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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (15 page)

BOOK: El círculo mágico
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«Gracias a Dios», pensé, sin querer profundizar en lo que podría suceder inmediatamente tras este hallazgo. El corazón me volvía a latir con fuerza mientras le quitaba con cuidado el papel y lo sostenía delicadamente entre dedos temblorosos.

—¡Bien hecho, gatito! —susurré. Jason ronroneó y le di unas palmaditas en la cabeza.

En ese instante, el camino quedó inundado de una luz cegadora; me ahogaba en esa luz y me quedé paralizada como una liebre ante el fulgor deslumbrante, mientras un motor gigante lanzaba rugidos desde arriba y avanzaba implacable hacia mí. Incapaz de decidir dónde refugiarme, me sentí dominada por el pánico. Jason se había escondido detrás de mí como para protegerse de un monstruo voraz. Aun así, en esa fracción de segundo, reuní la presencia de ánimo suficiente para guardarme el papelito en la manga del abrigo.

Los elevados haces de luz y el motor atronador se acercaban, entrando por el camino y cortando todas las salidas. Me quedé ahí clavada por el ruido, mientras intentaba a ciegas encontrar el coche para usarlo como barrera. Entonces, las luces y el motor se apagaron de repente, aunque seguía sin poder ver, y de nuevo quedamos sumidos en las tinieblas. La puerta de un coche se abrió y se cerró con un golpe, y oí la voz de Olivier, con su acento de Quebec:

—Pero bueno, ¿es que nunca se cansarán de jugar en la nieve? —oí que gritaba.

—¿Qué es ese monstruo? —lancé al vacío—. Los faros parecen estar a tres metros de altura. Me has dado un susto de muerte.

—Querrás decir que por poco te mato del susto —bromeó Olivier mientras su voz se acercaba a mí en la oscuridad—. Se me congeló el aceite del cárter. Supongo que la temperatura bajó demasiado. Larry, el programador, me prestó el camión hasta mañana. Lo llevé a su casa en la ciudad antes de venir hasta aquí.

Era curioso cómo Olivier se había acercado por la carretera, donde no había ni tráfico ni luz, sin que yo hubiera visto ni oído el camión, pero estaba tan aliviada de que fuera él en lugar de la banda de espías asesinos que me esperaba, que cuando lo tuve cerca le di un abrazo, y los tres entramos juntos en la casa.

—Sólo he comprado un bistec —le indiqué en el rellano donde nuestras dos escaleras divergían—. Creí que tomarías algo rápido en la oficina.

—Quita, quita. —Movió la mano como negativa—. No he parado desde el desayuno; no podría tragar nada. Me iré a dormir, si al argonauta y a ti no os importa cenar solos. Quizás el sueño reparador haga milagros.

Sonó el teléfono y Olivier arqueó una ceja. No era normal que recibiera tantas llamadas.

—Espero que mi teléfono no esté adoptando malas costumbres —insinué—, o tendré que adaptarme al siglo XX y comprarme uno de esos endiablados contestadores automáticos.

Olivier y yo nos separamos; bajé corriendo las escaleras y descolgué al sexto timbre.

¿Ariel Behn? —preguntó una mujer con una voz estridente y un afectado acento entre americano y británico—. Soy Helena Voorheer-LeBlanc, del
Washington Post.
—Caray, eso sí que era un nombre. Pero a mí nunca me habían gustado las mujeres periodistas: demasiado insistentes—. Señora Behn —siguió, sin esperar mi respuesta— espero que no le importe mi intrusión en estos momentos de dolor, pero he intentado localizarla en varias ocasiones en el trabajo y su familia me dio este número particular. Me aseguraron que no le importaría hablar conmigo unos minutos. ¿Le iría bien ahora?

—Igual que cualquier otro rato —accedí con un suspiro.

