—Mantenga el rumbo en dos cinco dos.
—Sí, señor, rumbo dos cinco dos.
LeSeur vio que las luces del petrolero a proa estribor ganaban intensidad, y notó que su frente empezaba a sudar. Era cierto que tenían prioridad de paso, y que era el otro barco el que tenía que apartarse, pero a veces había que adaptarse a la realidad. Probablemente tenían conectado el piloto automático, y estaban ocupados en otros quehaceres. A saberse, hasta podían estar viendo películas porno en la sala de oficiales, o estar borrachos perdidos por el suelo.
—Toque la sirena —dijo Cutter.
La gran sirena del
Britannia
, audible a más de veinticinco kilómetros, sobrevoló las aguas nocturnas como un profundo mugido. Cinco toques: la señal de peligro. Los dos vigías del puente estaban en sus puestos, mirando por los prismáticos. La tensión se convirtió en angustia.
Cutter se inclinó hacia el repetidor VHF del puente.
—Barco a estribor, aquí el
Britannia
. Tenemos prioridad. Deben cambiar de rumbo. ¿Me han entendido?
El siseo de una frecuencia vacía.
Volvió a sonar la sirena. Las luces del superpetrolero se habían dividido en puntos. LeSeur vela incluso la vaga franja luminosa del puente.
—Capitán —dijo Masón—, no estoy segura de que, aunque cambiaran ahora mismo de rumbo…
—CPA cuatro minutos —dijo el oficial de guardia.
«¡Coño, vamos a chocar!», pensó LeSeur en el colmo de la incredulidad.
Ahora el silencio en el puente era de miedo. El
Britannia
volvió a dar la señal de peligro.
—Está virando a estribor —dijo el vigía—. ¡Señor, está virando!
Por encima del agua sonó la sirena del superpetrolero: tres toques cortos, que indicaban que retrocedía en una maniobra de emergencia. «¡Ya era hora, hombre!», pensó LeSeur.
—Mantenga el rumbo —dijo Cutter.
LeSeur clavó la vista en el ECDIS. Con una lentitud angustiosa, el radar ARPA volvió a calcular el rumbo del superpetrolero. Afortunadamente, comprobó que estaban saliendo de peligro. El superpetrolero pasaría por estribor. En el puente se palpaba el alivio: un murmullo de voces, algunas palabrotas entre dientes…
Cutter se volvió hacia el segundo capitán, sin inmutarse lo más mínimo.
—Capitán Masón, ¿podría decirme por qué ha reducido la velocidad a veinte nudos?
—Tenemos mal tiempo por delante, señor —contestó Masón—. Las órdenes de la compañía son que durante la primera noche los pasajeros se aclimaten al mar abierto, efectuando…
—Conozco las órdenes —la interrumpió Cutter.
Hablaba despacio, sin levantar la voz, lo cual intimidaba infinitamente más que si gritase. Se volvió hacia el timonel.
—Aumente la velocidad a treinta nudos.
—Sí, señor —dijo el timonel con la más estricta neutralidad—. Aumentando la velocidad a treinta nudos.
—Señor Vigo, ya puede reanudar la guardia.
—Sí, señor.
Cutter seguía mirando fijamente a Masón.
—Hablando de órdenes, me han informado de que hace unas horas ha sido visto uno de los oficiales de este barco saliendo del camarote de un pasajero.
Se calló para añadir dramatismo.
—Lo menos importante es si existía alguna relación sexual. Todos conocemos las reglas en lo relativo a confraternizar con el pasaje.
Se volvió despacio, con las manos en la espalda, y miró a la cara a todos los oficiales hasta detenerse en Masón.
—Me permito recordarles que esto no es
Vacaciones en el mar
. No se tolerará este tipo de comportamiento. De las indiscreciones de los pasajeros, que sean ellos los únicos responsables. Mi tripulación no debe caer en este tipo de relajación.
A LeSeur le sorprendió ver que Masón estaba bastante más sonrojada que antes.
«No puede ser ella —pensó—. Sería la última que infringiría el reglamento.»
En ese momento se abrió la puerta del puente, y entró Patrick Kemper, el jefe de seguridad. Al ver a Cutter se acercó.
—Señor…
—Ahora no —dijo Cutter.
Kemper se paró y no dijo nada más.
En todos los grandes cruceros donde había trabajado LeSeur, las principales misiones del capitán eran charlar con los pasajeros, presidir cenas largas y joviales en la mesa del capitán y ser el rostro público del barco. Aunque oficialmente el segundo capitán estuviera a sus órdenes, era él quien se ocupaba de gobernar la nave. Sin embargo, Cutter tenía fama de despreciar los aspectos sociales, y por lo visto no pensaba renunciar a esa costumbre en su primera experiencia como capitán. Era un oficial de la vieja escuela, un ex comodoro de la Royal Navy, y nacido en una familia con título, por lo que LeSeur sospechaba que le habían ascendido más allá de lo que justificaban sus capacidades.
