El círculo oscuro (26 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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Masón escuchaba.

—Los pasajeros están muy nerviosos. Probablemente sabrá que algunos ya han empezado a encerrarse en sus camarotes. Corre la voz de que hay un asesino al estilo de Jack el Destripador a bordo.

—Lo sé perfectamente.

—Por si no se ha dado cuenta, la tripulación está asustada —intervino Emily Dahlberg.

—De ese problema también somos conscientes, y estamos tomando medidas para resolver la situación.

— ¿De verdad? —preguntó Bruce—. Pues entonces, capitán Masón, ¿puedo preguntarle dónde está el personal de seguridad del barco? De momento ha sido prácticamente invisible.

Masón les miró en silencio, uno a uno.

—Les seré franca, la razón de que vean tan poca seguridad es que hay muy poca, al menos en relación con el tamaño del
Britannia
. Hacemos todo lo posible, pero este barco es muy grande, y en él viajan cuatro mil trescientas personas. Todo el personal de seguridad trabaja las veinticuatro horas del día.

—Dice que hacen todo lo posible, pero ¿por qué no ha dado media vuelta el barco? La única posibilidad que vemos nosotros es volver a puerto lo antes posible.

Las palabras de Bruce parecieron turbar a la capitán Masón.

—El puerto más cercano es St. John's, en Terranova; por lo tanto, sería adonde iríamos en caso de desviarnos. Pero no nos desviaremos. Seguimos hacia Nueva York.

Bruce se quedó de piedra.

— ¿Porqué?

—Son las órdenes del comodoro, que tiene… razones de peso.

— ¿Cuáles?

—En este momento estamos navegando muy cerca de una gran borrasca situada sobre los Grand Banks. Desviándonos hacia St. John's, nos internaríamos en ella. En segundo lugar, desviarnos hacia St. John's también nos haría cruzar la corriente de Labrador durante la temporada de icebergs de julio, lo cual, pese a no ser peligroso, nos obligaría a aminorar la velocidad. Por último, con el desvío solo ganaríamos un día. El comodoro es del parecer de que es más conveniente tocar tierra en Nueva York, teniendo en cuenta… los recursos policiales que podríamos necesitar.

—Hay un psicópata a bordo —dijo Emily Dahlberg—. Durante ese día de más, podría ser asesinada otra persona.

—En todo caso, son las órdenes del comodoro.

Bruce se levantó.

—Pues entonces insistimos en hablar directamente con él.

La capitán Masón también se levantó, momento en el que la máscara de profesionalidad cayó fugazmente; Bruce atisbo un rostro cansado, demacrado e insatisfecho.

—Ahora mismo no se puede molestar al comodoro. Lo siento muchísimo.

Bruce la miró con mala cara.

—Nosotros también. Le aseguro que esta negativa del comodoro a recibirnos no quedará sin consecuencias. En el presente y en el futuro. No somos personas con quienes se pueda jugar.

Masón tendió la mano.

—Comprendo su punto de vista, señor Bruce, y haré todo lo posible por transmitir al comodoro sus palabras, pero estamos en un barco, tenemos un capitán, y ese capitán ha tomado una decisión. Usted, que también ha sido capitán, seguro que me entiende.

Bruce despreció la mano que le tendía.

—Olvida algo: aparte de ser sus pasajeros, y clientes, estamos a su cargo. Se puede hacer algo, y nosotros pensamos hacerlo.

Hizo señas al resto del grupo de que le siguieran, y dio media vuelta para irse.

Capítulo 36

Paul Bitterman salió del ascensor y se cogió a la baranda cromada para no caerse. El
Britannia
se movía mucho, pero no era el único problema; Bitterman estaba tratando de contrarrestar la combinación de una cena demasiado pesada y nueve copas de champán.

Sin soltar la baranda, parpadeó y miró a ambos lados del elegante pasillo de la cubierta 9 para orientarse. Después se puso una mano delante de la boca y soltó un eructo con un asqueroso sabor a caviar, paté trufado,
créme brülée
y champán seco. Se rascó sin darse cuenta. No le acababa de cuadrar lo que vela.

Tardó más o menos un minuto en saber por qué. En vez de usar el ascensor de costumbre, el de babor, la neblina del champán le había hecho coger el de estribor, y ahora lo vela todo al revés. En fin, nada más fácil de solucionar. Buscó en su bolsillo la tarjeta de la suite 961, mientras canturreaba una melodía cualquiera. Finalmente soltó la baranda y (con equilibrio algo precario) tomó la dirección que le parecía correcta, pero solo hasta que vio que el orden de los números no era el que le convenía.

Se paró y se volvió. Otro eructo, pero esta vez no se molestó en taparse la boca. Regresó sobre sus pasos. Decididamente, tenía la cabeza muy embotada. Intentó despejarse reconstruyendo mentalmente los hechos que (por primera vez en sus cincuenta y tres años de vida) le habían llevado a un estado muy próximo a la ebriedad.