Me estaba entrando dolor de cabeza, sin duda propiciado por la cantidad de veces que el corazón me había dado un vuelco esa tarde. El bistec se me estaba calentando, el piso se me estaba enfriando y llevaba guardado en la manga un pedazo de papel amarillo que quemaba más que el nobelio, elemento con una vida media mucho mayor que la mía propia si no le ponía rápido remedio. ¿Una entrevista con el
Wash
ington Post?
¿Qué demonios, por qué no?

—¿Qué le gustaría saber, señorita... LeBlanc? —pregunté, muy educada, mientras sacaba y examinaba la hojita amarilla que Jason había recuperado. Sí, era ése. Código postal: San Francisco. La casilla marcada decía: «Paquete mayor que el buzón.»

Me senté en el sofá de piel y me quité el abrigo. Luego, me guardé el papel en el bolsillo de los pantalones negros y empecé a preparar el fuego en la chimenea, donde solía cocinarme la cena. Jason se subió a la repisa de un salto e intentó lamerme la cara, así que le acaricié las orejas un poquito. Por un breve instante, me pregunté de quién sería el cuerpo despedazado que yacía en ese ataúd, bajo tierra. ¿O acaso habían sepultado un pedazo de plomo o una piedra en lugar de a Sam?

—Su primo debió de ser un hombre muy valiente —fue la siguiente aportación de la señora V-LeBlanc a la conversación.

—Verá, no tengo muchas ganas de hablar sobre mi difunto primo en este momento —le indiqué mientras lanzaba troncos sobre las cenizas de la noche anterior—. ¿A qué viene este repentino interés por mí y por mi familiar? Me temo que nadie me lo ha aclarado demasiado.

—Señora Behn..., Ariel, ¿le importa que la llame Ariel? Como ya sabrá, durante tres generaciones, en su familia han surgido personas célebres por su talento y... —¿Codicia?, me sentía tentada de sugerir, pero ella encontró un término mucho más diplomático— gran influencia socioeconómica y cultural. Sin embargo, todavía nadie ha llevado a cabo un estudio en profundidad de una familia cuya contribución...

¿El
Washington Post
quiere realizar un estudio en profundidad acerca de mi familia? —la corté. Menuda broma—. ¿Quiere decir como una novela por entregas en el suplemento dominical?

—Ja, ja —rió. Luego, recordó mis «momentos de dolor» y se calmó—. No, claro que no. ¿Quiere que vaya directamente al grano, señora Behn?

No deseaba otra cosa, ambas sabíamos lo que estaba buscando, pero me limité a decir que sí.

—Estamos interesados en los manuscritos, por supuesto. Al periódico le gustaría la exclusiva para publicarlos. Estamos dispuestos a pagar una gran cantidad, faltaría más. Pero no queremos entrar en una guerra de ofertas.

«¿Guerra de ofertas?»

—¿A qué manuscritos se refiere, en concreto? —pregunté con ingenuidad. Vamos a ponérselo un poco difícil.

Con la punta de los dedos toqué el papelito candente que llevaba en los pantalones y cerré los ojos; encendí la leña, pensando todo el rato en lo mucho que se simplificaría mi vida si por mala suerte caía en las llamas. Pero las siguientes palabras de la señora Helena
Post
me devolvieron a la realidad.

—Las cartas y diarios de Zoé Behn, por supuesto —decía—. Pensé que su familia había hablado con usted.

—¿Zoé Behn? —solté, medio ahogándome al pronunciar el nombre. Era mucho peor que mis más negras sospechas—. ¿Qué tiene que ver Zoé Behn en todo esto? —pregunté por fin.

—Parece imposible que no sepa exactamente lo que ha heredado, señora Behn. —Debido a su asombro, la voz de Helena había pasado de ser enérgica a casi dulce.

—¿Por qué no me pone al corriente? —le sugerí.

Contaba ahora con mi total atención. Se habían escrito muchas cosas sobre mi horrible tía Zoé, la hermanastra de mi padre, mantenida a distancia por ser la verdadera oveja negra de la familia. Casi todo lo había escrito la propia Zoé, pero ésta era la primera vez que oía hablar de ninguna carta o diario. Además, ¿acaso podía contar algo peor que lo que ya había relatado al mundo en letra impresa?

