Lástima que no pudiera repetirse.
Porque Blackburn, después, había enrollado la pintura mágica para guardarla de nuevo en la caja, y ella, todavía en la euforia del acto sexual, le había pedido que no lo hiciera, que la dejara verla una última vez. Al volverse, Blackburn debía de haber reconocido la avidez de su expresión, porque sus ojos se convirtieron inmediatamente en dos puntitos celosos y posesivos. Con palabras despectivas, le dijo que con una vez bastaba. Entonces a ella la invadió una rabia oscura y devoradora, y con la misma rapidez con la que había sucumbido al deseo sexual, empezaron a gritarse con una intensidad de la que Masón no se sabía capaz. La rapidez del cambio de sus emociones le provocó una mezcla de sorpresa y euforia. Finalmente, Blackburn la echó de la suite. No, Masón ya no le dirigiría la palabra, ni volvería a ver la pintura.
Pero lo más irónico fue lo de después: el pasajero del camarote de al lado se había quejado de los gritos. La vieron salir del triplex, y alguien dio el parte. Era una oportunidad que Cutter no pudo desaprovechar. La humilló en el puente, en presencia de todos los oficiales. Seguro que a esas alturas ya constaba en su expediente, y llegaría a conocimiento de la compañía.
Las relaciones sexuales en el barco eran algo frecuente entre los oficiales y la tripulación, incluso los casados. Era tan fácil… Como pescar en una pecera. Sin embargo, nunca ocurría nada. ¿Por qué? Porque eran hombres, y entraba dentro de las previsiones que los hombres hicieran esas cosas, discretamente, en su tiempo libre, como ella. Pero claro, en el caso de las mujeres era distinto… Al menos la compañía parecía opinar así.
Era el final de su carrera. En adelante no podría esperar nada mejor que el mando de un crucero de dimensiones medianas, uno de esos que daban tumbos por el Mediterráneo o el Caribe, llenos a reventar de viejos gordos, de raza blanca y clase media, que solo se embarcaban para comer y comprar. No ver nunca agua azul, huir de todas las tormentas…
Cutter. ¿Qué mejor manera de vengarse que quitarle el barco, destrozarlo y mandarlo al fondo del Atlántico?
Durante varios minutos, Constance miró cómo Pendergast iba arriba y abajo por la sala de estar de la suite Tudor. De vez en cuando el agente se paraba un instante como si quisiera decir algo, pero luego seguía caminando. Finalmente se volvió a mirarla.
—Me acusas de egoísmo, de querer salvarme sin pensar en el resto de ocupantes del
Britannia
. Dime una cosa, Constance: ¿a quién de los que van en el barco consideras digno de salvar, exactamente?
Volvió a guardar silencio, esperando la respuesta con una chispa de diversión en los ojos. Aquello era lo último que Constance esperaba oír.
—Te he hecho una pregunta —dijo Pendergast al ver que no respondía—. ¿A quién de toda la gente vulgar, avariciosa y vil que viaja en el barco juzgas merecedor de ser salvado?
Constance siguió sin decir nada.
Al cabo de un momento, Pendergast se rió.
— ¿Lo ves? No sabes qué contestar… porque no hay respuesta.
—No es verdad —dijo Constance.
— ¿Verdad? Te engañas. «¿Qué es la verdad?, dijo Pilatos.» Tú misma, desde el momento de subir al barco, estabas asqueada de tantos excesos, y te horrorizaba la complacencia de los ricos y los privilegiados. Fuiste tú quien comentó la escandalosa desigualdad entre quienes sirven y quienes son servidos. Tu actitud durante la cena de la primera noche, y tus réplicas a los filisteos insoportablemente torpes con quienes nos vimos obligados a cenar, demostraban que ya habías emitido un juicio sobre el
Britannia
. Con razón. Te lo preguntaré otra vez, en otros términos: ¿no es este barco un monumento flotante a la codicia, la vulgaridad y la estupidez del ser humano? Este palacio de la más burda concupiscencia, ¿no merece sobradamente que lo destruyan?
Mostró las palmas de las manos, como si la respuesta fuera obvia.
Constance le miró, confundida. Sus palabras eran ciertas, en efecto; se había sentido asqueada por las ínfulas burguesas y el falso refinamiento de la mayoría de los pasajeros que había conocido. También le escandalizaban e indignaban las brutales condiciones de trabajo y de vida de la tripulación. Algunas de las cosas que decía Pendergast le llegaban incómodamente al alma, despertando y reforzando unos impulsos misántropos que albergaba desde hacía mucho tiempo.
—No, Constance —añadió Pendergast—; las únicas dos personas dignas de salvarse somos tú y yo.
Constance sacudió la cabeza.
—Tú estás hablando de los pasajeros, pero… ¿y la tripulación? ¿Y los empleados? Lo único que intentan es ganarse la vida. ¿También se merecen morir?
Pendergast agitó una mano.
—No son más que una caterva de esclavos prescindibles, forman una parte de ese gran mar de gente de clase trabajadora que va y viene de las orillas del mundo como la marea de las playas, sin dejar ninguna huella.
