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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (19 page)

BOOK: El círculo mágico
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Sam no había dicho nada de runas, ni que lo que me había enviado fuera un manuscrito, sólo que era del tamaño de un fajo de hojas. En un solo día, estuve a punto de atropellar a mi casero, huí a través de dos estados y por poco me mato en una avalancha mientras coqueteaba con un científico austríaco guapísimo. Y todo por el paquete equivocado. Prometí a los dioses que dejaría de darle tanto al bate si el destino dejaba de enviarme esas pelotas con efecto. Pero eso no solucionaba mi nueva crisis: el paquete que de verdad me había mandado Sam seguía en paradero desconocido. Y, gracias a mi reacción exagerada, era posible que a Sam le ocurriera otro tanto.

Mientras descendía, magullada y ensangrentada, la ladera de la montaña, Wolfgang me puso al corriente sobre el manuscrito rúnico que me había enviado, lo cual no era fácil sobre los esquís, sobre todo porque los dos teníamos ganas de llegar al hospital del campamento base para que me curaran. Por el camino, me contó que cuando llegó a Idaho para incorporarme al proyecto, su primera intención fue darme el manuscrito en el acto, pero yo todavía no había vuelto del entierro de Sam. Como estuve fuera tanto tiempo y sus otros compromisos le obligaron a irse de la ciudad, echó las runas al correo para que obraran en mi poder al volver. Cuando por la mañana el Tanque envió a Olivier a buscarme, Wolfgang se dirigió también a la oficina de correos. Cuando me vio salir tan alterada decidió ir en mi búsqueda.

Al llegar a la base de la montaña, le pregunté qué eran las runas que llevaba en la mochila, y qué tenía que hacer con ellas, si ni siquiera podía leerlas. Me explicó que eran la copia de un documento que mi ramilla de Europa le había pedido que me trajera y que al parecer estaba relacionado de alguna forma con los manuscritos que acababa de heredar de mi primo Sam. Dijo que me acabaría de contar todo lo que sabía en cuanto hubiera recibido asistencia médica y nos pudiéramos sentar y hablar con calma.

Nos pasamos una hora en el hospital rodeados de botellas con olor astringente, en el pandemónium de la patrulla de esquí que iba de aquí para allá con camillas y buscas para recuperar heridos en la montaña. En medio de todo ello, dejé que los matasanos me soltaran en una mesa de metal, me acribillaran, me vendaran la cabeza y me dieran catorce puntos en el brazo.

Como es natural, Woífgang y yo tuvimos que interrumpir nuestra charla en el caos del quirófano. Sin embargo, podía seguir pensando. Sabía que nuestro proyecto nuclear no podía ser una mera tapadera para que Wolfgang Hauser viajara con los gastos pagados a Idaho. Para empezar, era cierto que era un alto cargo de la OIEA, de lo contrario no le habrían permitido poner los pies en nuestro complejo, ni mucho menos examinar de cabo a rabo los expedientes de seguridad de una empleada como yo, que disponía también de alto nivel de autorización. De eso no había duda: no era un impostor.

Una pregunta clave seguía sin respuesta: ¿por qué había llegado el doctor Wolfgang K. Hauser a Idaho mientras yo estaba en el funeral, en San Francisco? ¿Cómo había sabido alguien por adelantado, como era el caso, que la muerte de Sam situaría esos documentos, aún por encontrar, en mis manos?

Dado que el médico me había llenado de fármacos y que llevaba el brazo en cabestrillo, decidimos que lo mejor sería que Wolfgang me llevara a casa en mi coche y que alguien de la oficina fuese a Jackson Hole a recoger el vehículo del Gobierno.

No recuerdo gran cosa del viaje de vuelta. El dolor me atacó en cuanto se acabaron los efectos de la anestesia. Recordé demasiado tarde, después de haber tomado la pastilla que me dio el médico, que la codeína solía provocarme una fuerte reacción. En resumen, era como si me hubieran golpeado la cabeza con un martillo. Me pasé la mayor parte del viaje fuera de combate, así que la pregunta quedó sin responder.

