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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (29 page)

BOOK: El círculo oscuro
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Kemper miró a Hentoff, y dijo en voz baja:

—Mejor que nos vayamos, no quiero estar aquí cuando Pendergast…

—No lo digas.

Hentoff se alejó por el pasillo, como si no viera el momento de irse.

Capítulo 41

En la otra punta del barco, siete cubiertas más abajo, Emily Dahlberg salió del Café Soho después de un desayuno ligero, que había consistido en té y bollos, y se internó por la zona comercial que recibía el nombre de Regent Street. Prefería aquella concentración de tiendas de lujo a la otra, la de la cubierta 6: St. James. Gracias a la decoración, el pasillo parecía la auténtica Regent Street de cien años atrás. Habían hecho un gran trabajo, con farolas de gas de verdad, adoquines y tiendecitas elegantes de ropa en ambos lados. Emily llegaba justo a tiempo; a diferencia de los casinos y los clubes, abiertos a todas horas, Regent Street tenía un horario más normal. Eran las diez. Justo empezaban a abrir las tiendas y a encender las luces, mientras el personal retiraba las rejas metálicas.

Las diez. Faltaba una hora y media para que llegase el momento de reunirse otra vez con Gavin Bruce, y planear el siguiente movimiento.

Se acercó al primer escaparate y echó un vistazo. Conocía bien la auténtica Regent Street, y no era tan cara como aquellas tiendas. Increíble, pensó al mirar por el escaparate: mil cien libras por un vestido de cóctel color gris ostra, un poco ahuecado, que en Londres valía una tercera parte. Por alguna razón, en los cruceros quedaba en suspenso el sentido común.

Sonrió vagamente al pasear por la falsa avenida, mientras pensaba en otras cosas. Lo más curioso fue que a pesar del pánico, la confusión y el temor que reinaban, le vino a la memoria el elegante señor Pendergast. No le había visto desde la cena inaugural, aparte de cruzárselo una vez en el casino, pero era una presencia constante en sus pensamientos: cincuenta y un años de vida, y tres maridos, a cual más rico, pero nunca había conocido a nadie tan intrigante como Aloysius Pendergast. Lo más raro de todo era que no sabía qué le llamaba tanto la atención de aquel hombre. Bueno, en realidad sí; lo sabía desde la primera mirada, y las primeras palabras melosamente surgidas de sus labios…

Se paró a admirar un top de Cornelli con lentejuelas, mientras sus pensamientos tomaban derroteros vagamente deliciosos y sensuales, antes de volver al presente. Sus primeros dos maridos eran de la aristocracia inglesa, terratenientes chapados a la antigua que se habían asustado de su competencia y de independencia. Solo en el tercero, un magnate de la industria cárnica estadounidense, había encontrado Emily a alguien que estuviera a su altura. Por desgracia había muerto en sus brazos de una embolia, en el transcurso de una cópula particularmente vigorosa. Emily se había embarcado en el
Britannia
con la esperanza de encontrar a un cuarto marido (la vida era corta, y le aterrorizaba pasar su vejez sola con sus caballos), pero con todo el lío del asesinato las perspectivas parecían francamente malas.

Bueno, daba igual. En Nueva York asistiría a la fiesta del Guggenheim, a la juerga de la revista Elle, a la cena de gala del Metropolitan Club, y a toda una serie de actos en los que podría conocer a buenos candidatos. Pensó que hasta era posible que viese obligada a rebajar sus exigencias… pero solo un poco.

O bien pensado, tal vez no… Estaba segura, por ejemplo, de que con el señor Pendergast no haría falta rebajar ninguna exigencia; al menos todo lo segura que podía estar sin haberle quitado la ropa.

Vio que la gente caminaba sin prisas. Había menos de la habitual, sin duda a causa de la mala mar, las desapariciones asesinato; a menos que estuvieran todos durmiendo la mona porque Emily estaba sorprendida de la cantidad de alcohol que había visto consumir la noche anterior en los restaurantes, los clubes y los salones.

Se acercó a otra tienda de lujo, la última del centro comercial, que abría sus puertas en aquel momento. Aguardó sin prisas, a que subieran la persiana con un ruido horrible (lo que en Regent Street tenía encanto, en un barco era sencillamente detestable), y se llevó la agradable sorpresa de ver aparecer el cristal blindado de una pequeña peletería. Ella no llevaba pieles, pero sabía reconocer una buena pieza, y disfrutaba viéndolas. En el escaparate, un empleado ajustaba minuciosamente un abrigo largo de piel que se había movido un poco del maniquí, uno de esos maniquíes antiguos de mimbre. Dahlberg se quedó admirando el abrigo, muy completo. «Con esto no se pasaría frío ni en un gulag siberiano», pensó, sonriendo.

Entre ajustes y estirones, el empleado empezó a ponerse nervioso. En un momento dado se dio cuenta de que estaban mal a brochados los botones, y puso los ojos exageradamente en blanco. Los desabrochó y abrió las solapas. De repente se derramó un líquido espeso del maniquí, seguido por lo que parecía una cuerda entre blanca y rojiza. Evidentemente, el empleado notó que tenía las manos mojadas, porque se las acercó a la cara. Estaban rojas, de un rojo viscoso que solo podía ser sangre.