—Estuve en la rueda de prensa de San Francisco, señora Behn. —Helena respiró profundamente—. Nos informaron de que, como única heredera de su primo Samuel Behn, tenía derecho también al patrimonio que él había heredado, incluido el de su abuela, la famosa cantante de ópera Pandora Behn, y el de su tío, el magnate de la minería Earnest Behn. Ante las preguntas de la prensa en esa reciente conferencia, tanto su padre como el señor Abrahams, el albacea testamentario, afirmaron que en su opinión ese patrimonio podía incluir no sólo los escritos privados y la correspondencia de Pandora Behn con personalidades de fama mundial, sino también los de su hijastra Zoé, la reputada... —¿Prostituta? La palabra me vino a los labios, pero ella finalizó—: bailarina.

Como ya había dicho, las relaciones de mi familia son bastante complicadas.

—Helena —le dije—, puesto que les informaron de tantas cosas en esa rueda de prensa que yo tuve la mala fortuna de perderme, alguien de ustedes debe de tener alguna idea de dónde están esos manuscritos tan importantes. No fueron mencionados en la lectura del testamento, de eso puedo dar fe.

—Pues, claro, señora Behn —me respondió—. Ésa es la razón de que la llame tan pronto, porque el tiempo es de vital importancia, por supuesto. Según el albacea, en el caso de muerte de su primo, todo el patrimonio tendría que obrar en su poder en menos de una semana después de la lectura del testamento.

Me cago en dios. Mi vida corría peligro, me habían tendido una trampa y todo gracias a mi querido hermano de sangre, Sam.

De hecho, no resultaba imposible explicar mis relaciones familiares a los demás, pero desde luego era una experiencia sumamente desagradable.

Mi abuelo Hieronymus Behn, un holandés que emigró a Sudáfrica, estuvo casado dos veces. La primera, con Hermione, una rica viuda afrikáner que ya tenía un hijo varón, mi tío Lafcadio, a quien mi abuelo Hieronymus adoptó y dio su apellido. Del matrimonio de Hieronymus con Hermione nacieron dos hijos: mi tío Earnest, que nació en Sudáfrica, y mi tía Zoé, nacida en Viena, donde la familia se había trasladado tras el cambio de siglo. Por lo tanto, esos dos hijos eran hermanastros de mi tío Laf, puesto que los tres tenían la misma madre.

Según cuenta la historia, cuando Hermione cayó enferma en Viena y sus hijos eran aún pequeños, mi abuelo, a petición de su esposa, contrató a una atractiva estudiante del Wiener Musik Konservatorium para que cuidara a los niños y les diera lecciones de música. Tras la muerte de Hermione, esa joven, Pandora, se convirtió en la segunda esposa de mi abuelo y tuvo a mi padre, Augustus. Luego los abandono a los dos para escaparse con mi tío Laf y pasó a ser la cantante de opera más famosa de la postsecesión de Viena; una cosa tras la otra.

Para complicar más las cosas, se produjo el intricado asunto de mi tía Zoé, la oveja negra de la familia. Zoé, a quien Pandora había criado y que apenas había conocido a su madre enferma y moribunda, y mucho menos a su ajetreado padre, eligió escaparse con Laf y Pandora, con lo que dio lugar de un plumazo a lo que en adelante recibiría el nombre de «cisma familiar». Sería difícil describir la posterior vida de Zoé como Reina de la Noche, la mujer de vida alegre, con mayor éxito entre los importantes y famosos desde los tiempos de Lola Montes.

Lo que me moría por averiguar, por así decirlo, era qué sabía mi tío Laf, una pieza clave en este drama familiar, de los manuscritos que yo había heredado; de quién eran, si de Pandora o de Zoé, y qué papel desempeñaban en todo aquel asunto, información que esperaba desvelar ese fin de semana. Si vivía lo bastante.

