Hizo una pausa teatral.
—El
Britannia
se ha convertido en el escenario de un asesinato, y todos sus pasajeros y tripulantes, en sospechosos. Sea cual sea el puerto al que lleguemos, el barco quedará retenido por las autoridades, y no recuperará la libertad hasta que se haya procedido a un examen forense completo y se haya interrogado a todos los pasajeros y a todo el personal. St. John's es una ciudad pequeña y provinciana de una isla del Atlántico, con una dotación policial minúscula, y un pequeño destacamento de la Policía Montada. No dispone ni de lejos de los recursos necesarios para una recogida de pruebas eficaz. El
Britannia
podría permanecer semanas, o incluso más de un mes, en St. John's, al igual que su tripulación y muchos pasajeros, lo que haría perder cientos de millones de dólares a la compañía. El elevado número de pasajeros de este barco colapsaría la ciudad.
Miró al grupo, que guardaba silencio, y se humedeció los labios.
—En cambio Nueva York tiene las infraestructuras necesarias para llevar a cabo una investigación criminal y forense como Dios manda. Las molestias, para los pasajeros, serán mínimas, y lo más probable es que el barco quede en libertad al cabo de unos días. Lo más importante es que la investigación tendrá a su disposición lo último en tecnología. Encontrarán al asesino y le juzgarán. —Cutter cerró despacio los ojos, y volvió a abrirlos. Fue un gesto lento y extraño, que provocó un escalofrío a LeSeur—. ¿Me he explicado bien, capitán Masón?
—Sí —dijo ella, con una voz fría como el hielo—, pero permítame señalar un dato que se le ha pasado por alto, señor: el asesino ha matado cuatro veces en cuatro días; una vez al día, con precisión cronométrica. Las veinticuatro horas de más a Nueva York equivalen a una muerte suplementaria. Una muerte innecesaria. Una muerte de la que usted será personalmente responsable.
El silencio fue terrible.
— ¿Qué más da que se moleste a los pasajeros? —añadió Masón—. ¿O que el barco pueda quedar retenido en puerto? ¿O que la compañía pierda millones de dólares? ¿Qué más da si lo que está en juego es una vida humana?
— ¡Es verdad! —dijo LeSeur, con más fuerza de lo que pretendía. Le produjo una vaga sorpresa reconocer su propia voz, pero estaba totalmente harto (de los asesinatos, de la burocracia del barco, y de que no se hiciera otra cosa que hablar de los beneficios de la compañía), y no pudo aguantarse—. En el fondo todo gira alrededor de lo mismo, del dinero. Al final se reduce todo a eso, al dinero que pueda perder la compañía si el barco se queda unas semanas sin poder salir de St. John's. ¿Qué queremos salvar, el dinero de la compañía o la vida de una persona?
—Señor LeSeur —dijo Cutter—, lo que dice está fuera de lugar…
Pero LeSeur le interrumpió.
—La última víctima ha sido una chica inocente de dieciséis años. ¡Una niña, por Dios! Una niña que viajaba con sus abuelos. ¡Secuestrada y asesinada! ¿Y si fuera hija suya? —Se volvió hacia los demás—. ¿Dejaremos que vuelva a ocurrir? Si seguimos el rumbo que aconseja el comodoro Cutter es muy probable que condenemos a una muerte horrible a otro ser humano.
Vio que los oficiales del puente asentían. La compañía despertaba una gran hostilidad. Masón había puesto el dedo en la llaga. El único que permanecía impasible era Halsey, el ingeniero jefe.
—No me deja elección, señor —dijo Masón, sin levantar la voz, pero con una elocuencia medida, casi feroz—. O cambiamos de rumbo, o me veré obligada a invocar el artículo V.
Cutter se quedó mirándola.
—Sería muy poco recomendable.
—Es lo último que me gustaría hacer, pero si sigue negándose a entrar en razón no me dejará otra alternativa.
— ¡Y una mierda!
La palabrota, que llamaba la atención en labios del comodoro, provocó una extraña sorpresa en todo el puente.
— ¿Comodoro? —dijo Masón.
Cutter no contestó. Se había puesto a mirar por las ventanas del puente, con la vista fija en un punto indeterminado del horizonte. Movía los labios, pero sin hablar.
— ¿Comodoro? —repitió Masón.
No hubo respuesta.
—Muy bien. —Masón se volvió hacia los presentes—. Como segundo de a bordo del
Britannia
, me acojo al artículo V en contra del comodoro Cutter por abandono del deber. ¿Quién me apoya?
El corazón de LeSeur latía con tal fuerza que su caja torácica parecía a punto de reventar. Cuando miró a su alrededor, solo vio miradas de miedo e indecisión. Dio un paso al frente.
—Yo —dijo.
Pendergast continuaba mirando el Braque. Poco a poco se fue abriendo paso en su conciencia una pregunta, una duda acuciante que aumentó hasta llenar el vacío creado en su mente, e irrumpir en su pensamiento consciente.
El cuadro tenía algo raro.
