El círculo mágico (28 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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Era Lovernios, príncipe de los zorros, un hombre en quien José había confiado a lo largo de toda su vida y, a excepción del Maestro, el más sabio que había conocido. José esperaba que su gran sabiduría les permitiera superar la crisis que se les avecinaba.

—Ya casi se ha acabado, Lovern —dijo José.

—Acabado, quizá —respondió Lovernios—. Pero cada final implica un inicio, como Esus de Nazaret me indicó cuando lo trajiste a vivir con nosotros, de niño. Dijo que durante sus viajes contigo había aprendido que todo el mundo se resiste a los cambios. —Y con una sonrisa inquisitiva añadió—: Me gustaría saber si entiendes lo que eso significa.

Supongo que significa —respondió José—, que al igual que Miriam de Magdala, eres de la opinión que el Maestro está vivo: que experimentó la transformación de la muerte pero, aun así, sigue de algún modo entre nosotros.

—Recuerda esta frase: «Siempre estaré con vosotros, hasta el fin del mundo” —se limitó a decir el
drui,
encogiéndose de hombros.

—En espíritu, sí, es posible —concedió José—, pero no que eche a andar y se ponga la carne como si fuera una capa, como afirman algunos. No, mi sabio amigo, no es una superstición primitiva lo que me ha traído hasta aquí. Voy en pos de la verdad.

—Lo que buscas, amigo mío —dijo Lovernios, sacudiendo la cabeza—, no lo encontrarás nunca en esas vasijas de arcilla que están a tus pies: sólo contienen palabras.

—Pero fuiste tú mismo el primero en enseñarme la magia que los druidas confieren a las palabras —objetó José—. Dijiste que las palabras poseen en sí mismas el poder de matar o de curar. Rezo para que alguno de estos recuerdos revele el último mensaje que nos transmitió el Maestro, al igual que él rezaba para que sus palabras no cayeran en el olvido.

—La escritura no facilita la memoria, sino que la destruye —afirmó Lovernios—. Ése es el motivo de que nuestro pueblo limite el uso del lenguaje escrito a las funciones sacramentales: proteger o santificar un lugar, destruir a un enemigo, invocar a los elementos, o realizar magia. Las grandes verdades no pueden ponerse por escrito, ni grabar las ideas en piedra. Puedes abrir tus vasijas de arcilla, amigo mío, pero sólo encontrarás recuerdos de recuerdos, sombras de sombras.

—Ya en su infancia, el Maestro contaba con la memoria de un
drui
—dijo José—. Se sabía la Tora de memoria y era capaz de recitarla sin descanso. En los viajes largos por mar, solía leerle historias y también las memorizaba. Su favorita era las Odas Píticas de Píndaro, en especial la frase:
«Kairos
y la ola no esperan a nadie.» En griego, hay dos palabras para «tiempo»:
chronos
y
kairos.
La primera alude al tiempo, según el sol cruza los cielos. Pero
kairos
significa el «momento necesario», el instante crítico en que uno debe subirse a la ola o ser arrasado por ella y quedar totalmente destruido. Era este segundo significado el que el Maestro consideraba tan importante.

»La última vez que lo vi, cuando fui a decirle que le había preparado un asno blanco como me había pedido para que lo montara en su entrada en Jerusalén al domingo siguiente, me dijo: "Así pues, está todo hecho, José, y yo iré a encontrarme con mi
kairos."
Esas fueron las últimas palabras que me dijo antes de morir.

José parpadeó para hacer caer las lágrimas de los ojos y tragó con fuerza. Luego, añadió en un susurro:

—Le echo mucho de menos, Lovernios.

El príncipe celta se volvió hacia José. A pesar de que los dos eran de la misma edad y casi de igual estatura, lo rodeó con los brazos y lo meció como a un niño, igual que el Maestro solía hacer cuando las palabras parecían insuficientes.

—Entonces sólo nos cabe esperar que esos destellos de palabras, aunque no todos sean ciertos, sirvan al menos para aliviar el dolor de tu corazón —dijo Lovernios por fin.

