Crowley sacudió la cabeza.
—Podría hacerse daño.
— ¿Tenemos elección?
—No podemos dejar que esto lo haga un pasajero —replicó Liu—. Lo haré yo.
Bruce se quedó mirándolo.
—Ni hablar. Usted es el contramaestre. Arriba necesitan sus conocimientos.
Liu miró a Crowley, y otra vez a Bruce.
—El impacto podría ser muy duro, como ir en coche y chocar lateralmente con otro vehículo que fuera a sesenta kilómetros por hora.
—Ya, pero esto es agua, no acero contra acero. Veamos, alguien tiene que hacer de conejillo de Indias, y le aseguro que he corrido riesgos peores. Si salgo herido, al menos estaré fuera del barco. Desde mi punto de vista, no tengo nada que perder. Vamos, el tiempo apremia.
Liu vaciló.
—Debería ir yo.
Bruce frunció el entrecejo, exasperado.
—Señor Liu, ¿qué edad tiene?
—Veintiséis.
— ¿Y usted, señor Crowley?
—Treinta y nueve.
— ¿Hijos?
Ambos asintieron.
—Yo tengo sesenta y ocho. Soy el más adecuado para la prueba porque mi edad y estado físico son más representativos del resto de los pasajeros. Ustedes hacen falta en el barco. Además —añadió—, sus crios todavía les necesitan.
La siguiente en intervenir fue Emily Dahlberg.
—No debería hacerse la prueba solo con un ocupante. Necesitamos como mínimo dos.
—Tiene razón—dijo Bruce, mirando a Niles Welch—. ¿Qué me dices, Niles?
—Cuenta conmigo —contestó enseguida Welch.
— ¡Eh, un momento —protestó Dahlberg—, no me refería a eso…!
—Ya sé por qué lo decía —contestó Bruce—, y se lo agradezco muchísimo, Emily, pero ¿qué diría el Aberdeen Bank and Trust si pusiera en peligro a uno de sus clientes más importantes?
Con esas palabras quitó el VHF a Liu, que no se opuso, y fue hacia la escotilla de popa de la nave espacial naranja más próxima. Al girar la manilla, las bisagras neumáticas silbaron. Bruce penetró en la oscuridad, haciendo una señal con la cabeza a Welch para que le siguiera. Al cabo de un momento asomó otra vez la suya.
—Esto está mejor que un yate de lujo. ¿Qué canal?
—Use el 72. Dentro del bote también hay radios VHF y SSB fijas, aparte de radar, chartplotter, sonda de profundidad, loran… De todo.
Bruce asintió.
—Muy bien. Bueno, no se queden aquí como un rebaño de ovejas. ¡Cuando les demos la señal, recen un padre nuestro y tiren de la puñetera palanca!
Cerró y atrancó la escotilla sin decir nada más.
Constance Greene abrió una antigua caja de sándalo y sacó una cuerda de seda gris, con un nudo extremadamente complicado. A primera vista parecía el
Mors du Cheval
, un nudo europeo muy poco conocido, pero era mucho más complejo. En tibetano se llamaba
dgongs
, «el que se desenmaraña».
Lo había recibido de Tsering cuando se marchó del monasterio de Gsalrig Chongg. Era obra de un lama muy venerado del siglo XVIII, y estaba destinado a un específico ejercicio de meditación contra el apego y los pensamientos o influencias malignos, o también para favorecer la unión de dos mentes. En el caso de Constance, la función del nudo era limpiar la mancha del asesinato. Esperó asimismo que eliminase de Pendergast la del Agoyzen. El nudo no se podía deshacer en el mundo real. De lo contrario perdería su poder y volvería a ser una simple cuerda de seda. Era un ejercicio exclusivamente mental y espiritual.
El camarote estaba a oscuras, con las cortinas de las ventanas del balcón totalmente corridas. Al lado de la puerta del salón, Marya (que no había podido encontrar a ningún médico) miraba con ansiedad e incertidumbre.
Constance se volvió hacia ella.
—Marya, por favor, monte guardia en el pasillo, y no deje que nos interrumpa nadie.
Tras asentir con la cabeza, Marya dio media vuelta y salió rápidamente del salón.
Cuando Constance oyó que se cerraba la puerta, dejó el nudo en el suelo, sobre un pequeño cojín de seda, y lo iluminó con un círculo de velas. A continuación miró a Pendergast. Sonriendo irónicamente, el agente tomó asiento a un lado del nudo, mientras ella lo hacía en el opuesto. Un cabo suelto apuntaba hacia Constance, y el otro hacia Pendergast. Era un símbolo, a la vez espiritual y físico, de la interconexión que existía entre todas las formas de vida, y más en concreto entre las dos entidades sentadas a un lado y a otro del nudo.