Todo había empezado unas horas antes. Llevaba todo el día mareado, sin probar bocado, y sin que parecieran surtir efecto los medicamentos sin receta que ofrecía la farmacia del barco. Al final se había ido a la enfermería, y el médico le había recetado un parche de escopolamina. Después de ponérselo donde le habían dicho (detrás de la oreja) se había ido a hacer la siesta a su camarote.

Fuese por haber pasado tan mala noche, fuese porque el parche le daba sueño, se había levantado a las nueve y cuarto de la noche con el mareo superado, afortunadamente, la boca seca y un hambre canina. Atrás quedaba su hora habitual de cenar, que era a las ocho, pero había bastado una simple llamada a recepción para que le reservaran mesa en el Kensington Gardens para el último turno de la noche, el de las diez y media.

El Kensington Gardens había resultado muy de su agrado. Era moderno, juvenil y más en la onda que el restaurante donde solía cenar, bastante estirado; por si fuera poco, permitía contemplar a algunas féminas de muy buen ver, y se comía estupendamente. Lo sorprendente era que no estaba lleno, más bien medio vacío. Muerto de hambre, Paul Bitterman había pedido Chateaubriand para dos y se había comido toda la ración. Ni una botella de champán entera había logrado saciar su sed. El sumiller, muy atento, había estado encantado de servirle otra.

La conversación de la mesa de al lado era un poco extraña: una pareja que, con semblante preocupado, hablaba de un cadáver a bordo. Por lo visto Bitterman se había perdido una noticia importante a causa de la larga siesta. Mientras avanzaba despacio y con cuidado por el pasillo de la cubierta 9, decidió que lo primero que haría el día siguiente sería ponerse al día.

Pero había otro problema: ahora los números de las habitaciones iban en el sentido correcto (954, 956), pero todos eran pares.

Se paró para pensar, cogiéndose otra vez con mucha fuerza a la baranda. A este paso nunca encontraría la 961. De repente se le escapó una carcajada. «¡Paul, tío, que no estás usando el coco!» Había salido por el lado de estribor, y los camarotes impares, como el suyo, estaban todos en el de babor. ¿Cómo se le podía haber olvidado? Tendría que encontrar un pasillo perpendicular. Siguió caminando, con una ligera oscilación. Ahora el embotamiento de la cabeza quedaba compensado por una sensación deliciosa en los brazos y las piernas, como si estuviera flotando. Decidió beber vino espumoso más a menudo, por muy diácono que fuese; aunque sería del nacional, por descontado, ya que el viaje le había tocado en la rifa de la YMCA, y él, con su sueldo de profesor, no podía permitirse botellas de champán francés.

Vio que la hilera de puertas se interrumpía a mano izquierda: era la entrada de uno de los vestíbulos del centro del barco. Por ahí seguro que se iba al pasillo de babor, y a su suite. Cruzó la puerta, dando tumbos.

El espacio consistía en una batería de ascensores, frente a una sala de estar acogedora, con estanterías de roble y sillones de orejas. A aquellas horas de la noche no había nadie. Titubeó. Notó un olor como de humo. Se le pasó un poco la mezcla de euforia y de pereza. Había participado en bastantes simulacros para saber que el mayor peligro en un barco eran los incendios. De todos modos, se trataba de un olor muy poco habitual. Parecía incienso, más en concreto los palitos que había olido en un restaurante nepalí de Chinatown, en San Francisco.

Cruzó despacio el vestíbulo, hacia el pasillo de babor. El silencio era casi absoluto. No solo oía el profundo latido de los motores diesel del barco, sino que lo notaba, muy por debajo de sus pies. El olor se había intensificado, y mucho; era el mismo perfume peculiar y almizclado de antes, pero sumado a otros olores más densos, y mucho más desagradables: hongos, moho y algo que no acababa de reconocer. Se detuvo un momento, frunciendo el entrecejo. Tras echar otro vistazo al vestíbulo, entró en el pasillo de babor.

Se le pasó la borrachera de golpe.

El origen del olor estaba frente a él: una nube de humo negro que le cerraba el paso, pero que no se parecía a ningún humo que hubiera visto antes. Era de una extraña opacidad, con un color denso, gris oscuro, y una superficie externa como tramada que (por alguna razón, extraña e inquietante) le recordó un tipo de tela.

La respiración de Paul Bitterman se interrumpió sonoramente. Algo pasaba, algo grave.

Se suponía que el humo flotaba en el aire, cambiaba de forma y se descomponía en volutas irregulares, mientras que aquella nube (del tamaño de una persona) se quedaba en el mismo sitio, sin moverse, con una extraña maldad, como si le plantase cara. Era tan regular y homogénea que parecía sólida, como una entidad orgánica. El hedor era tan fuerte que casi no le dejaba respirar. Era algo imposible, de otro mundo.

Sintió que el miedo le aceleraba repentinamente el pulso. ¿Eran imaginaciones suyas o aquella nube tan espesa también tenía forma de persona? Algunas protuberancias parecían brazos. También había una cabeza en forma de cilindro, con rostro incluido, y unas piernas muy raras que se movían como si bailasen. Dios santo… No parecía un hombre, sino un demonio.