También estaba claro que Sam sabía mucho más de lo que era capaz de comunicar. Pero aún quedaba por ver por qué razón unas cuantas cartas y diarios de hacía décadas seguían siendo tan peligrosos, o por qué mi padre había dicho que estaban cifrados, cuestión que nadie más había mencionado, o por qué Sam había fingido su propia muerte —con la connivencia del Gobierno de Estados Unidos— y me había utilizado como chivo expiatorio en una charada de rueda de prensa con últimas voluntades y testamento incluidos. Aunque este último detalle me seguía dejando sin habla y me llenaba de ira impotente. Pero de momento, como no podría pedir explicaciones a Sam, ni siquiera por teléfono, hasta el día siguiente por la tarde en el bar No-Name, tendría que pensar cómo cubrirme las espaldas y conservar la vida.

El primer paso era poner fin a la conversación con Helena, la brillante periodista de investigación del
Post
(me había revelado mucho más ella a mí que yo a ella). Le dije que la avisaría en cuanto recibiera los manuscritos. El siguiente paso, vital para los acontecimientos de los futuros días, era decidir si dejaba que el paquete permaneciera un poco más en el anonimato de la oficina de correos, con lo que sólo tenía que esconder el resguardo, o si lo recogía y resolvía qué hacer con él hasta que pudiera dárselo a Sam. No cabía duda de que se merecía que se lo devolvieran con igual celo, como la patata caliente que era. Fuera cual fuese su contenido, y a estas alturas estaba segura de que no quería averiguarlo, seguramente habría sido mejor sepultarlo. Qué idiota había sido al creer que podría escapar a mi horrible familia enterrándome en Idaho, como un simple tubérculo.

Esa noche, antes de acostarme, quité el «recogedor de sueños», tejido y con plumas, del lugar donde siempre colgaba encima de la cama para alejar las pesadillas. Lo guardé en un cajón. Pensaba que si, momentos antes de dormirme, sembraba la idea en mi psique, captaría un sueño que me pondría en la mano el hilo que necesitaba para guiarme a través del laberinto en que se estaba convirtiendo mi vida.

Me desperté antes del amanecer, empapada en sudor.

Soñé que corría —no erguida, sino a cuatro patas— tan deprisa como podía entre cañas, a través de una maleza tan espesa que apenas si veía nada. Detrás de mí notaba el aliento cálido de un animal grande y oscuro, de mandíbulas poderosas y hambrientas, que me lanzaba dentelladas. Estaba aterrorizada. A través de las cañas vi que llegaba a un prado donde se alzaba un muro. ¿Podría cruzar con suficiente rapidez ese espacio abierto para saltar el muro y escapar de la bestia que me perseguía? Imprimí un poco más de energía, aunque ya tenía los pulmones a punto de estallar; recorrí el terreno de hierba y me abalancé hacia la pared.

Entonces me desperté y me senté en la cama. Jason, que se había encaramado al lecho y había conseguido situarse entre mi cuerpo y la almohada, yacía de lado, con los ojos cerrados. Sin embargo, movía las patas adelante y atrás, como si se afanara para huir de una amenaza terrible. Me eché a reír.

—Despierta, Jason —dije, y lo zarandeé hasta que abrió los ojos.

«¿Cómo puedes llegar al extremo de sintonizar con los sueños de tu gato?», pensé. Pero, por lo menos, me había despertado con la primera decisión del día tomada. Recogería el paquete de la oficina de correos. No me quedaba más remedio. Si lo posponía y el condenado objeto acababa desapareciendo, nunca me lo perdonaría. Dónde esconderlo era otra cuestión. La oficina no era segura: entraba y salía demasiada gente cada día. Y hasta que no viera el paquete, no sabría si podría guardar todos los documentos en un solo sitio, un cajón o un maletín, por ejemplo, ya que no había cabido en el buzón.

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