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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (23 page)

BOOK: El círculo mágico
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Pero para explicar cómo empezó todo, primero tengo que hablar sobre la amargura y, después, sobre la belleza

—“Nací a finales del 1900, en la provincia de Natal, en la costa este de Sudáfrica. El nombre se lo puso cuatrocientos años antes Vasco da Gama para conmemorar la Navidad, porque fue ese día cuando lo avistó. Los augurios astrológicos en el momento de mi nacimiento eran extraordinarios: había cinco planetas en el signo de Sagitario, el arquero. El más importante de ellos era Urano, el portador del nuevo orden mundial, el planeta que tenía que marcar el principio de la nueva era de Acuario, que ya se nos venía encima. O se podría decir, de un nuevo desorden mundial, puesto que, desde tiempos remotos, se profetizó que la era de Acuario se iniciaría con la violenta destrucción del viejo orden, que sería aplastado y arrastrado hacia el mar como por una ola gigante. Para mi familia, en Natal, las dificultades ya habían comenzado: nací en el momento más álgido de la guerra de los bóers, el acontecimiento que bautizó este siglo con fuego y sangre.

«Durante los dos años posteriores a mi nacimiento, la guerra fue cruenta entre los colonos ingleses que llegaron más tarde y los descendientes de los anteriores inmigrantes holandeses que se llamaban a sí mismos bóers, de la palabra alemana
Bauer,
o granjero (lo que nosotros los ingleses denominaríamos palurdos o ceporros).

—¿Nosotros los ingleses, tío Laf? —le interrumpí, sorprendida—. Tenía entendido que nuestra familia descendía de afrikáners.

—Quizá mi padrastro, tu abuelo Hieronymus Behn, tuviera derecho a reclamar ese «palurdismo» —asintió Laf, con una sonrisa irónica—. Pero mi padre verdadero era inglés y mi madre, holandesa. La mezcla de mi ascendencia y mi nacimiento en un país desgarrado por esa guerra, alcanza a explicar la amargura que sentía hacia los malditos bóers. Esa guerra era la cerilla que iba a hacer estallar una cadena de eventos que pronto envolvería al mundo, y empujaría a nuestra familia al centro mismo del caos. Sólo con pensar en esos acontecimientos, me resulta imposible subyugar la rabia y sofocar el odio implacable, violento e insondable que sentía por esos hombres.

Me cago en dios. ¿Odio implacable, violento e insondable? Hasta ese momento, como todo el mundo, consideraba a Laf un violinista de talento pero aun así superficial, cuyos problemas eran tan apremiantes como decidir qué pieza tocar con la lira mientras se quemaba Roma o en qué circunstancias sociales era adecuado que un caballero conservara puestos los pantalones. Ese cambio de tono exigía modificar tal impresión.

Observé que Olivier y Bambi también lo miraban sin apenas tocar la comida. Laf había cogido el limón, envuelto en estopilla, y le clavó el tenedor, para añadir su zumo a la salsa bearnesa. Sin embargo, tenía los ojos fijos en la nieve que empezaba a escurrirse del cielo, al otro lado de las ventanas.

—Resulta difícil comprender la profundidad y amargura de tales sentimientos, Gavroche, si no conoces la historia del extraño país donde nací —dijo—. Y digo extraño porque no empezó como país, sino como negocio, como una empresa. Recibía el nombre de la Compañía, y esa compañía creó desde el principio un mundo propio, privado y totalmente separado, en un continente oscuro y poco conocido. Creó un aislamiento tan impenetrable como el que produce la cascara espinosa de la almendra amarga, que se convirtió en el símbolo de los bóers y de su deseo de vivir separados del resto del mundo...

LA CASCARA DE LA ALMENDRA AMARGA

Durante cientos de años, desde que la Compañía neerlandesa de las Indias Orientales estableció las primeras plazas a lo largo del cabo de Buena Esperanza, muchos bóers se dedicaron a la cría de animales, con rebaños de ganado bovino y vacuno, una ocupación que les daba mayor movilidad que a los granjeros que trabajaban la tierra. Si se cansaban de la avaricia y los caprichos tiránicos de la Compañía, sólo tenían que trasladarse a pastos más verdes, como pronto prefirieron hacer, sin importarles quién estuviera ya en las nuevas tierras que codiciaban. Y que no tenían la menor intención de compartir.

En menos de un siglo, estos bóers acabaron ocupando la mayoría de tierras que antes habitaban los hotentotes, los esclavizaron a ellos y a sus hijos, y dieron caza a los bosquimanos como si fueran animales salvajes hasta casi extinguirlos. Cuando los bóers se asentaban en un lugar durante bastante tiempo, puesto que se creían una raza superior elegida por la Divina Providencia, tenían por costumbre encerrarse en complejos residenciales, cercados con matorrales de espinas afiladas del almendro amargo, el primer símbolo evidente de
apartheid,
diseñado para impedir que los nativos entraran y se mezclaran con ellos.

