— ¿Y si anulamos los motores? —preguntó alguien—. Saboteándolos, como quien dice.
LeSeur miró al ingeniero jefe.
— ¿Señor Halsey?
Halsey frunció el entrecejo.
—Tenemos cuatro motores diesel alimentados por dos turbinas de gas General Electric LM2500. Si desconectamos uno, no pasará nada. Si desconectamos dos, y no apagamos las turbinas, habrá una explosión de gas comprimido.
— ¿Entonces qué? ¿Desconectar primero las turbinas de gas? —preguntó LeSeur.
—Son motores de alta presión, que giran a tres mil seiscientas revoluciones por minuto. Cualquier intento de intervenir mientras esa desgraciada mantenga la velocidad al máximo sería un… suicidio. Arrancaríamos la parte inferior del barco.
— ¿Y cortar los ejes? —preguntó un segundo oficial.
—No hay ejes —dijo el ingeniero jefe—. Cada módulo es un sistema de propulsión autónomo. Los motores diesel y las turbinas generan electricidad que alimenta los módulos.
— ¿Bloquear la transmisión? —preguntó LeSeur.
—Lo he analizado, y en movimiento es inaccesible.
— ¿Y si cortamos radicalmente toda la alimentación eléctrica délos motores?
El ingeniero jefe frunció el entrecejo.
—No se puede, por la misma razón por la que están acorazados el puente de mando y el piloto automático: miedo a un ataque terrorista. Los genios del Home Office decidieron diseñar un barco en el que los terroristas, si intentaran hacerse con el mando, no pudiesen parar o controlar el barco de ninguna manera. Querían a toda costa que los oficiales pudieran encerrarse en el puente, para lograr llevar el barco a puerto incluso si los terroristas se apoderaban de todo lo demás.
—Hablando del puente —dijo un tercer oficial—. Pero ¿y si hacemos un agujero en la escotilla de seguridad y bombeamos gas? Cualquier cosa que desplace el aire. ¡En la cocina, por ejemplo, hay varios botes de CO2! Así la obligaríamos a salir.
— ¿Y luego? Aún tendríamos conectado el piloto automático.
Hubo un breve silencio. El jefe de informática, Hufnagel, un hombre con gafas y bata de laboratorio, carraspeó.
—El piloto automático es un software como cualquier otro —dijo en voz baja—. Se puede piratear, al menos en teoría. Piratear y reprogramar.
LeSeur se giró a mirarle.
— ¿Cómo? Tiene un cortafuegos.
—No hay ningún cortafuegos inexpugnable.
—Pues ponga ahora mismo al mejor de sus hombres manos a la obra.
—Es Penner, señor.
El jefe de informática se levantó.
—Infórmeme lo antes posible.
—Sí, señor.
LeSeur le vio salir de la sala de reuniones.
— ¿Alguna otra idea?
— ¿Y el ejército? —preguntó Crowley, otro tercer oficial—. Podrían mandar cazas y volar el puente con un misil. O hacer que un submarino desactivara la hélice con un torpedo.
—Está todo estudiado —contestó LeSeur—. Es imposible tener tanta puntería con un misil. Tampoco hay submarinos cerca, y teniendo en cuenta nuestra velocidad, tampoco podrían interceptarnos ni darnos alcance.
— ¿Hay algún modo de lanzar los botes salvavidas? —preguntó una voz al fondo.
LeSeur miró al contramaestre, Liu.
— ¿Es posible?
—A una velocidad de treinta nudos, con tantas olas… ¡Madre mía! No quiero ni imaginarlo.
—No quiero saber qué se imagina. Si hay alguna posibilidad, por remota que sea, quiero que la investigue.
—Sí, señor; averiguaré si es posible, pero para eso necesitaría toda una brigada de emergencia, y no hay nadie libre.
LeSeur soltó una sonora maldición. Lo que más falta les hacía era marineros con experiencia. El barco estaba lleno de inútiles, desde crupieres hasta cantantes, pasando por masajistas. Puro lastre.
—El que ha venido hace un rato… ¿Cómo se llamaba? Bruce. Estuvo en la Royal Navy, y sus amigos también. Vaya a buscarle y pídale ayuda.
—Pero si ya es viejo, tiene setenta y pico —protestó Kemper.
—Señor Kemper, he conocido a setentones salidos de la Royal Navy que le dejarían seco en dos segundos. —LeSeur se volvió hacia Crowley—. En marcha.
De la puerta llegó un vozarrón, con fuerte acento escocés.
—No hace falta que me busquen, señor LeSeur. —Bruce se abrió camino—. Gavin Bruce, para servirle.
LeSeur se volvió.
—Señor Bruce… ¿Ya está al corriente de la situación?
—Sí.
—Necesitamos saber si es posible lanzar los botes salvavidas con estas condiciones y a esta velocidad. ¿Tiene alguna experiencia en ello? Son un nuevo tipo de botes salvavidas, de caída libre.
Bruce reflexionó, acariciándose el mentón.
—Debería examinarlos de cerca. —Titubeó—. Podríamos soltarlos después de la colisión.