Fue entonces cuando aquella cosa adelantó despacio sus brazos desiguales, y, con una determinación horrible y ondulante, se empezó a mover hacia Bitterman, que gritó:

— ¡No! ¡¡No!! ¡No te acerques! ¡¡No te acerques!!

Una sucesión de gritos desesperados provocó que rápidamente se abrieran las puertas de varios camarotes en el pasillo de babor de la cubierta 9. Hubo un breve momento de silencio eléctrico. Después, voces, chillidos, el golpe sordo de un cuerpo que se desplomaba desmayado sobre la moqueta, y abundantes portazos. Bitterman no oyó nada; su atención estaba completamente centrada en aquella cosa monstruosa que se acercaba, y se acercaba…

Hasta pasar de largo.

Capítulo 37

La mirada escrutadora de LeSeur fue de Hentoff a Kemper, y viceversa. Empezaba a estar molesto con el comodoro por haberle endosado aquel problema. A fin de cuentas él era un oficial del barco, no un empleado del casino. Además, el problema, lejos de solucionarse, no hacía más que empeorar, y él, con un asesinato que podían llegar a ser tres, tenía asuntos más peligrosos y alarmantes a los que hacer frente. Volvió a mirar insistentemente a Hentoff y a Kemper.

—A ver si lo entiendo —dijo—. ¿Me están diciendo que Pendergast consiguió que los contadores de cartas perdiesen un millón de libras en las mesas de blackjack, y que de paso se embolsó casi trescientas mil?

Hentoff asintió con la cabeza.

—Más o menos.

—Pues me parece que acaban de desplumarles, señor Hentoff.

—No, señor —dijo Hentoff con cierta frialdad—. Pendergast tenía que ganar para que perdieran ellos.

—Explíquese.

—Pendergast empezó con una técnica que consiste en observar todo un sabot, memorizar las posiciones de determinadas cartas o secuencias básicas y seguirlas visualmente mientras baraja el crupier. También logró ver la última carta, y como le ofrecieron cortar, pudo ponerla dentro de la baraja justo en el lugar que quería.

—Parece imposible.

—Son técnicas dificilísimas, pero muy conocidas. Parece que él las domina casi mejor que nadie.

—Pero eso no explica que Pendergast tuviera que ganar para hacerles perder.

—Sabiendo dónde estaban determinadas cartas, y combinándolas con un sistema de recuento, pudo controlar qué cartas se iban a los demás jugadores; podía entrar y salir a voluntad de la partida… y pedir cartas innecesariamente.

LeSeur, que empezaba a entenderlo, asintió con la cabeza.

—Tenía que parar las cartas buenas para que corrieran las malas. La única manera de que perdiesen los otros era ganar.

—Ya lo entiendo —dijo malhumoradamente—. ¿Y ahora quieren saber qué hacemos con las ganancias de Pendergast?

—Exacto.

Reflexionó un momento. El quid de la cuestión era cómo reaccionaría el comodoro Cutter, porque tarde o temprano se enteraría. La respuesta era que mal; y menos comprensiva aún sería la dirección de la empresa. En suma, que no había más remedio que recuperar el dinero.

Suspiró.

—Tienen que recuperar el dinero, por el bien de todos nosotros dentro de la compañía.

— ¿Cómo?

Apartó su rostro cansado.

—Ustedes recupérenlo.

Media hora después, Kemper, seguido por Hentoff, pisaba la moqueta del pasillo de la cubierta 12 con la sensación de que su i raje oscuro empezaba a pegársele al cuerpo por culpa del sudor. Se detuvo ante la puerta de la suite Tudor.

— ¿Seguro que es un buen momento? —preguntó Hentoff—. Son las once de la noche.

—No me ha dado la sensación de que LeSeur quiera que esperemos —contestó Kemper—. ¿A usted sí?

Se volvió hacia la puerta y llamó.

—Adelante —dijo a lo lejos una voz.

Al entrar, encontraron a Pendergast y a la joven que viajaba con él (Constance Greene, una sobrina suya o algo por el estilo) sentados a la mesa del salón, con una luz tenue, ante lo que quedaba de una cena elegante.

—Ah, señor Kemper… —dijo Pendergast, mientras se levantaba y apartaba una ensalada de berros—. Y el señor Hentoff. Les esperaba.

— ¿De veras?

—Por supuesto. Aún tenemos asuntos pendientes. Siéntense, por favor.

Kemper, ligeramente incómodo, tomó asiento en el sofá. Hentoff lo hizo en una silla, mientras miraba al agente Pendergast y a Constance Greene como si intentase averiguar su verdadera relación.

— ¿Les apetece tomar una copa de oporto? —preguntó Pendergast.

—No, gracias —dijo Kemper, y tras un silencio incómodo añadió—: Quería volver a darle las gracias por encargarse de los contadores de cartas.

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