Cutter siguió mirándole.
— ¿Algo más, señor Kemper?
—Yo aconsejaría declarar un código ISPS de nivel uno en el barco.
Los ojos enfocaron brevemente a LeSeur, antes de posarse en el oficial de guardia.
— ¿Señor Worthington? —dijo en voz alta Cutter—. ¿Tiempo estimado para Nueva York?
—Manteniendo la velocidad y el rumbo actuales, sesenta y seis horas, señor.
— ¿Y para St. John's?
—Veintitrés horas, señor, siempre que mantengamos la velocidad.
Se hizo un prolongado silencio sobre el puente. La luz tenue de los instrumentos hacía brillar los ojos de Cutter, que se volvió hacia el jefe de seguridad.
—Señor Kemper, declare un código 1. Quiero que cierre dos de los casinos y la mitad de los clubes nocturnos. También quiero que elija las tiendas y los bares que hayan obtenido menos beneficios, y que reasigne a los empleados al mantenimiento del orden en el barco, en la medida en que lo permitan su formación y sus capacidades. Cierre las salas de juego, los gimnasios, los teatros y los spas, y en la medida de lo posible, también en este caso, reasigne al personal a funciones de seguridad.
—Sí, señor.
—Clausure las zonas que puedan contener pruebas forenses de este crimen y de los demás. No quiero que entre nadie en ellas, ni siquiera usted.
—Ya está hecho, señor.
Se volvió.
—Señor LeSeur, entre las diez de la noche y las ocho de la mañana regirá el toque de queda hasta que desembarquemos. Durante esos períodos todos los pasajeros quedarán recluidos en sus camarotes. Ajuste los turnos de los restaurantes para que el último termine a las nueve y media.
—Sí, señor.
—Se cancelará todo el servicio de habitaciones, y el resto de servicios a los pasajeros. El personal de limpieza reducirá al mínimo sus tareas. Todo el personal permanecerá en sus habitaciones cuando no esté trabajando o en el comedor. Sin excepciones. Señor LeSeur, tome las medidas pertinentes para reducir el movimiento en el barco, salvo el del personal imprescindible.
—Sí, señor.
—Ocúpese de que se emita un comunicado a los pasajeros, para informarles de que se declara una emergencia ISPS y para transmitir mis órdenes. Se castigará severamente cualquier infracción. No se permitirán excepciones a las reglas, por muy rica o… influyente que sea o pretenda ser la persona en cuestión.
Esta vez el silencio fue larguísimo. LeSeur esperaba la orden más importante de todas.
—Nada más, señor LeSeur.
LeSeur no se movió.
—Perdone la pregunta, capitán Cutter, pero va a desviarse hacia St. John's, ¿verdad?
Los ojos de Cutter se enfriaron al mirarle.
—No.
LeSeur tragó saliva.
— ¿Por qué no, señor?
—No tengo por costumbre explicar mis decisiones a los subordinados.
LeSeur volvió a tragar saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta, pero sin conseguirlo.
—Con su permiso, comodoro…
Cutter le interrumpió.
—Señor LeSeur, llame al puente al segundo capitán, y usted permanezca en sus habitaciones hasta nueva orden.
—Sí, señor.
—Nada más. Señor Kemper, usted también puede salir del puente.
Sin decir nada más, Cutter reanudó su ir y venir.
Con mucho, muchísimo cuidado, Pendergast sacó la caja medio deshecha. Después se acercó una lupa de joyero a un ojo, y usó unas pinzas para remover los residuos del interior (insectos muertos, partículas de resina, serrín y fibras) y depositar las sustancias elegidas en diversos pequeños tubos de ensayo que sacó de los bolsillos de su chaqueta. Al terminar, volvió a poner en su sitio la tapa de la caja, recomponiéndola con minuciosidad, y la dejó en la caja fuerte, dentro del rectángulo de serrín de donde la había levantado. Por último cerró la caja fuerte, introdujo la tarjeta en la cerradura, cerró el armario de teca y retrocedió.
Miró su reloj. Quedaban diecinueve minutos.
Fuera cual fuese el objeto, Blackburn lo había escondido en algún otro lugar de la suite.
Miró por el salón, examinando cada objeto. Muchos de ellos podían descartarse de antemano, porque superaban las dimensiones de la caja, pero también había bastantes que podían caber dentro de ella, aunque fuera con dificultad; demasiados para poder examinarlos detenidamente en un cuarto de hora.
Subió la escalera y registró los dormitorios, los baños y el gimnasio. Reparó en que Blackburn solo había redecorado el salón; con la única excepción de un juego de sábanas de seda con el monograma grande y ostentoso de una «B», las habitaciones de arriba conservaban la decoración original.
Volvió al salón y se quedó en el centro, mientras sus ojos plateados se fijaban en todos los objetos. Aunque eliminase los que no eran ni tibetanos ni indios, o posteriores al siglo XIII, seguían quedando demasiados. Había una lanza ritual de hierro con ataujías de oro y plata, una daga phurbu de oro macizo cuya hoja triangular salía de la boca de Makara, varias ruedas de oración de marfil y plata exquisitamente labradas con mantras, un dorje ritual de plata con incrustaciones de turquesa y coral, y varios thangkas y mándalas antiguos.