José miró a su amigo y asintió. Luego se agachó hacia la red y extrajo el ánfora que Miriam había marcado como la primera de la serie. Rompió el sello del recipiente de arcilla, sacó el rollo, lo abrió y empezó a leer en voz alta:

A:

José de Arimatea en Glastonbury, Britania

De:

Miriam de Magdala en Betania, Judea

Mi muy amado José:

Muchas gracias por tu carta, que Santiago Zebedeo me trajo tras visitarte. Lamento haber tardado un año entero en cumplir tu petición, pero como sin duda Santiago ya te habrá contado, por aquí todo ha cambiado, todo.

¡Oh, José, cómo te echo de menos! Y qué agradecida te estoy por haberme encomendado esta tarea. Pareces ser el único que recuerda lo mucho que el Maestro confiaba en las mujeres. ¿Quiénes si no las mujeres, financiaron su misión, le ofrecieron cobijo, viajaron, enseñaron, curaron y velaron a su lado? Junto con su madre Miriam, lo seguimos en su camino hacia Gólgota, lloramos bajo la cruz hasta que murió y fuimos al sepulcro a lavar su cuerpo y amortajarlo con hierbas especiales y con el delicado lino de Magdala. En resumen, las mujeres fuimos las únicas que permanecimos con el Maestro hasta el fin. Incluso más allá del fin, hasta que su espíritu ascendió a los cielos.

José, perdona que te revele estos sentimientos turbulentos. Pero cuando llegaste hasta mí a través de las aguas con tu carta, me sentí como una mujer que se ahoga y es rescatada en el último instante. Estoy de acuerdo contigo en que algo importante sucedió durante los últimos días del Maestro y todavía lamento más no poder acudir a Britania de inmediato como deseas. Pero esta demora podría resultar una bendición, porque he descubierto algo que no se menciona en ninguno de los recuerdos que he recuperado para ti: está relacionado con Efeso.

La madre del Maestro, que ha sido como una madre para mí, está tan inquieta como el resto de nosotros al ver en lo que se ha convertido el legado de su hijo en tan poco tiempo. Está decidida a trasladarse a Éfeso, en la costa jónica, y me ha pedido que la acompañe y me quede con ella este año hasta que se haya establecido totalmente.

Su protector, el joven Juan Zebedeo, a quien el maestro solía llamar
parthenos,
o «virgen que se sonroja», parece un hombre adulto.

Nos ha construido una casita de piedra en Ortigia, en la montaña de la Codorniz, en las afueras de la ciudad: ¿quizá lo recuerdas de tus viajes? Estoy segura de que el Maestro sí, porque él mismo eligió ese lugar y se lo dijo a su madre poco antes de morir. Es extraño que escogiera ese sitio: me han dicho que la casa está sólo a un tiro de piedra del pozo sagrado que, según creen los griegos, señala el punto donde nació su diosa Artemisa (o Diana, como la llaman los romanos). Pero aún hay más.

Todos los años, en la fiesta de Eostre, el equinoccio de primavera, cuando se celebra el nacimiento de la diosa, Ortigia se convierte en centro de peregrinación de todo el mundo griego. Los niños recorren la montaña en busca de los legendarios huevos rojos de Eostre, símbolos de suerte y fertilidad, consagrados a la diosa. Resulta irónico que esta festividad se celebre durante nuestra Pascua: la misma semana en que hace dos años murió el Maestro. Así que esta diosa pagana y sus ritos parecen estar relacionados con el recuerdo de la muerte del Maestro y también con lo único que, como te dije, falta en todos los otros relatos: una historia que el Maestro nos contó en la montaña, el día que viniste a mi casa hace dos años, cuando regresaste después de haber pasado un año en el mar.