La historia podía haber seguido de ese modo. Pero en 1795, los británicos conquistaron El Cabo. A petición del exiliado príncipe de Orange (Países Bajos había caído en manos del gobierno revolucionario francés), los británicos compraron la colonia de El Cabo a los neerlandeses por seis millones de libras. Los colonos bóer que residían en ella no fueron nunca consultados; no era práctica habitual en esa época. Pero, de todos modos, se sintieron ultrajados porque a partir de ese momento iban a ser tratados como una colonia sujeta al cumplimiento de las leyes de la metrópolis, lo que no concordaba con su anterior estilo de vida.

Por otra parte, empezaron a llegar más pobladores, procedentes de Gran Bretaña: colonos y hacendados con sus esposas e hijos, y los misioneros que se adentraban en la selva para atender a los nativos.

Los misioneros no tardaron en protestar e informar a Inglaterra por el tratamiento que recibían las tribus locales. Pasados menos de cuarenta años de gobierno británico, en diciembre de 1834, la Ley de Abolición de la Esclavitud concedió la libertad a todos los esclavos del imperio británico, incluidos los que poseían los bóers, una acción que era del todo inadmisible por su parte. Y así se inició el Gran Trek.

Miles de bóers participaron en esta migración a través del río Orange, a través de Natal y hacia la selva del norte de Transvaal para huir del dominio británico, y reclamaron como suyo todo el territorio de Bechuanalandia, para lo que se enfrentaron a los belicosos zulúes. Esos bóers existían como campamento armado, siempre al borde de la anarquía pero siempre con la creencia de ser los elegidos de Dios.

La fe de los bóers en su superioridad racial era un concepto avivado con fuerza por la iglesia reformada separatista, o «Dopper», uno de cuyos partidarios más fervientes era el joven Paulus Kruger, quien más adelante, como presidente de Transvaal, fomentaría la guerra de los bóers. Los líderes de este tipo de iglesias calvinistas estaban decididos a garantizar que la hegemonía de los bóers se impusiera y mantuviera: elegidos para siempre, puros para siempre, blancos para siempre.

Para conservar la pureza racial, la misma iglesia organizaba saqueos en Países Bajos a orfanatos de chicas jóvenes que no tuvieran perspectivas de futuro. Barcos cargados de adolescentes, muchas de ellas apenas unas niñas, zarpaban hacia las colonias de El Cabo para convertirlas en esposas de bóers desconocidos en la selva del veld. Entre ellas, a finales de invierno de 1884, se encontraba una muchacha huérfana llamada Hermione, que iba a convertirse en mi madre.

Mi madre tenía sólo dieciséis años cuando le anunciaron que la enviaban al continente africano, junto con otras chicas, para casarlas con hombres de quienes ni siquiera les dijeron los nombres.

No se sabe nada de los padres de Hermione, aunque lo más probable es que fuera ilegítima. Abandonada en la infancia, creció en un orfanato calvinista de Amsterdam, y solía rezar a Dios para que alguna casualidad singular del destino, alguna aventura, se cruzara en su camino y la liberara de una existencia estricta y anodina. Pero no sospechaba que la respuesta de Dios implicaría que la llevaran al otro lado del mundo y traficaran con ella como si fuera una res. Y su formación calvinista no le proporcionaba el menor dato de lo que el vínculo matrimonial conllevaba. Lo que captaba de los susurros de otras chicas sólo servía para aumentar sus temores.

Cuando las muchachas llegaron al puerto de Natal, sacudidas por un viaje tempestuoso, mal alimentadas y enfermas por la ansiedad de dejar atrás lo poco que conocían de la realidad, fueron recibidas por una muchedumbre de granjeros bóer borrachos, los futuros maridos, que no querían esperar a que los ancianos de la iglesia les eligieran una pareja concreta. Habían ido a captar sus presas y llevárselas a casa.

En cubierta, Hermione y el resto de chicas se apretujaron como animales asustados, al ver aterrorizadas el mar de rostros vociferantes que se agolpaban en la plancha de subida. Los pastores de a bordo gritaban a la tripulación del barco que volvieran a subir la rampa, pero sus voces quedaron ahogadas por la multitud. Hermione cerró los ojos y rezó.

Estalló el caos. Los bóers borrachos e indisciplinados irrumpieron en el barco. Las chicas fueron levantadas del suelo y cargadas sobre hombros fornidos como si fueran sacos de harina. Una niña que se agarraba a Hermione fue arrancada de ella y desapareció en silencio entre el remolino rugiente de cuerpos. La propia Hermione se acercó desesperada hacia la borda, pensando que quizá podría seguir su primera intención y casarse con el mar en lugar de con uno de esos brutales hombres apestosos.

Entonces, dos brazos la aferraron por detrás y la levantaron del suelo. Intentó lanzar patadas y defenderse a mordiscos pero su agresor invisible la llevó a través de la muchedumbre, sujetándola con mucha fuerza, mientras le gritaba obscenidades al oído. Empezó a sentirse mareada cuando la bajaba por la pasarela hacia las calles enlodadas del puerto, y empezó a perder el sentido. Entonces, algo golpeó en la cabeza a su agresor y ella cayó al suelo. Libre de su atacante, se apoyó en el suelo y se puso de pie para huir corriendo, aunque no tenía idea de hacia dónde, cuando notó una mano que le aferraba las suyas. Era una mano fría y firme, con una fuerza llena de seguridad, muy distinta de las garras ásperas que la habían sujetado antes. Por algún motivo, en lugar de soltarse y lanzarse hacia la libertad, se detuvo y miró al propietario de la mano que la asía.