Pocos años atrás, el puesto de capitán del
Olympia
había recaído en el máximo rival de Cutter, al cual, desde entonces, tenía atragantado. Había utilizado sus influencias para estar al mando del
Britannia
, aunque era a Masón a quien correspondía ese puesto. Ahora sus intenciones eran obvias: hacer cuanto estuviese en su mano para garantizar que aquel viaje inaugural fuese la travesía de su carrera (incluido superar el récord de velocidad del
Olympia
, establecido el año anterior). LeSeur pensó con amargura que el único efecto del mal tiempo sobre un hombre así sería reforzar su determinación. Los cruceros huían del mal tiempo, mientras que los trasatlánticos, los de verdad, lo capeaban.
Lanzó una mirada a Masón. Se la vela tranquila, con aplomo, atenta a las ventanas de proa. La única señal anómala era el rubor, que estaba desapareciendo muy deprisa. De momento se había tomado la falta de tacto y las continuas contraórdenes del comodoro con ecuanimidad y elegancia, tanto en la travesía de prueba como en el tiempo que llevaban de viaje. No parecía haber nada capaz de hacerle perder los estribos, ni siquiera que pasaran por alto que ella era la capitana del
Britannia
. Quizá se había acostumbrado al machismo que reinaba en alta mar, y ya se había hecho una coraza contra él. Estaba visto que la capitanía de los grandes barcos era uno de los últimos bastiones masculinos del mundo civilizado. Seguro que Masón conocía la regla no expresa según la cual en el negocio de los barcos de pasajeros sigue existiendo un techo para la mujer: por muy importante que sea, nunca será capitana de uno de los grandes trasatlánticos.
—Velocidad bajo el casco, treinta nudos, señor —dijo el timonel.
Cutter asintió y se volvió hacia el jefe de seguridad.
—Bueno, señor Kemper, ¿qué ocurre?
Kemper, un hombre bajito y fornido, empezó a hablar. Aunque tuviera un marcado acento de Boston, y no pudiera disimular que era americano, LeSeur le consideraba un alma gemela, quizá porque ambos eran de barrios obreros de ciudades portuarias del Atlántico. En su época de policía, Kemper le había pegado un tiro a un traficante de drogas que estaba a punto de apretar el gatillo contra su compañero, pero a pesar de convertirse en un héroe, había cambiado de trabajo. Por lo visto era demasiado para él. De todos modos, era un as de la seguridad, aunque le faltase confianza en sí mismo. LeSeur tenía la sospecha de que era una de las consecuencias de haber matado a un hombre.
—Capitán, hay un problema en el casino.
Cutter le dio la espalda, y empezó a hablar como si no existiese.
—Señor Kemper, los casinos son algo de importancia muy menor en el gobierno de un barco. Ya se ocupará de ello el primer oficial. —Se volvió hacia el oficial de guardia sin dedicar ni una mirada a LeSeur—. Señor Vigo, llámeme si me necesita.
Cruzó el puente en pocos pasos y salió por la puerta.
—«Esto no es
Vacaciones en el mar
» —murmuró LeSeur—. ¡Qué tío más estirado!
La respuesta de Masón fue escueta, pero no antipática.
—El comodoro Cutter ha tenido razón en decirlo.
—Sí, señor.
LeSeur se volvió hacia Kemper con una sonrisa amable.
—Bueno, señor Kemper, cuénteme qué ocurre en el casino.
—Parece que hay un grupo de contadores de cartas en las mesas de blackjack.
— Vaya por Dios…
—Primero Mayfair ha perdido doscientas mil libras, y luego Covent Garden cien mil.
LeSeur tuvo un estremecimiento; era justo el tipo de cosas que sulfuraban a la dirección.
— ¿Les han identificado?
—Sabemos quiénes son los ganadores, evidentemente, pero no sabemos en qué casos ha sido suerte, y en cuáles trampa. Trabajan en equipo, los jugadores y los contadores. Los contadores no juegan; miran a sus jugadores y les hacen señales. Ya sabe que son las mentes pensantes.
—La verdad es que no lo sabía. ¿No será una coincidencia?
—Lo dudo. Hentoff teme que sean como aquel grupo de alumnos del MIT de hace unos años que se llevaron tres millones en Las Vegas.
El dolor en la boca del estómago de LeSeur empeoró. Sabía que el
Britannia
no era como Las Vegas, donde se podía poner de patitas en la calle a quien fuera sorprendido contando cartas. En aquel caso eran pasajeros de pago, y además las compañías marítimas dependían mucho de los beneficios del juego. Una trifulca en el casino podía quitar las ganas de jugar a los demás pasajeros. Sin embargo, algo había que hacer. Poco le importaría a la dirección un viaje inaugural sin percances, y llegar a Nueva York con una fanfarria de publicidad fervorosa, si el casino sufría grandes pérdidas. Lo importante era el dinero; lo había sido siempre, y seguiría siéndolo.
— ¿Qué propone que hagamos? —preguntó.
—Verá, señor, hay un… —Kemper titubeó—. Un pasajero un poco raro, un rico que va de investigador privado, y que es el primero que ha visto a los contadores de cartas. Se ha brindado a ayudar a identificar a los culpables.
— ¿A cambio de qué?