—No puedes decirlo en serio. Para ti la humanidad lo es todo. Te has pasado la vida intentando salvar las vidas de los demás.
—Pues entonces he desperdiciado mi existencia en una tarea inútil, e incluso frívola. Lo único en lo que siempre estuvimos de acuerdo mi hermano Diógenes y yo fue en que no puede haber una disciplina más odiosa que la antropología. Imagínate dedicar toda la vida al estudio del hombre. —Cogió de la mesa la monografía de Brock, la hojeó y se la dio a Constance—. Echa un vistazo a esto.
Constance miró la página abierta. Contenía una reproducción en blanco y negro de una pintura al óleo: un ángel joven y bellísimo que se inclinaba hacia un hombre de expresión perpleja, para guiar su mano por la página de un manuscrito.
—
San Mateo y el ángel
—dijo Pendergast—. ¿Lo conocías?
Constance le miró, perpleja.
—Entonces ya sabes que en este mundo hay pocas imágenes tan sublimes como esta. Ni más hermosas. Fíjate en la expresión de intenso esfuerzo del rostro de Mateo, como si cada palabra del Evangelio que escribe brotase con dificultad de todas las fibras de su ser; y compárala con la actitud lánguida del ángel que le ayuda, con la inclinación de la cabeza, con la postura medio ingenua y medio coqueta de sus piernas, con la sensualidad casi escandalosa de su cara… Observa cómo se nos echa encima el pie izquierdo de Mateo, sucio de polvo, casi rompiendo el plano de la pintura. ¡No me sorprende que el cliente rechazase el cuadro! Ahora bien, aunque el ángel parece afeminado, solo hay que contemplar el poder y la gloria de sus magníficas alas para recordar que estamos en presencia de lo divino. —Hizo una pausa—. Constance, ¿sabes por qué es la única reproducción de la monografía en blanco y negro?
—No.
—Porque no existe ninguna foto en color de la obra. El cuadro fue destruido. Sí, esta esplendorosa plasmación del genio creador fue borrada de la faz de la Tierra por una bomba durante la Segunda Guerra Mundial. Y ahora respóndeme a una cosa: si yo tuviera que elegir entre este cuadro y las vidas de un millón de personas inútiles, ignorantes y efímeras (la humanidad que tanto me importa, según tú), ¿cuál crees que habría elegido para que pereciese en aquella explosión?
Constance miró a Pendergast, horrorizada.
— ¿Cómo puedes decir algo tan repugnante? ¿Qué te da derecho a decirlo? ¿Qué te hace a ti tan diferente?
— ¡Constance, querida! Ni por asomo pienses que me creo mejor que el resto de la gente. Soy tan culpable de los defectos intrínsecos al bestial ser humano como el que más, y uno de esos defectos es el interés personal. Soy digno de salvarme porque quiero seguir viviendo, y porque estoy en situación de influir en que así sea. Ahora ya no se trata de que las cosas vayan a peor, sino de que navegamos a toda máquina hacia la catástrofe. Además, a efectos prácticos, ¿qué podría hacer yo para salvar el barco? Esto es un sálvese quien pueda, como todas las catástrofes.
— ¿Crees de verdad que podrías dormir tranquilo si abandonaras a su suerte a todas estas personas?
—Por supuesto que sí, y tú también.
Constance vaciló.
—Yo no estoy tan segura —murmuró.
Lo más turbador era que en las profundidades de su ser hallaba algo enormemente seductor en las palabras de Pendergast.
—A nosotros, toda esta gente no nos importa nada. Son como los muertos que aparecen en la prensa. Saldremos de esta Gomorra flotante y volveremos a Nueva York. Así de sencillo. Y una vez allí nos dedicaremos a pasatiempos intelectuales, de filosofía, poesía y conversación. Como lugar de retiro, reflexión y reclusión, a Riverside 891 no le falta de nada. —Pendergast hizo una pausa—. Además, ¿no era así como hacía las cosas tu primer tutor, y pariente lejano mío, Enoch Leng? Sus crímenes eran mucho más abyectos que este pequeño acto nuestro de egoísmo, y sin embargo logró tener una vida de comodidades físicas y satisfacción intelectual. Una vida muy, muy larga. Sabes que es cierto, Constance; tú estuviste con él desde el principio hasta el final.
Volvió a asentir, como si fuera la puntilla de su argumentación.
—Sí, es verdad, estaba con él. Vi cómo los remordimientos de conciencia devoraban poco a poco su serenidad mental, al igual que la carcoma se come la madera podrida. Al final quedaba tan poco del hombre brillante que había sido, que casi fue una bendición que… —No pudo seguir, pero ya estaba decidida: sabía que el mensaje nihilista de Pendergast no podía convencerla—. Aloysius, me da igual lo que digas. Esto está mal, horriblemente mal. Tú siempre has ayudado a los demás. Es a lo que has dedicado toda tu carrera.