Cuando llegamos, ya hacía rato que había oscurecido. Aunque después no conseguía acordarme de haberle dado indicaciones para ir a casa, ni de cómo llegamos, recordaba estar sentada en el coche, en el camino de entrada, y que Wolfgang me preguntaba si podía usar el coche para regresar al hotel, o si era mejor que entrara a llamar a un taxi. Lo que contesté, como el resto, está en blanco.

Menuda sorpresa, pues, cuando me desperté al amanecer y me encontré metida en la cama, con la mochila y las ropas al lado de un mono negro de esquí que, como observé enseguida con un sobresalto, no era mío, todo ello amontonado sobre una silla al otro lado de la habitación. Bajo las sábanas, no parecía llevar nada más que la ropa interior de seda, que dejaba poco margen a la imaginación.

Me senté con las mantas revueltas a mi alrededor y vi que la cabeza greñuda, el brazo moreno y los musculosos hombros desnudos del doctor Wolfgang K. Hauser asomaban de mi saco de dormir, en el suelo. Se movió y se puso boca arriba, y distinguí sus rasgos a la primera luz de la mañana, tamizada por los travesaños de las ventanas altas: las pestañas tupidas y oscuras que sombreaban los pómulos, la nariz larga y estrecha, el mentón hendido y la boca sensual se combinaban para sugerir el perfil de una escultura romana. Incluso en reposo era el hombre más atractivo que había visto en toda mi vida. ¿Pero qué hacía durmiendo medio desnudo en el saco de dormir, en el suelo de mi habitación?

Abrió los ojos. Se volvió de lado, se incorporó en un codo y me sonrió con esos increíbles ojos turquesa, como lagunas peligrosas con corrientes ocultas. Como el río.

—Me quedé a dormir —dijo—. Espero que no lo consideres demasiado atrevido. Pero ayer, cuando te ayudé a bajar del coche, te desmayaste; te cogí justo antes de que te cayeras al suelo. Te bajé por las escaleras como pude, te saqué esas ropas medio rotas y manchadas de sangre y te metí directamente en la cama. No quise marcharme antes de que los efectos de los fármacos hubieran remitido para asegurarme de que estabas bien. ¿Lo estás?

—No estoy segura —respondí. Notaba la cabeza como si la tuviera llena de algodón y me dolía el brazo—. Pero te agradezco que te quedaras. Ayer me salvaste la vida. Si no llega a ser por ti, ahora estaría en el fondo de ese cañón bajo una montaña de nieve y rocalla. Todavía se me ponen los pelos de punta.

—No has comido nada desde ayer al mediodía —comentó Wolfgang y bajó la cremallera del saco de dormir—. Pero tengo que irme de la ciudad: gracias a lo de ayer voy retrasado respecto a mis planes. ¿Quieres que te prepare el desayuno? Sé dónde tienes las cosas en la cocina: el gato me lo mostró anoche. Se ve que esperaba que le preparara la cena, así que lo hice.

Increíble —reí—. Me salvas la vida y le das de comer a mi gato. Por cierto, ¿dónde está Jason?

Quizás está siendo discreto —soltó Wolfgang con una sonrisa de complicidad.

Salió del saco de espaldas a mí, vestido únicamente con los calzoncillos, y se puso con rapidez el mono negro de la silla. No pude dejar de observar, incluso en ese breve vistazo de espaldas, que el doctor Wolfgang K. Hauser tenía un físico imponente. Me vinieron a la mente todo tipo de visiones eróticas. Y con ellas, para mí consternación, llegó el sonrojo delator. Antes de que se volviera y viera mis pensamientos ocultos deletreados en mis mejillas ruborizadas, agarré una almohada y me cubrí la cara.

Demasiado tarde. Oí el ruido de sus pies descalzos por el suelo frío. Los muelles chirriaron cuando se sentó al borde de la cama. Me retiró la almohada y me miró con esos ojos tan profundos. Noté sus dedos en el hombro, y me atrajo hacia sí para besarme.

