—Sí, lo conozco.
—Le veo un gran parecido con la mujer del cuadro.
Ella siguió mirándole.
— ¿Debo considerar un elogio que se me compare con la amante del señor del inframundo?
La extraña respuesta, junto con su intensidad (y la voz resonante, como de otra época, de la joven), desconcertaron a Mayles; sin embargo, era todo un experto en capear cualquier contratiempo en la conversación, y no tardó en dar con la respuesta adecuada.
—Plutón se enamoró de ella por su belleza y su vitalidad, cualidades que también tiene usted.
—Y como consecuencia, Plutón la raptó y la arrastró al infierno, para que fuera su amante.
— ¡Los hay con suerte!
Mayles miró a su alrededor, y vio que su pequeño bon mot era acogido con sinceras risas; hasta la propia señorita Greene sonreía, observó con alivio.
El siguiente en hablar fue el marchante, Lionel Brock.
— ¡Sí, sí, yo conozco bien ese cuadro! Creo que está en la Tate Modern.
Mayles le miró con gratitud.
—Sí.
—Una obra más bien vulgar, como todas las prerrafaelitas. La modelo era Jane Morris, la mujer del mejor amigo de Rossetti. Pintarla fue el preludio para seducirla.
—Para seducirla —dijo la señorita Greene, posando en Mayles sus extraños ojos verdes—. ¿Usted ha seducido alguna vez, señor Mayles? Ser director de un trasatlántico de lujo debe de proporcionar muchas posibilidades.
—Tengo mis pequeños secretos —dijo él, con otra risa frívola.
Había sido una pregunta más hiriente de lo que estaba acostumbrado. Dudó que volviera a sentar a su mesa a la señorita Greene.
—
Lejos parezco de mí misma, y lanzo extraños pensamientos, atenta a una señal
—recitó ella.
Se hizo un silencio general.
— ¡Qué bonito! —dijo la heredera del carnicero, la señora Emily Dahlberg, en su primera intervención.
Destacaba por su aspecto aristocrático. Llevaba un vestido de noche, muchas joyas antiguas, y se conservaba muy bien para su edad. A Mayles le pareció idéntica a la baronesa Von Schrader de
Sonrisas y lágrimas
, incluso en su forma de hablar.
—Rossetti —dijo Greene—. El poema que escribió sobre Proserpina.
Brock la miró con sus ojos grises.
— ¿Es usted historiadora del arte?
—No —contestó ella—. Soy una pedante y una oscurantista.
Brock se rió.
—A mí me parecen encantadores los pedantes y los oscurantistas.
— ¿Usted también es pedante, doctor Brock?
—Pues… —Se rió para no contestar—. Supongo que algunos dirían que sí. He traído ejemplares de mi última monografía sobre Caravaggio. Le haré llegar uno a su camarote, y así decidirá usted misma.
La llegada de un hombre distinguido, con uniforme y pelo negro, creó un silencio general. Era delgado, estaba en buena forma física, y sus ojos azules brillaban debajo de la gorra.
—Bienvenidos —dijo.
Todos le saludaron.
— ¿Cómo va todo, Roger?
—Viento en popa, Gordon, por decirlo de alguna manera.
—Con su permiso, me presentaré —dijo el recién llegado a la mesa en general, obsequiándoles con una sonrisa encantadora—. Me llamo Gordon LeSeur y soy el primer oficial del
Britannia
.
Tenía un acento de Liverpool encantador.
Corrió por la mesa un murmullo de presentaciones.
—Si quieren saber algo del barco, pregúntenmelo a mí. —Volvió a sonreír—. ¿Qué tal la cena?
Todo el mundo le aseguró que era excelente.
— ¡Perfecto! Prometo que les cuidaremos bien.
—Me gustaría saber una cosa —dijo la señora Dahlberg—. Dicen que el
Britannia
es el crucero más grande del mundo. ¿Cuánto más grande que el
Queen Mary 2?
—Quince mil toneladas más de peso, diez metros más de eslora, diez por ciento más de velocidad y el doble de bonito. Pero permítame que la corrija en un aspecto, señora Dahlberg: no somos un barco de crucero. Somos un trasatlántico.
—No sabía que hubiera alguna diferencia.
— ¡Como de la noche al día! El sentido de un crucero como barco es el crucero en sí, mientras que la función de un trasatlántico es transportar a personas siguiendo un horario. El «5» tiene mucho más calado y un casco más afilado que los cruceros, y puede alcanzar velocidades considerables: más de treinta nudos, lo que equivaldría a más de cincuenta y cinco kilómetros por hora. El casco debe ser mucho más resistente que los de los cruceros, poder soportar las inclemencias y navegar por mar abierto en cualquier condición climática. Piense que los cruceros huyen de las tormentas, mientras que nosotros no nos desviamos; nosotros nos metemos de cabeza.
— ¿De verdad? —preguntó la señora Dahlberg—. ¿Podríamos encontrarnos con una tormenta?