Sangre…

Emily Dahlberg se tapó la boca. Más violenta fue la reacción del empleado, que al echarse hacia atrás resbaló en el suelo manchado de sangre, perdiendo el equilibrio. Gritó, agitó los brazos y se aferró al maniquí. Entonces se cayó todo al suelo, el empleado, el abrigo y el maniquí; al abrirse el chaquetón dejó a la vista un cadáver.

Pero no, Emily Dahlberg vio que no era un cadáver, al menos completo, sino una maraña de órganos rojos, blancos y amarillos que salían de un agujero practicado de cualquier manera en el torso de mimbre del maniquí. Durante un momento no pudo moverse; se quedó boquiabierta del susto y de incredulidad. Había visto bastantes escenas sanguinarias en la planta cárnica familiar, del brazo de su tercer marido, para saber que aquellos órganos no eran de ganado. Los de ganado eran más grandes. Se trataba de algo totalmente distinto…

De repente se dio cuenta de que sus brazos y sus piernas volvían a responder. Justo cuando se giraba y se iba por donde había venido, caminando con paso algo inestable por Regent Street, oyó gritos a sus espaldas, pero no miró ni una sola vez hacia atrás.

Capítulo 42

A las diez y tres minutos, en un pasillo de la cubierta 9 donde no había ni un alma, se entreabrió la puerta de un cuadro eléctrico. La alarma antiincendios había dejado de ulular, pero el mensaje de emergencia seguía repitiéndose sin descanso por el sistema interno de megafonía del barco. De un lado llegaban las voces de los responsables de control de incendios, cada vez más apagadas; del otro, un vago y confuso rumor procedente del salón de proa. Tras un breve titubeo, Pendergast salió de la oscuridad del cuadro eléctrico como una araña de su guarida. Lo primero que hizo fue mirar atentamente hacia ambos lados del pasillo, con su suelo de moqueta y su papel de pared. Después, con rapidez felina, se acercó a la puerta principal del triplex Penhurst, la abrió, entró y activó la cerradura de seguridad.

Permaneció un momento en la entrada, sin moverse. Al fondo, en el salón, las cortinas corridas tapaban una oscura mañana tic tormenta. Solo una luz muy tenue se filtraba en el silencio del camarote. Pendergast oía la vaga pulsación de los motores, y la lluvia y el viento que azotaban las ventanas. Inhaló con todos los sentidos en alerta máxima, y a duras penas detectó un ligero rastro del mismo olor a cera, humo y resina descrito por el taxista; un olor que él conocía del monasterio interior de Gsalrig Chongg.

Echó un vistazo a su reloj: veinticuatro minutos.

El triplex Penhurst era una de las dos suites más grandes del barco. Más que un camarote parecía un elegante apartamento, con tres dormitorios y gimnasio en los pisos de arriba, y salón, cocina, comedor y balcón en el de abajo, conectados mediante una escalera de caracol. Abandonó el recibidor y penetró en la oscuridad del salón. La penumbra estaba llena de vagos reflejos de plata, oro, turquesa y barniz. Al encender las luces, le deslumbró un momento la excepcional y ecléctica colección de arte que apareció ante sus ojos: cuadros cubistas de la primera época de Braque y Picasso, mezclados indiscriminadamente con obras maestras de la pintura y la escultura asiáticas, procedentes de India, el sudeste de Asia, Tíbet y China. También había otros tesoros: una mesa cubierta de antiguas piezas inglesas de plata repujada y cajas de rapé de oro, varias estanterías con monedas de oro de la antigua Grecia, y una extraña colección que parecía estar compuesta de agujas de toga y cintos romanos.

La colección, en su conjunto, era propia de un coleccionista dotado de muy buen ojo, gusto irreprochable y recursos económicos ilimitados, pero sobre todo de un hombre culto y con criterio, con unos intereses y conocimientos que iban mucho más allá de los simples negocios.

Se preguntó si aquella podía ser la misma persona que había mutilado a Jordán Ambrose después de su muerte, de una manera gratuita y sádica. Una vez más, pensó en la incoherencia psicológica que se apreciaba en todos los aspectos del asesinato de Ambrose.

Fue directamente al gran armario de teca del fondo del salón, donde Constance le había informado que estaba la caja fuerte de la suite. Lo abrió, sacó la tarjeta magnética que le había proporcionado Kemper y la deslizó en la ranura. Poco después la puerta se abrió un poco, con un suave clic.

La abrió del todo y miró dentro. En ese momento salió una vaharada de resina y humo. Lo único que contenía la caja fuerte era una caja de madera larga y rectangular, cubierta de inscripciones tibetanas descoloridas.

La levantó con el máximo cuidado, reparando en lo poco que pesaba. Estaba tan llena de agujeros de insecto que parecía una esponja reseca, a punto de deshacerse y soltar polvo al menor contacto. Deshizo el antiguo cierre de latón, y levantó la tapa con cautela. Se le partió en las manos. Retiró las piezas cuidadosamente y escrutó el interior de la caja. Estaba vacía.