—Cuando era joven —nos contó el Maestro esa mañana, en lo alto del prado floreado—, viajé a muchos países y conocí muchos pueblos extranjeros. Aprendí que las personas del norte poseen una palabra para lo que consideran cierto: «dru», que también significa creencia, y «troth», promesa. Así que, como en nuestra tradición judaica, la verdad, la justicia y la fe son una misma cosa, y los sacerdotes son también los legisladores. Del mismo modo que nuestros antepasados en épocas remotas, cuando uno de sus sacerdotes imparte justicia, se sitúa bajo el
duru,
el árbol que nosotros llamamos roble. Sus sacerdotes reciben el nombre de
D'rui
o
D'ruid,
en plural, que significa «el que revela la verdad».

»A1 igual que los antiguos hebreos, estos hombres del norte consideran sagrado el número trece, el número de meses que tiene un año según el calendario lunar. Como la decimotercera luna señala el fin del año, ése es el número que identificamos con el cambio, el número de un nuevo ciclo, el número del renacimiento y la esperanza. Este número en sí es la esencia de la verdad en la historia de Jacob, que luchó con el ángel de Dios y fue transformado en "Isra'el". Como todo el mundo tiende a olvidar, nuestro antepasado Jacob no tuvo doce hijos, sino trece.

Luego, como si lo hubiera explicado todo con gran claridad y la sesión hubiera finalizado, el Maestro pareció retirarse a un reino interior, y se volvió, dispuesto a partir.

—Pero, Maestro —gritó Simón Pedro—. Debe de haber algún error. Admito que desconozco por completo estos hombres del roble de quienes hablas. Pero entre nuestro propio pueblo, la Tora establece que hay doce tribus de Israel, no trece como has dicho. ¡Es algo que jamás ha sido puesto en duda!

—Pedro, Pedro, Dios te dio orejas. ¡Deberías recompensárselo usándolas! —dijo el Maestro, que reía a la vez que estrujaba el hombro de Pedro.

Al ver a Pedro cabizbajo, el Maestro añadió:

—No he dicho nada de trece tribus; sólo he mencionado trece hijos. Escucha la historia con nuevos oídos: pregúntate por qué ese hecho debería representar la esencia de la verdad que yo estaba buscando.

El Maestro se dirigió hacia donde yo estaba sentada con los demás, en el amplio círculo de hierba, me puso una mano en la cabeza y me sonrió.

—Puede que un día Miriam halle la respuesta —dijo el Maestro a Pedro—. Siempre he considerado a Miriam el decimotercer discípulo. Pero un día ella será mi primer apóstol: trece y uno, la finalización de un ciclo. Alfa y omega, el primero y el último. —Y finalmente añadió, como si se le ocurriera en el último momento—: El hijo olvidado de Jacob, del que os he hablado, se llamaba Dina. A mi entender, Dina encarna en ella misma la esencia de la verdad en la historia. Su nombre, como el de su hermano Dan, significa juez.

El Maestro adoptó esa sonrisa extraña, se volvió y bajó la montaña, y nosotros lo seguimos.

José, sabes tan bien como yo que el Maestro nunca usaba una parábola o una paradoja para confundir e impresionar: su método siempre tenía un motivo. Creía que sólo si buscábamos la verdad y llegábamos a ella por nuestros propios medios, comprenderíamos del todo la verdad que encontráramos, la absorberíamos y formaría parte de nosotros.

Esa mañana el Maestro dejó claro que el número trece estaba relacionado con el calendario lunar hebreo y, por lo tanto, con el concepto de cambio estacional. ¿Pero por qué no mencionó también lo que sin duda sabía: que el nombre romano de Dina es Diana? ¿Y por qué no nos contó el plan que te he comentado: que quería que su madre viviera un día en un robledo famoso de Ortigia? ¿Que su casa se alzaría junto a un pozo en el punto exacto donde nació la diosa de la luna, Artemisa, llamada también Diana de los efesios, patrona de las fuentes y los pozos, cuyos ritos se realizan en robledos en todo el mundo griego? No, no puede ser casualidad que fuera la última historia que el maestro contó a su rebaño en lo que resultó ser el último día en que estuvimos todos reunidos. El único error fue mío, al no darme cuenta antes.