— ¡Justamente! ¿Y qué he conseguido? ¿He sacado algún fruto, más allá de la frustración, el arrepentimiento, la alienación, la mortificación, el dolor y las reprimendas? ¿Crees que si me fuera del FBI alguien lamentaría mi ausencia? El único amigo que tenía allí sufrió una muerte muy desagradable, en parte por incompetencia mía. No, Constance. Al final he aprendido una amarga verdad. En todo este tiempo no he hecho nada más que trabajar en vano (la infructuosa labor de Sísifo) para intentar salvar lo que es irremediablemente insalvable.
Dicho esto último, volvió a tomar asiento en el sillón de piel, y cogió la taza de té.
Constance le miró, horrorizada.
—Este no es el Aloysius Pendergast que conozco. Has cambiado. Desde que has vuelto del camarote de Blackburn, haces cosas extrañas.
Pendergast bebió otro sorbo de té y resopló despectivamente por la nariz.
—Te contaré lo que ha ocurrido: al final se me ha caído la venda de los ojos. —Dejó la taza con cuidado encima de la mesa y se inclinó hacia delante—. Me ha mostrado la verdad.
— ¿El qué?
—El Agoyzen. Es un objeto realmente notable, Constance, un mándala que permite atisbar la auténtica verdad que hay en el centro del mundo: la verdad pura y sin adulterar. Una verdad tan poderosa que destruiría un cerebro débil, pero que para los que somos intelectualmente fuertes es una revelación. Ahora me conozco: sé quién soy, pero lo más importante es que sé qué quiero.
— ¿No recuerdas lo que decían los monjes? El Agoyzen es malvado, un instrumento oscuro de venganza cuya finalidad es limpiar el mundo.
—Sí. Una formulación un poco ambigua, ¿no crees? «Limpiar» el mundo. Naturalmente, yo no lo usaré para eso, sino que lo instalaré en la biblioteca de nuestra mansión de Riverside Drive, donde podré pasarme la vida contemplando sus prodigios. —Pendergast se apoyó en el respaldo, cogiendo otra vez la taza—. Por lo tanto, el Agoyzen irá conmigo en la cabina flotante, al igual que tú, suponiendo que mi plan te parezca aceptable.
Constance tragó saliva. No contestó.
—Se nos está acabando el tiempo. Ha llegado el momento de que te decidas, Constance: ¿estás conmigo… o contra mí?
Y, mientras bebía otro sorbo, sus ojos claros de gato la observaron con calma por encima del borde de la taza.
LeSeur había decidido que lo mejor era ir solo.
Se detuvo ante la puerta lisa de metal del camarote del comodoro Cutter, intentando calmar sus músculos faciales y acompasar la respiración. Cuando se sintió lo más sereno posible, dio un paso y llamó a la puerta con dos golpecitos rápidos.
Le abrieron tan deprisa que casi dio un respingo. Aún le sorprendió más ver al comodoro vestido de civil, con traje gris y corbata. El ex capitán estaba en el umbral, con su fría mirada fija en algún punto situado por encima y entre los ojos de LeSeur, mientras su cuerpo de baja estatura proyectaba una solidez granítica.
—Comodoro Cutter —dijo LeSeur—, vengo en mi autoridad de capitán del barco en funciones para… pedirle ayuda.
La insistente mirada de Cutter era como un dedo hincado en el centro de la frente.
— ¿Puedo pasar?
—Si quiere…
Se apartó. El camarote, que LeSeur vela por primera vez, era tan espartano como cabía prever: funcional, pulcro e impersonal. No había fotos de familia, ni recuerdos navales o náuticos; ni rastro de los accesorios masculinos que solían hallarse en los camarotes de capitán, como un humidificador de puros, un mueble bar o sillones de piel de color caoba.
Cutter no le invitó a sentarse. Él también se quedó de pie.
—Comodoro —empezó a decir lentamente LeSeur—, ¿cuánto sabe de la situación actual del barco?
—Solo sé lo que he oído por megafonía—dijo Cutter—. No ha venido nadie a verme. Nadie se ha molestado en hablar conmigo.
— ¿Entonces no sabe que la capitán Masón se ha adueñado del puente y del barco, ha aumentado la velocidad al máximo y está decidida a estrellar el
Britannia
contra las Carrion Rocks?
La boca de Cutter tardó un segundo en pronunciar la respuesta.
—No.
—No se nos ocurre ninguna manera de impedírselo. Ha cerrado el puente con un código 3. Chocaremos contra las rocas dentro de algo más de una hora.
Al oírlo, Cutter dio un paso hacia atrás, se tambaleó y recuperó el equilibrio. Se le vela ligeramente más pálido. No dijo nada.
LeSeur le contó rápidamente los detalles. Cutter escuchaba sin interrumpirle, ni delatar ninguna emoción.
—Comodoro —concluyó LeSeur—, los únicos que conocen la secuencia numérica para anular una alerta de código 3 son usted y el segundo capitán. Aunque consiguiéramos entrar en el puente y arrestar a Masón, no podríamos recuperar el control del piloto automático sin invalidar el código 3. Esos códigos los conoce usted. Nadie más.