Capítulo 43

Sonó el timbre de seguridad del puente, señal de que estaba entrando alguien. Poco después apareció en la escotilla Kemper; su aspecto impactó a LeSeur: tenía la cara gris, el pelo lacio y la ropa arrugada. Parecía no haber dormido en una semana.

— ¿Qué ocurre, señor Kemper? —preguntó LeSeur, tras echar una mirada involuntaria al comodoro Cutter, que seguía en el puente, paseándose de nuevo.

El barco navegaba con el piloto automático, un maridaje do software, mecánica y tecnología por satélite que solo podía calificarse como un prodigio de la ingeniería naval. Era capaz de mantener el rumbo mejor que cualquier piloto humano y ahorrar cantidades significativas de combustible. El problema, pensó LeSeur, era que el piloto automático aún tenía puesto el rumbo hacia Nueva York.

—Han encontrado a la chica desaparecida —dijo Kemper en voz baja—. Al menos una parte.

Hubo un momento de silencio. Al intentar asimilar la información, LeSeur sintió una brusca oleada de espanto.

—Una parte —repitió después de un rato, como si se le hubiera secado la garganta.

—Han aparecido partes de cuerpo humano (entrañas y vísceras) dentro de un maniquí de una de las tiendas de Regent Street. Más o menos a la misma hora, uno de mis equipos de búsqueda ha encontrado rastros de sangre, una pulsera aplastada y sangre coagulada, entre otras cosas… en la baranda de popa babor de la cubierta 1.

—O sea, que el resto lo tiraron por la borda —dijo LeSeur, en voz muy baja.

Estaba soñando. Aquello era una pesadilla. Tenía que serlo.

—Eso parece, señor. En la cubierta B ha aparecido el iPod de la chica, al otro lado de la escotilla que da a la zona de máquinas. Parece que fue donde la abordaron, antes de llevársela, o arrastrarla, a la cubierta 1, matarla y descuartizarla en la cubierta exterior y echarla luego por la borda, conservando algunos… esto… trofeos. A su vez, estos últimos fueron llevados a la peletería de Regent Street, y metidos en un maniquí.

— ¿Ya lo saben los pasajeros?

—Sí. Parece que las noticias vuelan. Se lo están tomando bastante mal.

— ¿Cómo de mal?

—He presenciado varios ataques de histeria. Ha habido que reducir a un hombre en el casino Covent Garden. Ya le avisé de lo peligrosa que puede ser la histeria. Mi consejo es que el comodoro declare un código ISPS de nivel uno, y que se tomen medidas inmediatas para aumentar la seguridad en el puente.

LeSeur se volvió hacia el segundo oficial.

—Active las escotillas de seguridad en todos los accesos al puente. Que no entre nadie sin permiso.

—Sí, señor.

Miró otra vez al jefe de seguridad.

—Ya le comentaré al comodoro lo del código ISPS. ¿Alguna pista sobre el asesinato?

—No, solo que llama la atención la facilidad con la que el asesino se mueve por el barco. Hasta tiene las llaves de Máquinas y de la peletería de Regent Street.

—Pendergast dijo que el asesino se las había ingeniado para conseguir un pase de seguridad.

—O una llave maestra —dijo Kemper—. Se hicieron a decenas.

— ¿Motivo?

—Podría ser un psicópata completamente descontrolado, o bien alguien con un objetivo concreto.

— ¿Un objetivo? ¿Por ejemplo?

Kemper se encogió de hombros.

—No lo sé. ¿Sembrar el pánico en el barco?

—Pero ¿por qué?

Como el jefe de segundad no contestaba, LeSeur asintió con la cabeza.

—Gracias, señor Kemper. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme, mientras informo al comodoro?

Kemper tragó saliva y asintió. LeSeur se acercó al comodoro y se interpuso en su camino.

— ¿Comodoro Cutter?

Cutter interrumpió sus pasos y levantó despacio su voluminosa cabeza.

— ¿Qué sucede, señor LeSeur?

—El señor Kemper acaba de informarme de otro asesinato a bordo. Una chica joven.

Al oírlo, los ojos de Cutter brillaron ligeramente antes de volver a su falta de lustre. Miró al jefe de seguridad.

— ¿Señor Kemper?

—Señor, esta mañana, a primera hora, ha sido asesinada una joven de dieciséis años en la cubierta 1. Algunas partes de su cuerpo han sido puestas en un maniquí de una de las tiendas de Regent Street; las han descubierto en el momento de abrir la tienda. Se está extendiendo la noticia por el barco, y empieza a cundir el pánico entre los pasajeros.

— ¿Sus hombres lo están investigando?

—Mis hombres, señor, apenas dan abasto intentando mantener el orden, contestar a las denuncias de desaparición y tranquilizar a los pasajeros. Con todo respeto, no estamos en situación de buscar pruebas, interrogar a los sospechosos o llevar a cabo una investigación.

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