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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (35 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Estoy satisfecho con lo que llevo.

Reith dejó a un lado el atuendo que acababa de recibir.

—No lo encuentro adecuado para mí —le dijo al sastre—. Muéstrame tu catálogo, o lo que tengas como tal.

—Como deseéis, señor.

Reith, con Anacho observándole gravemente, examinó un centenar o así de dibujos a color. Señaló un traje de corte conservador en azul oscuro.

—¿Qué tal éste?

Dordolio emitió un sonido de impaciencia.

—Es el atuendo que llevaría un campesino rico en los funerales de un amigo íntimo. Reith señaló otro dibujo.

—¿Y éste?

—Menos apropiado todavía: la ropa de casa de un filósofo viejo para su propiedad en medio del campo.

—Hummm. Muy bien. Entonces —le dijo al sastre—, muéstrame las ropas adecuadas que llevaría un filósofo más o menos joven de impecable buen gusto en una visita casual a la ciudad.

Dordolio lanzó un bufido. Fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y se retiró. El sastre dio órdenes a sus ayudantes. Reith miró a Anacho con el ceño fruncido.

—Para este caballero, las ropas de viaje de un dignatario de un alto castillo —dijo. Y señalando a Traz—: Y para él un traje sencillo para un joven caballero.

Aparecieron nuevas ropas, escandalosamente distintas de las encargadas por Dordolio. Los tres se cambiaron; el sastre hizo algunos pequeños retoques mientras Dordolio permanecía a un lado, tironeando de su bigote. Finalmente no pudo reprimir un comentario.

—Unas ropas elegantes, sin duda. Pero, ¿son adecuadas? Desconcertaréis a la gente cuando vuestra conducta no encaje con vuestra apariencia.

—¿Hubieras preferido que visitáramos Settra vestidos como patanes? —dijo despectivamente Anacho—. Las ropas que seleccionaste para nosotros no tenían nada de halagador hacia nuestras personas.

—¿Y eso qué importa? —exclamó Dordolio con voz fuerte—. Un Hombre-Dirdir fugitivo, un muchacho nómada y un individuo misterioso: ¿no es un absurdo vestir a gente así con ropas nobles?

Reith se echó a reír; Anacho agitó sus dedos; Traz lanzó a Dordolio una mirada de infinita irritación. Reith pagó la cuenta.

—Bien —murmuró Dordolio—, ahora vayamos al aeropuerto. Puesto que queréis lo mejor, podemos alquilar un vehículo aéreo.

—No tan aprisa —dijo Reith—. Como siempre, has calculado mal. Tiene que haber algún otro medio menos ostentoso de llegar a Settra.

—Naturalmente —dijo Dordolio, sin poder ocultar su ironía—. Pero la gente que viste como señores debe actuar como señores.

—Somos señores modestos —dijo Reith. Se dirigió al sastre—. ¿Cómo viajáis vosotros normalmente a Settra?

—Yo soy un hombre de poca estima o «lugar»;
[6]
utilizo los transportes públicos.

Reith se volvió hacia Dordolio.

—Si tienes intención de viajar en un vehículo aéreo privado, aquí es donde nos separamos.

—Encantado; si me adelantáis quinientos sequins. Reith negó con la cabeza.

—Me temo que no.

—Entonces yo también deberé utilizar el transporte público.

Cuando salieron a la calle, Dordolio se mostró algo más cordial.

—Descubriréis que los Yao dan gran importancia a la coherencia y armonía de los atributos. Vais vestidos como personas de calidad, de modo que no dudo que os comportaréis en consonancia. Las cosas suelen ajustarse por sí mismas.

En la terminal, Dordolio tomó asientos de primera clase; poco después un largo vehículo llegó junto a la plataforma, deslizándose sobre dos grandes ruedas por una ranura cónica de un riel de cemento. Los cuatro hombres penetraron en un compartimiento y se sentaron en asientos recubiertos de peluche rojo. El vehículo se puso en marcha con un gruñido y una sacudida, y partió hacia la campiña de Cath.

Reith encontró el vehículo intrigante, incluso un poco desconcertante. Los motores eran pequeños, potentes y de diseño sofisticado; ¿por qué entonces el vehículo en sí estaba tan rudimentariamente construido? Las ruedas —cuando alcanzaba la máxima velocidad, quizá unos cien kilómetros por hora— rodaban sobre cojines de aire, a veces con una sedosa suavidad, hasta que las ruedas entraban de nuevo en contacto con la ranura de cemento, en cuyos momentos el vehículo se estremecía y vibraba de una forma abominable. Los Yao, reflexionó Reith, parecían ser buenos teóricos, pero evidentemente eran malos ingenieros.

El vehículo atravesó una antigua zona cultivada, más civilizada que cualquier otra cosa que Reith había visto hasta entonces en Tschai. Había algo de neblina en el aire, tiñendo el sempiterno amarillo de la luz del sol; las sombras eran más negras que el negro. El vehículo cruzó bosquecillos, plantaciones de nudosos árboles de negras flores, parques y haciendas, poblados en los que solamente la mitad de las casas parecían estar habitadas. Tras ascender a una pantanosa meseta, el vehículo giró hacia el este sobre marismas y colinas de disgregada piedra calcárea. Reith creyó discernir castillos en ruinas en la distancia.