Todo ello extraordinario, pero ¿cuál de ellos era el Agoyzen (si alguno lo era), aquel objeto terrible y prohibido que expurgaría la Tierra de la plaga humana?
Su mirada se posó en las extraordinarias pinturas thangka que se sucedían en las paredes: imágenes de divinidades y demonios tibetanos con bordes de ricos brocados de seda, usados como objetos de meditación. La primera imagen, exquisita, representaba al bodhisattva Avalokiteshvara, el Buda de la Compasión; le seguía una feroz imagen del demonio Kalazyga, con colmillos, tres ojos y un tocado hecho de calaveras, bailando salvajemente en medio de un fuego. Pendergast examinó los thangkas con la lupa. Después arrancó un hilo de seda del borde de cada uno y también los examinó.
El siguiente paso fue acercarse al mayor de los mándalas, que estaba colgado sobre la chimenea de gas. Era una pieza deslumbrante, una representación intrincada y metafísica del cosmos que al mismo tiempo era una imagen mágica del estado interior del Buda iluminado, a la vez que el esquema de un templo o de un palacio. Los mándalas estaban destinados a la contemplación; eran accesorios para la meditación, con proporciones de un equilibrio mágico, y cuya finalidad era purificar y sosegar la mente. Quedarse mirando un mándala era experimentar, aunque solo fuese un momento, la nada que se halla en el corazón de la iluminación.
Aquel mándala era de una calidad fuera de lo común. Al observarlo, la visión de Pendergast quedó atraída casi magnéticamente por el centro del objeto, mientras sentía la paz y la libertad de los apegos que emanaban de el, tan familiares.
¿Sería el Agoyzen? No. Allí no había amenaza ni peligro alguno.
Miró su reloj. Blackburn regresaría en doce minutos. Ya no tenía tiempo de examinar objetos concretos. Volvió al centro de la sala y se quedó pensando.
El Agoyzen estaba en el salón. De eso estaba seguro. Sin embargo, también lo estaba de que seguir buscando equivalía a perder un tiempo muy valioso. Se acordó de una máxima budista: «Cuando dejes de buscar, encontrarás».
Se sentó en el sofá de Blackburn, exageradamente mullido, y cerró los ojos. Lentamente, con calma, vació su mente. Cuando alcanzó la paz mental, cuando dejó de importarle encontrar el Agoyzen, abrió los ojos y volvió a mirar la sala, manteniendo el vacío en su mente y la inactividad del intelecto.
Su mirada se dirigió hacia un magnífico cuadro de Georges Braque, discretamente colgado en un rincón. Conservaba un vago recuerdo de aquella pieza: era una de las primeras obras maestras del cubista francés, subastada hacía poco tiempo en Christie's de Londres, y adquirida (recordó) por un comprador anónimo.
Se dio el gusto de examinar el cuadro relajadamente, sin moverse del sofá.
Siete minutos.
LeSeur interceptó a la capitán Masón justo cuando cruzaba la escotilla de seguridad del puente exterior. Al ver su cara, Masón se paró.
—Capitán Masón… —fue lo único que consiguió decir LeSeur.
Ella le miró sin dejar traslucir sus emociones. Seguía ofreciendo una imagen de calma y compostura, con el pelo recogido debajo de la gorra de capitán, hasta la última hebra. Lo único que delataba su profundo cansancio eran los ojos.
Miró hacia el puente por la escotilla interior, y tras un rápido vistazo profesional, que le permitió formarse una idea del estado de las operaciones, prestó atención a LeSeur.
— ¿Quería decirme algo, señor LeSeur?
Su voz era de una neutralidad muy estudiada.
— ¿Ya se ha enterado del último asesinato?
—Sí.
—El comodoro Cutter se niega a desviarse hacia St. John's. Mantenemos rumbo a Nueva York. Sesenta y cinco horas y pico.
Masón no dijo nada. Cuando LeSeur se volvió para marcharse, sintió el peso de su mano en un hombro, lo que le sorprendió un poco. Era la primera vez que Masón le tocaba.
—Oficial LeSeur —dijo ella—, quiero que me acompañe cuando hable con el comodoro.
—Me han echado del puente, señor.
—Considérese readmitido. Y haga el favor de llamar al puente a los oficiales segundo y tercero, así como al señor Halsey, el ingeniero jefe. Les necesitaré como testigos.
LeSeur sintió que se le aceleraba el corazón.
—Sí, señor.
No hicieron falta más de cinco minutos para reunir discretamente a los oficiales y a Halsey, y volver al puente. Encontraron a Masón en la escotilla de seguridad. LeSeur vio por encima del hombro de la capitán que el comodoro todavía daba vueltas frente a los ventanales del puente. Caminaba aún más despacio que antes, poniendo un pie delante del otro con una precisión excepcional. Iba con la cabeza baja, ajeno a todos y a todo. Al oírles entrar, se detuvo y alzó la vista. LeSeur era consciente de que la imagen de todo el personal del puente formando a sus espaldas no podía pasar desapercibida a Cutter.
