró con gran dignidad de su capa para librarla de la presa de Reith.

—Comida y un techo: cosas difíciles de encontrar; sólo trabajando. ¿Podéis pagar?

—Sí, podemos pagar. El hombre se lo pensó.

—Entonces dispongo de una confortable morada con tres aberturas... —Agitó reluctante la cabeza—. Pero será mejor que vayáis a la Posada de la Estepa Muerta. Si os alojo, los Gnashters se embolsarán mi beneficio y no me quedará nada.

—¿La Posada de la Estepa Muerta es la mejor de Pera?

—Sí, ofrece un espléndido alojamiento. Los Gnashters os pedirán un buen dinero, pero eso es lo que debemos pagar por nuestra seguridad. En Pera nadie puede robar ni violar excepto Naga Goho y los Gnashters; y eso es una ventaja. Imaginaos lo que ocurriría si todo el mundo gozara de esa licencia.

—Entonces, ¿Naga Goho es el gobernante de Pera?

—Sí, puede decirse de este modo. —Señaló hacia una enorme estructura de bloques y losas en la prominencia central de la ciudad—. Allí está su palacio, en la ciuda-dela, y allí vive con sus Gnashters. Pero no diré más; después de todo, ellos echaron a los Phung fuera del norte de Pera; hay comercio con Dadiche; los bandidos evitan la ciudad; las cosas podrían ser peores.

—Entiendo —dijo Reith—. Bien, ¿dónde podemos encontrar la posada?

—Hacia allá, al pie de la colina: en la terminal de caravanas.

7

La Posada de la Estepa Muerta era la estructura más grandiosa que Reith había visto nunca en las ruinas de una ciudad: un largo edificio con un complicado conjunto de techos y gabletes construido en la colina central de Pera. Como en todas las posadas de Tschai, había una enorme sala común llena de mesas con caballetes, pero en vez de toscos bancos la Posada de la Estepa Muerta alardeaba de espléndidas sillas de respaldo alto de negra madera tallada. Tres candelabros de cristal coloreado y hierro negro iluminaban la estancia; en las paredes colgaba un cierto número de máscaras de terracota muy antiguas: rostros fantásticamente semihumanos.

Las mesas estaban atestadas con fugitivos de la caravana; un apetitoso olor flotaba en el aire. Reith empezó a sentirse algo más animado. Aquí al menos había algunas pequeñas concesiones a la comodidad y al estilo.

El posadero era un hombre bajito y regordete con una cuidada barba roja y protuberantes ojos castaño rojizos. Sus manos no dejaban de moverse y sus pies se agitaban hacia delante y hacia atrás como si la prisa dominara completamente su vida. Ante la petición de alojamiento de Reith, agitó desesperado las manos.

—¿Acaso no lo habéis oído? Los demonios verdes han destruido la caravana de Baojian. Aquí están los supervivientes, y debo encontrarles acomodo. Algunos no pueden pagar; ¿qué opináis de eso? Pero tengo órdenes de Naga Goho de procurarles alojamiento pese a todo.

—Nosotros también estábamos en la caravana —dijo Reith—. Sin embargo, podemos pagar. El posadero pareció más optimista.

—Os buscaré una habitación para los tres; tendréis que arreglaros con eso. Una advertencia. —Miró rápidamente por encima de su hombro—. Sed discretos. Ha habido cambios en Pera.

Los tres fueron conducidos a un cubículo de aceptable limpieza; dentro habían sido instalados tres camastros. La posada no podía proporcionar ropas secas; con sus atuendos aún mojados, los tres descendieron al salón principal, donde descubrieron a Anacho, el Hombre-Dirdir, que había llegado una hora antes. A un lado, contemplando pensativamente el fuego, estaba Baojian.

Para cenar les fueron servidos grandes bols de estofado y rodajas de pan duro. Mientras comían entraron siete hombres, que contemplaron truculentamente el salón en todas direcciones. Eran todos hombres fuertes de recia osamenta, un poco entrados en carne, de piel enrojecida por el buen vivir. Seis de ellos llevaban túnicas de un rojo apagado, estilizado calzado de piel negra y lascivos gorros con colgantes abalorios. Gnashters, pensó Reith. El séptimo, que llevaba una especie de sobretodo bordado, era evidentemente Naga Goho: un hombre alto y delgado, con una cabeza lobuna peculiarmente ancha. Se dirigió a una estancia que se había vuelto repentinamente silenciosa.

—¡Bienvenidos todos, bienvenidos todos a Pera! Como habréis podido observar, tenemos una ciudad ordenada y feliz. Las leyes son cumplidas a rajatabla. Cobramos un impuesto por estancia. Si alguien carece de fondos debe contribuir con su trabajo al beneficio común. Así pues... ¿hay alguna pregunta o queja?

Miró a su alrededor, pero nadie dijo nada. Los Gnashters empezaron a circular entre la gente, recogiendo monedas. A regañadientes, Reith pagó un impuesto de nueve sequins por él, Traz y la Flor de Cath. Nadie de los presentes pareció encontrar la exacción irrazonable. Tan generalizada era la falta de disciplina social, decidió Reith, que la explotación de la ventaja era algo que todo el mundo daba por sentado.

Naga Goho observó la presencia de la Flor de Cath y se puso rígido, atusándose el bigote. Hizo una seña al posadero, que se apresuró a acercarse. Ambos hombres mantuvieron un murmurante coloquio, sin que Naga Goho apartara los ojos de Ylin-Ylan.

El posadero cruzó la estancia y murmuró al oído de Reith:

—Naga Goho ha reparado en la mujer. —Señaló a la Flor—. Desea conocer su status. ¿Es una esclava? ¿Una hija? ¿Una esposa?

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