El ciclo de Tschai (74 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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Reith se inmovilizó en el centro de la habitación, sujetando el portafolios, que evidentemente era un artículo de valor. Si conseguía eludir el ser detectado y capturado, si conseguía descifrar la ortografía Pnume —todo lo cual parecía intrínsecamente improbable—, tal vez consiguiera descubrir un camino a la superficie.

Tomó una capa del armario, con la que se envolvió, y un sombrero, un poco demasiado pequeño, pero que apretando y tironeando consiguió ajustar sobre su cabeza. La costumbre Pnumekin de no mezclarse los unos con los otros iba a ayudarle; nadie intentaría pasar más desapercibido que él. Ahora debía abandonar inmediatamente aquellos lugares y encontrar algún lugar discreto donde pudiera examinar el portafolios con tranquilidad. Se lo metió bajo su chaqueta y echó a andar por el corredor recubierto de blanco, apoyando suavemente un pie delante del otro tal como había visto hacer a los Pnumekin.

El corredor se extendía largo y vacío ante él, abriéndose finalmente sobre un balcón que dominaba una larga habitación de la que brotaba un zumbido y un agitar de actividad.

El suelo de la estancia estaba a unos seis metros más abajo. En las paredes había mapas a ideogramas; en el centro, niños Pnumekin aprendían sus lecciones. Reith había desembocado en una escuela Pnumekin.

Retrocediendo a las sombras, Reith pudo mirar hacia abajo sin temor a ser detectado. Vio tres grupos de niños, de ambos sexos, veinte en cada grupo. Como sus mayores, llevaban capas negras y sombreros con copas planas. Los pequeños rostros blancos, largos y afilados, parecían casi ridículamente graves. Nadie hablaba; avanzaban mirando con fijeza al frente, lentos y solemnes, en una especie de ejercicio. Tres mujeres Pnumekin de edad indefinida cuidaban de ellos, envueltas en capas como los hombres y distinguibles de ellos solamente por su menor estatura y su expresión algo menos grave.

Los niños realizaban su ejercicio en completo silencio, roto solamente por el suave roce de sus pies. No iba a sacar nada en limpio de allí, pensó Reith. Miró en ambas direcciones, luego se encaminó hacia la izquierda. Un túnel en arco daba acceso a otro balcón, que dominaba una cámara mayor aún que la primera: un refectorio. En su parte central había alineadas mesas y bancos, pero la estancia estaba vacía excepto un par de Pnumekin que permanecían sentados muy lejos el uno del otro, inclinados ante sendos bols de algo parecido a gachas. Reith tuvo consciencia de su propia hambre.

Oyó un sonido. Un par de Pnumekin apareció en el balcón, el uno detrás del otro. El corazón de Reith empezó a latir tan fuertemente que temió que pudieran oír su sonido al aproximarse. Bajó la cabeza, encajó los hombros, siguió caminando en lo que esperó fuera el típico paso Pnumekin. Los otros dos pasaron por su lado, los ojos hacia otro lado, los pensamientos en asuntos propios.

Con algo más de seguridad en sí mismo, Reith prosiguió adelante por el corredor, que casi inmediatamente se ensanchaba hasta convertirse en un nódulo aproximadamente circular, la unión de tres corredores. Una escalera cortada en la misma roca gris se curvaba hacia abajo hasta el nivel inferior.

Los corredores estaban desiertos y en penumbra; Reith los consideró poco prometedores. Dudó, sintiendo cansancio y futilidad. Los mapas, decidió, no iban a serle de gran ayuda; necesitaba el auxilio, voluntario o no, de un Pnumekin. También se sentía muy hambriento. Se dirigió indeciso a la escalera y, tras unos instantes de duda, descendió, lamentando cada nuevo paso que le llevaba un poco más lejos de la superficie. Desembocó en una pequeña antesala junto al refectorio. Un portal cercano daba a lo que parecía ser una cocina. Reith miró cautelosamente a su interior. Un cierto número de Pnumekin trabajaban ante diversos mostradores, presumiblemente preparando la comida para los niños de la sala de ejercicios.