Constance adoptó la posición del loto, al igual que Pendergast. Durante un momento se quedó sentada, inmóvil, dejando que sus brazos y sus piernas se relajasen. Después, con los ojos abiertos, contemplando el nudo, ralentizó su respiración y desaceleró los latidos de su corazón, tal como le habían enseñado los monjes. Dejó que sus pensamientos se concentraran en el momento, el ahora, desechando el pasado y el futuro, y deteniendo el flujo interminable de pensamientos que normalmente invadía la mente humana. Una vez liberados del parloteo mental, sus sentidos despertaron a lo que la rodeaba: los golpes de las olas en el casco, el tamborileo de la lluvia en el cristal de la puerta del balcón, el olor a nuevo del camarote, el vago aroma a cera de las velas, y el de sándalo del nudo. Adquirió una conciencia muy aguda de la presencia que tenía delante, una forma oscura en la periferia de su visión.
Mantuvo la vista en el nudo.
Fue prescindiendo una tras otra, lentamente, de todas las sensaciones externas. Toda la parafernalia del mundo exterior desapareció en la oscuridad, como si cerrara los postigos en una casa oscura: primero la sala donde estaba, a continuación el gran barco, y por último el vasto mar por el que estaban navegando. No quedaba nada de los sonidos y olores de la habitación, ni del lento cabeceo del barco; tampoco de la conciencia corporal de Constance. Hasta la propia Tierra desapareció, con el sol, las estrellas, el universo… Todo borrado, todo perdido en la no existencia. Solo quedaban ella, el nudo, y el ser al otro lado del nudo.
El tiempo dejó de existir. Constance había alcanzado el estado del
th'an shin gba
, el Umbral del Perfecto Vacío.
En un extraño estado meditativo de conciencia absoluta, pero a la vez de ausencia total de esfuerzo y deseo, se concentró en el nudo; entonces (lenta, uniformemente, como una serpiente que se desenrosca) el nudo empezó a deshacerse. Los enrevesadísimos bucles y curvas, las vueltas y revueltas de la cuerda, empezaron a aflojarse; los cabos de la cuerda volvieron hacia el nudo, siguiendo la misma trayectoria, pero a la inversa, de tres siglos atrás. Era un proceso de una complejidad matemática enorme, que simbolizaba el desenmarañamiento del ego que debía producirse antes de que un ser alcanzase el
stong pa nyid
(el Estado del Puro Vacío) y se hiciera con la mente universal.
Ahí estaba Constance. Ahí estaba Pendergast. Y en medio el nudo, deshaciéndose. Nada más.
Tras un tiempo indefinido (un segundo o mil años, tanto daba), la cuerda de seda gris quedó hecha un ovillo lacio, sin nudos; en su centro apareció un pedacito arrugado de seda donde el antiguo monje había escrito, y envuelto, la oración secreta.
Constance la leyó atentamente. Después empezó a recitar la plegaria una y otra vez, despacio, como una salmodia…
A la vez que salmodiaba, extendió su conciencia hacia el cabo de la cuerda que tenía más cerca. Al mismo tiempo se daba cuenta del resplandor del ser del otro lado, que se extendía de la misma manera, hacia la cuerda desatada.
Entonó las notas graves y apaciguadoras que desenmarañaban su ego, cortando suavemente todos sus lazos con el mundo físico. Sintió el flujo de su mente que entraba en contacto con la cuerda y se desplazaba por ella, atraída hacia la entidad del otro lado, del mismo modo que la otra entidad lo estaba hacia ella. Circuló casi sin respirar por las volutas, mientras su corazón latía con una lentitud fúnebre, cada vez más cerca, cada vez más cerca… Su pensamiento tocó el resplandor del otro, se fundió con él, y alcanzó la fase final.
De pronto se encontró en un lugar a la vez extraño y familiar. Estaba en una calle adoquinada, entre dos elegantes farolas, contemplando una mansión oscura y tapiada. Era el fruto de una concentración extraordinaria, del puro pensamiento, algo más real y sólido que cualquier sueño que pudiera haber tenido. Sentía el frío húmedo de la niebla nocturna en la piel, oía el críen de los insectos y percibía un olor a humo y hollín. Miró la mansión a través de la reja de hierro forjado, desplazando la vista por su tejado abuhardillado, sus miradores y su plataforma.
Tras un momento de vacilación, cruzó la verja y penetró en un jardín oscuro y húmedo, lleno de flores muertas, y que olía a tierra. Se acercó al portal por el camino de entrada. La doble puerta estaba entornada. Cruzó el umbral y entró en un suntuoso vestíbulo. En el techo había una araña de cristal, oscura y amenazadora, que tintineaba un poco, como si la moviera el viento, a pesar del ambiente cerrado de la casa. Por una gran puerta se accedía a una biblioteca con el techo muy alto; no había nadie en los sillones de orejas y los sofás, ni ardía fuego en su chimenea, oscura y fría. Otro pasillo llevaba a una especie de refectorio, o sala de exposiciones, donde reinaba un silencio expectante.
