Era una sala sin luces en el techo, pero sus cuatro paredes estaban iluminadas por un centenar de pequeños monitores de circuito cerrado, cada uno con una perspectiva distinta del casino: vistas cenitales de mesas, hileras de máquinas tragaperras y cajeros. Desde ahí, el personal del casino Mayfair vigilaba a los Hiladores, pero también a los crupieres y a los cajeros.
Dos técnicos, en dos sillas con ruedas, examinaban las pantallas bajo una luz azul que daba a sus caras un aspecto fantasmal. Detrás, de pie, no menos serio ni menos atento a los monitores, estaba Victor Hentoff, el director del casino. Se pasaría la mayor parte de los siguientes seis días yendo y viniendo de un casino a otro. Llevaba tantos años pendiente de las pantallas, que era como si siempre forzase un poco la vista. Se volvió al oír entrar a Mayles.
—Roger —dijo con voz ronca, tendiendo la mano.
Mayles sacó un sobre cerrado del bolsillo.
—Gracias —dijo Hentoff. Lo abrió con su grueso índice. Dentro había varias hojas—. Dios mío… —dijo al echarles un vistazo.
—Mucha fruta colgando de las ramas —dijo Mayles—, madura para recogerla.
— ¿Te importaría hacerme un resumen?
—Con mucho gusto. —Por si Mayles no tuviera bastante trabajo, el personal del casino esperaba que les suministrase (con la más absoluta discreción) una lista de posibles jugadores empedernidos, o victimas fáciles, a quienes cultivar y enjabonar particularmente—. Ha vuelto la condesa de Westleigh, para que le den otra esquilada. ¿Te acuerdas de lo que pasó en el primer viaje del Oceanía?
Hentoff puso los ojos en blanco.
—Me parece mentira que haya vuelto después de aquello.
—Tiene debilidad por los viajes inaugurales. Y por los crupieres de bacará. También está…
Pero Hentoff ya no miraba al director de crucero, sino algo situado por encima de su hombro. En ese mismo momento, Mayles reparó en que había aumentado muchísimo el nivel sonoro de la habitación. Se volvió, y al seguir la mirada de Hentoff se quedó boquiabierto: Pendergast, su vecino durante la cena, había logrado entrar, y estaba cerrando la puerta.
—Ah, señor Mayles, aquí está —dijo.
La consternación de Mayles fue en aumento. El director de crucero casi nunca elegía mal a sus compañeros de cena, pero seleccionar a Pendergast y a su «pupila» había sido un error que no pensaba repetir.
La mirada de Pendergast recorrió las paredes llenas de monitores.
— ¡Qué hermosa vista se tiene desde aquí!
— ¿Cómo ha entrado? —quiso saber Hentoff.
—Un sencillo truco de magia.
Pendergast le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Pues no puede quedarse aquí. Es una zona de acceso restringido.
—Solo quería hacerle un par de peticiones al señor Mayles. Después me iré.
El director del casino se volvió hacia Mayles.
—Roger, ¿conoces a este pasajero?
—Hemos cenado juntos. ¿En qué puedo ayudarle, señor Pendergast? —preguntó Mayles, con una sonrisa obsequiosa.
—Lo que estoy a punto de contarles es confidencial —dijo Pendergast.
«Oh, no», pensó Mayles, sintiendo que sus sensibles nervios se ponían en tensión. Esperó que no fuese una continuación de la morbosa conversación de Pendergast durante la cena.
—No viajo en el
Britannia
solo para descansar y respirar aire puro.
— ¿Ah, no?
—Estoy aquí para hacerle un favor a un amigo. Verán, a mi amigo le robaron algo, algo de gran valor, y en estos momentos el objeto en cuestión está en manos de un pasajero de este barco. Mi intención es recuperarlo y devolvérselo a su legítimo dueño.
— ¿Es usted investigador privado? —preguntó Hentoff.
Pendergast pensó un poco; la luz de los monitores se reflejaban en sus ojos claros.
—Puede afirmarse sin ambages que mis investigaciones son privadas.
—O sea, que trabaja por cuenta propia —dijo Hentoff. El director del casino no pudo disimular una nota de desprecio—. Señor, tengo que pedirle otra vez que se vaya.
Pendergast echó un vistazo a las pantallas, antes de centrar tic nuevo su atención en Mayles.
—Señor Mayles, ¿verdad que para su trabajo dispone de datos acerca de cada pasajero?
—Es uno de mis placeres —contestó Mayles.
—Magnífico. Entonces es la persona indicada para proporcionarme información que pueda ayudarme a encontrar al ladrón.
—Lo siento, pero no podemos facilitar ninguna información sobre los pasajeros —dijo Mayles, endureciendo el tono.
—El ladrón podría ser un hombre peligroso. Mató a alguien para conseguir ese objeto.
—Entonces, que se encargue nuestro personal de seguridad —dijo Hentoff—. Estaré encantado de remitirle a un responsable de seguridad que podrá tomar nota de los datos y añadirlos a su archivo.
Pendergast sacudió la cabeza.