Reith retrocedió a regañadientes y se dirigió hacia un pasadizo lateral. Estaba casi oscuro y silencioso, iluminado solamente por unos pocos gránulos de luz en el alto techo. A unos treinta metros el pasadizo giraba a un lado y terminaba bruscamente al borde de un pozo. De abajo llegaba el sonido de agua corriendo: seguramente se trataba de un lugar donde arrojar los desechos y la basura, reflexionó Reith. Se detuvo, preguntándose dónde ir y qué hacer, y regresó a la antesala. Allá descubrió una pequeña cámara de almacenamiento donde había apilados sacos, bolsas y cajas. Comida, pensó Reith. Dudó; la cámara debía ser utilizada frecuentemente por los cocineros. Los niños aparecieron procedentes de la sala de ejercicios, caminando en fila india, los ojos fijos en el suelo. Reith retrocedió a la cámara de almacenamiento: los niños descubrirían que no era uno de ellos con mayor facilidad que los adultos. Se acurrucó al fondo de la cámara, tras un montón de cajas apiladas: sin duda el más seguro de los escondites, aunque precario pese a todo; si alguien entraba en la cámara, tenía bastantes posibilidades de pasar desapercibido. Reith se relajó un poco. Extrajo el portafolios y dobló hacia atrás la flexible tapa de cuero azul. Las páginas eran de un hermoso terciopelo suave; la cartografía estaba impresa con el cuidado más meticuloso en negro, rojo, marrón, verde y azul pálido. Pero los esquemas y líneas no proporcionaban ninguna información; ésta estaba escrita en caracteres indescifrables. Tristemente, Reith cerró el portafolios y volvió a metérselo en la chaqueta.

Los niños tomaron una serie de bols de un mostrador en la parte frontal de la cocina y los llevaron al refectorio.

Reith atisbó por una rendija entre las cajas, más consciente que nunca de su hambre y de su sed. Investigó el contenido de un saco, para descubrir hierba del peregrino seca, un producto correoso altamente nutritivo pero no excesivamente apetitoso. Las cajas a su lado contenían tubos de una pasta negra de aspecto grasiento, rancia y de intenso sabor: aparentemente un condimento. Reith volvió su atención al mostrador donde era servida la comida. El último de los niños había llevado ya su bol al refectorio. La zona estaba vacía, pero en el mostrador quedaban todavía media docena de bols y jarras. Reith actuó sin pensarlo conscientemente. Salió de la cámara de almacenaje con los hombros hundidos, se dirigió al mostrador, tomó un bol y una jarra, y retrocedió apresuradamente a su escondite. El bol contenía gachas de hierba del peregrino cocidas con unos granos parecidos a pasas, tiras de pálida carne y dos tallos de una verdura semejante al apio. La jarra contenía medio litro de cerveza ligeramente efervescente, con un agradable sabor astringente. Al frasco iba unido un saquito con seis pequeños discos, una especie de galletitas que Reith probó pero encontró incomibles. Dio cuenta de las gachas y bebió la cerveza, y se felicitó por su decidida acción.

Seis niños mayores que los anteriores aparecieron en la zona de servicio: esbeltos, erguidos, con aire de suficiencia. Mirando entre las cajas, Reith decidió que todos ellos eran mujeres. Cinco pasaron por el mostrador, tomando bols y jarras. La última en llegar, al no encontrar nada que comer, se quedó allá desconcertada. Reith observó con la culpable conciencia de que había robado y devorado su cena. Las primeras cinco se dirigieron al refectorio, dejando a la última esperando en el mostrador, sin saber que hacer.

Transcurrieron cinco minutos; la muchacha no dijo nada, de pie allí con los ojos fijos en el suelo. Finalmente, unas manos invisibles trajeron otro bol y otra jarra y los depositaron en el mostrador. La muchacha Pnumekin tomó la comida y se dirigió lentamente al refectorio.