Los ojos acuosos del capitán repartieron su atención entre Masón y LeSeur.
— ¿Qué hace aquí el primer oficial, capitán? Acabo de decirle que se fuera.
—Le he pedido que volviera al puente, señor.
Hubo un largo silencio.
— ¿Y estos otros oficiales?
—A ellos también se lo he pedido.
Cutter insistió en mirarla fijamente.
—Se está insubordinando, capitán.
Masón contestó tras una pausa.
—Con todo respeto, comodoro Cutter, solicito que justifique su decisión de mantener el rumbo a Nueva York en lugar de desviarnos hacia St. John's.
La mirada de Cutter se endureció.
—Ese asunto ya lo habíamos zanjado. Se trata de un desvío innecesario y desacertado.
—Disculpe, señor, pero la mayoría de sus oficiales (así como una delegación de pasajeros de especial relieve, si se me permite decirlo) no están de acuerdo.
—Repito: se está insubordinando. A partir de este momento queda relevada del mando. —Cutter se volvió hacia los dos empleados de seguridad que montaban guardia junto a la escotilla del puente—. Llévense del puente a la capitán Masón.
Los dos vigilantes se acercaron a Masón.
—Acompáñenos, por favor —dijo uno de ellos.
Masón no les hizo caso.
—Comodoro Cutter, usted no ha visto lo que yo. Lo que nosotros. A bordo de este barco hay cuatro mil trescientos pasajeros y tripulantes aterrorizados. El personal de seguridad es insuficiente para hacer frente a una situación de esta magnitud, como no tiene inconveniente en reconocer el propio señor Kemper. La situación, por otro lado, se agrava por momentos. El control del barco, y por lo tanto su seguridad, corren un riesgo inminente. Insisto en que nos desviemos al puerto más cercano, St. John's. Cualquier otro rumbo pondría el barco en peligro, e incurriría en negligencia según el artículo V del Código Marítimo.
LeSeur casi no podía respirar. Esperaba una explosión de ira, o una fría negativa al estilo del capitán Bligh, pero lo que hizo Cutter fue del todo inesperado. Pareció que todo su cuerpo se relajase. Rodeó la consola y se apoyó en el borde, juntando las manos. Había cambiado por completo de actitud.
—Capitán Masón, estamos todos bastante tensos. —Miró a LeSeur—. Es posible que también me haya precipitado en responderle a usted, señor LeSeur. Si los barcos tienen un comandante, y si sus órdenes nunca se cuestionan, es por una razón. No podemos permitirnos la distracción ni el lujo de empezar a discutir entre nosotros, debatir nuestros argumentos y votar como un comité. Sin embargo, dadas las circunstancias, voy a explicar mi razonamiento. Lo diré una sola vez, y espero… —Su voz se endureció de nuevo al mirar a los oficiales del puente y al ingeniero jefe—. Espero que presten atención. Todos ustedes deben aceptar la antigua y consagrada inviolabilidad de la prerrogativa del capitán de tomar decisiones a bordo de su barco, incluso en situaciones de vida o muerte, como es la presente. De mis posibles errores habrá tiempo de ocuparse una vez que lleguemos a puerto.
Se irguió.
—Estamos a veintidós horas de St. John's, pero solo si mantenemos esta velocidad. Si nos desviásemos, nos meteríamos en el centro de la tormenta. En vez de un mar de popa, quedaríamos sujetos a un mar de costado, y después, al cruzar los Grand Banks, a un mar de proa. Suerte tendríamos si mantuviéramos veintidós nudos. Según este cálculo, St. John's no queda a veintidós horas, sino a treinta y dos, y eso a condición de que no empeore la tormenta. No me parece nada descabellado calcular cuarenta horas para llegar hasta St. John's.
—Sigue siendo un día menos…
El capitán levantó una mano, muy serio.
—Si no le importa… Por otro lado, un rumbo directo a St. John's nos aproximaría peligrosamente a Eastern Shoal y a las Carrion Rocks. Por lo tanto, deberíamos calcular una trayectoria que esquivara todos esos obstáculos, lo cual nos haría perder como mínimo una o dos horas más. En total son cuarenta y dos horas. Los Grand Banks están abarrotados de pesqueros. Algunos de los más grandes capearán la tormenta en alta mar echando el ancla y sin moverse; por lo tanto, tendrían prioridad en cualquier encuentro. Reduciendo dos nudos la velocidad y teniendo que hacer maniobras, perderíamos algunas horas más. Aunque estemos en julio, aún no ha terminado la temporada de icebergs, y tenemos constancia de que hace poco se han visto algunos de pequeño tamaño en los márgenes externos de la corriente de Labrador, al norte de Eastern Shoal. Añadamos otra hora. En consecuencia, no estamos a veintidós horas de St. John's, sino a cuarenta y cinco.