—Dios mío, Dios mío, Dios mío… —oyó repetir al ingeniero jefe en una oración continua
sotto voce
, con la mirada fija en la ventana.
El puente auxiliar tembló y se inclinó en un ángulo aún más absurdo. Los sistemas de alerta se habían activado con la entrada de agua en las cubiertas inferiores. Oyó un coro de sonidos nuevos: el chirrido del acero al desgarrarse, el tableteo de los remaches y el profundo gemido de la inmensa estructura de acero de la nave.
—Dios mío —susurró otra vez el ingeniero jefe.
Desde abajo llegó una especie de explosión, seguida por un temblor brutal, como si hubieran hecho sonar el casco del barco como una gran campana. Fue tan brusco que LeSeur se cayó al suelo. Justo cuando se ponía de rodillas, otra explosión sacudió el puente auxiliar y lo arrojó hacia una esquina de la mesa de navegación, haciéndole un corte en la frente. Una foto enmarcada de la botadura del
Britannia
, con la reina Isabel presidiendo el acto, se desprendió de la pared y dio vueltas por el suelo, dejando un reguero de cristales. Finalmente se paró, justo delante de la cara de LeSeur. El primer oficial contempló con una sensación de irrealidad el rostro sereno y sonriente de la reina y su mano levantada hacia la multitud de súbditos. Por unos instantes tuvo una sensación horrible de fracaso, de fracaso personal. Les había fallado a su reina, a su país y a todos los valores en los que creía. Había dejado el barco en manos de un monstruo. Era todo culpa suya.
Se cogió al borde de la mesa para levantarse, a la vez que notaba cómo un hilo de sangre caliente caía sobre su ojo. Se lo limpió con un gesto brusco de la mano, e intentó recuperar la sensatez.
Se dio cuenta enseguida de que el barco acababa de sufrir un cambio importante. La cubierta recuperaba cada vez más deprisa su horizontalidad, y el
Britannia
ya no avanzaba dando guiñadas, sino en línea recta. Volvieron a sonar las alarmas.
—Pero ¿se puede saber…? ¿Qué está pasando, Halsey?
Halsey contemplaba el panel de motores con una mueca de horror.
Pero a LeSeur no le hacían falta sus explicaciones. Entendió inmediatamente lo ocurrido: el
Britannia
se había quedado sin los dos módulos de popa; en suma, sin timón. El
Grenfell
estaba prácticamente delante, a pocas decenas de segundos del impacto. El
Britannia
había dejado de guiñar. Ahora se le acercaba en línea recta.
Cogió la radio.
— ¡
Grenfell
! —gritó—. ¡Dejen de retroceder y enderecen el rumbo! ¡Hemos perdido el gobierno!
Fue una llamada innecesaria. LeSeur ya vela un remolino de agua alrededor de la popa del
Grenfell
; el capitán se había dado cuenta anticipadamente de lo que debía hacer. El
Grenfell
se situó en paralelo al
Britannia
justo cuando los dos barcos iban a embestirse.
La popa del
Grenfell
casi rozó la del
Britannia
, hasta el punto de que LeSeur oyó el fragor del agua en el estrecho pasadizo formado entre los dos cascos. Una fuerte sucesión de impactos y chirridos de metal acompañó el momento en el que el ala de babor del puente del
Grenfell
entraba en contacto con una de las cubiertas inferiores del
Britannia
, creando un rastro de grandes géiseres de chispas. Y de repente había pasado todo. Los barcos se alejaban el uno del otro.
Un coro de vítores entrecortados ensordeció las alarmas del puente auxiliar. LeSeur distinguió las mismas aclamaciones por el VHF del
Grenfell
.
El ingeniero jefe le miró con la cara sudorosa.
—Señor LeSeur, hemos perdido los dos módulos de popa; nos los acaban de arrancar…
—Ya lo sé —contestó LeSeur—, y se ha partido el casco. —Le invadió una sensación de triunfo—. Señor Halsey, deje que se inunden la sentina de popa y los compartimentos seis y cinco. Cierre herméticamente los mamparos centrales de la sentina.
Halsey se quedó donde estaba.
— ¡Vamos! —le espetó LeSeur.
—No puedo.
— ¿Se puede saber por qué?
Halsey levantó las manos.
—Es imposible. Los mamparos se cierran automáticamente.
Señaló un panel de emergencia.
— ¡Pues ábralos! ¡Mande una brigada para que abran manualmente las escotillas!
—Imposible —repitió Halsey, impotente—. Cuando están inundados, no se puede. No hay sistema manual.
— ¡Maldita sea con la automatización! ¿En qué estado están los otros dos módulos?
—Operativos. Ambos transmiten la potencia máxima a las hélices, pero nuestra velocidad se ha reducido a veinte nudos.
—Pues ahora, sin los módulos de popa, Masón gobernará el barco con la potencia de los motores. —LeSeur echó un vistazo al oficial de guardia—. ¿Tiempo estimado para las Carrion Rocks?