Cruzó el vestíbulo, con sus tacones repiqueteando en el suelo de mármol, y subió al distribuidor del primer piso por una escalera muy ancha. Las paredes estaban llenas de tapices y pinturas al óleo poco definidas, que se perdían en el oscuro corazón de la casa, interrumpidos por puertas de roble oscurecidas por el tiempo.
Miró la pared de la izquierda sin dejar de caminar. En el largo pasillo, algo antes de la mitad, había una puerta abierta, o mejor dicho reventada, con el marco destrozado y el suelo sembrado de astillas de madera y trozos retorcidos de plomo. Del gran espacio negro de la puerta abierta salía un hedor frío, como el aire de un sótano; un olor a ciempiés muertos y aceitosos.
Pasó rápidamente de largo, con un escalofrío. Sentía la atracción de la siguiente puerta. Casi había llegado.
Puso la mano en el pomo y lo giró. La puerta cedió con un crujido grave, dejando salir un grato aire caliente que envolvió a Constance con la placentera sensación de entrar en una morada acogedora en pleno invierno.
Frente a ella, como siempre vestido de negro, estaba Aloysius Pendergast, con las manos cruzadas y una sonrisa.
—Bienvenida —dijo.
La habitación era grande y hermosa, con paneles de madera. Había una chimenea de mármol encendida, y en la repisa un antiguo reloj que daba las horas, al lado de un gasógeno antiguo y de varios vasos de cristal tallado. La cabeza de ciervo colgada en la pared miraba con ojos vidriosos una mesa llena de libros con encuadernación de piel, y de papeles. El suelo de roble estaba cubierto por una moqueta muy tupida, parcialmente tapada, a su vez, por alfombras persas. Había varios sillones de orejas repartidos por la habitación, algunos con libros abiertos encima. Era un espacio de una gran comodidad y lujo, que respiraba presencia humana.
—Ven a calentarte delante del fuego —dijo Pendergast, haciéndole señas de que se acercase.
Constance se aproximó a la chimenea sin dejar de mirarle. Había algo diferente en él, algo raro. A pesar de la absoluta realidad de la sala y de la casa, los contornos del cuerpo de Pendergast eran borrosos, un poco transparentes, como si no estuviera del todo ahí.
La puerta se cerró detrás de Constance, con un ruido sordo.
Pendergast le ofreció una mano. Constance la cogió. De repente la presión se hizo muy fuerte. Intentó soltarse, pero Pendergast tiraba de ella. Fue como si la cabeza de Pendergast temblara, se hinchara y se disolviera; la piel se resquebrajó, y por debajo brotó un resplandor. Después la cara se deshizo, cayéndose a pedazos, y se alejó flotando en hebras consumidas por el fuego, revelando un rostro que Constance reconoció. Era la cara indescriptible del demonio Kalazyga.
Se quedó mirándolo con una extraña falta de temor, sensible a su calor, arrastrada hacia él con una mezcla de miedo y atracción. Parecía llenarla de fuego: el fuego inefable, devorador y triunfante que había sentido Constance en su loca persecución de Diógenes Pendergast. Su pureza la sobrecogía.
«Soy la voluntad —dijo con una voz que no era sonido, sino pensamiento—. Soy el pensamiento puro del que el fuego ha borrado cualquier vestigio de sentimiento humano. Soy la libertad. Únete a mí.»
Fascinada y asqueada a la vez, hizo otro esfuerzo por soltar la mano, pero no podía. El rostro, terrible y bello, se acercó. Constance se dijo que no era real, sino un producto de su mente, la imagen de uno de los thangkas que había contemplado durante horas y horas, recreado por su intensa meditación.
El demonio Kalazyga la acercó al fuego.
«Ven. Al interior del fuego. Que arda la cáscara muerta de las restricciones morales. Resurgirás como la mariposa de su crisálida, libre y bella.»
Constance dio un paso hacia el fuego, vaciló y dio otro, casi flotando sobre la moqueta hacia el calor.
—Sí —dijo otra voz. La voz de Pendergast—. Así está bien. Es lo correcto. Métete en el fuego.
Al aproximarse a las llamas, se derritieron el sentimiento de culpa y la mortificación del asesinato que tanto habían pesado sobre sus hombros, sustituidos por una sensación de euforia, la intensa euforia y la oscura alegría que había sentido al ver caer al hermano de Pendergast por el borde de La Sciara, y hundirse en la sima candente. Se le estaba brindando aquel éxtasis pasajero, pero para siempre.