—Un país de fantasmas —dijo Dordolio—. Esto son los páramos de Audan; ¿habéis oído hablar de ellos?

—Nunca —dijo Reith.

—Una región desolada, como podéis ver. Un refugio para los fuera de la ley, incluso para algún que otro ocasional Phung. Cuando se ha hecho oscuro, los aullidos de las jaurías de la noche...

El vehículo descendió de los páramos de Audan a una región de gran encanto. Por todas partes había estanques y cursos de agua, dominados por enormes árboles negros, marrones y color orín. Altas casas con inclinados gabletes y elaborados balcones se erguían en pequeñas islas. Dordolio señaló hacia el este.

—¿Veis allá abajo, esa enorme mansión al borde del bosque? Oro y Cornalina: el palacio de mi estirpe. Detrás, pero no podéis verlo, se halla Halmeur, un barrio limítrofe de Settra.

El vehículo penetró en un bosque y emergió al otro lado a una región llena de dispersas granjas, con los domos y espiras de Settra alzándose en el cielo allá al fondo. Unos pocos minutos más tarde entraron en una terminal y el vehículo se detuvo. Los pasajeros salieron a una terraza.

—Ahora debo dejaros —dijo Dordolio—. Si cruzáis el Oval hallaréis el Albergue de los Viajeros, que os recomiendo y a dónde enviaré un mensajero con la suma que os debo. —Hizo una pausa y carraspeó—. Si los hados del destino hacen que volvamos a encontrarnos... por ejemplo si pensáis seguir adelante con vuestra quimérica ambición de haceros recibir por el Señor del Jade Azul... puede que sea conveniente para nuestros mutuos propósitos el que no nos reconozcamos los unos a los otros.

—No veo ninguna razón por la que ninguno de los dos deseemos hacer eso —dijo educadamente Reith.

Dordolio le miró secamente, luego hizo un saludo formal.

—Os deseo buena fortuna. —Echó a andar cruzando la
plaza,
aumentando el largo de sus zancadas a medida que caminaba.

Reith se volvió a Traz y Anacho.

—Vosotros dos id al Albergue de los Viajeros y arreglad el hospedaje. Yo voy al Palacio del Jade Azul. Con un poco de suerte llegaré antes que Dordolio, que parece tener una prisa muy peculiar.

Se dirigió a una hilera de triciclos motorizados, subió al primero.

—Al Palacio del Jade Azul, a toda velocidad —le dijo al conductor.

El motor se puso en marcha y el triciclo partió hacia el sur, cruzando edificios de ladrillo vitrificado y oscuros paneles de cristal, luego un distrito de pequeñas casitas de madera, luego un gran mercado al aire libre, un escenario tan abigarrado y multicolor como cualquier otro de los que había observado en Cath. Girando en ángulo recto, el triciclo enfiló un antiguo puente de piedra, cruzó un portal en un muro de piedra y penetró en una amplia plaza circular. A su alrededor había tenderetes, en su mayor parte desocupados y llenos de mercancías; en el centro una corta rampa conducía a una plataforma circular, en cuya parte posterior había varias hileras de asientos. Una estructura rectangular ocupaba la parte delantera de la plataforma, y sus dimensiones le resultaron a Reith mórbidamente sugerentes.

—¿Qué es este lugar? —preguntó al conductor, que le lanzó una mirada de ligera sorpresa.

—El Círculo, sede de la Comunión Patética, como puede ver. ¿Es usted extranjero en Settra?

—Sí.

El conductor consultó una especie de horario impreso en cartulina amarilla.

—La próxima celebración tendrá lugar este ivensdía: será traído un diecinueve para clarificar su horrible desesperación. ¡Imagine, un diecinueve! ¡El mejor tanteo desde los veintidós del Señor Wis de la Ágata de Cristal!

—¿Quiere decir que mató a diecinueve?

—Por supuesto, ¿qué otra cosa podría ser? Cuatro eran niños, pero aún así es toda una proeza en estos días, en los que la gente parece desconfiar del a
waile.
Toda Settra acudirá a presenciar la expiación. Si está usted aún en la ciudad, no encontrará nada mejor para el provecho de su alma.

—Es probable que sí. ¿Falta mucho para el Palacio del Jade Azul?

—Cruzar Dalmere y llegar.

—Tengo prisa —dijo Reith—. Tan rápido como sea posible.

—Naturalmente, señor, pero si tengo un accidente o hiero a alguien, me sentiré extraordinariamente avergonzado, hasta lo más profundo de mi alma, y no quiero correr un riesgo de tanta responsabilidad.

—Es comprensible.

El triciclo enfiló un amplio bulevar, haciendo auténticas cabriolas para evitar los baches. Enormes árboles de negros troncos y follaje marrón y verde púrpura formaban como una especie de palio sobre la calzada; a ambos lados, rodeadas por oscuros jardines, se divisaban mansiones de la más extraordinaria arquitectura. El conductor señaló hacia delante.