—No podemos esperar hasta después de la colisión. Chocar con un arrecife a treinta nudos… Solo el impacto de por sí ya mataría o heriría a la mitad del pasaje.
Nadie dijo nada. Al cabo de un rato, Bruce asintió despacio.
—Señor Bruce, les doy plena autoridad a usted y a su grupo para encargarse de ello. Recibirán toda la información del señor Liu, el contramaestre, y la ayuda del tercer oficial. Ambos conocen a fondo las rutinas de evacuación.
—Sí, capitán.
LeSeur paseó su mirada por la sala.
—Una cosa más: necesitamos al comodoro Cutter. Conoce el barco mejor que ninguno de nosotros, y… es el único que sabe la secuencia numérica para anular un código 3. Le llamaré otra vez al puente.
— ¿Como capitán? —preguntó Kemper.
LeSeur vaciló.
—Veremos qué dice.
Miró su reloj.
Ochenta y nueve minutos.
En el puente de mando, la capitán Carol Masón observaba con serenidad la pantalla de plasma de treinta y dos pulgadas del chartplotter Northstar 94IX DGPS, que funcionaba con Infonav 2.2. Le parecía un prodigio de la electrónica, una tecnología que volvía obsoletos todos los conocimientos, las matemáticas, la experiencia y la profunda intuición que en otros tiempos habían sido necesarios para el pilotaje y la navegación. Con aquel aparato, hasta un niño de doce años podía gobernar el
Britannia
, o casi: bastaba usar aquella carta de navegación tan grande y llena de colores, donde salían el barco y una línea que indicaba su rumbo, junto a una serie de señales que especificaban algo tan útil como su futura posición estimada a intervalos de diez minutos, y puntos de ruta para cualquier cambio de rumbo.
Echó un vistazo al piloto automático. Otro prodigio. Vigilaba constantemente la velocidad del barco, relativa y absoluta, las revoluciones del motor, el consumo de energía y los ángulos del timón y de los módulos, además de realizar un sinfín de ajustes tan sutiles que ni el más avezado de los oficiales habría sido capaz de percibir. Mantenía el rumbo y la velocidad del barco mejor que el más capacitado de los capitanes humanos, a la vez que ahorraba combustible, motivo por el que las normas estipulaban que el piloto automático solo dejara de utilizarse en aguas interiores o costeras.
Diez años atrás, el puente de un barco como aquel habría exigido como mínimo la presencia de tres oficiales perfectamente formados, mientras que ahora solo hacía falta uno… que se pasaba la mayor parte del tiempo sin nada que hacer.
Se fijó en la mesa de navegación de LeSeur, con sus cartas de papel, sus reglas paralelas, sus compases, sus lápices y marcadores y la caja con el sextante. Instrumentos muertos. Conocimientos muertos.
Rodeó el terminal del puente, y al volver al timón posó una mano sobre la elegante rueda de caoba. Puramente decorativa. A la derecha, estaba la consola del timonel, desde donde se gobernaba realmente el barco: seis pequeños mandos, manipulados con un solo dedo, que controlaban los dos módulos de propulsión (dos fijos y dos rotatorios), así como las palancas de los motores. Con sus módulos de popa que giraban trescientos sesenta y cinco grados, el barco era tan maniobrable que podía atracar sin la ayuda de un solo remolcador.
Deslizó la mano por el barniz liso del timón, mientras sus ojos se alzaban hacia la pared de ventanas grises. Hacía más viento, pero llovía menos, y ahora se vela el contorno de la proa sufriendo el azote de unas espectaculares olas de más de diez metros, que bañaban las cubiertas de proa con chorros de espuma, blancas explosiones a cámara lenta.
Masón sentía una especie de paz, un vacío absoluto, que iban más allá de todo lo que conocía. Su vida, por lo general, había sido tensa, por los reproches que se hacía a sí misma, la sensación de no estar a la altura, las dudas, la rabia y una ambición desmesurada, pero ahora no quedaba nada de todo ello, afortunadamente. Nunca le había costado tan poco tomar decisiones; ya no sentía las dudas angustiosas que siempre la habían atormentado después de las grandes elecciones de su carrera. Había tomado la decisión de destruir el barco; lo había hecho con calma, sin emoción, y ahora solo faltaba cumplirla.
¿Por qué?, había preguntado LeSeur. Si no lo adivinaba por sí mismo, no sería Masón quien le diera la satisfacción de explicárselo. A ella le parecía obvio. Ni uno de los grandes transatlánticos, ni uno solo, había tenido a una mujer como capitán. ¡Qué tonta había sido al esperar que el
Britannia
rompiese esa maldita tradición! Era consciente (y no por vanidad) de que valía el doble que la mayoría del resto de capitanes: primera de su promoción en la academia naval de Newcastle, con una de las notas más altas de la historia del centro, su historial era perfecto, inmaculado. Hasta se había quedado soltera solo para eliminar la cuestión de la baja por maternidad, y no por falta de oportunidades, que las había tenido, y muy buenas… Se había esmerado al máximo en cultivar las relaciones más beneficiosas dentro de la compañía, y en buscarse a los mejores protectores, siempre tomando la precaución de no parecer una arribista. Había cultivado asiduamente la actitud seca y profesional, pero no antipática, de los mejores capitanes, que siempre se alegraban sinceramente del éxito de sus iguales.