José, sé que esta historia y los informes que te mando proporcionarán forraje abundante a tu mente y que, antes de que nos volvamos a ver, ya lo habrás digerido por completo. Yo, por mi parte, procuraré averiguar más cosas sobre los motivos privados del Maestro, porque estoy convencida de que los tuvo, al enviar a su madre al hogar de esta famosa diosa efesia. Quizá tú y yo juntos podamos encontrar la parte del nudo que falta para atar entre sí estos acontecimientos, aparentemente diversos y diseminados, de los últimos días del Maestro.

Por ahora, José, esperó que Dios te acompañe y te envío mis ojos, mis oídos, mi corazón y mi bendición, para que puedas ver, oír, amar y creer como el Maestro deseaba que hiciéramos.

MIRIAM DE MAGDALA

Cuando José levantó los ojos de esta carta, el sol había descendido bajo el horizonte, manchando el mar del color rojo de la sangre. La niebla se arremolinaba sobre las aguas como vapores sulfúricos que se elevaran de las profundidades. Lovernios estaba a su lado, en silencio y con la mirada puesta en la impresionante vista, como perdido en sus pensamientos.

—Hay algo en ese relato que Miriam no menciona —dijo José—. Si bien es cierto que Dina era uno de los trece hijos de Jacob, no fue la decimotercera en nacer. En la Tora, la secuencia de nacimiento, por lo menos entre los hijos de una tribu, es muy importante. Dina fue la última hija nacida de la esposa de mayor edad de Jacob, Lía, pero no la decimotercera.

—Así pues, ¿tu antepasado tenía más de una esposa? —preguntó Lovernios con interés. La poligamia entre los keltoi era poco frecuente, e inaceptable en la clase de los druidas.

—Jacob tuvo dos esposas y dos concubinas —explicó José—. Ya te dije que la memoria del Maestro era notable, en especial en lo que concierne a la Tora. Todos los números de la Tora son importantes, porque el alfabeto hebreo, como el griego, se basa en números. Estoy de acuerdo en que el Maestro quería que viéramos la historia de Dina desde muchos ángulos.

—Cuéntamela entonces —pidió Lovernios.

Anochecía y la niebla cubría la playa. Pronto oscurecería, de modo que Lovernios recogió algunos arbustos y unas cuantas ramas, e hizo chocar el sílex que había sacado de la bolsa para preparar con rapidez una hoguera improvisada. Los dos hombres se sentaron en una roca cercana y José empezó su relato.

LA DECIMOTERCERA TRIBU

La historia se inicia cuando nuestro antepasado Jacob era un hombre joven. Por dos veces, Jacob había robado a su hermano gemelo Esaú, mayor que él, su derecho de primogenitura. Cuando supo que Esaú había amenazado con matarlo en cuanto su padre muriera, Jacob huyó de la tierra de Canaán y partió rumbo al norte, hacia el país de la tribu de su madre. Al llegar a las montañas cercanas al río Eufrates, lo primero que vio fue a una hermosa pastora que llevaba las ovejas a un pozo, y se enamoró de ella. Se trataba de su propia prima, Raquel, la hija menor del hermano de su madre, Labán. Sin demora, Jacob pidió la mano de la chica en matrimonio. Jacob tuvo que trabajar siete años para su tío para ganarse a Raquel como esposa. Pero al amanecer siguiente a la noche de su boda, descubrió que lo habían engañado: la mujer con la que había yacido esa noche había sustituido a Raquel aprovechando la oscuridad; se trataba de su hermana bizca, Lía, que según la costumbre del norte, debía casarse antes por ser la mayor. Cuando su tío Labán le ofreció a Raquel como segunda esposa, Jacob accedió a pagar su dote trabajando siete años más en los campos de Labán. El número siete constituye también un número importante en la historia de nuestro pueblo. Dios creó el mundo y descansó al séptimo día. El número siete señala el cumplimiento y la finalización de todas las empresas creativas, el número de la sabiduría divina. Por lo tanto, es importante que el número siete corresponda a la secuencia de nacimiento de la única hija de Jacob, como también lo son los eventos clave que llevaron a su nacimiento:

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