No era una falsificación. Su autenticidad era tan incuestionable como el hecho de que se trataba del mismo cuadro adjudicado cinco meses atrás en la subasta de invierno de Christie's. Aun así, había algo que no cuadraba. Le habían cambiado el marco, pero no era lo único…
Se levantó y se acercó a pocos centímetros de su superficie. Después retrocedió despacio, sin apartar ni un momento la vista. De repente lo supo: faltaba una parte de la imagen. El cuadro había perdido cuatro o cinco centímetros en el lado derecho, y como mínimo siete en el borde superior.
Se quedó mirándolo, sin moverse. Estaba seguro de que en Christie's lo habían vendido intacto. Solo había una explicación: que el propio Blackburn lo había mutilado por algún motivo.
Respiró más despacio mientras procesaba aquel extraño hecho: un coleccionista de arte había mutilado un cuadro que le había costado más de tres millones de dólares.
Lo descolgó de la pared y lo giró. El lienzo lo habían forrado recientemente, como era de esperar en un cuadro recortado. Se agachó para husmear el lienzo, y reconoció el olor a pegamento. Muy fresco, mucho más que cinco meses. Apretó con una uña. El pegamento se había secado hacía muy poco. No podía hacer más de dos días que habían forrado el cuadro.
Miró su reloj: cinco minutos.
Posó rápidamente el cuadro sobre la gruesa moqueta, por el lado pintado. Después sacó una navaja del bolsillo, la introdujo entre el lienzo y el bastidor, y apretó con extremado cuidado, dejando a la vista el lado interno del lienzo. Le llamó la atención una tira oscura y suelta de seda antigua.
El forro era falso. Había algo escondido debajo, algo tan valioso que Blackburn había recortado un cuadro de tres millones de dólares para ocultarlo.
Examinó rápidamente el falso forro. Se mantenía tenso a causa de la presión entre el lienzo y el bastidor. Lentamente y con precaución, arrancó el lienzo de un lado del bastidor, desprendió el forro y repitió la misma operación en los otros tres lados. Sin levantar el cuadro de la moqueta, cogió entre el pulgar y el índice las esquinas del forro, que ya estaban sueltas, y lo apartó.
Entre el falso forro y el auténtico había una pintura sobre seda, cubierta con una tela suelta, también de seda. La sostuvo a cierta distancia y la dejó en el suelo. Después apartó la tela.
Durante un momento su mente se quedó en blanco. Era como si una inesperada ráfaga de viento hubiera levantado el polvo que pesaba sobre su cerebro, dejando a su paso una pureza cristalina. La imagen se ensambló en su conciencia, a medida que recuperaba la actividad intelectual. Era un mándala tibetano antiquísimo, de tina complejidad asombrosa, extraordinaria, inabarcable. Aquella fantasía geométrica, intrincada hasta extremos enloquecedores, se componía de un torbellino de formas enlazadas, con ribetes dorados y plateados; una paleta inquietante y turbadora de colores sobre un espacio negro. De hecho parecía una galaxia, con miles de millones de estrellas girando alrededor de una entidad en rotación, algo de una densidad y un poder excepcionales…
Sintió que la entidad del centro del extraño dibujo atraía su mirada y tras fijarla en ella descubrió que ya no podía apartarla. Tras un primer esfuerzo, todavía débil, realizó otro más enérgico, mientras se maravillaba de que aquella imagen tuviese el poder de cautivar de igual modo su mente y su mirada. Había sido todo tan rápido, tan furtivo, por decirlo de algún modo, que no había podido prepararse. El agujero negro del centro del mándala parecía vivo, palpitante, como algo que hirviese de la forma más repulsiva imaginable, abriéndose como un pútrido orificio. Tuvo la sensación de que en el centro de su frente se había abierto un agujero equivalente, y de que los incontables recuerdos, experiencias, opiniones y pareceres que componían una personalidad tan única como la suya estaban siendo retorcidos y alterados; de que su propia alma estaba siendo extraída del cuerpo y engullida por el mándala, en cuyo interior él se convertía en el mándala, y el mándala en él. Era como si se estuviese transfigurando en el cuerpo metafísico del Buda iluminado. Pero no era el Buda.
Ahí estaba lo terrorífico del caso, lo pura, implacable, inexorablemente terrorífico.
Se trataba de otro ser universal, el antibuda, la manifestación física de la maldad en estado puro. Y estaba ahí, con él, en aquel cuadro. En aquella habitación…
Y en su cabeza…
Los últimos ecos de la voz de LeSeur dejaron paso al aullido del viento, al impacto de la lluvia en las ventanas del puente de mando y a los pitidos electrónicos del sistema ECDIS y el radar.
Nadie decía nada. De repente a LeSeur le entró pánico. Se había precipitado en echarse al ruedo antes que nadie. Acababa de dar un paso hacia el suicidio laboral.