—A esta velocidad y con este rumbo, treinta y cinco minutos, señor.
Miró por las ventanas del puente, al castillo de proa del
Britannia
, que aún surcaba el mar con una fuerza imparable. Veinte nudos, sí, pero la situación seguía siendo desesperada. ¿Qué opciones tenían? Que él supiera, ninguna.
—Voy a dar la orden de abandonar el barco —dijo.
Se hizo un gran silencio en todo el puente.
—Perdone, señor… ¿con qué? —preguntó el ingeniero jefe.
—Con los botes salvavidas, naturalmente.
— ¡Ni se le ocurra! —exclamó repentinamente una voz de mujer.
Al volverse, LeSeur vio que en el puente auxiliar había entrado la componente femenina del equipo de Gavin Bruce, Emily Dahlberg. Tenía el vestido roto y empapado. Se quedó mirándola con cara de sorpresa.
—No pueden usar los botes salvavidas —repitió ella—. Gavin y Niles Welch han hecho una prueba y se les ha reventado el bote.
— ¿Reventado? —repitió LeSeur—. ¿Dónde están Liu y Crowley? ¿Por qué no han venido a informarme?
—Los pasajeros han asaltado la cubierta de los botes salvavidas —dijo Dahlberg, sin aliento—, y han atacado a Liu y a Crowley. Es posible que estén muertos. Después han echado al mar otro bote, que también se ha reventado al chocar contra el agua.
La impresión fue tan grande, que nadie dijo nada.
LeSeur se volvió hacia el oficial de radio.
—Active el mensaje automático de evacuación.
— ¡Ya la ha oído, señor! —intervino Kemper—. Los botes serían ataúdes flotantes. Además, en las circunstancias ideales se tardan tres cuartos de hora en llenar y lanzar los botes salvavidas, y nos quedan treinta minutos. Chocaremos con todos los pasajeros agrupados en las galerías abiertas de los botes, que están llenas de vigas de acero. Será una carnicería. La mitad caerá por la borda, y la otra mitad se llevará un impacto brutal.
—Embarcaremos a todos los que podamos y los mantendremos en los botes hasta el impacto, que será cuando los lanzaremos.
—La fuerza del impacto podría hacer descarrilar los botes. Se atascarán en la cubierta y ya no se podrán lanzar. Se hundirán con el barco.
LeSeur se volvió hacia Halsey.
— ¿Es cierto?
Halsey tenía la cara absolutamente pálida.
—Creo que es correcto, señor.
— ¿Cuál es la alternativa?
—Meter a los pasajeros en los camarotes y que se preparen para el impacto.
— ¿Y luego? ¡En cinco minutos se hundirá el barco!
—Entonces cargamos y lanzamos los botes salvavidas.
— ¡Pero si acaban de decir que el impacto podría hacerlos descarrilar!
Dándose cuenta de que hiperventilaba, LeSeur hizo un esfuerzo para calmarse.
—A veinte nudos habrá menos destrozos, y el impacto no será tan fuerte. Como mínimo habrá algunos botes que no saldrán de los raíles, y que aún puedan usarse. Al ser más suave el impacto, quizá dispongamos de más tiempo antes de… hundirnos.
— ¿Quizá? No me basta.
—Pues es lo único que hay —dijo Halsey.
LeSeur volvió a limpiarse la sangre que le caía sobre el ojo, y la arrojó con un chasquido de los dedos antes de volverse nuevamente hacia el oficial de radio.
—Mande un mensaje general por la megafonía. Que todos los pasajeros vuelvan inmediatamente a sus camarotes, sin excepciones, y que se pongan los dispositivos de flotación que hay debajo de las camas. Después, que se echen en la litera con los pies por delante, en posición fetal, y que se protejan con almohadas y mantas. Si no pueden llegar al camarote, que se sienten en el primer sillón que encuentren y adopten una postura de protección, con las manos detrás de la cabeza y la cabeza entre las rodillas.
—Sí, señor.
—Inmediatamente después del impacto, que vayan todos a los puntos de evacuación, como en los simulacros, y que no se lleven nada en absoluto salvo los chalecos salvavidas. ¿Entendido?
—Sí, señor.
El oficial de radio se giró otra vez hacia su terminal. Al cabo de un momento sonó la sirena, y una voz dio las órdenes por el sistema de megafonía.
LeSeur se volvió hacia Emily Dahlberg.
—Supongo que la orden también es válida para usted. Será mejor que vuelva a su camarote.
Dahlberg le miró un momento y asintió.
—Ah, señora Dahlberg… Gracias.
La mujer se fue del puente.
Tras ver cómo se cerraba la escotilla, la mirada de LeSeur se posó, más torva, en el monitor que ofrecía una imagen poco definida del timón. Masón seguía en el lugar de siempre, con una mano en el timón y la otra apoyada en las dos palancas de los módulos de proa, manteniendo el rumbo mediante una serie de ligeros ajustes en la velocidad de las hélices.