—Desgraciadamente, no puedo incluir a personal de nivel inferior en mi investigación. La discreción es esencial.
—Pero ¿de que objeto se trata?
—Lo siento, pero no puedo entrar en detalles. Se trata de una antigüedad asiática de gran valor.
—Y ¿cómo sabe que está a bordo?
La respuesta de Pendergast fue un leve temblor en los labios, que podía pasar por un esbozo de sonrisa.
—Señor Pendergast —dijo Mayles, recurriendo al tono que reservaba para los pasajeros más difíciles—, no quiere contarnos qué busca; no quiere contarnos por qué está tan seguro de que se halla en el
Britannia
; tampoco está aquí en misión oficial. De hecho estamos navegando por aguas internacionales. La única autoridad es nuestro personal de seguridad. Ya no rigen la legislación británica ni la estadounidense. Lo siento, pero no podemos autorizar su investigación, ni prestarle ayuda de ningún tipo. Al contrario: si su investigación molesta a alguno de nuestros huéspedes, actuaremos con contundencia. —Trató de suavizar la dureza de su negativa con su más seductora sonrisa—. Estoy seguro de que lo entiende.
Pendergast asintió despacio.
—Lo entiendo.
Hizo una pequeña reverencia y se volvió. Antes de irse, se paró con la mano en el pomo de la puerta.
—Les supongo al corriente —dijo, como si careciese de importancia— de que en esta cubierta hay un grupo de contadores de cartas en plena actividad.
Señaló un grupo de pantallas con un gesto impreciso de la cabeza.
Mayles miró en la dirección indicada, pero no estaba formado en observación de monitores, y solo vio gente y más gente en las mesas de blackjack.
— ¿De qué está hablando? —preguntó Hentoff con dureza.
—De contadores de cartas, sumamente profesionales y bien organizados, a juzgar por el éxito que están teniendo en no… llamar la atención.
— ¡Qué tontería! —dijo Hentoff—. Nosotros no hemos visto nada. ¿Qué es, algún jueguecito?
—Para ellos no —dijo Pendergast—, al menos en el sentido que le gustaría a usted.
Pendergast y el director del casino se miraron un momento; luego Hentoff se volvió hacia uno de sus técnicos con un bufido de irritación.
— ¿Cómo va la recaudación?
El técnico cogió el teléfono e hizo una breve llamada. Después miró a Hentoff.
—Mayfair lleva perdidas doscientas mil libras.
— ¿Dónde? ¿En general?
—En las mesas de blackjack.
Hentoff miró rápidamente las pantallas. Al cabo de un momento, se volvió hacia Pendergast.
— ¿Quiénes son?
Pendergast sonrió.
—Vaya, lo lamento pero acaban de irse.
—Qué casualidad. ¿Y se puede saber cómo contaban las cartas?
—Parecía que usaran una variante del «Red-7» o del «K-O». Como no me estaba fijando mucho en las pantallas, no puedo asegurárselo. Por otro lado, es evidente que disponen de una buena tapadera, y que nunca les ha pillado nadie; de lo contrario, ustedes tendrían fotos en su base de datos, y les habrían identificado los escáneres de reconocimiento facial.
El rostro de Hentoff se fue congestionando a medida que oía las palabras de Pendergast.
— ¿Se puede saber de dónde saca esos conocimientos?
—Ya lo ha dicho usted antes, señor… Hentoff, ¿verdad? Trabajo «por cuenta propia».
Nadie dijo nada durante un buen momento. Los dos técnicos parecían estatuas. No se atrevían a apartar la vista de los monitores.
—Está claro que le convendría algo de ayuda, señor Hentoff, y yo estaría encantado de proporcionársela.
—A cambio de que nosotros le ayudemos con su pequeño problema—dijo sarcásticamente Hentoff.
—Exacto.
Otro silencio tenso. Finalmente Hentoff suspiró.
—Abrase visto… ¿Qué quiere, exactamente?
—Tengo mucha fe en las habilidades del señor Mayles. Tiene acceso a todas las fichas de los pasajeros. Su trabajo consiste en alternar con todo el pasaje, hacer preguntas y solicitar información. Está en una situación inmejorable para ayudar. Señor Mayles, por favor, no se preocupe, no molestará a los pasajeros; solo me interesan unos pocos. Me gustaría saber, por ejemplo, si alguno de ellos ha depositado algún artículo en la caja fuerte central, si sus camarotes figuran en la lista de «no molestar» del servicio de limpieza… Cosas de este tipo. —Se volvió hacia Hentoff—. Es posible que también necesite su ayuda.
— ¿Para qué?
—Para… ¿cómo decirlo?… engrasar las ruedas.
Hentoff miró sucesivamente a Pendergast y a Mayles.
—Me lo pensaré —murmuró el director de crucero.
—Espero que no tarde mucho, por su propio bien —dijo Pendergast—. Doscientas mil libras de pérdidas en cinco horas… No puede decirse que marque una buena tendencia.
Se volvió, sonriendo, y se fue sin decir nada más.