Reith empezó a intranquilizarse. Decidió volver a subir por las escaleras y seleccionar uno de los pasadizos con la esperanza de encontrarse con algún Pnumekin solitario y conocedor. Se puso en pie, pero en aquel momento los niños empezaron a abandonar el refectorio, y Reith se echó hacia atrás. Uno a uno, sobre silenciosos pies, volvieron a la sala de ejercicios. Reith miró una vez más, y de nuevo retrocedió cuando las cinco muchachas salieron también del refectorio. Eran como maniquíes salidos de una fábrica: delgadas y erguidas, con pieles tan pálidas y translúcidas como papel, arqueadas cejas negras como el carbón y rasgos regulares aunque muy angulosos. Llevaban las habituales capas negras y sombreros negros, que acentuaban la cualidad rara y extraterrena de sus cuerpos. Hubieran podido ser muy bien cinco versiones de la misma persona, aunque Reith, en el mismo momento que la idea cruzó su mente, supo que cada una de ellas sabía distinguirse fácilmente de las demás, por sutiles que fueran sus diferencias; cada una tenía la sensación de que su existencia personal era el movimiento central del cosmos.

La zona de servicio estaba de nuevo desierta. Reith avanzó y cruzó a largas zancadas hasta la escalera. Justo a tiempo: uno de los cocineros salió de la cocina en dirección a la cámara de almacenamiento. Si Reith se hubiera retrasado otro momento, hubiera sido descubierto. Con el corazón latiéndole aceleradamente, empezó a subir las escaleras... Se detuvo en seco y retuvo el aliento. De arriba llegaba un débil sonido: el pad-pad-pad de pasos. Reith se inmovilizó. El sonido se hizo más fuerte. Bajando las escaleras aparecieron los pies moteados de rojo y negro de un Pnume, luego el revolotear de una capa negra. Reith retrocedió apresuradamente, y se detuvo indeciso al pie de las escaleras. ¿Adónde ir? Miró frenético a su alrededor. En la cámara de almacenamiento, el cocinero estaba sacando hierba del peregrino de un saco. Los niños ocupaban la sala de ejercicios. Reith sólo tenía una elección. Encajó los hombros y penetró silenciosamente en el refectorio. En una de las mesas del centro había una muchacha Pnumekin, aquella cuya cena él había robado. Reith ocupó el asiento que consideró menos llamativo y se quedó allá sentado, sudando. Su disfraz era insostenible; una simple mirada directa revelaría su identidad.

Transcurrieron unos silenciosos minutos. La muchacha Pnumekin estaba dedicada a su paquete de galletitas, que parecía estar disfrutando enormemente. Finalmente se puso en pie y se dispuso a abandonar la estancia. Reith bajó la cabeza: demasiado brusco, demasiado seco... un movimiento discordante. La muchacha volvió una sorprendida mirada en su dirección, a incluso entonces las viejas costumbres fueron demasiado fuertes; miró más allá de él, sin enfocar directamente sus ojos. Pero vio, supo. Por un instante permaneció como helada, el rostro fijo a incrédulo; luego lanzó un suave grito de terror, y echó a correr saliendo de la estancia. Reith estuvo instantáneamente sobre ella, cubriendo su boca con una mano y aplastándola contra la pared.

—¡Quieta! —murmuró—. ¡No hagas ningún ruido! ¿Comprendes?

Ella lo miró en un horrorizado aturdimiento. Reith la sacudió.

—¡No hagas ningún ruido! ¿Comprendes? ¡Asiente con la cabeza!

Ella consiguió agitar la cabeza. Reith retiró la mano.

—¡Escucha! —susurró—. ¡Escucha atentamente! Soy un hombre de la superficie. Fui secuestrado y traído aquí abajo contra mi voluntad. Conseguí escapar, y ahora quiero volver a la superficie. ¿Me oyes? —Ella no respondió—. ¿Comprendes?
¡Responde!
—Sacudió de nuevo sus frágiles hombros.