—Si no se equivocan las previsiones meteorológicas, encontraremos una con seguridad, no muy lejos de los Grand Banks de Terranova. —El primer oficial les tranquilizó con una sonrisa—. No se preocupen, será muy divertido.
Tras despedirse de los comensales, se acercó a una de las mesas de al lado, infestada de ruidosos magnates de Internet. Mayles agradeció que interrumpiesen un rato sus rebuznos mientras el primer oficial les soltaba el mismo rollo.
—El mejor primer oficial de toda la flota —dijo—. Tenemos suerte de que viaje con nosotros.
Siempre repetía lo mismo, aunque a decir verdad LeSeur era un buen tipo, nada que ver con el típico primer oficial arrogante, creído y resentido por no ser capitán.
—Es como un Paul McCartney canoso —aseveró Lionel Brock—. No serán parientes, ¿verdad?
—Es por el acento —dijo Mayles—. Ya me lo habían comentado otras personas. —Guiñó un ojo—. Pero a él no se lo diga, lamento informarle que nuestro primer oficial no es muy fan de los Beatles.
Mientras tanto ya había llegado el segundo plato, junto con un nuevo vino. El volumen de conversaciones simultáneas aumentó. Mayles tenía el radar conectado, y era capaz de escuchar varias conversaciones a la vez mientras hablaba. Un talento muy útil.
La señora Dahlberg se había vuelto hacia Pendergast.
—Su pupila es una joven muy interesante.
—Sí, mucho.
— ¿Qué estudios tiene?
—Es autodidacta.
A Mayles le llamó la atención una risotada en la mesa contigua. Era Scott Blackburn, el niño prodigio del ciberespacio, acompañado de sus dos aduladores y de sus respectivos séquitos, todos con camisas hawaianas, pantalones de sport y sandalias, saltándose las normas del barco y las tradiciones indumentarias de la Primera Noche. Se estremeció. Parecía que en cada viaje tuviera que haber como mínimo un grupo de empresarios ricos y ruidosos. Siempre había que estar pendientes de ellos. Según las fichas, Blackburn y su grupo venían de una gira vinícola por la región de Burdeos, donde se habían gastado varios millones de dólares creando nuevas bodegas. Eran exigentes y excéntricos, como tantos multimillonarios; Blackburn había insistido en redecorar su suite (carísima) con sus propios cuadros, antigüedades y muebles, ¡para siete días de viaje!
La señora Dahlberg seguía conversando con Pendergast.
—Y ¿cómo llegó a ser su pupila?
La señorita Greene la interrumpió.
—Mi primer tutor, el doctor Leng, me encontró huérfana y abandonada por las calles de Nueva York.
— ¡Madre de Dios! No sabía que hoy en día aún pasaran esas cosas.
—Cuando el doctor Leng fue asesinado, Aloysius, que era pariente suyo, me acogió.
La palabra «asesinado» flotó un buen rato en el aire.
—Qué tragedia—dijo Mayles—. Cuánto lo siento.
—Sí, es una historia trágica. ¿Verdad, Aloysius?
Mayles percibió cierta dureza en su voz. Algo ocurría. La gente era como los icebergs: lo importante, sobre todo lo desagradable, estaba sumergido.
La señora Dahlberg sonrió afectuosamente a Pendergast.
—Me ha parecido oír que es investigador privado.
«Oh, no —pensó Mayles—. Otra vez no.»
—En este momento sí.
— ¿Que ha dicho que investigaba?
—Lo siento, pero no creo haberlo dicho.
— ¿Investigar? —dijo Brock, el marchante, con una expresión de alarma. Al parecer no había oído la conversación anterior.
—Deliciosamente misterioso. —Dahlberg sonrió y puso una mano sobre la de Pendergast—. Me encantan los buenos misterios. ¿Usted lee novelas policíacas, señor Pendergast?
—Nunca leo novelas. Me parecen ridículas.
Dahlberg rió.
—Pues a mí me encantan, y tengo la impresión de que el
Britannia
sería el marco perfecto para un asesinato, señor Pendergast. —Se volvió hacia Mayles—. ¿A usted qué le parece, señor Mayles?
—Nada mejor que un buen asesinato, siempre y cuando nadie sufra ningún daño.
Su ingenio fue acogido con risas. Una vez más, se enorgulleció de su habilidad para mantener las conversaciones en un tono simpático y superficial, que era donde la etiqueta requería que permaneciesen.
Pendergast se inclinó.
—No puedo prometerle un asesinato durante la travesía —dijo con una voz almibarada—, pero le digo una cosa: hay un asesino a bordo.
Pendergast se relajaba en el salón de su suite, hojeando la interminable carta de vinos del
Britannia
. Cerca había un televisor de pantalla plana, sintonizado en el canal de información del barco, en el que se ensalzaban con voz pausada las virtudes del trasatlántico con una sucesión de imágenes.