Sus ojos tenían el mismo color azul claro que los de ella, y se le formaron arrugas en las comisuras cuando le sonrió con un tipo de expresión que nunca había visto antes: una sonrisa de posesión, casi de propiedad. Le apartó un mechón de cabello que le caía por la cara, un gesto íntimo, como si estuvieran solos o se conocieran desde hacía años.

—Ven conmigo —le dijo.

Eso fue todo. Ella lo siguió sin una sola pregunta, pasando con delicadeza por encima del cuerpo de su atacante. El desconocido la sentó a lomos de su caballo, montó tras ella y la estrechó con fuerza.

—Me llamo Christian Alexander, lord Stirling—le dijo al oído—Y llevo esperándote mucho, mucho tiempo.

Mi madre, Hermione, tuvo la suerte de ser una de las bellezas más sorprendentes de su época. Los cabellos rubios plateados le sirvieron para empezar con buen pie en las costas de África. Mi padre, sin embargo, no tenía nada del noble lord por el que se hacía pasar, algo que muy pocos, incluida mi madre, sabían entonces.

Christian Alexander era el quinto hijo de un vasallo rural de Hertfordshire y sin derecho a heredar nada de nada. Pero, cuando era joven fue a Oriel, en Oxford, junto con un amigo de la infancia, el hijo de un clérigo. Y cuando su amigo zarpaba hacia África todos los años por motivos de salud, mi padre tenía la ocasión y la previsión de seguirlo. Con el tiempo, mi padre acabó convirtiéndose en su socio de más confianza. El nombre de ese amigo de la infancia era Cecil John Rhodes.

Cecil Rhodes había padecido una grave enfermedad cuando era joven, tan grave, que en su segundo viaje a África creía que le quedaban menos de seis meses de vida. Pero el trabajo al aire libre en ese clima cálido y seco le fue devolviendo poco a poco la salud con cada año que pasaba. Durante su primer viaje, a finales de la primavera de 1870, cuando ambos muchachos contaban diecisiete años, se encontraron diamantes en las granjas De Beers, mientras ellos trabajaban en la tierra. Y Cecil Rhodes tuvo visión de futuro.

Lo mismo que Paulus Kruger creía en la Divina Providencia de los bóers, Cecil Rhodes llegó a creer en el Destino Manifiesto de los británicos en África. Rhodes quería que los campos de diamantes se consolidaran bajo una compañía británica. Quería que se construyera un ferrocarril británico «de El Cabo a El Cairo» para unir los estados africanos de Gran Bretaña. Más adelante, cuando se descubrieron las enormes reservas de oro sudafricanas, también las reclamó para el imperio británico. En el ínterin, Rhodes se volvió poderoso y mi padre, gracias a su amistad, rico.

En 1884, cuando la joven Hermione de dieciséis años llegó de Holanda, mi padre tenía treinta y dos años y era rico desde hacía más de diez gracias a los diamantes. Cuando yo nací, en diciembre de 1900, mi madre había cumplido los treinta y dos. Mi padre había muerto en la guerra de los bóers.

Todo el mundo creyó que la guerra había terminado cuando se levantaron los sitios de Mafeking, Ladysmith y Kimberley. Los británicos se anexaron Transvaal y Paulus Kruger huyó a Holanda, apenas dos meses antes de mi nacimiento. Muchos británicos hicieron las maletas y volvieron a casa. Pero las guerrillas siguieron luchando en las montañas durante otro año más; los ingleses reunieron a las mujeres y a los niños de las colonias bóer insurrectas y los encarcelaron en los primeros campos de concentración mientras duró la guerra. Mi padre murió debido a las complicaciones de una herida que sufrió en Kimberley, mientras que Rhodes falleció dos años más tarde, al perder la salud en ese mismo sitio. Kruger murió en Holanda sólo dos años después. Se trataba del fin de una era.

Pero como sucede con todo final, implicaba también un principio. En este caso estuvo marcado por el inicio de una guerra terrorista y de guerrilla, campos de concentración y prácticas de genocidio: el albor de una brillante nueva era, que tenemos que agradecer a los bóers, si bien los ingleses pronto se pusieron al mismo nivel, con muchas contribuciones nefastas de su propia cosecha.

Cuando mi padre murió, Cecil Rhodes estableció un enorme patrimonio en efectivo y derechos auxiliares en minerales a favor de mi madre, a cambio de las participaciones e intereses de mi padre en la construcción de la concesión de diamantes de De Beers. Por otra parte, le proporcionó también una generosa cantidad de su inmensa fortuna para mi educación, en agradecimiento a la muerte de mi padre en defensa de una Sudáfrica bajo control británico.

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