No era que no me hubieran besado nunca. Pero no tenía punto de comparación con los besos que me habían dado: no hubo ningún suspiro exagerado, ni labios mordidos, ni saliva, ni manoseos, ní los histrionísmos que se habían producido con demasiada frecuencia en mi poco destacable pasado. En lugar de eso, cuando nuestros labios se encontraron, se liberó un flujo de energía que emanaba de él y me dejó llena de un deseo cálido y líquido. Era como si ya hubiéramos hecho el amor y necesitáramos hacerlo de nuevo. Y otra vez más.

Me pregunté si el doctor Wolfgang K. Hauser estaría ya colocado y fuera de circulación.

—Qué bonita eres, Ariel —dijo, mientras me tocaba los cabellos con la punta de los dedos y me miraba con esos nostálgicos ojos añil—. Incluso ahora, que estás llena de cortes, arañazos y magulladuras, un total desastre, desearía hacer cosas que no he hecho con nadie con ese cuerpo tan sublime que tienes.

—Me parece... No me parece —balbuceé como idiotizada. Sin duda, un exceso de hormonas me anulaba el cerebro. Intenté serenarme para decir algo coherente, pero Wolfgang me puso un dedo sobre los labios.

—No, déjame continuar. Ayer todo salió mal porque intenté ir demasiado deprisa. No debí hacerlo. No quiero que sea así contigo. Te admiro mucho; eres muy fuerte y valiente. ¿Sabes que Jerusalén, ahora ciudad santa de tres religiones, en el pasado llevó tu nombre? En su forma más antigua, Ariel significaba «leona de Dios».

—¿Leona? —solté, recuperando mi voz real por primera vez tras ese beso—. No sé si conseguiré estar a la altura.

—Yo tampoco: Wolf significa «lobo». —Volvió a lucir una sonrisa críptica.

—Ya veo: los dos somos cazadores —dije, sonriendo a mi vez—. Pero yo salgo en solitario mientras que los tuyos van en manadas.

Soltó el mechón de mis cabellos con el que había estado jugueteando y me observó con expresión seria.

—No te estoy cazando. Pero no acabas de confiar en mí. He venido para ayudarte y protegerte, nada más. Lo que pueda sentir por tí es problema mío, no tuyo, y no debería interferir en los objetivos o en la misión de los que me han enviado.

—Hablas de los que te han enviado, pero no dices quiénes son. Además, ¿por qué nadie me dijo nada? —quise saber yo con impaciencia—. Ayer aseguraste que eras amigo del tío Lafcadio, pero él no me ha mencionado nunca tu nombre. Has de saber que lo veré este fin de semana en Sun Valley. No me costará demasiado averiguar la verdad.

—Dije que lo conocía, no que fuéramos amigos —aclaró Wolfgang Hauser, que se volvió con el rostro inexpresivo y se observó las manos. Luego se levantó y me miró. Yo seguía sentada entre las sábanas desordenadas—. ¿Has terminado?

—No del todo —dije, acalorada por el tema—. ¿Por qué resulta que todo el mundo sabía lo de mi herencia de entrada, antes de que mi primo estuviera muerto siquiera?

—Te responderé todas las preguntas, si de verdad lo quieres saber —afirmó Wolfgang con calma—. Pero déjame que te diga antes que saberlo puede ser muy, pero que muy peligroso.

—Saber las cosas no es nunca peligroso —le espeté, irritada—. Lo peligroso es ignorarlas. Sobre todo, ignorar las cosas que afectan a tu propia vida. Estoy harta de que todo el mundo me esconda cosas, afirmando que es por mi propio bien. Estoy harta de que me dejen siempre al margen.