«El
Britannia
sigue la vieja tradición de los barcos de lujo —glosó una voz refinada, con acento británico—. Sus majestuosas escaleras, sus grandes zonas comunitarias, sus dos salones de baile, sus ocho restaurantes, sus tres casinos y sus cinco piscinas prestan servicio a dos mil setecientos pasajeros, con una tripulación de mil seiscientas personas y un tonelaje bruto de ciento sesenta y cinco mil. En términos de alojamiento es el barco más espacioso de alta mar, con una proporción entre personal de a bordo y pasajeros muy por encima de cualquier otro buque de lujo. Hay varias características que hacen único al
Britannia
: el Gran Atrio de ocho plantas, el "Sedona SunSpa", los centros comerciales de lujo de Regent Street y St. James's, el teatro Belgravia, con mil butacas, y una piscina climatizada que se inspira en unos baños romanos hallados en Pompeya. Su salón de baile Jorge II, todo en cristal y oro, es el mayor de la flota mundial. La longitud del
Britannia
supera la altura del Empire State, y su sirena se oye a catorce millas. Siguiendo la tradición del
Titanic
, y de los grandes barcos del pasado, el
Britannia
se distingue por la extraordinaria cantidad de maderas nobles quina sido empleada en decorarlo, tanto por dentro como por fuera, para lo cual se han utilizado más de trescientos mil metros de teca, caoba, ciprés de Lawson, árbol del caucho, iroko y haya de Queen Island…»
En el segundo piso de la suite se abrió una puerta. Constance salió de su habitación y bajó por la escalera.
Pendergast apagó la tele y dejó la carta de vinos.
—No tenía ni idea de que la bodega del barco estuviera tan bien surtida —dijo—. Ciento cincuenta mil botellas. Destaca particularmente la selección de Pauillacs de antes de 1960.
Levantó la cabeza. Constance se había cambiado el vestido de gala de la cena por uno amarillo claro.
—Te queda muy bien tu nuevo fondo de armario, Constance.
—Tú me ayudaste a elegirlo —contestó ella, sentándose en el sillón de enfrente.
—Esta noche has estado un poco dura.
—Tú también.
—Estoy intentando descubrir a un asesino. ¿Tú qué hacías?
Constance suspiró.
—Me sabe mal haber estado tan intratable. Pero después del monasterio, toda esta opulencia me resulta… descorazonadora.
Pendergast citó una antigua máxima budista:
—«Estar en el mundo, sin formar parte de él.»
—Preferiría estar en mi casa, leyendo un libro junto a la chimenea. Esto… —Constance señaló a su alrededor—. Es grotesco.
—No olvides que estamos trabajando.
Cambió de postura sin contestar, inquieta.
Durante las últimas semanas, aunque no lo dijese, Pendergast había observado un cambio en su pupila. La estancia en el monasterio había obrado milagros. Le alegraba ver que mantenía la disciplina del Chongg Ran en el camarote, se levantaba cada mañana a las cuatro para meditar durante una hora (también meditaba por la tarde), y no se excedía con la comida o la bebida. Lo más importante era que Constance ya no estaba apática y a la deriva. Desde la muerte del hermano de Pendergast nunca había estado tan centrada, relajada e interesada por su entorno. Aquella pequeña misión en común, aquel misterio sin resolver, le habían proporcionado una nueva meta. Pendergast tenía muchas esperanzas de que su pupila estuviese en vías de recuperarse después de los terribles acontecimientos de marzo y la operación en la clínica Feversham. Ya no necesitaba que la protegiera de los demás. De hecho, tras su agresiva exhibición durante la cena, Pendergast se preguntaba si no sería al revés.
— ¿Qué te han parecido nuestros compañeros de mesa? —preguntó.
—No gran cosa, la verdad, excepto la señora Dahlberg, que tiene una autenticidad muy atractiva. Se la ve interesada por ti.
Pendergast inclinó la cabeza.
—No soy el único que ha causado sensación. —Señaló una mesita con un manuscrito de pocas páginas, cuyo título era
Caravaggio: el enigma del claroscuro
—. Veo que el doctor Brock no ha tardado en mandarte su monografía.
Constance frunció el entrecejo al mirar el libro.
—A pesar de sus limitaciones, sospecho que algunos de nuestros comensales podrán sernos útiles —añadió Pendergast—. Como el señor Mayles, claro ejemplo de hombre a quien nada pasa desapercibido.
Constance asintió. Se quedaron callados.
—Resumiendo —añadió ella finalmente, cambiando de tema—: el ladrón y asesino mató a Jordán Ambrose con una pistola de poco calibre, y después se ensañó gratuitamente con el cadáver.
—Sí.
—Lo que no me cuadra es el resto del modus operandi que describiste: que registrara escrupulosamente todos los bolsillos y limpiara meticulosamente todas las superficies.
—Exacto.
—No me consta ningún precedente en los casos que he leído.
—A mí tampoco, como no sea un caso muy singular del que me ocupé hace poco tiempo en Kansas.