—Sí.

—¿Sabes cómo alcanzar la superficie?

Ella apartó la mirada, fijándola en el suelo. Reith lanzó una rápida ojeada hacia la zona de servicio; si a alguno de los cocineros se le ocurría mirar al refectorio, todo estaba perdido. ¿Y el Pnume que había bajado la escalera? ¡Y el balcón! ¡Reith había olvidado el balcón! Con un enfermizo estremecimiento de terror, alzó la vista hacia las altas sombras. No había nadie observando. Pero no podía permanecer más tiempo allí, ni otro minuto. Sujetó por el brazo a la muchacha.

—Ven conmigo. ¡Ni un sonido, recuerda! ¡O tendré que hacerte daño!

Tiró de ella a lo largo de la pared hacia la entrada. La zona de servicio estaba vacía. De la cocina llegaba un sonido raspante y un entrechocar de metal. No había ninguna señal del Pnume.

—Arriba, por las escaleras —susurró Reith.

Ella emitió un sonido de protesta; Reith aplastó la mano contra su boca y la arrastró hacia la escalera.

39

—¡Arriba! ¡Haz lo que yo digo y no sufrirás ningún daño!

—Vete —dijo ella con una voz suave y átona.

—Eso es precisamente lo que quiero —declaró Reith con un murmullo apasionado—. ¡Pero no sé cómo!

—Yo no puedo ayudarte.

—Tendrás que hacerlo. Arriba, por la escalera. ¡Aprisa!

De pronto, ella se dio la vuelta y echó a correr escaleras arriba, tan ligera que sus pies parecían flotar. Reith fue tomado por sorpresa. Saltó tras ella, pero la muchacha ganó distancia y siguió a toda velocidad por uno de los corredores. Huía desesperadamente; Reith la perseguía con la misma desesperación, y a los quince metros la alcanzó. La arrojó contra la pared, donde la muchacha se inmovilizó jadeante. Reith miró arriba y abajo por el corredor: no se veía a nadie. Se sintió tremendamente aliviado.

—¿Quieres morir? —susurró en su oído.

—¡No!

—¡Entonces haz exactamente yo que yo te diga! —gruñó Reith. Esperó que la amenaza la convenciera; y de hecho su rostro reflejó el temor que esperaba; sus ojos se abrieron negros y enormes. Intentó hablar, y finalmente dijo:

—¿Qué es lo que quieres que haga?

—En primer lugar, abre camino hasta un lugar tranquilo, donde no pueda venir nadie.

La muchacha se volvió con hombros estremecidos y echó a andar por el corredor. Reith preguntó suspicaz:

—¿Dónde me llevas?

—Al lugar de castigo.

Un momento más tarde giró por un corredor lateral que casi inmediatamente terminaba en una cámara redonda. La muchacha se dirigió hacia un par de cabujones de pedernal; mirando por encima de su hombro como una bruja de cuento de hadas, empujó los negros bulbos. Un portal se abrió a un espacio negro; la muchacha lo cruzó, con Reith muy cerca detrás. Ella tocó un interruptor; un panel se encendió con una débil iluminación.

Estaban al borde de una plataforma que dominaba un tenebroso abismo. Una grúa de aspecto insectoide se inclinaba sobre las profundidades; de su extremo colgaba una cuerda.

Reith miró a la muchacha; ella le devolvió silenciosamente la mirada, con una especie de indiferencia entre asustada y confusa. Sujetándose a la grúa, Reith miró por encima del borde. Un frío soplo de aire azotó su rostro, y se volvió de nuevo hacia la muchacha. La Pnumekin permanecía inmóvil. Reith tuvo la sospecha de que la repentina sucesión de acontecimientos la había puesto en estado de shock. El ajustado sombrero apretaba su cabeza; se lo sacó. La muchacha se apretó contra la pared.

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