Constance Greene caminaba sin rumbo por la espaciosa galería de boutiques y tiendas de lujo de la cubierta 6 que recibía el nombre de St. James's. Aunque ya era más de medianoche, el
Britannia
no daba señales de querer recogerse. En todas partes había parejas bien vestidas que se paseaban mirando los escaparates o hablando en voz baja. Los pasillos estaban bordeados de grandes jarrones con flores frescas, y por encima del rumor de voces y de risas se oían los refinados acordes de un cuarteto de cuerda. Olía a lilas, lavanda y champán.
Los lentos pasos de Constance la llevaron por un bar de vinos, una joyería y una galería de arte que ofrecía grabados originales firmados por Miró, Klee y Dalí a precios astronómicos. En la entrada, una anciana regañaba a la joven rubia que empujaba su silla de ruedas. Algo en aquella chica hizo que Constance se detuviera: su mirada gacha y su expresión distante, posible indicio de alguna pena íntima, podrían haber sido las suyas.
Al fondo del centro comercial de St. James's había una doble puerta muy adornada por donde se accedía al Gran Atrio, un enorme espacio de ocho plantas en el corazón del barco. Se acercó a la baranda y miró, primero hacia arriba y después hacia abajo. Desde ahí se tenía una vista nada desdeñable de terrazas, relucientes arañas, incontables hileras verticales de luces, y ascensores en cajas de cristal. Abajo, en el restaurante King's Arms, de la cubierta 2, había grupos sentados en bancos de cuero rojo, cenando lenguado, ostras Rockefeller y turnedós de ternera. Entre los grupos circulaban camareros y sumilleres; uno dejaba sobre una mesa una bandeja rebosante de exquisiteces, el otro se inclinaba solícitamente hacia un cliente para tomar nota… Las cubiertas 3 y 4 tenían balcones que daban al Gran Atrio, con más mesas. El ruido de la vajilla, el murmullo de las conversaciones, los altibajos de la música… Todo llegaba a oídos de Constance, flotando hacia las alturas.
Aquel era un ambiente de lujo y privilegios, una ciudad—palacio flotante de dimensiones gigantescas, lo más suntuoso que hubiera conocido el mundo. Aun así, Constance se quedó fría; es más, encontró algo repelente en aquella búsqueda desesperada del placer. Qué distinta toda aquella actividad frenética, aquel burdo consumo, aquel apego ansioso a las cosas mundanas, de su vida en el monasterio. Anhelaba volver.
«Estar en el mundo sin formar parte de él.»
Se volvió y cogió el ascensor más cercano para subir a la cubierta 12, ocupada casi íntegramente por camarotes. Todo seguía siendo de una elegancia irreprochable, con gruesas alfombras orientales y paisajes al óleo con marcos dorados, pero se respiraba mucho más sosiego. Caminó por el pasillo, que al fondo giraba a la izquierda. La puerta de su suite, la Tudor, quedaba justo enfrente, en la popa y a babor del barco. A punto de sacar la tarjeta, se quedó de piedra.
La puerta de la suite estaba entreabierta.
Al instante se le disparó el corazón, como si lo hubiera estado esperando. Su tutor nunca habría sido tan descuidado. Tenía que ser otra persona.
«No puede ser él —pensó—. Imposible. Le vi caer. Le vi morir.» Una parte de ella sabía que sus temores eran irracionales, pero no logró aplacar los latidos de su corazón.
Sacó del bolso una fina cajita, y la abrió para extraer un escalpelo reluciente de su nido de felpa. El escalpelo que le había dado él.
Penetró en el camarote sin hacer ningún ruido, con la cuchilla en la mano. La sala de estar de la suite tenía forma ovalada, y tenía un gran ventanal blindado de dos pisos que dominaba el paisaje negro del Atlántico desde una gran altura.
La puerta de la izquierda daba a una pequeña cocina, y la de la derecha a la suite que usaban Aloysius y ella como estudio. El salón estaba iluminado con luz tenue. Vio que la luna pintaba las olas con un trazo luminoso, arrojando piedras preciosas al paso de la nave, que iluminaba un sofá, dos sillones de orejas, el comedor y un piano de media cola. Había dos escaleras de caracol, cada una en una pared: la de la izquierda subía al dormitorio de Pendergast, y la de la derecha al de Constance, que dio otro paso silencioso y miró hacia arriba, irguiendo mucho la cabeza.
La puerta de su habitación estaba entreabierta. Por debajo resaltaba una pálida luz amarilla.
Apretó el cuchillo, y lentamente, sin hacer el menor ruido, dejo la sala y empezó a subir la escalera.
Poco a poco, a lo largo de la noche, el mar se había encrespado, y el cabeceo de la embarcación ya no era tan imperceptible. Se oyó llegar desde muy lejos el largo lamento de la sirena del I MICO. Constance deslizó una mano por la barandilla, pisando despacio y con cuidado.
Llegó al rellano y se acercó al dormitorio. No se oía nada. Se paró. Al cabo de un rato abrió la puerta, bruscamente, y se lanzó hacia dentro.