—Pues resulta… —Kemper balbuceó un poco—. Parece que está a bordo para buscar un objeto que, según él, fue robado a un cliente suyo. Si le damos información sobre sus sospechosos, él nos ayudará con los contadores de cartas…
Se le apagó la voz.
— No podemos asegurar que no sea una coincidencia —dijo enérgicamente LeSeur—, ni que Mayfair no acabe la noche con mil libras de ganancias. Esperemos unas horas, para ver si siguen las pérdidas. En todo caso, haga lo que haga, le ruego que sea discreto. Nada de melodramas.
—Sí, señor.
LeSeur vio cómo Kemper se iba, y le compadeció. También se compadeció de sí mismo. ¡Ah, quién pudiera volver a la Royal Navy, sin casinos, contadores de cartas ni pasajeros neuróticos!
—Has vuelto a llenar la bañera con agua muy caliente —dijo la anciana, con una voz demasiado estridente para las dimensiones del camarote—. Y has puesto poco aceite de baño.
Inge Larssen recurrió a todas sus fuerzas para ayudar a la anciana (que pesaba el doble que ella) a ponerse el camisón.
—Lo siento, mamá —murmuró.
— ¿Y cuántas veces tengo que decírtelo? —Siguió con el mismo tono autoritario, mientras la piel senil, arrugada y flácida como las barbas de un gallo, desaparecía con clemencia bajo varias capas de seda y algodón—. Esta noche, al irnos de la cena, me has puesto el bolso en el lado derecho de la silla de ruedas. ¡Va a la izquierda! ¡A la izquierda!
—Sí, mamá.
La presión de la garra de la vieja en el hombro arrancó una mueca a Inge, que le entregó el bastón, y recibió al instante un doloroso golpe en los nudillos.
— ¡Ponte derecha, niña! ¿Qué quieres, que me caiga?
—No, mamá.
Lo dijo mirando hacia otro lado. Parecía que mirar a su jefa solo sirviera para redoblar las críticas.
—La verdad es que eres la peor cuidadora que he tenido, y te aseguro que he tenido muchas. Como no entres en vereda, no tendré más remedio que despedirte.
—Siento mucho no complacerla, mamá—contestó Inge.
Tardo media hora en acostarla, ponerle los pies en su sitio, fundárselos bien, untarle las manos con loción y la cara con crema evanescente, peinarla, ponerle horquillas en el pelo y ahuecarle las almohadas tal como ella deseaba.
—Bueno, y ahora no quiero oír ni pío —graznó la voz de la vieja—. Ya sabes cuánto me cuesta dormirme.
—Está bien, mamá.
—Y deja la puerta abierta. Tengo el sueño ligero, y no se de cuándo puedo necesitarte.
—Está bien.
Inge salió del dormitorio lo más silenciosa y suavemente que pudo, y se dispuso a montar guardia justo al otro lado, en una silla de la sala de estar. Dormía ahí mismo, en el sofá. La vieja insistía en que se llevaran la ropa de cama a primera hora de la mañana, y en que no la trajesen hasta bien entrada la noche. Parecía que le molestase que Inge también tuviera que dormir.
Esperó, casi sin atreverse a respirar, mientras la vieja musitaba sin cesar. Poco a poco se apagaron los murmullos, y la respiración se volvió más regular. Inge se quedó escuchando hasta que empezaron los ronquidos, como siempre. Dijera lo que dijese la muy bruja, dormía siempre a pierna suelta, y nunca se despertaba durante la noche.
Se levantó con mucho cuidado de la silla y pasó sigilosamente ante la puerta abierta del dormitorio. Los ronquidos seguían, inmutables. Al salir pasó al lado de un espejo, frente al que se paró el tiempo justo para comprobar que estuviese presentable. Le devolvió la mirada una mujer joven y seria, con el pelo liso y rubio, y unos ojos tristes, casi temerosos. Se pasó rápidamente una mano por el pelo. Al llegar a la puerta de la suite, la abrió con precaución y salió al pasillo.
Nada más pisar la elegante moqueta, se sintió mejor, como si una niebla oscura se disolviera por el calor del sol. Fue a la escalera principal y bajó a los niveles comunitarios del barco, donde el ambiente era mucho más alegre: conversaciones, risas… Al pasar junto a las tiendas, los cafés y los bares de vinos, le sonrió más de un hombre; a pesar de su timidez, y de cierta dificultad para relacionarse, Inge era guapa, con una ascendencia sueca inconfundible.
Ya llevaba dos meses trabajando para la vieja, y no se parecía en nada a lo que había imaginado. Inge se había quedado huérfana de pequeña, y había tenido una infancia protegida, en colegios de monjas. Cuando llegó la hora de buscar trabajo, consiguió un empleo de cuidadora a través de una agencia asociada al colegio. Parecía ideal. Hablaba perfectamente inglés, y el colegio le había dado unas referencias buenísimas. Ser cuidadora le aseguraba el alojamiento y la manutención, a ella que no tenía techo propio, pero lo mejor de todo era que viajar con una señora rica le permitiría ver el mundo, con el que tan a menudo había soñado despierta.