Al decirlo me di cuenta de lo muy sentidas que eran mis palabras. En el fondo, era lo que más me incomodaba en mí vida. No era el miedo a lo desconocido ni a un paquete misterioso, por más que su contenido pudiera resultar mortífero. Era la ignorancia en sí: nunca conseguiría desenmascarar la verdad. Era esa compulsión por mantener las cosas en secreto, extendida en el sector donde trabajaba y que dominaba en mi propia familia: la idea de que no se podía hacer nada de forma abierta, que todo precisaba conspiración y connivencia.

Gracias a Sam, había llegado a dominar ese juego. Gracias a Sam, no confiaba en nadie. Y nadie podía confiar en mí.

Wolfgang me miraba con una expresión extraña. Mi repentino y apasionado arrebato también me pilló a mí por sorpresa. Hasta entonces, no me había dado cuenta de hasta qué punto estaban arraigados esos sentimientos en mi interior, ni de lo rápido que podían aflorar a la superficie.

—Si eso es lo que hace falta para ganarse tu confianza, te contaré todo lo que quieras saber, sin importar el peligro que le suponga a ninguno de los dos —dijo, con lo que parecía gran sinceridad—. Porque es vital que confíes plenamente en mí aunque las respuestas no sean de tu agrado. La persona que me ha enviado y que me pidió que te diera el manuscrito de las runas —avanzó hacia la mochila, que reposaba sobre la silla—, supongo que reconocerás el nombre, aunque no la conozcas en persona, es tu tía: Zoé Behn.

Me pregunté por qué tenía la manía de exclamar «me cago en dios» cada vez que algo me sorprendía o me preocupaba. Es decir, ¿qué significa exactamente, «cagarse en dios»? ¿Cómo podía ser que también descargásemos porquería sobre dioses y santos? E incluso, ¿estaba yo tan moralmente corrupta que no podía buscar una exclamación más imaginativa que ésa, aunque sólo fuera en la intimidad de mí mente?

Pero en mi trabajo, como dije, elaborar expresiones ingeniosas sobre los desechos era un estilo de vida, quizá porque el constante trabajo de limpieza tras una población en constante crecimiento y que cada vez desperdicia más sobre un planeta cada vez más reducido constituía una tarea pasmosamente deprimente a la que enfrentarse cada día.

Así que no era extraño que Olivier me recibiera al llegar a la oficina con el estribillo de la canción de Tom Lehrer titulada
Contamina
ción,
una de las favoritas del sector, gracias a líneas como «Los restos del desayuno que lanzas a la bahía, se los toman en San José para almorzar».

Olivier chasqueaba los dedos como si fueran castañuelas mientras giraba en la silla y me vio.

—¡Por mi adorado profeta Moroni —gritó—. Tienes el aspecto de algo que el argonauta hubiera llevado a casa, con perdón. ¿Qué te ha pasado? ¿Te estrellaste contra una farola en tu empeño por atropellar peatones?

—Me encontré en medio de un alud en mi empeño por perder la vida —afirmé, consciente de que la recogida del automóvil de Wolfgang desataría las malas lenguas por todo el complejo, cuando se supiera que habíamos estado esquiando juntos todo el día—. Siento lo que pasó en correos, Olivier —proseguí—. Últimamente, no sé lo que me hago.

—¿En un alud? ¿Cuando venías de correos al trabajo? Caramba, parece que las cosas se están animando por aquí en el capítulo de aventuras. Pero no viniste a trabajar en todo el día y, cuando llegué a casa a las siete, tu coche estaba aparcado en el camino y la casa estaba a oscuras y en silencio. Jason y yo cenamos solos, preguntándonos dónde te habrías metido —comentó Olivier, que se había levantado solícito para ayudarme a sentarme y me colocó el brazo sobre el de la silla.

Así que Jason se había sacado dos cenas, una abajo y otra en la despensa para felinos
gourmets
de Olivier. Qué hábil. Ojalá fuera lo bastante humano para que pudiera ayudarme a resolver mis problemas. Pero sabía que Olivier esperaba una respuesta. Cerré los párpados y, con los dedos, presioné el vendaje que llevaba encima del ojo dolorido. Los volví a abrir y miré a Olivier.

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