LeSeur pulsó el botón de transmisión del interfono que comunicaba los dos puentes, y se inclinó hacia él.
— ¿Masón? Sé que me oye.
Silencio.
— ¿De verdad piensa hacerlo?
La mano blanca de la capitana soltó la palanca y tocó la tapa de un pequeño tablero, como si fuera su respuesta. La abrió, accionó dos controles y volvió a posarla sobre las palancas, que empujó al máximo.
Los motores respondieron con una profunda vibración.
—Madre mía… —dijo Halsey al mirar el panel de motores—. Está forzando las turbinas al límite.
El barco aceleró con un potente impulso. LeSeur vio cómo subía lentamente el indicador de velocidad, y su corazón dio un vuelco. Veintidós nudos. Veinticuatro. Veintiséis.
— ¿Cómo es posible? —preguntó, atónito—. ¡Hemos perdido la mitad de la propulsión en popa!
—Está forzando las turbinas muy por encima de lo permitido —dijo Halsey.
— ¿Hasta dónde llegan?
—No estoy seguro. Las está forzando por encima de cinco mil revoluciones. —Halsey se inclinó para tocar una de las pantallas, como si no se lo creyera—. Y ahora está poniendo en rojo los cuatro motores diesel Wärtsilá, dirigiendo el exceso de potencia hacia los dos módulos que quedan.
— ¿Se quemarán?
— ¡Por supuesto, pero tardarán demasiado, joder!
— ¿Cuánto?
—Masón puede seguir así… treinta o cuarenta minutos.
LeSeur echó un vistazo al chartplotter. El
Britannia
volvía a aproximarse a los treinta nudos, y las Carrion Rocks quedaban a doce millas náuticas.
—Solo le hacen falta veinticuatro minutos —dijo despacio.
Pendergast estaba postrado en una noche angustiosa. En su último esfuerzo, casi sobrehumano, por defenderse, había recurrido a todos los nuevos poderes intelectuales recibidos del Agoyzen… y los había agotado sin que sirvieran de nada. La tulpa se le había metido en el tuétano, en lo más hondo de su mente. Sentía en su interior algo atrozmente ajeno, como la despersonalización propia de un ataque de pánico. Una entidad hostil le estaba devorando sin tregua, implacablemente… y, como en las parálisis de las pesadillas, él no podía oponer resistencia. Era una agonía psíquica mucho peor que la más espantosa tortura física.
Lo soportó durante un momento interminable e indescriptible, hasta que de pronto se cerró sobre él una grata oscuridad.
No sabía cuánto tiempo había permanecido sin poder pensar ni moverse. De repente, una voz salió de la oscuridad. Una voz conocida.
— ¿No te parece que va siendo hora de que hablemos? —dijo la voz.
Lentamente, vacilando, Pendergast abrió los ojos, y se vio en un espacio pequeño y en penumbra, con un techo bajo e inclinado. En un lado había una pared de yeso cubierta con mapas de tesoros dibujados por niños y con imitaciones torpes a lápiz y pastel de cuadros famosos; en el otro una puerta de celosía.
Por los listones se filtraba la luz débil de la tarde, que, a la vez que iluminaba perezosas motas de polvo suspendidas en el aire, bañaba el espacio secreto con la luz misteriosa de una cueva submarina. Por los rincones había libros de Howard Pyle, Arthur Ransome y Booth Tarkington. Olía muy bien, a madera vieja y a cera para suelos.
Frente a Pendergast estaba su hermano Diógenes, con los brazos y las piernas en la oscuridad, aunque la luz de la celosía subrayaba las facciones marcadas de su rostro. Aún tenía los dos ojos de color marrón claro… como antes del Acontecimiento.
Era el escondrijo de los dos hermanos, el pequeño cuarto que se habían hecho detrás de la escalera trasera de la vieja casa: lo que llamaban la Caverna de Platón, una de las últimas cosas que habían hecho juntos, antes de que llegara la mala época.
Pendergast le miró fijamente.
—Tú estás muerto.
—Muerto. —Diógenes pronunció la palabra como si la saborease—. Puede que sí, puede que no, pero siempre estaré vivo en tu mente. Y en esta casa.
Era algo totalmente inesperado. Pendergast se detuvo a examinar sus sensaciones, y se dio cuenta de que ya no sentía el dolor atroz y taladrante de la tulpa, al menos de momento. No sentía nada, ni sorpresa ni sensación de irrealidad. Supuso que estaba en algún recoveco insospechado e insondablemente profundo de su subconsciente.
—Estás en una situación bastante grave —dijo su hermano—, quizá la más grave en la que te he visto, y lamento tener que reconocer que esta vez no es obra mía. Así que volveré a preguntártelo: ¿no te parece que va siendo hora de que hablemos?
—No puedo vencerla —dijo Pendergast.
—Por eso.
—Y no se la puede matar.
—En efecto. Solo se irá después de haber cumplido su misión, pero eso no significa que no se la pueda controlar.
Pendergast titubeó.
— ¿Qué quieres decir?