Al final el oficial de guardia, un marinero gruñón de la vieja escuela, dio un paso hacia delante. Con la mirada baja y las manos cruzadas sobre el uniforme, parecía la encarnación del valor y el aguante. Carraspeó y tomó la palabra.
—La principal responsabilidad de un capitán son las vidas de las personas que están a bordo, ya sean tripulantes o pasajeros.
Cutter le miró fijamente, mientras se le hinchaba y se le deshinchaba el pecho.
—Estoy de acuerdo con usted, capitán Masón. Tenemos que llevar el barco a puerto.
Al final alzó la vista, enfrentándose a Cutter. El capitán sostuvo su mirada con tal ferocidad, que era como una agresión física. El oficial de guardia volvió a mirar el suelo, pero no retrocedió.
El siguiente en dar un paso al frente fue el segundo oficial, seguido por los otros dos. También lo hizo Halsey, el ingeniero jefe, sin decir nada. Formaban un grupo muy unido en medio del puente, un grupo de personas nerviosas e incómodas que rehuían la terrible mirada del comodoro. Kemper, el jefe de seguridad, parecía clavado al suelo, con sus facciones carnosas crispadas de ansiedad.
La capitán Masón se volvió hacia él y dijo con frialdad, como si fuera algo obvio:
—Esta es una acción legal ajustada al artículo V. Es imprescindible su consentimiento, señor Kemper. Debe tomar ahora mismo una decisión. Si no manifiesta estar de acuerdo con nosotros, significará que apoya al comodoro, en cuyo caso seguiremos hasta Nueva York, y usted asumirá la responsabilidad de todo lo que suceda.
—Es que… —graznó Kemper.
—Esto es un motín —dijo Cutter, con una voz áspera, grave, amenazadora—. Un motín puro y duro. Si lo secunda, Kemper, será culpable de haberse amotinado en alta mar, lo cual es un delito grave. Me ocuparé de que caiga todo el peso de la ley sobre su cabeza. No volverá a pisar la cubierta de un barco en toda su vida. Y al resto les digo lo mismo.
Masón dio un paso hacia Kemper, a la vez que suavizaba un poco el tono.
—Está entre la espada y la pared, aunque no sea culpa suya. Por un lado corre el riesgo de ser acusado de motín, y por el otro, de homicidio por negligencia. La vida es dura, señor Kemper. Elija.
El jefe de seguridad respiraba tan deprisa que casi hiperventilaba. Miró a Masón, luego a Cutter, y otra vez a Masón, moviendo los ojos como si buscase alguna escapatoria, pero no había ninguna. Las palabras salieron atropelladamente.
—Tenemos que llegar lo antes posible a puerto.
—Eso es una opinión, no una declaración —dijo Masón con serenidad.
—Estoy… de acuerdo con usted.
Masón miró al comodoro.
— ¡Es usted una vergüenza para el uniforme que lleva, y para mil años de tradición marítima! —rugió Cutter—. ¡No se saldrá con la suya!
—Comodoro Cutter —dijo Masón—, en virtud del artículo V del Código Marítimo queda usted relevado del mando. Le doy la oportunidad de salir dignamente del puente. De lo contrario ordenaré que se lo lleven.
—Pero… pero ¡será zorra! ¡Esta es la prueba de que en el puente de un barco no hay sitio para las mujeres!
Cutter se le echó encima con un rugido inarticulado, y le cogió las solapas del uniforme, pero inmediatamente le sujetaron dos miembros de seguridad. Entre maldiciones, golpes al aire y rugidos de oso, fue reducido en el suelo, y esposado.
— ¡Bruja! ¡Ojalá te pudras en el infierno!
Llamaron a más vigilantes. Costó mucho reducir al comodoro, pero al final se lo llevaron a la fuerza. La escalera tembló un buen rato con sus imprecaciones, hasta que se hizo el silencio.
LeSeur miró a Masón, y le sorprendió ver que casi no podía disimular su sentimiento de victoria. La capitán miró su reloj.
—Hago constar para el diario de a bordo que el mando del
Britannia
ha sido transferido del comodoro Cutter al segundo capitán, Carol Masón, a las diez y cincuenta minutos, hora de Greenwich. —Se volvió hacia Kemper—. Señor Kemper, necesitaré todas las llaves, contraseñas y códigos de acceso del barco y de todos los sistemas electrónicos y de seguridad.
—Sí, señor.
Miró al piloto.
—Y ahora, si es tan amable, reduzca la velocidad a veinticuatro nudos y ponga rumbo a St. John's, Terranova.
La puerta se abrió sin hacer ruido. Constance se levantó del diván, aguantando la respiración. Pendergast cruzó sigilosamente el umbral y se acercó lentamente al pequeño mueble bar, donde cogió una botella y examinó la etiqueta. Después de destaparla con un ruidito de corcho, sacó una copa y se sirvió un jerez tranquilamente. Se llevó la botella y la copa al sofá. Una vez sentado, dejó la botella sobre una mesita, se apoyó en el respaldo y examinó el color del jerez a contraluz.
— ¿Lo has encontrado? —preguntó Constance.