—Allí en la colina: el Palacio del Jade Azul. ¿Por qué entrada, señor? —Inspeccionó irónicamente a Reith.

—La entrada principal —dijo Reith—. ¿Cuál si no?

—Como diga su señoría. Aunque la mayor parte de los que acuden a la entrada principal no llegan en triciclo a motor.

El vehículo ascendió la colina y se detuvo ante una puerta cochera. Reith pagó la carrera y descendió a una alfombra de seda apresuradamente depositada bajo sus pies por dos lacayos. Reith cruzó resueltamente un arco, para encontrarse en una estancia panelada con espejos. Una miríada de prismas de cristal colgaban tintineantes de cadenas de plata. Un mayordomo con una espléndida librea de terciopelo rojo oscuro hizo una profunda reverencia.

—Su señoría está en casa. ¿Deseáis descansar o tomar un cordial, aunque mi Señor Cizante aguarda impaciente el privilegio de recibiros?

—Le veré inmediatamente; soy Adam Reith.

—¿Señor de qué dominio?

—Dile al Señor Cizante que traigo importante información.

El mayordomo miró inseguro a Reith, y su rostro se retorció en una docena de sutiles emociones. Reith se dio cuenta de que había cometido ya una serie de incorrecciones. No
importa,
pensó,
el Señor del Jade Azul tendrá que comprender.

El mayordomo hizo una seña, un poco menos obsequioso que antes.

—Tened la bondad de venir por aquí.

Reith fue conducido a un pequeño patio interior donde murmuraba una cascada de luminoso líquido verde.

Pasaron dos minutos. Un hombre joven vestido con pantalones verdes y un elegante chaleco apareció. Su rostro era pálido como la cera, como si nunca hubiera visto la luz del sol; sus ojos eran sombríos y melancólicos; bajo un sombrero de cuatro puntas de suave terciopelo verde su pelo tenía el color del ala de cuervo: un hombre notablemente agraciado, que de alguna manera emanaba un aura a la vez de laxitud y competencia. Examinó a Reith con un interés crítico y habló con voz seca.

—Señor, ¿afirmáis poseer información para el Señor del Jade Azul?

—Sí. ¿Sois vos?

—Soy su ayudante. Podéis transmitirme vuestra información con toda confianza.

—Traigo noticias relativas al destino de su hija —dijo Reith—. Preferiría hablar directamente con el Señor del Jade Rojo.

El ayudante hizo un curioso gesto con la mano, como si hacheara algo, y desapareció. Regresó al cabo de pocos momentos.

—¿Vuestro nombre, señor?

—Adam Reith.

—Seguidme, por favor.

Llevó a Reith hasta una habitación revestida de madera barnizada de un color marfileño, iluminada por una docena de prismas luminosos. Al fondo había un hombre de pie, de aspecto frágil y con el ceño fruncido, vestido con un extravagante traje de ocho piezas de seda negra y púrpura. Tenía un rostro redondo, y su pelo oscuro caía a mechones sobre su frente; sus ojos eran también oscuros, muy separados, con una tendencia a mirar de soslayo.
El rostro de un hombre receloso y reservado,
pensó Reith. El Señor del Jade Azul examinó al terrestre con los labios fruncidos.

—Señor Cizante —dijo el ayudante—, os traigo al caballero Adam Reith, hasta ahora desconocido, que pasando por azar se ha sentido complacido de saber que vos estabais por las inmediaciones.

Hubo un silencio expectante. Reith se dio cuenta de que las circunstancias exigían una respuesta ritual.

—Me siento complacido, naturalmente, de hallar al Señor Cizante en su residencia —dijo—. Hace solamente una hora que he llegado de Kotan.

La boca de Cizante se apretó más, convirtiéndose en una delgada línea, y Reith supo inmediatamente que acababa de hacer una observación inadecuada.

—Por supuesto —dijo Cizante con voz tensa—. ¿Tenéis noticias relativas a la Dama Shar Zarin?

Aquel era el nombre de corte de la Flor. Reith respondió con una voz tan fría como la de Cizante.

—Sí. Puedo ofreceros un detallado informe de sus experiencias, y de su infortunada muerte.

El Señor del Jade Azul miró hacia el techo y habló sin bajar los ojos.

—Evidentemente venís a reclamar la recompensa.

El mayordomo entró en la habitación, le susurró algo al ayudante, y éste le murmuró discretamente algo al Señor Cizante.

—¡Curioso! —exclamó Cizante—. Uno de los retoños de los Oro y Cornalina, un tal Dordolio, acude también aquí, evidentemente a reclamar la recompensa.

—Despedidlo —dijo Reith—. Su conocimiento del asunto es superficial, como podréis comprobar.

—¿Mi hija está muerta?

—Lamento deciros que se ahogó arrojándose ella misma al agua, tras un ataque psicótico.

Las cejas del Señor se alzaron más secamente que antes.

—¿Cedió al
awaile?

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