Su ascenso por el escalafón había sido fácil: segundo oficial, primer oficial, y por último segundo capitán, cada cosa en su momento. Lógicamente, en todo ese camino no habían faltado comentarios desagradables, ni la molestia de que sus superiores hicieran avances sexuales; pero ella siempre se enfrentaba a ello con aplomo, sin escándalos ni quejas, respondiendo a la chocarrería de algunos superiores babosos con la mayor corrección y respeto, haciéndose la sorda a sus comentarios ofensivos y vulgares y a sus asquerosas proposiciones. A todos les trataba con buen humor, como si lo que salía de sus bocas fueran simples e ingeniosos comentarios.
Cuatro años atrás, al ser botado el Oceanía, los que más números tenían para capitanearlo eran ella y otros dos segundos capitanes: Cutter y Thrale. Se había llevado el gato al agua el menos competente, Thrale, que además tenía problemas con el alcohol. A Cutter, mejor capitán, le había traicionado su forma de ser, susceptible y poco sociable; pero a ella se la habían saltado, pese a ser con diferencia la más capacitada de los tres. ¿Por qué?
Por ser mujer.
Pero lo peor no fue eso; lo peor fue que todos sus colegas se compadecieron de Cutter, cuando a muchos ni siquiera les caía bien. Todos le habían hecho saber discretamente que no estaban de acuerdo, que el cargo le correspondía legítimamente a él, y que la compañía se había equivocado. Todos le habían asegurado que la siguiente ocasión sería la suya.
En cambio con ella nadie había tenido el mismo gesto. Nadie la había compadecido. Todos daban por hecho que, como mujer, no se esperaba el nombramiento, y que este superaba sus capacidades. La mayoría eran antiguos compañeros de la Royal Navy, algo vedado para ella. Nadie podía llegar a imaginar su dolor, la ofensa de saberse la mejor de los tres candidatos, superior en antigüedad y calificaciones.
Debería haberlo comprendido entonces.
Y entonces llegó, el
Britannia
: el trasatlántico más grande y lujoso de la historia. Había costado casi mil millones de libras a la compañía, y lo lógico era que la eligiesen a ella. El mando del barco casi le correspondía por defecto…
Pues no, se lo había llevado Cutter; y para colmo a los jefes no se les había ocurrido nada mejor que pensar que Masón les agradecería la limosna de ser el segundo capitán.
Cutter no era tonto. Sabía perfectamente que el mando lo merecía ella. También sabía que era mejor capitán. De ahí su odio: se sentía amenazado. Ya antes de subir al barco había aprovechado cualquier ocasión para encontrarle defectos y rebajarla ante los demás. Pero, no contento con ello, había dejado claro que, a diferencia de la mayoría de los capitanes de trasatlántico, no se pasaría el día hablando con los pasajeros y presidiendo amenas cenas en la mesa del capitán, sino en el puente, usurpándole a ella el puesto que le correspondía.
Y, por si le faltaba munición para humillarla, se la dio ella misma a la primera de cambio: la primera infracción de disciplina de toda su carrera, antes de que el
Britannia
abandonara el puerto. Entonces ya debería haber sabido que nunca sería capitán de un gran barco.
¡Qué raro que Blackburn hubiera reservado pasaje en el viaje inaugural del
Britannia
! Justamente el primer hombre que la había pedido en matrimonio, y a quien ella había rechazado por culpa de su ambición. Y qué irónico que hubiera amasado tantos millones durante la década transcurrida desde su relación.
¡Qué increíbles tres horas habían pasado juntos! Tenía grabado cada segundo en la memoria. El camarote de Blackburn era una maravilla. Había llenado la sala de estar con sus tesoros favoritos: cuadros que valían millones de dólares, esculturas, antigüedades únicas en el mundo… Pero lo que más le entusiasmaba era una pintura tibetana que por lo visto tenía desde hacía menos de veinticuatro horas.
Dejándose llevar por la ilusión y el orgullo, la había sacado de la caja para desenrollarla en el suelo, a la vista de Masón, y ella, atónita, estupefacta y muda por lo que vela, se había arrodillado para contemplarla mejor, siguiendo con la vista y con los dedos hasta el último de sus infinitos detalles. La absorbía. Estallaba en su cerebro. Y ahí mismo, mientras ella miraba (hipnotizada y al borde del desmayo), Blackburn le había subido la falda por encima de las caderas, le había arrancado las bragas y la había montado como un semental embravecido. Masón nunca había tenido una relación sexual como aquella. Siempre la recordaría, hasta el último detalle, hasta la más ínfima gota de sudor, hasta el más inaudible gemido, hasta el último choque de las carnes. Solo de pensarlo sentía un hormigueo renovado de pasión.